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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2022  Epub 13-Dic-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i3.3997 

Reseñas

Sobre Jorge Cañizares-Esguerra (ed.), Entangled Empires. The AngloIberian Atlantic, 1500-1830

Josep M. Fradera1 

1Universitat Pompeu Fabra

Cañizares-Esguerra, Jorge. Entangled Empires. The AngloIberian Atlantic, 1500-1830. Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2018. 330p. ISBN: 978-081-224-983-5.


El libro que comentamos se organiza en torno a una tesis precisa: ningún imperio entre los siglos XVI y XIX constituyó una realidad autocontenida, suficiente en sí misma. Puede formularse en otros términos igualmente certeros: ningún imperio fue capaz de reproducirse sin préstamos tomados abierta o con sigilo de sus contemporáneos, fuese en el terreno de las ideas, en las redes comerciales o en las capacidades de colonización que desarrollaron a lo largo del tiempo. En resumen: se expandieron como un interconnected system, por usar una de las aportaciones conceptuales de esta obra que merecen subrayarse. La presentación del editor, el reputado historiador de la Universidad de Texas (Austin) Jorge Cañizares-Esguerra, establece la tesis que hemos tratado de sintetizar, punto de partida que será desarrollado a lo largo de 300 páginas en las aportaciones de distintos autores, para momentos y lugares distintos. Si bien este excelente libro plantea en su centro esta cuestión de gran alcance, la lección, como señala en las páginas finales otro de los impulsores del proyecto, el historiador de la Universidad de New Hampshire, Eliga Gould, podría extrapolarse sin temor al resto de los imperios que operaron en el mundo atlántico durante el mismo periodo. No obstante, los materiales se restringen voluntariamente al español y al británico, un recorrido ya de por sí complicado y muy abarcador. El conjunto de los 12 capítulos abre, por consiguiente, un campo que podrá explorarse en el futuro con un importante acopio de análisis parciales y reflexión historiográfica detrás. Solo por esta razón, ya valía la pena emprender un proyecto tan imaginativo como el que comentaremos en estas páginas. Un proyecto que demuestra en el terreno empírico la fertilidad de ideas expuestas por el editor Cañizares-Esguerra y por Gould unos años antes, en 2007, en la más prestigiosa de las revistas de historia en Estados Unidos.

El esfuerzo colectivo de este grupo de historiadores e historiadoras es fácil de entender desde el punto de vista de la profesión. Si la historia del mundo euroasiático tardomedieval la presidió la expansión de los reinos cristianos y el retroceso lento del califato abasida, la historia del mundo moderno, de finales del siglo XV hasta el XIX, estuvo marcada por la expansión de las monarquías europeas en el Atlántico y la Asia marítima y del imperio otomano y los kanatos mongoles-safávidas en el resto del espacio terrestre euroasiático, de los mundos que heredaron la ya remota herencia y el espacio físico dibujado por Alejandro y la Persia sasánida de Darío, de un lado, y el imperio romano del otro. A lo largo de aquella etapa, la herencia romano-católica permaneció como un sustrato común para todos los reinos cristianos (e incluso para repúblicas cristianas como Venecia), sin el cual es imposible comprender la dura pugna para la definición y el control de la herencia ecuménica entre la Europa del norte y la del sur. Los estados monárquicos que se consolidaron en el contexto de aquella división cultural de tanta trascendencia constituyeron, además, el fundamento indiscutible del futuro Estado-nación de la época contemporánea. No estoy sugiriendo una continuidad lineal, sino todo lo contrario. Las transiciones y solapamientos sugeridos en la aportación que estamos comentando lo fueron sobre todo de la naturaleza profunda de aquellas realidades complejas que fueron los imperios, un artefacto histórico que solo resulta pensable tomando al mismo tiempo la realidad metropolitana y las sociedades coloniales en su evolución cambiante, variables como el mismo nexo que las unía.

Hay un momento del libro que resulta, a mi parecer, extremadamente iluminador de la realidad que la obra en su conjunto trata de apresar. Me refiero a la definición de lo que fue el mundo atlántico en la época moderna, si lo enfocamos en función de la pugna y los solapamientos interimperiales. El diplomático Robert Southwell, uno de los muchos y fascinantes personajes incluidos en el libro, a quien nos queremos referir, definió al mundo del Atlántico en 1689 como aquel en el que muchos pugnaban por competir, ganar mercados y súbditos, expandir sus ideas religiosas y la lealtad a sus monarcas en un desorden sin final. Aquella pugna inacabable y multifacética se apoyaba, sin embargo, sobre una columna vertebral -el imperio español- que desde el siglo XVI hasta las guerras napoleónicas garantizó la unidad problemática de partes tan dispares. Aquel personaje clarividente definió la función histórica del mundo hispánico con un término particularmente iluminador: el mundo forjado por los Habsburgo españoles era la carcass que permitía mantener unidos componentes muy diversos y dispares en un mundo atlántico atravesado por contradicciones. La imagen (citada por April Lee Hatfield en el capítulo décimo) fija a la perfección lo sucedido, como si el imperio español hubiese sido el pavo de Thanskgiving y el trabajo de los ansiosos comensales hubiese consistido en un infatigable carving hasta quedar solo los huesos. Dicho irónicamente: una especie de cuadro de Hoggarth de dimensiones inmensas. De este modo, buena parte de los trabajos se orientan a tratar de dar forma a quiénes eran aquellos rivales en torno a la mesa, y qué estrategias usaron para fagocitar aquel mundo en expansión muy por encima de la capacidad de control de la Monarquía universal de España y las Indias. Interconexión y jerarquía no son conceptos opuestos. Todos los grandes gobernantes, las dinastías monárquicas en particular, se vieron a sí mismos protagonizando una expansión duradera y abarcadora. Sucedía, sin embargo, que mientras unos se expandían otros se contraían, aunque el proceso resultase de una lentitud y opacidad muy notable. Lo que sucedió al imperio español desde el siglo XVIII en adelante sucedería al británico en el siglo XX como consecuencia del esfuerzo militar y económico derivado de las dos guerras mundiales, un colapso que se cierra en 1947 en India y en 1956 en Suez.

Afirmar esta perspectiva gibboniana es algo bastante elemental. No lo es tanto concretar y documentar empíricamente y de forma consistente aquellos solapamientos, préstamos en ambas direcciones y cambios de equilibrios a largo plazo entre los dos grandes protagonistas del libro. El trabajo colectivo consigue con creces este propósito. Para ello, el libro se organiza en cuatro apartados que permiten desarrollar las distintas formas de acercarse al problema de las interrelaciones entre ambos imperios. En ellos se agrupan 12 capítulos cuya síntesis se ofrece al lector en la introducción de Cañizares-Esguerra. El primero de estos apartados -“Severed Histories”- se relaciona muy de cerca con algunas de las grandes preocupaciones intelectuales bien conocidas del editor, expuestas por él mismo y retomadas por Gould y alguno de los autores en los propio textos. Se afirma con toda razón que las historias nacionales se fundamentan desde siempre en los archivos nacionales y que éstos, a su vez, existen como resultado y producto de un proceso de selección y organización de materiales que dependió de prioridades políticas y culturales entendidas como las únicas posibles y aceptables. Los trabajos de Mark Sheaves sobre la naturaleza de los agentes del comercio; el de Michael Guasco sobre el lugar de muchos africanos en la historia y la transmisión de informaciones entre ambos imperios y el de Benjamin Breen sobre la imposición o imitación de gustos y necesidades en los cuales no se distinguía bien entre drogas y especies, cocina y medicina (o alquimia), configuran este bloque. El segundo se llama “Brokers and Translators”, título que habla por sí solo, aunque a mi parecer (y comprendiendo el uso de la metáfora) lo que se ofrece apunta más allá. En más de una ocasión, los personajes a los que los autores se refieren eran mucho más que unos intermediarios inteligentes o capacitados en el uso de lenguas (y, por ende, de las culturas que éstas vehiculaban). El inglés Eden o el irlandés Flinter, este último al servicio de los intereses políticos y esclavistas españoles, fueron eso y mucho más. En breve: dieron forma a percepciones que eran armas políticas de primer orden. En este apartado figuran los capítulos de Christopher Heaney sobre Richard Eden y su interpretación para uso británico de lo que fue y era el Perú español como laboratorio colonial; el de Holly Snyder sobre el lugar impreciso y ubicuo de la diáspora mercantil judía en el mundo hispánico y anglo-británico; el del sorprendente George Dawson Flinter que presenta Christopher Schmidt-Nowara (a quien el libro está dedicado por razón imaginable, amigo del editor principal y amigo añorado de quien escribe esta reseña); el de Cameron Strang sobre el papel de intruder del plantador y comerciante en Nueva Granada George Clarke. El tercer apartado nos eleva a regiones más altas, las visiones y elucubraciones de aquellos que dieron forma en la época a los sistemas de comparación que pasaron después a formar parte de tradiciones nacionales, antes del Estado-nación contemporáneo. Esta sección del libro trata de situar, discutir y ofrecer formas nuevas de comprender los esquemas coloniales de españoles e ingleses en contextos particulares, cómo fueron pensados tomando en consideración la distancia relativa entre las distintas ramas del árbol general del protestantismo británico, apreciando con detalle cómo se vieron obligados a analizar la sedimentada tradición de la relación entre los españoles (funcionarios y eclesiásticos regulares) y los pueblos nativos. El primer punto lo trata con solvencia el propio Cañizares-Esguerra; del segundo se ocupa Bradley Dixon, tomando como laboratorio el rincón fronterizo que constituían La Florida y el sur de la futura Georgia colonial, lugar de solapamientos sorprendentes entre la población nativa, los españoles y los británicos. El cuarto apartado, bajo el título general “Trade and War”, comprende tres trabajos de relevancia sobre el modo como las rivalidades interimperiales afectaron en lugares particulares de formas distintas. Incluye el de April Lee Hatfield sobre el espacio circuncaribeño, entre Jamaica y Cartagena de Indias de forma principal, mostrando el lento trabajo entre diplomático y mercantil de erosión del teórico sistema monopólico español; el de Ernesto Bassi insiste en estas cuestiones para un siglo más tarde, mostrando los efectos que ya antes pudimos intuir de encogimiento y reforma paliativa del todavía espléntido turkey borbónico, la tarea incesante de acomodar intereses múltiples trabados en torno al comercio, la plantación y la mano de obra esclava, todo ello en el marco del empeño reformista metropolitano para dotar de savia nueva a la nave imperial. Y, finalmente, incorpora el trabajo de Kristie Patricia Flannery sobre las respuestas británica y española, de la emigración sangley china y de los pueblos nativos filipinos (incluyendo los llamados “moros”, la población islamizada de Mindanao y el archipiélago de Sulu), cuando la ocupación de Manila por la expedición que patrocinó la East India Company (EIC). Los tres capítulos sumados muestran las dinámicas de los imperios respectivos, así como la porosidad y fluidez de las alianzas dentro de los mismos por parte de los pueblos que los formaban. La lealtad tenía un precio, fuese en el Caribe, el mar de China o el subcontinente asiático; un precio que precisaba ser sopesado constantemente y con esmero por las instituciones centrales de aquellos gigantes con pies de barro que eran los grandes imperios monárquicos.

Después de esta sumaria síntesis del libro, que no pretende ni puede hacer justicia al lujo de detalles y personajes fascinantes que por él transitan, algunas anotaciones de orden general y un comentario de conjunto. La primera es constatar que la tesis del libro se defiende y sostiene con éxito. Las transferencias, las conexiones y los solapamientos entre uno y otro imperio fueron constantes y relevantes. Eran también multifacéticas. Transferencias de productos, idas y vueltas de las diásporas judía y católica irlandesa (los famosos “conversos” como nada casualmente se les llamó), conocimiento e información que unos podían proporcionar y otros recibir con agrado, fueron constantes y formaron tan parte de la vida de los imperios como su matriz nacional etnocéntrica. Unos necesitaban la plata, otros precisaban el arroz, el cha (té) o azúcar que otros cultivaban y exportaban con provecho. Unos necesitaban integrar y tutelar en el marco del ecumenismo católico; otros esparcir sin descanso el gospel de una salvación para los elegidos. Las interrelaciones no terminan aquí por ello. La transmisión de esquemas de colonización y de evangelización resultaba igualmente indispensable a unos y otros, como sucedía a aquellos otros competidores en el espacio atlántico, en la costa oeste africana o en el sudeste asiático. Como es lógico, el mundo del Atlántico fue el espacio por excelencia del aprendizaje y el espionaje, de los intercambios admitidos o clandestinos, de los golpes de mano y de la guerra a gran escala.

Conviene notar sin embargo que todo ello se refleja con mayor claridad en los espacios periféricos que en el corazón de aquellas vastas construcciones que se vieron siempre como contenidas en sí mismas, como autosuficientes. Es por esta razón que el estudio de los imperios deviene ejercicio vano cuando se considera como algo en sí mismo, como la plasmación de una fórmula de gobierno, de un sistema de derecho o de un designio monárquico-aristocrático. Por el contrario, aquellas ambiciones solo adquirían corporeidad cuando se plasmaban sobre complejos sociales muy amplios a ambos lados de la divisoria imperial, en el propio mundo metropolitano y sobre las sociedades coloniales. El trabajo que comentamos muestra con eficacia esta complejidad en muchas de sus dimensiones. Y, ciertamente, se aprende mucho acerca de las dinámicas imperiales cuando se las observa desde las periferias, allí donde aquellas vastas construcciones que llamamos imperios se deshilachan por falta de capacidad, nivel de control, tendencia centrífuga de grupos sociales o sociedades mal instaladas a las que perjudica o beneficia la cercanía o la distancia del poder monárquico. No es casual, entonces, que el libro bascule de modo indiscutible sobre tres escenarios privilegiados: el sureste de América del Norte, incluyendo La Florida, Georgia, los Apalaches y el bajo Misisipi; el mundo circuncaribeño entre Cuba, Jamaica, Curaçao y Nueva Granada y, finalmente, el espacio todavía dominado del sudeste asiático y hasta Manila. Con todo, los imperios no se sostienen sobre las periferias, por más que el control de éstas aguce el ingenio de los servidores del rey o del papa, comporte gastos y esfuerzo militar o misional. Quizá hay demasiado silencio entonces sobre el estado de salud del núcleo central de aquellas vastas construcciones, el núcleo económico y político que garantizaba el funcionamiento del conjunto. A modo de ejemplo: el imperio español no se propuso nunca seriamente excluir a los demás del comercio colonial con el Nuevo Mundo por ellos controlado. Eso sí, se propuso -y con empeño- mantener una forma particular de monopolio: el dominio exclusivo sobre la marina mercante para la flota, sobre los puertos de cabecera y los derechos de aduana, sobre el intercambio de mercurio subvencionado contra plata una vez que la minería sustituyó al pillaje de oro, diamantes y plata de las primeras etapas. Trató de mantener también el monopolio de la Iglesia en el Nuevo Mundo, la clave de bóveda de una legitimidad a la que nunca renunció. Sosteniendo tenazmente la ficción relativa de que ambas cosas estaban garantizadas, lo demás era negociable por activa o por pasiva, lo mismo que expresaba la fórmula clave del “se obedece pero no se cumple”, que no era una manifestación de hipocresía católica sino el reconocimiento de la imposibilidad física y administrativa de ordenar un mundo de aquella dimensión con los recursos y la tecnología de la época. La incapacidad española para asegurar un flujo de africanos hacia las posesiones americanas ya antes de la plantación dieciochesca constituyó siempre una rendija abierta a la penetración y las iniciativas intrusivas de los británicos. Holly Snyder lo muestra muy bien en el capítulo quinto para el largo ciclo que termina con la formalización del asiento con la Royal African Company con el Tratado de Utrecht.

Esta reflexión conduce en línea recta a un comentario final al hilo de un libro tan rico en sugerencias como el que comentamos, un material que obliga e incita a pensar y observar el mundo atlántico como un juego de espejos múltiple y desconcertante. Trataré de explicarme en las líneas que siguen desde un país que ha redescubierto en los últimos años la magnificencia de su pasado imperial, un pasado cocinado patrióticamente al gusto del consumidor del presente. Es cierto que los imperios se observaban unos a otros y que una mirada de grupos mal acomodados sirvió a largo plazo de instrumento para la transferencia de información, esclavos y productos. Esta realidad no era incompatible, sin embargo, con el hecho de que los imperios se sustentasen sobre un núcleo duro difícilmente negociable. En el caso español, este núcleo lo constituía la minería de la plata, peruana primero, y también novohispana un poco más tarde. Solo cuando el gran imperio trate de reformar aquella dependencia o sencillamente colapse, otras posibilidades -la plantación esclavista en las Antillas, el trabajo fiscalmente inducido en Filipinas- tomarán forma para alargar la vida del colonialismo del Estado liberal que se prolonga hasta 1898. En el caso del británico el lugar de la plata lo ocuparon mercancías como el arroz, el tabaco y el azúcar, de Jamestown hasta las West Indies, producidas, gracias al trabajo esclavo, a una escala hasta entonces desconocida. El resto eran periferias en sentido literal, por más empeño de proselitismo calvinista que exhibiesen. Aquella fórmula se completó con las pieles del norte, el té, las especies y el opio, una vez que la ya citada EIC consiguiese desplazar a portugueses y holandeses de parte de sus enclaves en Asia. Son cosas sabidas, no lo ignoro, pero aquello que sugieren los ensayos que comentamos es que las diferencias entre unos y otros no impidieron las constantes y variadas transferencias entre ambos mundos. El ascenso de la esclavitud de plantación, por ejemplo, no solo mantuvo, sino que intensificó los intercambios de esclavos, de mercancías, de información y relaciones mutuas, de admiración y de desprecio a ambos lados. Esta acentuación se documenta perfectamente, sin ir más lejos, en el capítulo de Michael Guasco, muy atento al fin de la época anterior a la plantación de gran escala. Permiten observarlo también aquellos otros que concentran su atención en las relaciones entre Curaçao o Kingston y los espacios supuestamente bajo órbita monopólica española de Cartagena de Indias y Santa Marta, La Habana o San Juan. El imperio de la plata y del catolicismo paternalista y el autoproclamado imperio de las mercancías y de la libertad se necesitaban mutuamente. Este excelente libro muestra con creces y con rigor esta conexión inacabable. Al final, fueron las diferencias en el modo como se transformó el núcleo fundamental de ambos mundos, la rigidez para salir del rol histórico en el que se encontraron encajonados por razones de precedencia, preeminencia y por la naturaleza de las poblaciones que fueron colonizadas, aquello que condujo a ambos a su crisis final. La consecuencia del contraste entre sus altas aspiraciones morales y las exigencias de la economía política sobre la que se desarrollaron los hace comparables desde nuestra perspectiva actual, y los convirtió en objeto de atención y observación interesada para los contemporáneos. Se observaban sin cesar, entonces, cuando gobernaban el mundo; los seguimos mirando y pensando nosotros, ahora, cuando son gobernados por otros. Entangled Empires convierte esta observación participativa en algo que al lector atento le parecerá un programa intelectual sugestivo e historiográficamente sólido.

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