SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.71 número2Sobre Amelia Almorza Hidalgo, “No se hace pueblo sin ellas”. Mujeres españolas en el virreinato de Perú: emigración y movilidad social (siglos XVI-XVII)Sobre John Tutino, Mexico City, 1808: Power, Sovereignty and Silver in an Age of War and Revolution índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2021  Epub 18-Oct-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i2.3944 

Reseñas

Sobre Elisa Caselli (coord.), Justicias, agentes y jurisdicciones. De la Monarquía Hispánica a los Estados Nacionales (España y América, siglos XVI-XIX)

José María Portillo Valdés1 

1Universidad del País Vasco/ Euskal Herriko Unibertsitatea

Caselli, Elisa. Justicias, agentes y jurisdicciones. De la Monarquía Hispánica a los Estados Nacionales (España y América, siglos XVI-XIX). Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2016. 462p. ISBN: 978-843-750-728-6.


En el año 2013, como es conocido, unos llamados Grupos de Autodefensa Comunitaria comenzaron a surgir en las zonas del Bajío más castigadas por las actividades criminales de los grandes cárteles del narcotráfico, y en especial por las razias que realizan en las comunidades. Estos grupos han llevado a cabo no sólo la vigilancia y protección armada de sus comunidades, sino también actos de justicia sumaria, inmediata y local, normalmente traducidos en ejecución comunitaria de penas de linchamiento. Independientemente de que algunos de estos grupos hayan, a su vez, bordeado o traspasado la línea de la legalidad, lo que ha sorprendido y ha convertido el hecho en noticia es su mera existencia. Entre los siglos XVI y XIX, si hubiera habido la circulación de noticias que hay hoy, esto no habría sido noticiable, era lo normal. En nuestras sociedades este hecho u otros similares llaman la atención pública porque alteran nuestra normalidad: la seguridad pública, con el monopolio en el uso legal de la violencia, y la justicia son atribuciones exclusivas del Estado.

El libro que ha coordinado y dirigido Elisa Caselli tiene el enorme interés historiográfico de adentrarse en un mundo en el que ni existía el Estado tal y como ahora lo definimos, ni la noción de que tanto la justicia como su brazo ejecutor debieran estar monopolizados por alguna institución. En las 15 contribuciones que componen este volumen se estudia desde diferentes perspectivas cómo funcionaba la justicia en ese escenario tan ajeno a nuestra concepción del Estado. Se trata de investigaciones que se han producido en el entorno de la Red Columnaria promovida desde la universidad de Murcia. En su página web podemos leer una interesante frase que define su propósito como “una federación de esfuerzos” de investigación realizados desde distintos lugares que hoy constituyen Estados pero que en el pasado formaron parte de un complejo sistema llamado Monarquía y apellidado católica.

La Monarquía española, como todos los imperios, basó su expansión en formas diversas de autonomía territorial y local. La presencia de la Monarquía se aseguró por unas vías que tienen mucho que ver con su nombre y apellido: la justicia y la religión. Ambas se entrecruzaban porque, por supuesto, también había justicia y jurisdicción propia de la Iglesia, como de otras muchas corporaciones. La Monarquía era, en buena medida, eso, un tejido complejo de jurisdicciones y derechos funcionando en distintos niveles y con referencia última en el monarca. Las contribuciones de este libro no solamente informan de diferentes aspectos de esa compleja trama sino que, sobre todo, a mi juicio, marcan pautas de investigación para ir conociéndola mejor. Señala también que la vía más fructífera para conocer historiográficamente mejor la Monarquía católica es, sin duda, esa “federación de esfuerzos”. Al fin y al cabo, como aprendemos en este libro, si algo vinculaba a un pueblo de Ecuador y otro de Murcia en los siglos de la Edad Moderna eran la religión y la justicia.

La coordinadora de este volumen ha optado por organizarlo de la misma manera que lo titula: justicias, agentes y jurisdicciones. Usa el plural para la primera parte en el título porque, en efecto, se trata de cinco ensayos en los que Tomás Mantecón, Tamar Herzog, Pilar López Bejarano, Viviana Velasco y María Eugenia Albornoz analizan diferentes usos de la justica. Palpitan aquí dos cuestiones relevantes. Por una parte, Herzog y López Bejarano levantan la cuestión de la relación entre las sociedades que poblaban la Monarquía y la justicia. De nuevo conviene cuanto antes desprenderse de una cultura cimentada sobre el par Estado y Sociedad, pues era aquel un mundo sin Estado y con sociedades, muchas y solapadas. La historiografía ha intentado diferentes abordajes, como es sabido, para analizar aquel mundo social que funcionaba bajo el paraguas, más bien remoto, de la Monarquía y que, en cierta medida, se transfirió a las repúblicas independientes. Herzog cuestiona no la validez, pero sí la metodología historiográfica en el estudio de las redes sociales en unas sociedades que eran tan plurales y complejas.

Nosotros solemos utilizar la expresión “judicalización de la política” con un claro sentido de repulsa. Sin embargo, tal expresión habría carecido de sentido en un mundo en el que justicia y política caminaban de la mano. López Bejarano estudia cómo en el tránsito a un sistema que exigía, al menos en su teoría constitucional básica, que no fueran ya juntas, pudieron aprovecharse conectores entre ambos espacios que en muchos casos provenían del propio espacio constitucional. Si en este se marcaban ciertos requerimientos morales al ciudadano y su cuestionamiento podía aún sustanciarse ante la justicia por considerarse más asunto público que privado, el campo para el “empapelamiento” del contrincante político o social se abría y exigía, a su vez, regularlo.

El otro asunto que abre esta primera parte tiene que ver con algo que los textos de Mantecón y de Albornoz parecen plantear desde perspectivas diferentes. Mientras el primero asume que existe algo que puede calificarse como “infrajusticia” en el universo judicial del Antiguo Régimen, la segunda entiende que la simple aceptación de ese término ya desdibuja el panorama puesto que se trataba de formas de composición de conflictos que no estaban “infra” otra forma de justicia, digamos, formal. Mantecón también al final de su texto previene contra esa imagen de una especie de categorización de la justicia. Hace ya tiempo que Jesús Vallejo y Antonio Manuel Hespanha llamaron la atención sobre ese componente esencial de la justicia en el Antiguo Régimen que no pasaba tanto por el mundo de los letrados cuanto por el de una intervención comunitaria en la justicia. Lo interesante, como estos dos textos nos muestran, es cómo se integraban esas formas de justicia comunitaria en el todo de la justicia. Referencias hay muchas -ellos citan varias- desde la tratadística y la legislación al papel del arbitraje, de los amigables componedores y otras figuras no letradas que buscaban evitar el “estrépito de juicio”.

Como bien señala Albornoz, en la idea del perdón entraba desde luego una antropología católica que debe tenerse muy presente. Por ello el primer constitucionalismo, como se sabe, también consustancialmente católico, integró fórmulas como las que pueden verse en la Constitución de Cádiz de 1812 relativas a la obligación de intentar la conciliación antes de iniciar un pleito civil. Esa cultura del recurso a la justicia en todas sus manifestaciones fue manejada de manera muy precisa por las comunidades indígenas americanas, como la historiografía viene estableciendo. Es muy interesante comprobar, con el texto de Velasco, cómo la cultura legal indígena se proyectó también -con suerte desigual- sobre el primer momento republicano independiente. Igualmente interesante resulta comprobar cómo tuvo que reaccionar la república criolla ante ello legislando en un sentido que fue despersonalizando esas comunidades con la consecuencia de acotar cada vez más sus posibilidades de acceso al espacio judicial que habían utilizado tan estratégicamente.

La coordinadora del volumen, Elisa Caselli, Inés Gómez, Aude Argouse, Juan Carlos Ruiz y Víctor Gayol firman una segunda parte dedicada a estudiar diversas vicisitudes relacionadas con los oficios de la justicia, ventilando tres cuestiones que, sin duda, deben abrir horizontes de investigación. Por un lado, las que tienen que ver con los magistrados en cuanto a su modus vivendi que estudia Caselli centrándose en el momento en que se consolidó el modelo de planta judicial castellana que funcionaría también en América. Se trata de asuntos que los investigadores habitualmente nos preguntamos pero que rara vez tienen respuesta: cómo accedían al oficio, cuánto ganaban, cómo se componían sus ingresos, quién pagaba. Son aspectos medulares respecto del oficio y, sobre todo, de su incardinación en las sociedades que conformaban la Monarquía pues muestran cómo el oficial del rey, que actuaba en su nombre para administrar, es decir, regir, la justicia, estaba, sin embargo, vinculado a la comunidad en cuanto a las dimensiones prácticas de su oficio.

De ahí que, como ve el análisis de Gómez González, esa conexión local diera lugar a un interesante juego de intereses que se explican desde la propia naturaleza del oficio y su funcionamiento. Esta es una cuestión en que, de nuevo, podemos medir bien y explicar la alteridad de lo que la historiografía llama “Estado moderno” respecto del Estado tal y como se concibe desde el siglo XIX. Por decirlo así, a diferencia del funcionario del Estado que se examina antes de serlo, el oficio de magistrado en el Antiguo Régimen -provisto por el rey en consulta con su Consejo como una delegación de su propio officium- se residenciaba a posteriori. Encaja perfectamente en su lógica, pero abría el campo, como muestra Gómez González, para todo un juego de retribuciones pendientes ante las que los propios magistrados mostrarán repetidamente su indefensión.

El texto de Argouse se ocupa de otra figura esencial en el engranaje jurisdiccional de la Monarquía, el escribano. Como los jueces, los había de muchos tipos (reales, de número, de ayuntamiento, provincia…) pero siempre con una función esencial en unas sociedades en las que la representación era decisiva: aseveraban la autenticidad de un hecho (un testimonio, un poder, un documento…). Como explica Argouse, este papel de mediación entre los hechos y la justicia resultaba esencial, y sobre todo, cabe añadir, lo era en sociedades plurilingües en las que oficiaban también como una suerte de traductores simultáneos.

Los dos textos que cierran esta segunda parte se ocupan de magistrados en situaciones excepcionales. Ruiz Guadalajara, a partir de la visita extraordinaria a la Nueva España encargada a José de Gálvez iniciada en 1765, y retomando previamente la doctrina y la práctica de las penas extraordinarias aplicadas a los casos de atentado contra la majestad del rey o la religión católica. Lo relevante a mi juicio de este texto es su capacidad para mostrar la divergencia entre una actitud reformista, muy atenta en muchos casos a las novedades intelectuales del momento, en diferentes ámbitos, y el recurso a una comprensión medieval de la justicia. Más significativo es este contraste si, como es el caso, se daban en el mismo magistrado quien, por un lado impulsó reformas en gobierno, administración, comercio o guerra y, por otro, recurrió a las versiones de la justicia más desautorizadas por pensadores propios y extraños cuando se trató de reprimir una protesta indígena. Que dicha protesta tuviera que ver en buena parte con una reacción indígena ante los proyectos de imperialización que el propio Gálvez impulsaba puede estar sin duda tras el recurso a unas formas extraordinarias de castigo.

Otro caso de magistratura extraordinaria es la que analiza Gayol referida a la salida que se dio en la provincia india de Tlaxcala a su propia resistencia a la imperialización de la Monarquía. No todos los gobernadores del periodo escrutado fueron figuras extraordinarios, sino solamente los que siguieron a la resolución del Consejo de Indias y orden real de su separación de la intendencia de Puebla en 1793. Como mostraron los estudios de Carlos Bustamente, de Jesús Barbosa y de quien firma esta reseña, fue entonces cuando esa resistencia imperial dio como resultado la “independencia” tlaxcalteca y la creación de una figura específica de gobierno militar y político. Para llegar a esa solución tan satisfactoria para la provincia fue esencial la cooperación entre las dos justicias que gobernaban ese espacio, la del gobernador español y la de los dirigentes del cabildo. Como Gayol concluye, en espacios como este (y en otros peninsulares muy similares) es posible ver esa dimensión del magistrado como componedor, al mismo tiempo que se evidencian también más claramente las tensiones entre diferentes jurisdicciones.

Suelo explicar a mis estudiantes que para entender lo que significaba la jurisdicción en el Antiguo Régimen deben olvidarse de verla en una foto fija; que antes bien necesitarían verla en una película. En efecto, si algo caracterizó a la justicia y sus diferentes e intrincadas jurisdicciones en la Monarquía española fue su dinamismo. No porque cambiaran las justicias, que lo hacían poco y siempre era un engorro, sino porque sus jurisdicciones tenían múltiples zonas de contacto que abrían un enorme espacio para la competencia. De hecho, la expresión “competencia de jurisdicción” es incluso rubro en no pocos archivos de ese mundo. Los cinco textos que forman la última parte del volumen se concentran en la dinámica de la justicia. Manfredi Merluzzi, Elena Barra y Miriam Moriconi, Federica Morelli, Melina Yangilevich y Darío Barrera se ocupan de mostrar esa dinámica jurisdiccional.

La historia de la Monarquía española en América comenzó a cerrarse en 1808 en la ciudad de México con la destitución del virrey por parte de la Audiencia. No era la primera vez, pero tampoco era lo habitual, por supuesto. Como Merluzzi advierte al recordar un episodio similar en la Lima de mediados del xvi, virrey y audiencia en América son un claro ejemplo de jurisdicciones con una amplia zona de contacto por la que en no pocas ocasiones competían. Barra y Moriconi analizan en su estudio sobre la justicia eclesiástica otra amplia zona de contacto entre jurisdicciones eclesiásticas y ordinarias. En el primer caso, la zona de contacto estaba ampliamente demarcada por la concurrencia, a su vez, de gobierno y justicia en las mismas instituciones. En el segundo, como argumentan bien las autoras, más por la antropología católica, que ubicaba buena parte de hechos sociales relevantes bajo la jurisdicción de la Iglesia y sus ministros, que por la existencia de un fuero eclesiástico. Este último se hará problemático solamente en el siglo XIX, cuando resulte contradictorio con la idea de “unos mismos códigos para todo tipo de personas”. El prolongado proceso de reducción de la república eclesiástica a la disciplina de la civil ya da idea también de la dificultad de concebir y, sobre todo, establecer la idea de una sola sociedad en los espacios derivados de la Monarquía española.

Ejemplos de ello se pueden observar con claridad si nos alejamos de los centros capitalinos. Es lo que hace Morelli presentando el despliegue de la justicia estatal en un espacio tan alejado y singular como el de la región ecuatoriana de Esmeraldas. En lugares como este el naciente constitucionalismo de comienzos del xix conoció realmente su prueba de máximo esfuerzo. Una región mínimamente intervenida por la civilización de la Monarquía y que creó una propia mestiza que incorporó elementos diversos, conoció un tránsito hacia el constitucionalismo que comenzó con la Constitución imperial de Cádiz. Lo relevante, como afirma Morelli, es que en el tránsito hacia el constitucionalismo republicano la justicia comunitaria permaneció no tanto porque el proyecto constitucional lo contemplara -más bien al contrario-, sino por el imperio de unas circunstancias que seguían siendo más adaptadas a esas formas de justicia que a otra estatal derivada de una división de poderes.

Cierran este libro dos estudios sobre los efectos de un hecho bastante insólito en el curso de las revoluciones constitucionales del mundo hispano. A diferencia de lo ocurrido generalmente, en el Río de la Plata, a partir de las décadas de 1820 y 1830 los cabildos no fueron constitucionalizados sino suprimidos. Teniendo presente que los alcaldes habían sido las referencias judiciales básicas, y en el caso de Santa Fe únicas, como advierten Yangilevich y Barriera, su eliminación no vino, sin embargo, acompañada de una implementación de un primer “poder judicial”. Estos estudios muestran, por un lado, las continuidades en prácticas, fuentes y procesos tanto en la justicia letrada como en los jueces de paz. No es que no se produjera un nuevo nomos al que atenerse quienes administraban justicia, sino que tuvo que cohabitar con el que ya existía. Por otro lado, permiten ver cómo en los jueces de paz se produjo una especie de “re-municipalización” de la vida de la campaña sin cabildos.

Cabe finalizar este comentario sobre el libro coordinado por Elisa Caselli señalando las que entiendo como sus dos principales virtudes. En primer lugar, por su propio contenido, presenta un muy preciso estado de la cuestión en algunos de los asuntos que más están interesando a la historiografía sobre la justicia entre Edad Moderna y revoluciones constitucionales tempranas. Demuestra bien que esa historia no es solamente cosa de juristas. En segundo lugar, su lección de método: solo con estudios que analicen comparativamente datos y experiencias de diferentes rincones de la Monarquía española podremos hacernos una idea cabal de sus estructuras básicas.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons