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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2021  Epub 19-Feb-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i3.3843 

Reseñas

Sobre Carlos Ordóñez García, Un niño refujiao. Una infancia en el Edificio Ermita

Beatriz Alcubierre Moya1 

1Universidad Autónoma del Estado de Morelos

Ordóñez García, Carlos. Un niño refujiao. Una infancia en el Edificio Ermita. México: Ateneo Español de México, 2016. 179p. ISBN: 978-607-953-856-9.


Dos imágenes virales, igualmente trágicas, me vienen a la mente al momento de escribir estas palabras. La primera es la de Aylan Kurdi, aquel pequeño sirio de tres años, tumbado boca abajo a orillas de una playa en Turquía, ahogado mientras su familia trataba de escapar del horror y la miseria generados por el Estado islámico. La segunda, más reciente, la de un centenar de niñas y niños centroamericanos migrantes, empapados en lágrimas, con expresión de desolación y angustia, separados de sus familias y encerrados como animales en jaulas, tras atravesar la frontera que separa a México y Estados Unidos. Ambas imágenes, que ahora nos resultan tristemente familiares, ilustran con crudeza inaudita una realidad que hasta hace poco habíamos querido ignorar, o bien, que veíamos más como el daño colateral de un problema “de adultos” que como un problema en sí mismo: la de los efectos traumáticos que la experiencia del destierro deja inevitablemente en la memoria individual y colectiva de generaciones enteras. Ello, ni duda queda, habrá de determinar en muchos sentidos su destino y sus acciones como adultos.

La idea generalizada de una casi milagrosa adaptabilidad del espíritu infantil a cualquier circunstancia (como la que quiso representar Roberto Benigni en la película La vida es bella, donde el pequeño Giosuè es convencido por su padre de que su encierro en un campo de concentración es solamente un juego) no ha hecho más que oscurecer la dimensión histórica de estos procesos, de enorme impacto demográfico, social y cultural, en que la mayoría de los actores suelen ser precisamente menores de edad. Si la resiliencia es un dato sociocultural (aunque hay que aclarar que no es una capacidad “natural” de los niños), también lo es que ésta se construye al experimentar conscientemente la crudeza de una circunstancia y dotarla de significado, aunque no necesariamente se comprendan del todo sus alcances).

Así las cosas, no cabe duda de que hablar de migración y de su importancia en los grandes procesos sociales y políticos de la historia contemporánea implica hoy en día tomar muy en cuenta la inevitable y determinante presencia de niños en los movimientos de población, tan vigentes ahora como lo fueron a todo lo largo de la centuria pasada (y, en general, lo han sido a lo largo de la historia). Hoy por hoy, miles de niños y adolescentes terminan cada año por convertirse en exiliados, debido a la situación política, de crisis económica o de violencia que atraviesan sus respectivos países de origen.

En los últimos años, de la mano del desarrollo reciente de una historiografía centrada en el estudio de la infancia (o, mejor dicho, de las infancias), ha cobrado fuerza el rescate de testimonios que dan cuenta de la experiencia de niños y adolescentes en contextos de guerra, persecución o exilio. Se trata de voces hasta hace poco ignoradas, silenciadas o mediatizadas (como es el caso del célebre Diario de Ana Frank, cuya fama y éxito editorial se deben en gran medida a su narrativa novelada, evidentemente intervenida por la pluma del propio Otto Frank).1 Existen ejemplos que han sido divulgados más recientemente, como el impactante diario de la niña checa Helga Weiss, sobreviviente del Holocausto, quien mantuvo el registro de su vida cotidiana por medio de escritos y dibujos durante su cautiverio de tres años en el campo de concentración de Terezín, hasta antes de ser transferida a Auschwitz a los 14 años.2 Para el caso del exilio de republicanos españoles en México, en la última década se han publicado el relato de Francisco Aguirre Peschler, Crónicas de un niño de guerra: Guerra Civil Española, invasión nazi a Francia, viaje y vida en México, y el Diario de una niña en tiempos de guerra y exilio, de Conxita Simarro.3

Uno más de esos testimonios que echan luz sobre la experiencia del exilio desde lo que se puede entender como “mirada infantil” es el libro que aquí se reseña. Por medio de este relato autobiográfico, construido más a partir de recuerdos fragmentados que de una narración unitaria, Carlos Ordóñez García nos conduce por algunos momentos esenciales de su niñez, marcada por el éxodo del que formó parte. De ese modo, nos ofrece una visión del exilio resignificado, no sólo como oportunidad de supervivencia, sino también -y quizá más importante- como construcción de la identidad transterrada. Echo mano de ese concepto en particular (ya casi en desuso), que fue acuñado por el filósofo José Gaos para definir el exilio español en México, puesto que es precisamente esa noción de exilio, caracterizada por una idea de una continuidad posibilitada por la experiencia colectiva, que se reproduce a partir de una serie de gestos a lo largo de cada punto en el recorrido geográfico y vital del exiliado, la que se lee a lo largo del testimonio de Carlos Ordóñez García . En la identidad del transterrado se reconfigura una subjetividad que hace del exilio un punto de encuentro, más que uno de salida.4

Son tres cuestiones, profundamente imbricadas entre sí, las que me gustaría destacar sobre esta publicación del Ateneo Español: la primera tiene que ver, precisamente, con el rescate de la “mirada infantil” en el estudio de los exilios y las migraciones; la segunda se refiere al uso del concepto de memoria como una estrategia para definir la noción de infancia, y la tercera al valor de estos testimonios como fuente para estudiar la historia de la infancia.

Hablar de la “mirada infantil” implica transitar por aguas pantanosas. Toda noción de infancia es una construcción histórica y toda experiencia infantil se halla, asimismo, determinada históricamente. Esto significa que no existe como tal lo que coloquialmente se entiende como “naturaleza infantil”, de lo que se deriva que la “mirada infantil” también es un concepto francamente inasible. Ello, sin embargo, no obsta para trazar coincidencias -que no generalidades- entre cierto tipo de gestos y percepciones que tienden a desarrollar los niños (digamos, grosso modo, entre los cuatro y los diez años) cuando atraviesan experiencias semejantes, y cuyo registro resulta valioso para estudiar aspectos poco atendidos de la historia social y cultural en torno a dichos contextos. Un ejemplo interesante en el caso del exilio (que se encuentra casi siempre marcado por el miedo) es el de la referencia a los transportes (especialmente barcos y trenes) y los puntos de conexión, que aparecen una y otra vez como espacios de comunidad en los que se reestablece de algún modo la experiencia cotidiana y que parecen brindar algún tipo de protección, si bien precaria y pasajera. El testimonio del niño algunas veces ofrece detalles y recrea emociones que los adultos suelen obviar o pasar por alto, ya sea porque los consideran irrelevantes, ya sea simplemente porque los olvidaron. Así, por ejemplo, Ordóñez García relata aspectos aparentemente insignificantes de su paso por Marruecos durante su viaje hacia México:

La primera actividad al llegar a Casablanca fue muy divertida... para mí, un niño de cuatro años. Consistió en rellenar de paja, sin más herramientas que las manos, unos costales que nos sirvieron de cama durante toda la estancia en esa ciudad. La segunda actividad fue buscar un sitio donde colocarlos en el suelo del barracón en que viviríamos. Esto último no fue tan fácil, pues la mayor parte del suelo estaba ya cubierta por costales y gente que acomodaba sus maletas y pertenencias junto a los mismos. ¡Aquí Mamá! ¡Aquí hay lugar para los costales! ¡Papá, pon las maletas aquí!5

El hacinamiento que caracterizó la vida en dichos barrancones y más tarde en el viaje trasatlántico, a bordo del buque portugués Nyassa, es un aspecto en el que coinciden los relatos de Carlos Ordóñez García y Francisco Aguirre Peschler. Ambos testimonios, no obstante, contrastan con el de otros pasajeros de mayor edad que se refieren a Casablanca como un lugar que les brindó alivio y describen a aquel barco como “un trasatlántico espléndido” o “El barco de la esperanza”, es decir, que basan su narración más en el agradecimiento, por lo que significó a la postre el traslado, que por la experiencia vivida durante el mismo (cuyos sinsabores pasaron eventualmente a segundo plano).6

Ordóñez García reconoce el carácter impresionista de su testimonio y concede a una generación anterior a la suya (sólo unos años mayor) la legitimidad de una mirada infantil más certera respecto a los detalles relatados. Es en ese espíritu que aclara: “Creo que, más que yo, quien tendría que dar un testimonio de exilio, debería ser alguno de los que en aquel tiempo tenían entre cuatro y diez años y que salieron en esta gran oleada [la de 1939], es decir, los que siendo niños tenían ya la conciencia y la memoria para recordar su marcha por los Pirineos”.

No obstante, muchos de los niños que tenían esas edades en 1939 no se encuentran más entre nosotros. Su testimonio, si es que lo hubo, quedó casi siempre eclipsado por el de los que ya eran adultos al momento del exilio. Poca o nula atención se prestó a ese colectivo en los testimonios del exilio que se recogieron profusamente en la década de los ochenta y noventa. Caso aparte es el de los niños de Morelia, que fueron estudiados por Dolores Pla en un libro precisamente titulado Los niños de Morelia: investigación centrada en un grupo que atravesó por una experiencia muy particular que no fue compartida por la mayoría de los niños exiliados.7

Resulta esencial tomar en consideración la dimensión filosófico-narrativa para lograr esta aproximación a la experiencia infantil. Deliberadamente o no, Carlos Ordóñez García nos ofrece una serie de cuadros que evocan el ejercicio realizado por Walter Benjamin respecto a su propia experiencia infantil.8 Este abordaje de la memoria autobiográfica anclado en la infancia, expresado por medio de fragmentos de recuerdos (o “iluminaciones”) que fueron constituyendo parte esencial de su existencia. Para Benjamin, el recuerdo de esos instantes (fueran traumáticos o entrañables) se desplegaba de capa en capa, develando lugares de su memoria personal. Así, iba abriendo camino a una poética configurada por medio de los fragmentos sensitivos de su vida en el Berlín de 1900: evocando parques, rincones, pasajes, muebles, juguetes, voces, sabores y aromas cotidianos. Evocaba así momentos discontinuos que se confundían con los sueños y de los que apenas podía esbozar algunas borrosas escenas, que adquirían mayor nitidez en la medida en que las asociaba con objetos tangibles. De ahí su obsesión coleccionista, que identificaba directamente a la experiencia infantil.

Como en Benjamin, un elemento esencial en el testimonio de Carlos Ordóñez García es, precisamente, la valoración de las cosas tangibles, de sus colores, sus texturas, sus sabores y sus formas. Aquellos que llama “objetos refugiados”, similares a los fetiches que Benjamin describió de modo tan escrupuloso como poético. Para Ordóñez los objetos cobran también una dimensión simbólica: “De esta forma -nos dice- se fueron al exilio no sólo las personas, sino infinidad de objetos de la mayor variedad: cuadros, osos de peluche, libros, floreros… objetos refugiados”.9

A diferencia de las memorias tradicionales, el autor decide fijar sus recuerdos solamente en el periodo de la infancia, en su experiencia como “niño refujiao”. Y con ello, el relato pierde en monumentalidad, pero gana en honestidad. Por definición, las memorias de vida tienden a construir relatos ficcionalizados. Aun cuando se apega del todo a la relación de hechos “verídicos”, la literatura autobiográfica tiende a echar mano de una estructura narrativa estandarizada para brindar ritmo, orden y sentido temporal a los acontecimientos. Incluso sin la inmediatez del diario, la narrativa que se plantea aquí, sin embargo, está compuesta de relatos espaciales, fracturados y hasta cierto punto atemporales.

Paradójicamente, es justo ahí, en el asimilarse como un observador subjetivo que no busca dar un sentido unívoco a su relato, ni erigirse como autoridad de “lo cierto”, donde radica su valor como fuente histórica, puesto que abre la posibilidad de ejercer sobre él una observación de segundo orden que busca más contextualizar e interpretar percepciones que descubrir verdades factuales. A fin de cuentas, son esas inasibles percepciones frente a un mundo que se está apenas conociendo (las cuales se convertirán después en memoria) de lo que están hechas las infancias. Posiblemente sea ésa la única definición de “mirada infantil” de la que se pueda partir para construir una legítima historia de la infancia, que brinde voz y agencia a esos niños enjaulados, quienes seguramente tendrán, ya desde hoy, mucho que contar.

1El hecho de que, como es bien conocido, el diario haya sido editado por el padre de Ana Frank, ha sido empleado frecuentemente por el revisionismo antisemita para cuestionar su legitimidad como documento histórico y consecuentemente para argumentar la inexistencia del Holocausto. Ello, desde luego, no es de ninguna manera mi propósito al mencionarlo aquí. Por el contrario, me interesa plantear hasta qué punto se ha querido corregir la plana a los testimonios infantiles por considerarlos, por ejemplo, irrelevantes o mal escritos.

2Helga Weiss, El diario de Helga. Testimonio de una niña en un campo de concentración, Madrid, Sexto Piso, 2013. La publicación incluye, además de los dibujos de la autora, una entrevista a la misma, realizada por Neil Bermel.

3Conxita Simarro, Diario de una niña en tiempos de guerra y exilio, 1938-1944, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 2015. La publicación incluye un estudio introductorio realizado por Susana Sosenski, donde se aborda un análisis sobre el valor del género diarístico y su importancia como fuente para el estudio histórico de la infancia y la vida cotidiana.

4El término “transterrado” fue acuñado por Gaos para definir específicamente al republicano español adaptado a un nuevo país (particularmente México). Consideraba que a mediados del siglo XX a este colectivo no se le podía seguir caracterizando como “refugiados”. José Gaos, “Los transterrados españoles en la filosofía de México”, en Filosofía y Letras, 36 (oct.-dic. 1949).

5Ordóñez García, Un niño refujiao, p. 69.

6Algunos ejemplos de estos testimonios de adultos respecto al viaje en el Nyassa los encontramos en Rosa María Seco Mata, El recetario de mi vida, México, edición de la autora, 2008; Dolores Pla Brugat, El aroma del recuerdo: narraciones de españoles republicanos refugiados en México, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Plaza y Valdés, 2003; Blanca Bravo, Nuevas raíces: testimonios de mujeres españolas en el exilio, México, Joaquín Mortiz, 1993.

7Dolores Pla Brugat, Los niños de Morelia. Un estudio sobre los primeros refugiados españoles en México, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1985.

8Walter Benjamin, Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, Madrid, Abada Editores, 2015.

9Ordóñez García, Un niño refujiao, p. 18

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