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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2022  Epub Dec 13, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i3.4007 

Reseñas

Sobre Águeda Venegas de la Torre, Los avatares de la administración de justicia en Zacatecas, 1812 a 1835

Pablo Mijangos y González1 

1Centro de Investigación y Docencia Económicas

Venegas de la Torre, Águeda. Los avatares de la administración de justicia en Zacatecas, 1812 a 1835. México: Instituto Mora, 2016. 239p. ISBN: 978-607-947-526-0.


El relato dominante sobre el siglo XIX mexicano presenta a las décadas fundacionales de la república como un periodo especialmente caótico, caracterizado por una institucionalidad precaria, constantes levantamientos militares y una interminable sucesión de presidentes y gobernadores, todo ello ante los ojos de un pueblo tradicional recién introducido a la política “moderna”. Este relato dominante ha sido ampliamente cuestionado durante las últimas décadas, de modo que hoy contamos con una historiografía mucho más rica y sofisticada sobre los actores, las prácticas y las instituciones del republicanismo temprano en México. De entre la multitud de temas que han sido analizados por esta corriente revisionista, uno de los más importantes -y menos trabajados- es el de la justicia ordinaria: todavía nos falta mucho por saber acerca de las instituciones judiciales donde los ciudadanos dirimían sus controversias y donde exigían el castigo contra los delincuentes que trastornaban la paz y el orden social. A veces se nos olvida que, detrás de las grandes movilizaciones y pronunciamientos de la época, había una sociedad desigual y litigiosa que veía al Estado como el principal proveedor de “justicia” y a ésta como la primera condición del orden público. ¿De qué manera se transformó la administración de justicia con el advenimiento de la república federal? ¿Los tribunales llevaron a la práctica los ideales de la legislación liberal o simplemente adaptaron sus prácticas a un nuevo lenguaje? Estas son las preguntas centrales del interesante estudio de Águeda Venegas sobre las primeras décadas del Poder Judicial zacatecano.

La obra en comentario se inscribe en una corriente historiográfica muy influida por el grupo Historia Constitucional Española (HICOES), que ha resaltado la importancia del constitucionalismo gaditano y ha interpretado la primera mitad del siglo XIX como una época de transición entre el “estado jurisdiccional” y el “estado de derecho”, o, mejor dicho, entre la “justicia de jueces” y la “justicia de leyes”. Es por ello que, para contextualizar adecuadamente los éxitos y fracasos de la transición jurídica en Zacatecas, la autora comienza su trabajo con una exposición general del “proyecto de justicia” impulsado por los primeros gobiernos y legislaturas de aquel joven estado, un proyecto que estaba basado en una visión esencialmente moderna de la justicia, esto es, individualista, igualitaria y legalista. Al igual que sucedió en otras partes del país, la primera Constitución del estado de Zacatecas (1825) estableció un poder judicial estructurado en tres instancias y encabezado por un Supremo Tribunal de Justicia, cuya principal función, además de escuchar apelaciones, era la de fiscalizar el desempeño de todos los jueces locales (estamos hablando de una época en la que no existía el amparo judicial y los estados tenían la facultad de juzgar completamente las causas civiles y criminales correspondientes a su territorio, hasta la “ejecución de la última sentencia”). Aunque el nuevo orden constitucional estaba basado en el principio de división de poderes, Águeda Venegas nos recuerda que en la práctica existía un desequilibrio entre los mismos, pues el ejercicio de la soberanía “iba del legislativo al ejecutivo y, por último, al judicial”.

La supremacía del Poder Legislativo tenía implicaciones importantes en el funcionamiento del Poder Judicial. En primer lugar, dado que las leyes expresaban la soberana voluntad popular, el papel de los jueces consistía simplemente en aplicar sus disposiciones al caso concreto, sin tener la posibilidad de excusar su cumplimiento o atenuar su significado mediante el llamado “arbitrio judicial”, que era asociado con el despotismo, el capricho y la corrupción. Esta visión de los jueces como simples “bocas que pronuncian las palabras de la ley” -heredada del constitucionalismo francés- requería a su vez la presencia de jueces letrados, es decir, abogados profesionales a quienes pudiera exigirse un apego estricto al texto y los procedimientos de la ley, cosa nada sencilla en un medio social donde la educación superior era un privilegio minoritario. En segundo lugar, la primacía política de la legislatura facilitaba su intervención en asuntos jurisdiccionales que, en principio, correspondían exclusivamente a los tribunales. La autora observa que el Congreso local se presentaba como el “padre protector” de los derechos y la “felicidad” de los habitantes de Zacatecas y que, en ejercicio de esa función, llegó a solicitar los autos de varios litigios e incluso se atrevió a revisar juicios ya concluidos, modificando las sentencias y exigiendo responsabilidades a las instancias que habían dictado el fallo controvertido. Estas prácticas de extralimitación legislativa eran inconstitucionales, pero no existía un medio legal para impedirlas.

Uno de los problemas capitales que enfrentó este modelo de administración de justicia fue la escasez de individuos letrados y adecuadamente instruidos en la ciencia del derecho. Para remediar este problema, el Congreso zacatecano trató de modernizar y agilizar los estudios de jurisprudencia en el Colegio de San Luis Gonzaga -la principal institución educativa de la entidad-, pero estos esfuerzos resultaron insuficientes y al final la mayoría de los letrados locales prefirió laborar para la legislatura o el gobierno del estado, que ofrecían mejores condiciones de trabajo. En ausencia de jueces profesionales, la impartición de justicia en la primera instancia quedó en manos de los alcaldes de los ayuntamientos, que eran electos por los habitantes y estaban más habituados a decidir conforme a la tradición de cada lugar. Según demuestra Venegas, la justicia de los alcaldes permitió la continuidad de una cultura jurisdiccional de antiguo régimen, en la que la autoridad social de los jueces no derivaba de sus credenciales profesionales o de su apego a la ley, sino de “la experiencia y la ética del vecino conocido”, que permitían ajustar “los preceptos del derecho a los mecanismos sociales y cotidianos de la comunidad”. La coexistencia de estas dos formas de entender la justicia -la tradicional y la liberal- se tradujo en frecuentes conflictos entre los jueces legos y el Supremo Tribunal del estado, pues los primeros consideraban que la revocación de sus decisiones por el segundo “ponía en duda su ética como personas rectas y confiables”.

Aunque no había forma de superar estas tensiones en el corto plazo, la legislatura de Zacatecas no se quedó de brazos cruzados y decidió promover la figura de los “asesores letrados”, que estaban encargados de proporcionar a los alcaldes “los medios y arbitrios” necesarios para cumplir sus obligaciones en la administración de justicia. Una de las contribuciones más interesantes del libro consiste precisamente en el rescate de estos funcionarios poco atendidos por la historiografía. La autora señala que desde 1825 el territorio del estado fue dividido en cinco “asesorías” -financiadas por la hacienda pública- y ofrece algunos datos sobre la formación y la cultura jurídica de sus respectivos titulares. En términos generales, los asesores ayudaron a “limitar el arbitrio judicial de los alcaldes”, pues vigilaban que estos “cumplieran con las formalidades del orden procesal, dieran cauce y articulación a los juicios, resolvieran las dudas y, por último, indagaran los elementos necesarios para emitir una sentencia”. En otras palabras, los asesores tenían por función aclarar los hechos del caso y mostrar a los jueces cuál era la solución más apegada a la ley. La autora tampoco olvida que, sobre todo en las comunidades pequeñas, los escribanos fueron un auxilio fundamental para los jueces, pues daban seguimiento y formalidad a las providencias judiciales, resguardaban los cuadernos y el archivo, e incluso respondían consultas.

Si bien este libro presenta un panorama bastante completo del Poder Judicial de Zacatecas durante la época estudiada, la ausencia de un diálogo más efectivo con la historiografía sobre la justicia ordinaria en otros estados impide determinar hasta qué punto la experiencia judicial zacatecana fue atípica o más bien representativa de toda la República. Una oportunidad idónea para hacer este análisis comparativo se encuentra en el capítulo dedicado a los proyectos codificadores en aquel estado. Como observa la autora, los legisladores zacatecanos advirtieron muy pronto la necesidad de “reducir a un solo cuerpo o código de leyes todas las que son necesarias para la conservación de los derechos de todos y cada uno de los habitantes del estado”, un código que debía ser “verdadero, completo, exacto y sencillo”. Los códigos civil, criminal y procesal darían soluciones claras a todos los problemas, simplificarían los trámites procesales y evitarían decisiones arbitrarias de los jueces legos. Lo curioso del caso es que, si bien se trataba de un ideal jurídico ampliamente compartido, que estaba respaldado por el constitucionalismo gaditano y por el enorme prestigio de la codificación napoleónica, este anhelo codificador sólo se pudo materializar en tres estados durante la primera república federal: Oaxaca, Jalisco y Zacatecas. ¿Cuáles eran las condiciones culturales o políticas que distinguieron a estos estados del resto de la república? ¿Por qué la legislatura de Zacatecas logró lo que otros estados ni siquiera llegaron a intentar? La obra no profundiza en estas cuestiones y solamente nos recuerda que el Código Civil zacatecano de 1828 no pudo ser promulgado, en buena medida como consecuencia de las críticas formuladas por la Iglesia y los ayuntamientos. ¿Sucedió lo mismo en el resto del país?

Cualquier historiador que haya visitado los archivos de los poderes judiciales locales conoce de primera mano las dificultades para reconstruir la historia de la justicia ordinaria durante la primera mitad del siglo XIX mexicano: salvo contadas excepciones, los fondos suelen estar desorganizados, hay muchas lagunas documentales y con frecuencia es necesario recurrir a informes gubernamentales y testimonios periodísticos para reconstruir la experiencia del mundo judicial. Tan sólo por esta razón, la obra de Águeda Venegas es una contribución muy bienvenida a la historiografía del primer federalismo. Los investigadores podrán encontrar aquí una guía segura sobre la estructura, los procedimientos, los actores y los grandes rezagos de la administración de justicia en este periodo, mismo que la autora no interpreta como de ruptura, sino como de “continuidad dentro de un nuevo contexto”. Queda pendiente, sin embargo, una investigación más a fondo sobre la incidencia efectiva que tuvo el sistema judicial en la vida social, política y económica de los zacatecanos. ¿Fue la justicia un baluarte de la gobernabilidad local o un factor adicional de inestabilidad? ¿Las decisiones de los jueces legos y del Supremo Tribunal fueron bien recibidas por sus destinatarios? ¿Podría decirse que la justicia ordinaria fue una escuela de liberalismo, como ha sugerido Daniela Marino en su estudio sobre Huixquilucan durante la segunda mitad del siglo XIX? Un seguimiento más puntual de los miles de casos que se ventilaron anualmente en las distintas instancias de la justicia ordinaria podrá darnos nuevas respuestas a estos interrogantes.

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