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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2021  Epub 18-Oct-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i2.3941 

Reseñas

Sobre Umberto Eco (coord.), La Edad Media. II. Catedrales, caballeros y ciudades

Carlos Astarita1 

1Universidad de Buenos Aires

Umberto, Eco. La Edad Media. II. Catedrales, caballeros y ciudades. Milán, 2011, México: Fondo de Cultura Económica, 2018. 794p. ISBN: 978-607-166-096-1.


Este tratado de más de 70 académicos italianos sobre historia, filosofía, ciencia y tecnología, literatura y teatro, artes visuales y música de los siglos XI-XIII es un acontecimiento editorial. Seguramente fue pensado para un público no especializado en el medioevo: la falta de apoyo erudito y su carácter general permiten conjeturar que su lector no será el medievalista, salvo el que siéndolo consultará aquí tópicos que no son de su especialidad. Es factible entonces que su potencial lector descubra un pasado no tan alejado del presente como previsiblemente supone, y un objetivo de esta reseña es contribuir a esa revelación.

La obra recuerda, en principio, a las historias “totales” (y ya clásicas) del medioevo de Jacques Le Goff y José Luis Romero, aunque una más cautelosa comparación revela que este nuevo aporte propone una totalidad diferente.1 Volveremos sobre esto, pero antes veamos que el cotejo con monografías sobre el periodo ofrece otros flancos de análisis.

En el libro se revisan acontecimientos políticos en contraste con los temas de los medievalistas de las últimas décadas, consagrados a señoríos, demografía, interpretaciones de los ciclos largos, ejercicio del poder y antropología histórica. Prácticamente ninguno de estos ítems se halla en las páginas que ahora exploramos. Incluso si los eclipses temáticos no son completos, su tratamiento apenas supera la insinuación, como cuando se contrapone el feudalismo como sistema a los viejos patrones institucionalistas. En esta línea, por ejemplo, la descripción técnica de los molinos no es seguida por las razones de su difusión, y a esas maquinarias, así como al crecimiento de los cultivos, les falta el señor que movilizaba trabajo. No por nada el señorío desveló a medievalistas como Giovanni Tabacco, Cinzio Violante, Giovanni Cherubini, Gina Fasoli, Pierre Toubert o Chris Wickham, para nombrar solo algunos de los que se ocuparon de Italia. Sus inquietudes se desestiman en esta obra.

No se desliga de esto que esa relación de sucesos solo introduce el tema básico, la alta cultura, y con esa meta se relega el análisis social. Por ejemplo, los autores tratan el pasaje de la medicina popular a la académica, pero omiten que la lepra fue una gama de afecciones de la piel (que incluían el mal de Hansen) como resultado de las condiciones de higiene, e incluso, que aprovechando su notoriedad bíblica y la vaguedad de lo que se creían sus síntomas, inventar esa enfermedad en una persona justificaba su persecución. De la misma manera, el estudio del amor cortés y de la poesía trovadoresca se vería beneficiado si supiéramos sobre estrategias de parentesco que ubicaban a determinadas “damas” en posición superior a sus milites. Asimismo se habla de las médicas de Salerno y de escritoras como María de Francia, y se logra una atinada resolución sobre la autenticidad de las cartas de Eloísa. No obstante, hubiera sido oportuno considerar que las aristócratas subordinadas a “sus señores” subordinaban a sus vasallos de la misma manera que las mujeres de artesanos, víctimas de sus maridos, eran victimarias de los aprendices, y todas se ubicaban en un escalafón ligado a sus micromedios. Además, pese a que se aclara que a la mujer le estaba vedado administrar los sacramentos o predicar en público, los soportes patriarcales de esa segregación no son abordados. Notemos de paso la actualidad de estas cuestiones ante un feminismo que, con más ideología que conocimientos, reduce el pasado a la simplicidad maniquea.

En la variedad de temas se incluye la vida cotidiana, que se aborda (entre otras cosas) observando juegos como los célebres torneos. La descripción es rigurosa, pero faltan los iuvenes que los protagonizaron y su (no) ubicación social, que se comprende porque linajes y normas de la herencia generaban un sedimento estable de célibes.

Tampoco se habla del iletrado y del subalterno porque los relega la atracción por las élites del saber. Es el molde que se repite para la retórica: el influjo de Cicerón no deja de apuntarse, pero lo complementarían las asambleas condales para entender continuidades que prolongaron las comunas. Un similar señalamiento merecen las visiones del otro mundo. Se comentan las que fueron best sellers; faltaría agregar que esa popularidad logró que el miedo al infierno se generalizara, que la Iglesia creciera con donaciones pro anima y que a esa divulgación le concernían las diferentes versiones orales de un mismo relato. Esto es solo una muestra de que no se escruta aquí la cultura plebeya y sus vasos comunicantes con la alta cultura, a pesar de que no faltan modelos en la materia.2

Por su parte, el análisis de la predicación ganaría si sus atributos intrínsecos hubiesen sido vinculados a la interiorización social del cristianismo que se desplegaba desde el siglo XI. Entenderíamos también que las epístolas que combinaban perversiones de clérigos con poemas bíblicos eran una de las tantas manifestaciones del anticlericalismo ligado al acceso a Dios sin mediación sacerdotal (problemática que nos envía a Marx y Weber, que vieron el fenómeno representado en Lutero, aunque lamentablemente esos padres fundadores son para muchos colegas sus desconocidos antepasados). En otro plano, la exposición sobre las jarchas (composiciones líricas de los mozárabes de al-Andalus) es sofisticada, pero muchos lectores agradecerían que se les proporcionara algún conocimiento de esos cristianos arabizados, asunto que remite a la sociedad islámica.

Estos señalamientos se corresponden con cuestiones encadenadas. Por un lado está el escaso interés por la historia económica y social con todo lo que implica (clases y conflictos de clase, sectores populares, producción económica). Por otro lado, una vez establecida la atención en la cultura, en particular la erudita, la especialización con que se la trata, en su virtuosismo, descubre costos, porque con elaboraciones fraccionadas la totalidad es aquí un racimo de partes armadas por expertos, cada uno enclaustrado en un saber, sin un eje que lo articule a su colega. Mientras que la historia total de Le Goff o de Romero es una unidad de partes, aquí las partes se alinean volumétricamente en capítulos sin integrarse. El conjunto se asemeja a un diccionario, configurando una masa de fracciones autónomas. Esta fisonomía se debe, evidentemente, a la ausencia de un autor único que organice cada aporte en una tesis vertebral, pero a este factor se le agrega una disposición de cada autor por brindar muchas informaciones con pocos problemas. En esto se visualizan los resultados de una dinámica universitaria que multiplicó cubículos asépticos de teoría o de visiones generales y sin ventanas para que el investigador se entere de lo que se hace fuera de su reducto. Definitivamente, la totalidad como esencia (o como problemática esencial) de Le Goff y Romero es el contrapunto de este libro enciclopédico.

Dicho esto, se desearía que esta crítica no se lea en clave hipercrítica, porque a las falencias del académico enclaustrado las compensan parcialmente saberes que, por haberse multiplicado, llegaron a rincones antes impensados o lograron más precisiones (sin anular el error).3 Con esta dinámica, temas como la ciencia en China o la alquimia están aquí presentes. También se tocan campos en los que hay acuerdo entre los especialistas. Por ejemplo, el enfoque se amolda al consenso alcanzado sobre herejías, concebidas hoy más como eclesiológicas que como dogmáticas, y también se adecua a lo que académicamente se sabe cuando se tratan escuelas catedralicias renovadoras contrapuestas a las tradicionales del monasterio.

Un loable empeño se puso en el examen de filósofos cuya actitud vital puede ser aprendida por el conocido aforismo de enanos sobre las espaldas de los gigantes que les precedieron permitiéndoles ver más lejos sin ser más sabios. Es la idea que da cuenta de personas que interpretaban lo recibido alcanzando pequeñas innovaciones sin negar a las autoridades. De esta actitud se deduce que nuestra revolución epistemológica era entonces una aspiración inconcebible, porque la novedad no era la meta de la investigación sino su imprevisto desenlace. Encontramos aquí una buena enseñanza que el misterioso deseo de notoriedad rechaza.

Los filósofos son explicados de manera accesible para el no filósofo: Abelardo ideó el concepto como síntesis de las características de muchos individuos (con lo cual se superan obras de difusión que lo presentaron como un nominalista moderado), así como se aclara su diferencia con el realismo de las esencias de Guillermo de Champeaux y con el nominalismo de Roscelino. Declaradas las bondades del análisis, cabe observar que la sociología del intelectual, representada en las “calamidades” de Abelardo, no se considera.

En este punto el lector debe desembarazarse de la creencia de que esto es metafísica desactualizada, porque el giro lingüístico o los tipos ideales se anticipaban en esos raciocinios. Del mismo modo Abelardo, al definir al pecado por la intención del pecador, anunciaba tanto a Kant como a Dostoievski, siendo esta otra cuestión que aquí se le entrega al lector atraído por la subjetividad de nuestros días. Por lo demás, la difícil relación entre conocimiento y fe vincula al filósofo medieval con el investigador moderno, igualmente amenazado por religiosidades (entre ellas las muchas de los ateos) que oponen convicciones a su trabajo. Si esto es un problema casi atemporal, el misterio eucarístico de la transustanciación recrudeció con el enfrentamiento entre papado e imperio, cuando se revistió al sacerdote con un aura sacra y era imperioso desterrar la simonía y el nicolaísmo. Fue una reforma que fracasó en el bajo clero, rasgo que los autores, abstraídos por las alturas, no contemplaron.

Las ciencias exactas son incluidas; las matemáticas fueron favorecidas cuando Occidente tomó conciencia de su contribución al año litúrgico. Un adelanto decisivo llegó con los números árabes que reemplazaron a los romanos, inadecuados para problemas matemáticos. Sobre esto una experiencia personal complementa el alcance de la novedad: cuentas de aduanas del siglo XIII, con errores constantes en sumas hechas con la notación romana, revelan que esta dificultaba todas las operaciones y no solo las complejas.

En la renovación del conocimiento del siglo XII jugó su papel la escuela de traductores de Toledo. Esta transferencia de saberes es aquí descrita como el resultado de un simple contacto, cuando en realidad los occidentales buscaron el estímulo que sus estudios, ejercitados con anterioridad, reclamaban. La literatura se examina y a ciertas obras se las destaca como fuentes históricas, valoración que contradice a historiadores que solo le atribuyen un estatuto fantástico, aunque no se exploran esas posibilidades para conocer, por ejemplo, la práctica del don. La revista de autores y textos es muy completa, y por momentos se torna en catálogo. Se remarca la conexión con la Antigüedad, una realidad de la que todavía no se tomó plena conciencia fuera del medievalismo. En la música el lector volverá a encontrar la vitalidad de un periodo que dio la notación musical, la polifonía y la canción.

En la sección de las artes visuales se lee con provecho la caracterización del románico ligada a su origen. El espacio de las iglesias se conecta con el que necesitaban las reliquias, y hubiera convenido comentar lo que representaban para el hombre medieval en la lógica de la reciprocidad. Con esto se relacionaban otras determinaciones omitidas, como los espacios desiguales de la sacralidad y la idea de la fortaleza románica donde el monje preparaba su vida eterna. En compensación, las descripciones técnicas de las construcciones son versadas y abarcadores.

1Jacques Le Goff, La civilización del Occidente medieval [París, 1965], Barcelona, Juventud, 1969; José Luis Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires, Sudamericana, 1967. Estas dos obras se eligen aquí como parámetros de la historia social por su reconocida calidad y porque atienden cuestiones de la cultura que en parte coinciden con temas del libro que se comenta.

2A los medievalistas de la nota anterior puede agregarse Georges Duby, “La vulgarización de los modelos culturales en la sociedad feudal”, en Georges Duby, Hombres y estructuras de la Edad Media [París, 1973], Madrid, Siglo Veintiuno Editores, 1977, pp. 198-298.

3Por ejemplo, en la p. 451 se alude a dos versiones del Roman de la Rose, la de Guillaume de Lorris y la de Jean de Meung, cuando en realidad los nombrados participaron de manera sucesiva en la escritura de la primera y segunda parte entre los años 1225 y 1278 aproximadamente.

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