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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2021  Epub 04-Mayo-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i4.3880 

Reseñas

Gabriel Entin (ed.), Rousseau en Iberoamérica. Lecturas e interpretaciones entre monarquía y revolución

Elías J.Palti1 

1Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, CONICET

Entin, Gabriel. Rousseau en Iberoamérica. Lecturas e interpretaciones entre monarquía y revolución. Buenos Aires: SB Editores, 2018. 206p. ISBN: 978-987-443-410-4.


El tema de la influencia de las ideas de Rousseau en el pensamiento revolucionario hispanoamericano tiene larga data en la historiografía local. Esa interpretación fue originalmente difundida por los sostenedores del sistema monárquico, quienes defendieron la idea de que la lectura de Rousseau había inflamado la mente de los criollos, siendo así una de las causas de los movimientos antimonárquicos e independentistas. Y esta idea fue adoptada también por las interpretaciones liberales y recogida luego por la historiografía de ideas, convirtiéndose pronto en una especie de lugar común en ella.

Los trabajos reunidos en el libro editado por Gabriel Entin se apartan claramente de este supuesto. Ya no se interrogan por la “influencia” de Rousseau en Iberoamérica, sino por sus “usos”. Como explica bien Clément Thibaud en su texto incluido en él, ello supone una inversión de las perspectivas. Ya no se va de Rousseau a los pensadores iberoamericanos, sino, por el contrario, de éstos a aquél; es decir, a cómo estos últimos se apropiaron de las ideas del ginebrino y las adaptaron a sus propios fines presentes, los cuales fueron, en realidad, de naturaleza muy variada y compleja.

La pregunta que entonces surge es: ¿qué se encontraría en cada caso detrás de la invocación a Rousseau? Dicho de otro modo, ¿qué se escondería detrás de estas apelaciones a su figura?, ¿qué se pondría, en cada caso, en disputa alrededor de ella? En fin, ¿de qué problemas y cuestiones serviría de índice el nombre de Rousseau?

Algo que señala muy bien Jorge Myers en el prólogo, un primer problema que aparece en el intento de abordar aquellas preguntas, es que esos usos que se harían de él en Hispanoamérica recogerían, a su vez, otros usos anteriores, los cuales habían sido muy amplios y muchas veces contradictorios entre sí. Habría una suerte de cadena de apelaciones a la figura de Rousseau por la cual se va a fijar una cierta imagen suya, la cual va a condicionar irremediablemente toda apropiación subsecuente que se hiciere de ella en la región. Dos hechos fueron claves en este sentido. El primero fue la condena de la misma por parte de la Inquisición, lo que la convierte en una figura maldita. El otro fue su apropiación por parte de los sectores jacobinos, quienes lo van a consagrar como una suerte de ideólogo de la revolución francesa. Todo uso posterior deberá así confrontarse con esta visión establecida, cuyo proceso de formación tuvo, en realidad, algo de azaroso, e incluso arbitrario, pero a la que, una vez que se impuso, ya no podría ignorarse en cualquier invocación a su figura.

El personaje de Rousseau va a quedar entonces estrechamente asociada a la idea de “contrato social” y a su otro concepto asociado: el de “voluntad general”. Esta suerte de sinonimia que se establece tuvo, como se señaló, algo de arbitrario. Si se me permite pecar de autorreferencial, quisiera citar algo que ocurrió con un libro de mi autoría, ya que creo que puede ilustrar el punto. El primer libro que publiqué se titulaba Giro lingüístico e historia intelectual, el cual tuvo bastante difusión en Argentina. A partir de ese momento, y por algún tiempo más, mi nombre quedaría allí asociado a la idea de “giro lingüístico”. Toda referencia a esta idea, explícita o implícitamente, aludiría a mí. Se debatirá en torno de ella, muchas veces sin siquiera haber leído el libro, ni sabiendo qué decía yo al respecto. El título había sellado ese destino, lo quisiera o no. Si le hubiese puesto cualquier otro título, esto ya no habría sido así, aun cuando su contenido no hubiese cambiado en absoluto.

Bien, algo parecido ocurriría con Rousseau. En realidad, la idea de “contrato social” existía hacía mucho tiempo, y fue muy discutida por infinidad de autores antes, durante y después de él. Pero el hecho de que le hubiese puesto dicho título a uno de sus libros sirvió, de hecho, como un modo de apropiarse para sí de tal concepto, haciendo que se perdiera muchas veces de vista, o se dejase de lado, esa densa trama semántica entretejida en torno del mismo.

El punto es que ésta existió y le dio a este concepto un carácter equívoco. Y, como muestra Gabriel Torres Puga en su estudio de la recepción temprana de esa obra, ello es clave para comprender cómo la misma fue leída. Según muestra, antes de la independencia, las lecturas de la misma fueron mayormente fragmentarias, a partir de traducciones parciales, de glosas o de comentaristas suyos. Normalmente, los lectores van a reponer dicho concepto a partir de estos fragmentos con ideas de cosecha propia, mezclando así motivos de muy distinta índole y procedencia. En fin, éstos no siempre estarían en condiciones de distinguir el concepto rousseauniano de contrato social de aquellas otras versiones del mismo (un motivo más que muestra lo estéril de todo el debate acerca de las “influencias”, así como de los intentos de trazar la supuesta genealogía de las ideas revolucionarias). Cabe aclarar, por otro lado, que, contrariamente a lo que suele afirmarse, estos equívocos no tienen que ver con cierta supuesta “hibridez” del pensamiento latinoamericano, sino que son, en realidad, inherentes a todo proceso de circulación social y apropiación de ideas, inevitablemente mucho más complejo que lo que el tópico de las “influencias”, así como también el de la “mezcla de influencias”, pueden alcanzar a expresar. Por otro lado, las “fuentes originales” nunca son entidades singulares y homogéneas. Como muestra aquí Catherine Larrère para el caso de El contrato social, ellas mismas están atravesadas por tramas discursivas que conjugan elementos tomados, a su vez, de distintas fuentes, no siempre compatibles entre sí.

Hay, de todas formas, una problemática que subyace a todas estas apelaciones tempranas a la figura de Rousseau, y que explica la centralidad entonces de su texto El contrato social. Todas estas lecturas partirían de un mismo principio genérico, como era la idea de la necesidad de adecuar la legislación positiva a la ley natural. El supuesto de base era que, según se pensaba, los males que aquejaban al imperio hispano tenían su raíz en el hecho de que, por obra del despotismo, el sistema actual se había apartado de esa ley natural, a cuyos fundamentos habría que regresar a fin de regenerar el orden monárquico. Sin embargo, este postulado genérico va a ser pasible, a su vez, de infinidad de interpretaciones diversas y aun contradictorias entre sí.

Lo dicho, en realidad, es válido para las colonias americanas. En la península se observa cierta inflexión particular en tal postulado. Lo que allí se planteará no será tanto la necesidad de adecuar el orden político a una supuesta ley natural, sino a una constitución tradicional española, la que incluirá a la monarquía como uno de sus componentes esenciales. Supuesto que también se abre, a su vez, a diversidad de interpretaciones. El punto es que el núcleo problemático se instalará allí en torno del segundo de los términos involucrados: el de “voluntad general”.

Como muestra José María Portillo Valdés, allí la pregunta no era acerca de la monarquía misma, a la cual, en principio, nadie cuestionaba. Ni siquiera refería a cómo regenerar el sistema monárquico. Aunque este punto sería ampliamente debatido, el núcleo problemático remitiría más bien a la cuestión de quién debía hacerlo. Esto expresaba, a su vez, la emergencia de un nuevo sujeto: la nación (la voluntad general) en tanto que depositaria última de la soberanía. Y ello suscitaría un conflicto inevitable desde el momento en que, si bien no cuestionaba la monarquía, instauraba la presencia simultánea de dos soberanías contradictorias entre sí, la nacional y la real. En definitiva, si una era la soberana, entonces la otra ya no lo era, y viceversa. Ambas soberanías, pues, no podían coexistir en un mismo nivel de realidad; una necesariamente debería subordinar a la otra. A pesar de los intentos de conciliación, el conflicto entre ambas era inevitable.

Nicolás Ocaranza analiza, a partir de la obra de Camilo Henríquez, el proceso de resemantización del lenguaje político en torno a este nuevo eje instaurado por el principio de la soberanía nacional o popular. Su sola emergencia, la presencia de este nuevo sujeto, dislocaría, en efecto, todo el discurso político del Antiguo Régimen, puesto que, al instaurar la figura de una “voluntad general” articulada al margen del aparato de Estado absolutista, dislocaba las premisas sobre las cuales se sostenía ese discurso, reordenándolo así en torno de las nuevas coordenadas que ahora dicho principio instaura. Tras la independencia, tal concepto pierde su anterior carácter revulsivo volviéndose la base a partir de la cual se alza todo el discurso político.

Entonces, el que se colocará en el centro de las disputas será el capítulo 8 del libro 4 de El contrato social, en el cual Rousseau trata acerca de la religión. Noemí Goldman analiza la traducción que realiza Mariano Moreno de dicha obra, afirmando que, en realidad, se basó en otra anterior que realizó en 1799 el abate Marchena, aunque la reformó parcialmente utilizando la versión original en francés. El punto es que Moreno excluiría el capítulo mencionado afirmando que, en cuestiones religiosas, Rousseau había delirado. Ello muestra la poca disposición por parte de los revolucionarios para confrontar las ideas católicas dominantes en el medio hispánico. Sin embargo, las explicaciones usuales que enfatizan la raigambre católica del pensamiento hispánico resultan vagas e insuficientes. Más importante que el peso de la tradición cultural sería la necesidad de ganarse el favor del clero local, el cual era, sin duda, muy poderoso e influyente.

Lo cierto es que la ruptura con España abriría la posibilidad de una mucho más amplia difusión de su obra en las ahora ya excolonias. Y ello será clave en la recepción de Rousseau porque permitirá que su figura se inscriba en diversidad de registros. Como señala Jorge Myers en su prólogo, su obra se despliega por variedad de terrenos, volviendo su figura algo equívoca, imposible de ceñir a una única fórmula.

Algo que suele olvidarse es que, en su tiempo, la obra más popular de Rousseau no fue realmente El contrato social, sino una novela romántica, normalmente considerada una de las primeras en su género, La Nueva Heloísa. En su capítulo dedicado a analizar la lectura que Bolívar hace de Rousseau, Ángel Almarza relata un hecho que revela ya la popularidad de esta obra. Cuenta cómo un coronel inglés al mando de Bolívar le perdió a éste todo el respeto cuando, mientras él estaba diseñando estrategias militares, aquél se la pasaba tirado en su hamaca leyendo dicha novela, una historia romántica. Lo cierto es que esa publicación desató una suerte de “rousseaumania”, lo que constituía un fenómeno absolutamente novedoso. Allí se revelaba, en última instancia, el surgimiento de un público burgués. Hasta entonces, la cultura era una cultura cortesana. Voltaire, por ejemplo, todavía escribía en un palacio para su mecenas, Madame du Châtelet. El giro que entonces se produjo en los modos de circulación de los bienes culturales se asociaría, a su vez, a un profundo cambio en la sensibilidad, lo que podemos llamar la emergencia de una nueva “estructura de sentimientos”, frente a la cual los contemporáneos no podrían evitar cierta perplejidad. Muchos comentarán asombrados el hecho de que Rousseau recibiera entonces cantidad de encendidas cartas de mujeres, incluso mujeres casadas, jurándole amor. En esos mismos años se decía en Alemania que la publicación de Las desventuras del joven Werther había desatado una oleada de suicidios entre jóvenes enamorados despechados (que es el tema de aquella obra). Esta suerte de nueva “economía de las pasiones” se encontraba, en fin, en la base, no sólo del surgimiento de ese nuevo género literario, la novela romántica, sino de toda la producción cultural del siglo XIX, un siglo sumamente creativo en el terreno artístico y también filosófico. Y la figura de Rousseau se instalará aquí también en su centro, siendo una de los iniciadores fundamentales de este fenómeno nuevo.

Otra de sus obras que fue clave en su tiempo, el Emilio, se instala también en el centro de otra problemática fundamental que aparece tras la independencia: la necesidad de educar al nuevo sujeto soberano, el ciudadano. Esta vocación por la educación cívica se desplegará en los más diversos terrenos, incluso algunos que hoy nos resultan sumamente curiosos, y también reveladores, como el que relata Sarah Bak-Geller. En su capítulo analiza cómo la dieta patriótica se convertiría, incluso antes de la independencia, en una política de Estado, desatando una disputa entre aquellos que verán en ella un mecanismo para regenerar la raza indígena (Carlos María de Bustamante) y aquellos que, por el contrario, reivindicarán sus pautas alimenticias señalando, como una de sus consecuencias, las superiores aptitudes morales y físicas de dicha raza (José Joaquín Fernández de Lizardi).

La cuestión de la educación cívica nos devuelve así a la segunda de las categorías antes mencionadas que se encontrarían estrechamente asociadas a la figura de Rousseau, la de “voluntad general”, la cual revelaría entonces aquel problema fundamental que se debatirá en torno de ella a lo largo del siglo XIX. En la medida en que se supondría que tal voluntad general no existía aún, sino que debía ser conformada, la cuestión que ello planteaba era cuál sería esa otra voluntad, distinta de la voluntad general, y al mismo tiempo su verdadera expresión, a la cual le correspondería conformar la misma. Este dilema, como señalamos, cruzará todo el pensamiento político del periodo, instalándose aquí también la figura del ginebrino en su centro.

Finalmente, llegamos al que será el más controvertido de todos sus libros, Las confesiones. En él, el propio Rousseau fijaría una imagen suya como la de un personaje perverso y cínico. Aquel que pretendía educar al género humano confiesa haber regalado a sus hijos recién nacidos, y cosas aún peores. Esto ayudará, sin duda, a quienes buscaron defenestrarlo, pero, en todo caso, hará de su figura algo aún más complejo y controvertido, definitivamente indefinible, difícil de capturar en alguna fórmula, sea cual fuere.

La pregunta que surge aquí, en fin, es aquella que Gabriel Entin plantea en el texto con que concluye el libro que se reseña: ¿cuál es el legado último de Roussesau? Esto me recuerda un cuento de Juan José Saer. Es la historia de un inmigrante africano en París, que trabaja de barrendero, y le cuenta a un compañero las costumbres de su tribu nativa. En los campos de batalla, dice, el rey marcha siempre rodeado de los griots, que son los cantores que relatan las hazañas de su monarca. Lo cierto es que, en medio de esta madeja de relatos, llega un momento en que no se sabría si realmente había ya un rey en el centro; “no sólo era invisible en medio de esa muchedumbre, sino que también había llegado a una condición incierta de existencia, difícil de aprehender, a causa de lo epítetos innumerables que lo describían y de los atributos variados, y a menudo contradictorios, que los diferentes versos le adjudicaban”.1 Con Rousseau podemos preguntarnos si no ocurre algo similar, si en medio de esta madeja de relatos diversos entretejidos en torno de su figura subyace algún núcleo que permanece. Esto nos conduce a nuestra pregunta inicial: ¿qué es lo que designa el nombre de “Rousseau”?

La respuesta que ofrece Entin resulta iluminadora al respecto. Lo que permanece por detrás de toda esta compleja y contradictoria maraña de apropiaciones y usos es una cuestión fundamental, aquel problema último que su nombre designa: el de la conformación de pueblo soberano. Y ello explica la centralidad que sigue teniendo El contrato social entre su vasta obra. Rousseau, en última instancia, será el nombre puesto a ese fenómeno nuevo que entonces irrumpe dislocando todo el discurso político de la época.

Encontramos aquí el aporte más importante del libro que reseñamos. Éste ayuda a recolocar el debate en torno a la historia conceptual de la independencia arrancándolo del atasco en que se encuentra atrapado actualmente. Debido, sobre todo, a la influencia de la obra de François-Xavier Guerra,2 éste ha girado en los últimos años alrededor de la oposición entre “soberanía del pueblo” y “soberanía de los pueblos”, la cual se asociaría, a su vez, a la oposición entre “modernidad” y “tradición”, respectivamente. Esto conduciría a enfocar los estudios en la tarea de tratar de distinguir los supuestos elementos que perviven de marcos conceptuales tradicionales y que se superponen con referencias conceptuales modernas. Una discusión mayormente inconducente, y en todo caso secundaria respecto a aquella otra cuestión mucho más fundamental que es la de la soberanía misma. Como señaló Tulio Halperin Donghi:

Si, tal como se ha visto, la originalidad de un pensamiento político reside sólo excepcionalmente en cada una de las ideas que en él se coordinan, buscar la fuente de cada una de ellas parece el camino menos fructífero (a la vez que el menos seguro) para reconstruir la historia de ese pensamiento.3

Al centrarse en la procedencia de los elementos ideológicos que se conjugaron en el discurso político, dejando de lado cómo se alteró la lógica de articulación de los mismos, la mencionada discusión ha llevado a ocultar el punto crucial que plantea una historia conceptual de las revoluciones de independencia. Esto es, cómo el concepto de “soberanía popular” que entonces irrumpe instala un nuevo terreno, redefine completamente las coordenadas en función de las cuales se va a ordenar ahora el debate político, más allá de la procedencia de los distintos elementos que se van a conjugar en él. Según muestra, nuevamente, Halperin Donghi:

[buscando la continuidad en el plano de las ideas] corren el peligro de subrayar la afinidad entre el mundo de las ideas revolucionarias y el vigente antes de la revolución, olvidando un hecho más esencial que esa afinidad misma: que -como se ha señalado ya- con esas ideas se estructura una ideología revolucionaria, un instrumento ideológico para negar y condenar todo un pasado.4

En definitiva, tal debate ha hecho perder de vista precisamente aquello que el nombre de Rousseau sirvió para designar, el hecho brutal con cuya recordación Halperin Donghi cierra su libro Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo: la afirmación, en el fondo tautológica pero cargada de sentido, de que la revolución fue, en efecto, una revolución. La ruptura del régimen colonial señaló un quiebre irreversible, alterando profundamente la sociedad, la economía, la política, y también el discurso político de la época. El recobrar la figura de Rousseau, y traerla al debate hispanoamericano, analizando los usos de las que el mismo fue objeto, resulta así fundamental para rescatar aquel núcleo que subyace a su invocación y reinstalarlo en el debate historiográfico en el lugar central del que el debate en torno a “soberanía del pueblo”, “soberanía de los pueblos”, lo había desplazado y del que nunca debería haber salido.

1Juan José Saer, “Traoré”, en Lugar, Buenos Aires, Seix Barral, 2000, p. 45.

2Véase François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, Mapfre, Fondo de Cultura Económica, 1992.

3Tulio Halperin Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2010, p. 35.

4Tulio Halperin Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, p. 12.

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