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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 n.2 Ciudad de México Oct./Dec. 2021  Epub Oct 18, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i2.3958 

Reseñas

Sobre Enzo Traverso, Melancolía de la izquierda. Marxismo, historia y memoria

Ariel Rodríguez Kuri1 

1El Colegio de México

Traverso, Enzo. Melancolía de la izquierda. Marxismo, historia y memoria. Pons, Horacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018. 412p. ISBN: 978-987-719-138-7.


La pérdida del objeto amoroso desorganiza la vida. Según una fórmula establecida (a la vez, tipo ideal terapéutico y muletilla de autoayuda), el tiempo y una serie de actitudes y acciones permiten replantear esa relación con el objeto amoroso ido y relanzar la vida del doliente, quien acepta la pérdida y se reconcilia -eso dicen- con la ausencia. La melancolía es el indicio de un proceso incompleto. Algo ha fallado, y las relaciones con el objeto libidinal se prologan indefinidamente. El sujeto entra en modo melancólico; como no cesa su deseo, pero el objeto ya no existe (o no existió jamás), la sublimación, esto es, la elección o construcción de objetos sustitutivos, se convierte en el habitus del sujeto doliente. La melancolía, a un tiempo un conjunto de tics y una atmósfera indefinible pero reconocible por los otros a golpe de vista, usualmente envuelve este proceso. Con todo lo creativa e indeterminada que puede ser la sublimación del objeto del deseo, la certeza de que algo está perdido, extraviado irremisiblemente, anida en el alma y en la cultura (algo así en pp. 85-97).

Enzo Traverso sugiere que la izquierda política europea y americana ha perdido su objeto de deseo y se ha instalado en la melancolía. Pero ¿cuál es el objeto perdido? Tal es la pregunta que organiza su libro. La implosión del socialismo real europeo, con la icónica ruptura del Muro de Berlín en 1989, señaló el punto de quiebre ya no de la utopía -esa había muerto mucho antes- sino de las costumbres del pensamiento de izquierda que hacía perfectibles los proyectos truncos o fracasados y de paso no se cansaba de señalar las posibilidades del futuro. Traverso no subestima nada: la del comunismo no es la historia de un fracaso, sino de una auténtica derrota; en 1989 no perdió la batalla, perdió la guerra. ¿Cómo sublimar su derrota más absoluta, su propia muerte histórica? Porque además tuvo lugar un corrimiento teórico radical. El año 1989 quedó ontológicamente vinculado con 1789 para señalar que el ideario liberal democrático al fin había regresado a campear en solitario en las arenas de las políticas nacionales y supranacionales. Pero incluso este no era el asunto más grave, según Traverso. Lo que hace 1989 un año inmenso en sus consecuencias es que el duelo fue proscrito. De entrada, porque no es reconocible el objeto que se ha perdido; nadie, o casi nadie, y menos en Occidente, enjugará una lágrima por Brezhnev o Honecker o Castro y sus sistemas. Se deseó sin objeto verdadero; se deseó en falso, una de las formas que hacen de la melancolía un mal sin retorno. Eso que se conoció como socialismo real no vale ni su recuerdo; no estaba ahí.

El duelo está en otra parte, dirá Traverso. Un duelo vergonzante no tiene sentido. La hecatombe del socialismo real arrastró consigo el espíritu antiautoritario, libertario, antifascista, universalista, igualitario y democrático de las izquierdas. De ahí la preocupación teórica de Traverso de separar memoria e historia. Porque de 1989 el campo que resultó triunfante fue la memoria: de los que resistieron, se enfrentaron y perecieron en el Gulag; en apariencia “solo quedaron los perpetradores y las víctimas”, escribe Traverso (p. 116). El grandísimo manto de la memoria se ha apoderado de las subjetividades occidentales al grado, parece inferirse de Traverso, que bien podría asfixiarlas. Hay más memoria que historia, más recuerdos más o menos organizados que explicaciones coherentes y públicas del pasado. La “sincronía entre el ascenso de la memoria y la declinación del marxismo es muy emblemática” (p. 113). El alma occidental se colocó en modo sufriente, con razón, pero en ese camino perdió la utopía y las herramientas para juzgar realidades que ahora la acosan. Hay memoria del Holocausto, que ha dado numerosos temas al cine, a la literatura, a la propia historiografía, pero el antisemitismo está al alza. Memoria e historia no eran ni son intercambiables, aunque se intersecan. La memoria, tal como se ha consagrado desde la década de 1980, es un ente cerrado, advierte Traverso; al contrario, la historia como conocimiento (y su comunicación en la forma de un bien público) es una cosa abierta y revisable. Hoy se vende una por la otra, señala Traverso. Desde la memoria se vende el horror, la muerte, el mal, o el bien, la justicia, la democracia como atributos fácilmente discernibles, axiomáticos. La historia suele no ser así.

La historia se ha difuminado. El estrepitoso fracaso del socialismo real y del marketing del comunismo se merecían ese final, ni duda cabe, pero quizá no las luchas de tantos, antes y después de 1989, cuya legitimidad historiográfica parece haberse extraviado también. La dedicación de Traverso a recoger testimonios del arte en su sentido amplio (cine, literatura, pintura) es un reconocimiento de que tal es el lugar de la sublimación, en este caso de la superación de la pérdida. Es ahí donde se modifica el papel del sobreviviente; la cura, siempre parcial, supone no ya una lucha frontal del sujeto con la muerte, sino una nueva relación con el objeto perdido, tal como apuntan nuevos desarrollos sicoanalíticos que han profundizado desde la enunciación original de Freud en “Duelo y melancolía” (de 1915, en medio de la ya percibida carnicería de la Gran Guerra). En cierta forma, los artistas de izquierda en Europa occidental comprendieron así su papel; han sido más combativos que sus políticos o, en todo caso, se han resistido más a abandonar los instintos básicos de la izquierda, incluso en la segunda posguerra mundial, porque al duelo lo hicieron arte, lo sublimaron en nuevas vivencias, aquí y ahora. Es entre ellos donde sobrevivieron no tanto la utopía como la lucha, el sudor, la sangre.

La melancolía, más allá de la definición clínica, es una plataforma de observación y quizá una metodología. De entre los artistas, pensadores y militantes que presenta Traverso a lo largo del libro, uno podría rescatar a Walter Benjamin, el melancólico por excelencia, en una historia como ésta. Hijo de la derrota más absoluta de la izquierda alemana (europea, en realidad) frente a Hitler, en Benjamin la necesidad de atar pasado y futuro se vuelve vital: ¿cómo conservar para éste su cualidad de prognosis? ¿Cómo, desde la noche, ver el día? (pp. 97 ss; pp. 307 ss). Porque hay impedimentos estructurales para que la historia desde la izquierda dé cuenta de todas las cosas. ¿Es posible reunir las categorías de tragedia y revolución en un solo relato?; para Traverso, apoyado en Raymond Williams, es una conjunción imposible (p. 108). Las dos emociones que determinan cada categoría están en las antípodas: la revolución es concebida como una celebración total; la tragedia, el grado extremo de la desesperación de los humanos. (Creo que Traverso se queda corto al explicar esta polaridad: la izquierda se ha negado a tratar la imposibilidad absoluta en una coyuntura, de un destino; en cambio, tal es la materia de la tragedia, justo lo que no puede ser, la negativa radical de los dioses para que los hombres intervengan en sus destinos.)

La advertencia de Traverso sobre la memoria no es inocente. La memoria puede generar la ilusión de la fábula, con su moraleja incluida (tan común en la pedagogía de los liberales mexicanos). Pero no hay moraleja que valga, sino formas de lucha concreta, encarnadas en hombres y mujeres concretos, en defensa de la justicia, la igualdad, la fraternidad y los otros valores de la izquierda. Ni la lucha antifascista ni la defensa de los judíos en las zonas ocupadas por los nazis, por ejemplo, fueron historias edificantes, unas pastorales de los buenos sentimientos. La preeminencia de la memoria en el mundo contemporáneo no ha evitado, por ejemplo, que el antisemitismo esté al alza en Europa, argumenta Traverso. (Como a Funes, el de Borges, la memoria nos puede paralizar; no es tanto la historia como la política, infiero, la que nos permite trascender la memoria.)

Un enfoque sorprendente: para Traverso la cultura de la derrota ha sido de enorme utilidad en las tradiciones de la izquierda. No se puede escribir desde afuera de la derrota, no es posible omitirla; de hecho, pareciera el observatorio privilegiado de una historia de izquierda, un verdadero recurso gnoseológico, y este es uno de los postulados más perturbadores del libro. Y es el modo melancólico el que permite un acercamiento crítico a la derrota (y aquí Traverso reconoce su deuda con Reinhart Koselleck). En buena medida, los dos siglos de la historia del socialismo han sido los siglos de las derrotas y la búsqueda de sus causas; ahí enraiza la densidad intelectual de la historia de las izquierdas; no es el pecado original, sino el pecado permanente el que importa. Y los resultados de tamaña operación son paradójicos. Traverso recupera al Hobsbawm de Historia del siglo XX para señalar que quizá el mayor logro de la revolución de octubre fue dotar al capitalismo de los instrumentos para su propia salvación, al introducir la duda metódica sobre su eternidad; esta perspectiva se impondría en una escala planetaria luego de la derrota del fascismo y la introducción de la planificación y el Estado benefactor. La amenaza comunista implantó en los Estados unas reglas de operación que usufructuaron metódicamente hasta la ofensiva neoconservadora de los años ochenta. Política y, más aún, intelectualmente, el capitalismo debe su supervivencia al socialismo y sus fracasos. En la dialéctica de su derrota, incluso en su hora más oscura, pero ya como espabilándose, el socialismo sobrevuela un capitalismo fuera de control, como le muestra la crisis de 2008 y los aún balbuceantes intentos por reinventar la regulación de los mercados financieros.

Estudio amplio, generoso en cuanto a que comunica lecturas y obsesiones políticas e intelectuales del autor, Melancolía de izquierda se posiciona en esa problemática de lo que significa escribir una historia desde la izquierda luego de 1989. Quizá un ensayo de esa ambición e implicaciones se beneficiaría aún más si constatara el debilitamiento y el fracaso de otros experimentos revolucionarios, de manera muy clara la Revolución cubana. Es probable, además, que la lectura de Melancolía deba acompañar, como una suerte de mecanismo de control, el entendimiento del gran fenómeno de nuestro tiempo, el que realmente marcará el futuro inmediato: las correrías de la novísima derecha europea y americana que surgió, ya no de 1989, sino de la caída global de 2008.

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