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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2022  Epub 13-Dic-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i3.4012 

Reseñas

Sobre John Lear, Imaginar el proletariado. Artistas y trabajadores en el México revolucionario, 1908-1940

Elissa Rashkin1 

1Universidad Veracruzana

Lear, John. Imaginar el proletariado. Artistas y trabajadores en el México revolucionario, 1908-1940. México: Grano de Sal, Instituto Nacional de Bellas Artes y Sindicato Mexicano de Electricistas, 2019. 343p. ISBN: 978-607-983-690-0.


En el arte mexicano del siglo XIX, el “obrero” fue una figura poco visible, a diferencia del pintoresco “tipo popular” que habitaba, sobre todo, las imágenes hechas para exportación. Sin embargo, los procesos de urbanización e industrialización, amén de la propia Revolución, conllevaban la irrupción del proletariado en los discursos literarios, periodísticos y visuales. ¿Cómo se construyeron los imaginarios artísticos en torno a este sujeto social emergente? En Imaginar el proletariado. Artistas y trabajadores en el México revolucionario, John Lear analiza con detalle el proceso, retomando un periodo sobresaliente en la historia del arte nacional para conjuntarlo con la historia obrera y así desarrollar una mirada novedosa. Al recontextualizar algunos hitos conocidos, como el muralismo o los grabados del Taller de Gráfica Popular, y agregando fenómenos menos estudiados, como las revistas sindicales, Lear revela un escenario complejo, en que los actores son pintores y trabajadores (manuales y calificados, hombres y mujeres), pero también miembros del Partido Comunista, la Confederación Regional Obrera Mexicana, el Sindicato Mexicano de Electricistas y otras agrupaciones que contribuyeron a la eficacia (o torpeza) política y la delimitación representacional de la clase trabajadora en el México revolucionario.

A lo largo de las tres décadas abordadas en Imaginar el proletariado, el autor identifica diversos arquetipos de los obreros en el arte: el trabajador-ciudadano, el trabajador-víctima y el trabajadormilitante, este último con conciencia de clase y organizado para mejorar las condiciones laborales o, en su forma más radical, derrocar el sistema capitalista, junto con las instituciones (Iglesia, Estado) que lo mantenían, cosechando al lado de los empresarios los beneficios de la explotación del pueblo. Lear muestra que las raíces de estas configuraciones emergieron durante los últimos años del porfiriato, cuando “el trabajador fue incorporado poco a poco al discurso ideológico del Estado como fuente de la prosperidad nacional, y también tocó a las puertas de la Academia de San Carlos” (p. 41). El pintor Saturnino Herrán, saliendo del paisajismo y el costumbrismo que caracterizaban gran parte de la pintura nacional decimonónica, retrató al obrero manual como partícipe en la construcción literal y figurativa de la nación.

Este obrero del nuevo siglo, como señala el autor, se imaginaba como varón; su esposa e hijos lo acompañaban -validando así otros valores asociados con la mexicanidad, como la veneración de la familia patriarcal-, pero en pocos casos se veía a la mujer como obrera, a pesar de la participación femenil en la naciente producción industrial. La asociación entre el trabajo y la masculinidad persistiría en casi todas las representaciones del proletariado de la primera mitad del siglo XX, independientemente de la filiación política del artista que lo retrataba o del foro donde se difundía la imagen.

La contraparte del obrero-ciudadano de Herrán, argumenta Lear, es el obrero-víctima que aparece en los grabados caricaturescos de José Guadalupe Posada, algunos de los cuales fueron dirigidos a un mercado que abarcaba el propio sector trabajador. En la obra de Posada, los obreros urbanos, al igual que los campesinos, son explotados por el patrón y por una sociedad caracterizada por marcadas desigualdades. Sin embargo, su crítica no conduce a la rebelión, sino a una estética de la miseria enaltecida por la sátira: rasgos que serían retomados después por artistas radicales como Leopoldo Méndez. Por otra parte, la Casa del Obrero Mundial y los sindicatos impulsados por ella jugaron un papel importante en la organización y dignificación de la clase trabajadora en contra de la explotación institucionalizada del porfiriato; no obstante, los órganos de estas agrupaciones no generaron nuevas propuestas en la representación visual de sus sujetos, sino que imitaron el estilo de las publicaciones europeas con las cuales compartieron fundamentos ideológicos (pp. 76-78).

En los años veinte, como es sabido, el arte mexicano se revoluciona: hay una reivindicación de los pueblos indígenas contemporáneos y de las estéticas de las antiguas culturas originarias, mientras el campesino y el obrero se convierten en sujetos centrales de los nuevos movimientos artísticos como el muralismo y el grabado que se entienden como populares. Aquí, Lear señala que el protagonismo del obrero urbano fue producto de una compleja intencionalidad, ya que demográficamente el país seguía siendo rural, y el proletariado industrial -diverso entre sí debido a la naturaleza misma del trabajo en diferentes sectores, así como por la brecha entre trabajadores manuales y calificados- constituía una pequeña minoría. Esto se explica en parte por la ubicación urbana de los artistas, cuyo centro de operaciones era la Ciudad de México, pero también tiene que ver con la autoidentificación de los pintores como obreros culturales, trabajadores de la gubia y del pincel. El caso del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (SOTPE), fundado durante la decoración de la Escuela Nacional Preparatoria, ejemplifica esta identificación; el periódico que fundó el SOTPE en 1924, El Machete, combinó una estética visual militante, de sátira y denuncia, con un contenido escrito igualmente radical -apto, además, para ser leído en voz alta para un público mayormente analfabeto.

El análisis que ofrece Lear de estos fenómenos agrega detalles clave a una epopeya normalmente contada desde la historia del arte más que desde la historia social; sin embargo, es aún más interesante su examen de artefactos poco conocidos en el ámbito académico-museístico. La revista de la Confederación Regional Obrera Mexicana, por ejemplo, también generó una visión particular del sector obrero en sus portadas, ilustraciones y en la publicidad, que, en lugar de exaltar la lucha de clases, construía una noción del bienestar basada en el acceso a bienes de consumo. Las mujeres, generalmente excluidas del arte militante, aparecen aquí como consumidoras, es decir, como esposas de obreros cuyo buen salario les permite un mejor nivel de vida para sus familias, gracias a la sindicalización. Los elementos visuales de la revista CROM hacen eco de la prensa ilustrada de la época (Revista de Revistas, El Universal Ilustrado, entre otros) a la vez que exaltan la figura del obrero manual como protagonista y héroe de una nueva etapa en las relaciones entre capital y labor en la era posrevolucionaria.

Es notorio que la CROM y su flamante líder, Luis N. Morones, fueron blancos de ataques de parte de El Machete y otros bastiones de la prensa militante. Lear, avalándose en su conocimiento de la historia obrera1 y en una aguda apreciación de las sutilezas de la política sindical, magistralmente recentra la historia del arte revolucionario para revelar el protagonismo de personajes como Morones, Vicente Lombardo Toledano, Hernán Laborde, Francisco Breña Alvirez (dirigente del SME) y otros, además de los gobernantes (Calles, Cárdenas) cuyas políticas tenían repercusiones directas tanto en el sindicalismo como en el arte. Amplían este ya complejo paisaje los factores internacionales: las cambiantes posturas y directivas de Moscú, la emergencia del fascismo, el crisol libertario que fue la República española y, desde luego, la crisis de la guerra con sus implicaciones para México, seguida por la segunda guerra mundial y el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. El Partido Comunista Mexicano, al cual pertenecían muchos de los artistas sobresalientes del periodo, y luego las organizaciones rivales encabezadas por Lombardo Toledano y otros, lucharon para conservar la lealtad de los trabajadores mexicanos, utilizando el arte como medio de comunicación. Estas luchas internas y externas, en la década de los treinta, no dejaron de surtir de temas a los miembros de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios y del Taller de Gráfica Popular, así como a los dibujantes y grabadores de la revista Lux del SME y a otros órganos sindicales y proletarios.

Imaginar el proletariado constituye una fina lectura de la relación entre el arte y su contexto extraartístico durante algunas décadas clave en la formación, no sólo de la mexicanidad como categoría de representación, sino del propio Estado mexicano posrevolucionario, con sus coqueteos con el socialismo, que terminarían en la construcción de una hegemónica “unidad a toda costa”. El libro se limita a la ciudad de México, con unas excursiones a Veracruz (para el estridentismo y el grupo Noviembre), Puebla y Jalisco; aunque puede antojarse una mirada más amplia, la delimitación espacial permite un estudio pormenorizado de los actores, los hechos y las representaciones pictóricas. El análisis estético de las obras, apoyado en 12 láminas a color y decenas de ilustraciones intercaladas en el texto, arroja luz sobre elementos que, al observador casual, fácilmente pueden pasar desapercibidos, sobre todo cuando sus referentes están escondidos en el tiempo histórico de su realización. El trabajo de John Lear aporta una necesaria mirada crítica sobre un periodo (o conjunto de periodos) alguna vez visto como heroico, hoy en día sujeto a reexaminación. Publicado originalmente en inglés (University of Texas Press, 2017), su pulcra edición en México por Grano de Sal, con la excelente traducción de Alfredo Gurza, es una acertada contribución al “diálogo entre el cambio social, la política y la estética” (pp. 28-29) en el actual contexto nacional.

1Véase John Lear, Workers, Neighbors, and Citizens: The Revolution in Mexico City, Lincoln, University of Nebraska Press, 2001.

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