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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2021  Epub July 02, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i1.3906 

Reseñas

Sobre Alexander S. Dawson, The Peyote Effect. From the Inquisition to the War on Drugs

Ricardo Pérez Montfort1 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social

S. Dawson, Alexander. The Peyote Effect. From the Inquisition to the War on Drugs. Oakland, California: University of California Press, 2018. 320p. ISBN: 978-052-028-543-9.


Hace más de 70 años, en un artículo dedicado al peyote y titulado “Jículi ba-ba” que se publicó en el vol. X, núm. 2 de la Revista Mexicana de Sociología, en 1948, el antropólogo y literato Francisco Rojas González reconocía que:

El consumo del jículi (refiriéndose al nombre que los tarahumaras dan al peyote) entre algunos grupos indígenas del Norte y del Occidente de México, si bien ha perdido mucho de la espectacular liturgia que le fue característica hasta fines del pasado siglo, todavía conserva un ceremonial ostentoso, que nos permite apreciar hasta qué punto la extraña planta influyera en el pensamiento de los que integraron aquellas primitivas sociedades […].1

Como buen etnógrafo, Rojas Gozález se refería, en aquel trabajo, no sólo a quienes ya se habían ocupado de dicho fenómeno -desde fray Bernardino de Sahagún hasta Carl Lumholtz y algunos autores contemporáneos como los doctores José F. Mazzotti, Carlos Robles y J. Gómez Robleda- sino que describía con particular detalle algunas creencias ligadas al peyote que entre huicholes y tarahumaras seguían vigentes. Es muy probable que este estudio diera lugar a su famoso cuento “Hículi Hualula”, que se publicó en 1952 en su igualmente célebre libro El diosero.2 En ambos textos, el antropólogo-escritor se refería al peyote como guardián de un ente misterioso al que llamaban “tío” y que era “merecedor del más grande respeto…”, pues quien obrara en su contra podía sufrir consecuencias graves. Y eso le sucede al protagonista del cuento mencionado, quien termina enloquecido tras haber alucinado, sin voluntad y con el pulso alterado, en pleno cruce de Avenida Juárez y San Juan de Letrán en la ciudad de México. Justo en esa esquina, dicho protagonista pierde el conocimiento, después de presentársele la magnífica y al mismo tiempo terrible imagen del “…. ‘tío’, que no perdonaba” a quien se atrevía a transgredir su misterio.

Por lo menos cuatro elementos se conjugaban en aquellos escritos tempranos de Rojas González en torno del peyote o hículi: su intrínseca dimensión indígena; las prácticas religiosas y rituales en torno de su consumo; el enigma que significaba su ingestión debido a las alteraciones de la conciencia, o si se quiere las alucinaciones que producía; y la mirada un tanto condescendiente del mundo occidental hacia estas prácticas y expresiones culturales que se identificaban como propias de un mundo primitivo.

Y al parecer esos cuatro elementos siguen vigentes en las preocupaciones actuales de los estudiosos que se ocupan del peyote, tal como lo demuestra el libro de Alexander S. Dawson, The Peyote Effect. From the Inquisition to the War on Drugs, publicado en 2018 por la Universidad de California. Aunque en el fondo la temática abordada en este libro resulta bastante más compleja, dichos elementos reaparecen constantemente a lo largo de toda su narración. En este trabajo, que cronológicamente va dando saltos desde principios del xix hasta las primeras décadas del siglo XXI, el autor enfatiza que la historia de la relación de los mundos indígenas y occidentales con el peyote ha tenido que ver tanto con la evolución de las nociones de raza, de indigenismo, del respeto a las religiones y creencias, como con el prohibicionismo y la confrontación entre el desarrollo moderno y la desigualdad, la miseria y el abandono.

Sin embargo, un primer rasgo original del trabajo de Dawson es su acercamiento al universo de quienes consumen y cultivan el peyote desde una perspectiva binacional y bilateral, en la que están presentes múltiples condiciones específicas de su tiempo y espacio. Ubicando claramente a los peyoteros en territorios tanto estadounidenses como mexicanos, su relato histórico no pierde la oportunidad de establecer comparaciones entre lo que ha sucedido en México con relación a dicho cactus particular, desde sus inicios como país independiente hasta las desafortunadas guerras actuales contra las drogas, y las experiencias y tribulaciones suscitadas en Estados Unidos en materia de conciencia religiosa y pública, de legislación y persecución de sustancias consideradas peligrosas para la salud.

Con un discurso construido a partir de viñetas o ensayos interrelacionados entre sí, los 12 capítulos que conforman este libro cuentan con una buena introducción y unas breves pero muy sugerentes conclusiones. El capitulado inicia en 1833 y termina en 2011, repasando la evolución de los conocimientos, de algunos experimentos, de diversos usos y abusos, de los rituales, las creencias y las tradiciones, tanto religiosas como comunitarias, en torno del peyote en ambos lados de la frontera. También se ocupa de las prácticas religiosas y de los cambios en los aparatos legislativos, así como de varios conflictos sociales e individuales que se suscitaron a partir de la tensión generada entre los promotores del consumo de dicho cactus y sus detractores.

Brincando de un primer uso del peyote como medicamento en contra del cólera en 1833 hasta las implicaciones de su consumo en proyectos contemporáneos de ecoturismo, pasando por su complicada historia en la Iglesia Nativa Americana o por sus posibilidades terapéuticas en la psicosíntesis del doctor Salvador Roquet en el México de los años sesenta, este recuento histórico y antropológico es una clara muestra de cómo la historia de las drogas puede disparar hacia extremos insólitos de los aconteceres humanos. Esta historia logra puntualizar algunos momentos en que se procuró un conocimiento profundo de sus prácticas y espiritualidades, pero también se ocupa de cómo, quienes se han interesado en el peyote, lo han hecho mostrando mucha irracionalidad e intolerancia. Comunidades, individuos, grupos de interés político y moral, estudiosos serios, chamanes, predicadores y charlatanes aprovechados, se dan cita en estos trozos bien hilados de la historia bilateral y de los múltiples contextos que acompañan a los peyoteros.

Y hacia el final del libro, sobre todo en los últimos tres capítulos, este recuento se enriquece no sólo con la exposición de las divergencias y las imbricaciones de las experiencias mexicanas y estadounidenses en torno de este cactus, sino que el autor se permite una serie de reflexiones en particular agudas sobre la autenticidad, los criterios de sanción cultural y de apropiación o aculturación que han acompañado a estas historias. Esto lo lleva también a hacer consideraciones sobre la fragilidad o la permeabilidad de las categorías sociales que se han utilizado a la hora de analizar estas experiencias y que resultan de gran utilidad para quienes se dedican tanto a la historia social como a la de la cultura, de las ideas y de las representaciones en México y en Estados Unidos.

Cierto es que el libro de Dawson no aporta mucha información novedosa o capaz de transformar los paradigmas que tanto la antropología como los estudios propiamente históricos y sociales han producido entre quienes se han ocupado de las drogas, y específicamente del peyote, en Estados Unidos y en México en los últimos años. Y también puede afirmarse que este estudio ha dejado fuera algunos trabajos que inexplicablemente no aparecen en su bibliografía. Se extrañan por ejemplo los textos de Miguel Palafox Vargas,3 los de Armando Casillas Romo4 y los de Arturo Gutiérrez,5 que sin duda le hubieran aportado algunos datos y reflexiones un tanto más puntuales sobre el universo huichol.

Sin embargo, la propuesta de Dawson es particularmente plausible, puesto que se interesa en los asuntos peyoteros de una forma que termina dando una idea muy clara de cómo el tránsito histórico, transfronterizo y de larga duración explica las imposiciones de los modelos de comportamiento occidental en las comunidades indígenas y en general entre quienes no asumen sus “criterios de verdad científica y civilizatoria”. El estigma social que ha acompañado al peyote desde su proscripción inquisitorial en el siglo XVIII hasta nuestros días se ha sustentado no sólo en su capacidad de producir “alteraciones de la conciencia”, sino también en su condición de ser un vehículo de sanación espiritual o psicológico, un “medicamento” o un remedio propio de quienes no han accedido a los procesos civilizatorios de Occidente.

Después de referirse de manera bastante etnocéntrica a los “descubridores europeos y norteamericanos” del peyote a finales del siglo XIX y principios del XX, en el primer capítulo de su libro, Dawson se adentra en los laberintos de quienes lo defienden y quienes se empeñan en denostarlo. Del lado estadounidense se establece claramente que su consumo produce una experiencia de intoxicación (intoxicating experience), que puede ser nociva y adictiva, y por lo tanto no es recomendable su ingestión para quienes se dicen portadores del bien público, es decir, los blancos occidentales (westerners). Y del lado mexicano sucede algo parecido, tal como lo ejemplifica el autor con sus reflexiones en torno de los trabajos del Instituto Médico Nacional que aparecen en el capítulo 2. Mientras a los científicos mexicanos de la época de don Porfirio no parecían preocuparles demasiado los efectos sicológicos que producía la ingestión del peyote, para los estadounidenses esa fue una de sus principales objeciones a la hora de incorporarlo a su farmacopea.

Los siguientes cuatro capítulos se ocupan de lo que ocurre en la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. Los afanes prohibicionistas se fueron imponiendo poco a poco, partiendo de los criterios que los misioneros defendían al insistir en la occidentalización y cristianización de las comunidades indígenas, principalmente los apaches, los comanches, los kiowas, los siuox y los navajos. Aun cuando el peyote se mantuvo legal en cuanto a su comercio y consumo en varios estados de la Unión Americana, paulatinamente fue ganando terreno la idea de que su ingestión producía actitudes antisociales y dependencia, y por lo tanto tenía que prohibirse. Los dimes y diretes que acompañaron las diatribas y los panegíricos en torno de dicho cactus iban desde las defensas que protagonizaron figuras como James Mooney, Cactus Pete o John Collier, hasta los intentos de ilegalizar su consumo en los rituales de la Native American Church (NAC). Con la misma razón con que los miembros de dicha Iglesia defendían al peyote, los cristianos podían blasonar el uso del vino en sus consagraciones; por ello el debate llegó a involucrar hasta un derecho prácticamente inamovible consagrado en la Constitución estadounidense -The First Amendment- en medio de un contexto que destilaba prohibicionismo e intolerancia. Finalmente, los criterios prohibicionistas se impusieron y por más que científicos occidentales, antropólogos y activistas proindigenistas argumentaron en contra, el consumo, el comercio y la producción del peyote se penalizó a partir de los años cuarenta para toda la población estadounidense, con una mínima excepción entre quienes se reconocían como miembros de la NAC. Aun así, para los años cincuenta del siglo pasado la campaña prohibicionista contra el peyote ya había ganado la batalla.

Los capítulos 7 y 8 los dedica el autor al contexto mexicano de los años cincuenta y sesenta, y tienen como figuras centrales al psiquiatra Salvador Roquet y al antropólogo Alfonso Fabila. El primero inició sus estudios con mescalina como tratamiento en contra del alcoholismo y paulatinamente fue instrumentando una terapia que llamó “psicosíntesis” en la que el peyote y otras drogas fueron consustanciales. El uso clínico de dichas sustancias y la asimilación de sus experiencias con chamanes mazatecos y huicholes a su práctica psiquiátrica lo llevaron a confrontarse con una academia y un estado particularmente intolerantes. Aun cuando gozó de cierto prestigio inicial y de fuertes lazos con el poder, hubo quienes lo calificaron no sólo de charlatán, sino también de criminal, confinándolo a la cárcel a principios de los años setenta. Su experiencia es rescatada por Dawson y al narrarla queda manifiesta la inconsecuencia tanto de las leyes como de la conciencia mexicana sobre las drogas y las posibles aportaciones al conocimiento de los saberes indígenas en aquel tiempo. Llama la atención, en este apartado y en el que corresponde al capítulo 10, en el que se vuelve al asunto peyotero relacionado con Salvador Roquet y la psicodelia, cómo el autor parece hacer uso un tanto acrítico de las fuentes hemerográficas, dándole importancia semejante a las notas de periódicos de tan distintas tendencias ideológicas como Novedades, El Día, Excelsior, El Universal y El Nacional. Igualmente se basa en algunas conclusiones bastante cuestionables de autores como Eric Zolov y Jaime Pensado en torno a la juventud y los contextos mexicanos de aquellos años sesenta y primeros setenta, como la reacción prácticamente homogénea de considerar al hippismo y a la psicodelia como una perniciosa “influencia extranjerizante”. No hubiese estado mal que el autor averiguara un poco más sobre la incisiva presencia que el conservadurismo tenía en el ámbito psiquiátrico y médico de aquel momento, en particular de doctores tan reaccionarios e irreductibles como Ramón de la Fuente y Carlos Campillo Serrano. De cualquier manera, el recuento de las experiencias de Roquet en esta época resulta por demás interesante y sugerente en estos capítulos 7 y 10.

El caso de la visita de Andrés Fabila al universo huichol a finales de los años cincuenta, que aparece en el capítulo 8, igualmente le sirve al autor para mostrar las fallas y los fracasos del gobierno mexicano y sus instituciones a la hora de implantar una política racional y respetuosa con las comunidades indígenas y sus creencias. Después de denunciar lo apartadas que estaban las poblaciones huicholas del resto de la sociedad mexicana y con el fin de incorporarlas a un proyecto de desarrollo encabezado por el PRI, éstas fueron identificadas por el antropólogo como una especie de rémora social en las que el Estado tenía el deber de intervenir por su propio bien. Las fallidas experiencias del Plan Lerma y luego del Programa Huicot, instrumentadas durante los años sesenta y principios de los setenta, demostraron cómo el indigenismo oficial resultaba una farsa a la hora de promover la integración de las comunidades indígenas sin considerar las creencias, las tradiciones y los saberes de la propia comunidad huichola. Dawson reconoce que a la hora de tratar los asuntos relacionados con el consumo del peyote los criterios prohibicionistas de las autoridades mexicanas de aquellos años no diferían gran cosa de los afanes inquisitoriales impuestos hacía tres siglos.

El capítulo noveno revisa las cuestiones peyoteras en Estados Unidos durante la década de los sesenta en medio del auge de la psicodelia, de la revolución sexual y del antiautoritarismo. El autor expone algunos de los momentos relevantes de la ruptura que significaron las andanzas de Timothy Leary y de los sexólogos Masters y Johnson en cuanto a su propia heterodoxia, al mismo tiempo que las autoridades estadounidenses perseguían a los consumidores de aquel cactus que según algunos de sus detractores causaba “adicción sicológica”. El criterio de bona fide se aplicó, entonces, a las prácticas de los grupos indígenas en torno al peyote permitiéndose su consumo constreñido a sus rituales religiosos; pero cualquier individuo de otra raza que no fuera india podía terminar en la cárcel al ser sorprendido consumiéndolo o experimentando con aquella cactácea. Dawson enfatiza cómo el asunto racial afloró con especial puntualidad a la hora de aplicar las leyes prohibicionistas convirtiéndose en uno más de los criterios de su imposición general.

Los últimos dos capítulos son, tal vez, los más propositivos y originales de este libro. Dawson parte de la iniciativa del control de sustancias psicotrópicas instaurada por la Convención de Viena de las Naciones Unidas en febrero de 1971, y establece las notables diferencias en las respuestas estadounidenses y mexicana a tal medida. Mientras en México fue surgiendo una antropología crítica hacia el indigenismo oficial encabezada por Guillermo Bonfil, Arturo Warman, Salomón Nahmad, entre otros, que identificó las estrategias del PRI y de las autoridades como meros instrumentos de manipulación política que vulneraban los intereses de las comunidades indígenas, especialmente de los huicholes, los tarahumaras y los coras, en Estados Unidos apareció una vertiente de pensamiento que reivindicaba las prácticas y los tiempos pasados y primitivos como una posibilidad de supervivencia pacífica frente a la violencia y la intransigencia de la modernidad y el desarrollo económicos. Las novedosas, y no por ello menos románticas, ideas de respeto a la ecología y a la recuperación de tradiciones y saberes ancestrales se confrontaron con la voracidad de las compañías extractoras de bienes naturales y el auge del narcotráfico. Poco a poco el gobierno mexicano empezó a reconocer la existencia de “lugares sagrados” de los huicholes, quienes no vieron con buenos ojos el arribo de extranjeros a sus territorios que ahora supuestamente ya eran protegidos por la SEMARNAT. Pero ese mismo gobierno tampoco dudó en entregar buena parte del universo huichol a proyectos de desarrollo como la presa de Aguamilpa o las concesiones a las empresas mineras canadienses. Aun cuando el peyote sigue siendo ilegal para la mayoría de los mexicanos, su consumo entre comunidades indígenas ya es aceptado por las autoridades nacionales. Paradójicamente, el peyotismo sigue viéndose como sinónimo de primitivismo y atraso por buena parte de la sociedad mexicana.

Tanto en Estados Unidos como en México aparecieron en esos tiempos estudios y trabajos dedicados al chamanismo, a la búsqueda de “realidades aparte” que combinaban la charlatanería con el afán científico. Periodistas, antropólogos, sicólogos y demás científicos sociales se embarcaron en debates que iban desde los tratados analíticos culturales al estilo de los que hicieron Peter Furst y Barbara Myerhoff hasta los cuestionados quehaceres de Fernando Benítez, Carlos Castaneda o Brant Secunda. Dawson propone una genealogía de divulgadores, estudiosos y charlatanes muy útil en el capítulo 12 de este libro. Así, es posible establecer ciertos trazos que vinculan a los científicos sociales con quienes practican el ecoturismo y se enlazan con la New Age y el esoterismo ramplón. Pero también aparece aquí una necesaria reflexión sobre la autenticidad de los fenómenos relacionados con el peyote, al igual que sobre los sancionadores externos de sus aportes o sus defectos. El surgimiento de un ecoturismo más o menos respetuoso, a la par de la lucha contra la desigualdad y el respeto a la idiosincrasia de los grupos humanos, así como el proceso de comercialización de los valores culturales, son advertidos por Dawson como puntos nodales de la problemática actual del peyote y sus efectos.

Así, en estos dos últimos capítulos, el autor muestra que todavía hay mucho que discutir sobre temas tan importantes como el de las “fronteras trascendidas” en materia geográfica o social, cultural y psíquica, así como en la identificación de las diferencias y semejanzas en la concepción de la raza, el tiempo y el espacio, que han afectado tanto a individuos como a comunidades y naciones, no sólo relacionadas con el peyote, sino en general, al ser escudriñadas y analizadas por humanistas contemporáneos.

En 1985, el estudioso y divulgador de los saberes huicholes, Manuel Palafox Vargas, decía que “el peyote es también el medio para realizar una introspección profunda…” y este libro de Alexander Dawson en torno del peyote y sus efectos particulares y sociales, a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que va del XXI, es sin duda una contribución importante al respecto.

1Citado en Francisco Rojas González, Ensayos indigenistas, introducción, compilación y notas de Andrés Fábregas Puig, México, El Colegio de Jalisco, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1998, pp. 93-102.

2Francisco Rojas González, El diosero, México, Fondo de Cultura Económica, 1952.

3Miguel Palafox Vargas, Los huicholes a través de sus danzas, Tepic, Editorial del Magisterio, 1974, y Violencia, droga y sexo entre los huicholes, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1985.

4Armando Casillas Romo, Nosología mítica de un pueblo. Medicina tradicional huichola, México, Universidad de Guadalajara, 1990.

5Arturo Gutiérrez del Ángel, La peregrinación a Wirikuta, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad de Guadalajara, 2002.

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