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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2020  Epub 20-Ene-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i2.3800 

Reseñas

Sobre Andrés Ríos Molina (coord.), Los pacientes del Manicomio La Castañeda y sus diagnósticos. Una historia de la clínica psiquiátrica en México, 1910-1968

Jennifer Lambe* 

*Brown University

Ríos Molina, Andrés. .), Los pacientes del Manicomio La Castañeda y sus diagnósticos. Una historia de la clínica psiquiátrica en México, 1910-1968. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2017. 452p. ISBN: 978-607-02-9714-4. ISBN: 978-607-947-567-3.


La historiografía de la psiquiatría institucional en México ha llegado a un momento sintético en su desarrollo. Ya contamos con una extensa y excelente bibliografía sobre el Manicomio La Castañeda, el hospital más emblemático del país, sobre todo en las primeras décadas después de su fundación en 1910, junto con un cuerpo de especialistas dedicados a la investigación archivística de su historia. Entre ellos se encuentra Andrés Ríos Molina, autor de varias monografías que abarcan la historia de La Castañeda y otras instituciones y coordinador de la excelente recopilación Los pacientes del Manicomio La Castañeda y sus diagnósticos. El libro ofrece no sólo una visión panorámica de la larga historia del hospital (llegando, más inusualmente, a su clausura en 1968) sino una orientación metodológica novedosa -y provechosa.

Si la mayoría de los estudios de La Castañeda se han enfocado en la trayectoria administrativa o médica de la institución (la visión “desde arriba”) o la experiencia subjetiva de sus pacientes (“desde abajo”), este libro propone unir los dos puntos de vista en búsqueda de una perspectiva médica, intrínsecamente multifacética, orientada a la práctica. También propone intervenir en un nuevo acercamiento historiográfico a la nosología -es decir, el mundo del diagnóstico- pero desde la llamada periferia de las corrientes internacionales en vez desde su centro proverbial: Europa del Oeste o, más tarde, Estados Unidos. En este sentido, el libro desarrolla una estrategia alentadora para insertar los sitios y países tradicionalmente marginados dentro de conversaciones sobre la historia intelectual de la psiquiatría. En vez de depender de una manera exclusiva de los textos publicados por los psiquiatras donde interpretan o discuten los paradigmas que vienen de fuera, los autores representados en este libro tratan de descifrar cómo se tradujeron esas ideas a la práctica, tomando como punto de partida los expedientes clínicos. Este enfoque también ilumina el proceso de la profesionalización de la psiquiatría en México.

Los autores plantean que un cambio de paradigma, del modelo francés que había predominado en las primeras décadas de la práctica manicomial mexicana, a la nosología alemana (centrada, sobre todo, en el trabajo del psiquiatra Emil Kraepelin), alimentó los dos procesos de reorganización institucional y desarrollo profesional. De una forma no dogmática y siempre heterogénea, los diagnósticos clásicos del modelo alemán -entre ellos la esquizofrenia- empezaron a aparecer en los expedientes clínicos de los pacientes de La Castañeda alrededor de 1920. El libro propone trazar la implantación y el desarrollo de varias de estas enfermedades -esquizofrenia, retraso mental, parálisis general progresiva, trastornos neurológicos, epilepsia, alcoholismo y toxicomanías- a lo largo de su vida institucional en La Castañeda.

La metodología del libro se basa en herramientas tanto cuantitativas como cualitativas, sobre todo en un banco de datos compilado usando los 12 296 expedientes clínicos de la institución. Los autores han analizado una “muestra aleatoria de 20% del total de la población” con atención a varios factores, entre ellos “sexo, edad, estado civil, lugar y estado de nacimiento y residencia, ocupación, diagnósticos, institución remitente, categoría de internamiento, fechas de ingreso y alta, tiempo de estancia en meses, número de ingresos, motivo de alta y, en su caso, causa de muerte” (p. 17). A primera vista, encontraron 2 150 diagnósticos diferentes y poco estandarizados entre su muestra, pero después empezó a aparecer la arquitectura de un cambio hacia lo kraepeliano (usando como modelo su texto clásico Tratado de psiquiatría, publicado en 1899), que los autores piensan discernir en 21.3% de su muestra.

Aunque otros sistemas nosológicos aparecen en su archivo -sobre todo, al principio, el francés, y hasta el final, el estadounidense (DSM)-, en la década de 1920 el fulcro empezó a ser kraepeliano, y éste se sostuvo hasta la clausura de la institución en 1968. Son estos diagnósticos, entonces, los que acompañaron al crecimiento de la población desde el fin de la guerra (1920-1944), junto con la introducción de terapias novedosas y el desarrollo institucional, hasta la paulatina descentralización de La Castañeda a partir de 1944. Y es este esquema nosológico, ligeramente unificador, el que inspira a los autores a buscar “la forma en que el saber psiquiátrico fue llevado a la práctica clínica”, siempre con atención a la “diversidad de realidades detrás de la categoría ‘enfermedad mental’ ” (p. 15).

El capítulo de Ríos Molina sobre la esquizofrenia, que llegó a ser la patología más diagnosticada en La Castañeda a partir de 1925, hace más explícito el vínculo entre la kraepelización y la profesionalización de la psiquiatría mexicana, pero no necesariamente de la manera esperada. De hecho, aunque el uso de ese concepto nosológico ubicó a los psiquiatras mexicanos dentro de las corrientes internacionales, sus manifestaciones dentro del hospital no siempre correspondieron al cuadro clásico. Si bien es verdad que los pacientes esquizofrénicos solían quedarse internados por más tiempo (24.9 meses) que el promedio (18.1 meses), esta aflicción no implicaba necesariamente una condición incurable y fatal, como se pensaba. Aun antes de la implantación de tratamientos más eficaces (terapias de choque y sobre todo los antipsicóticos), “un porcentaje notable” de estos pacientes, apunta Ríos Molina, “era dado de alta por remisión, por solicitud de la familia, por no regresar de permiso o por fuga, y sólo el 17.6% fallecía en el encierro, cifra inferior a la tendencia general de la población de La Castañeda” (p. 77).

En otros casos, por ejemplo el del retraso mental que explora Ximena López Carrillo en su contribución al libro, la trascendencia del modelo kraepeliano fue, quizá, más atenuada. El retraso mental representa un diagnóstico particularmente interesante, puesto que su presencia demográfica dentro de la institución era siempre limitada aun cuando inspiraba mucha preocupación y debate sobre sus supuestas consecuencias sociales. López Carrillo logra, de una forma persuasiva, unir la perspectiva desde adentro y desde afuera en su análisis de esta categoría clínica. Entre 1932 y 1955, el retraso mental empezó a tomar la clásica forma kraepeliana, con su terminología de “oligofrenia” y la presunción de raíces neurológicas, e inspiró a la vez cierta reorganización institucional alrededor del diagnóstico. Pero, inesperadamente, después de 1955 el cambio no se sostuvo:

[…] aunque la psiquiatría ya había progresado en el campo de la neurología y la psicofarmacología, los psiquiatras retornaron a las clasificaciones clásicas del retraso desarrolladas a inicios de siglo debido a que permitían una mejor organización de los pacientes, mejores pronósticos, mejores terapéuticas y un funcionamiento más eficiente de los pabellones donde eran internados” (p. 132).

Los otros capítulos del libro también resaltan estas conexiones, siempre fluidas, entre la teoría y la práctica, lo de afuera y lo de adentro. En el caso de las enfermedades más obviamente “biológicas” en origen, por ejemplo, los trastornos neurológicos y la parálisis general progresiva (PGP), se evidencia quizá más influencia de las innovaciones técnicas de afuera, entre ellas la penicilina para tratar la sífilis que provocaba la PGP o los instrumentos (rayos X, electroencefalograma [EEG]) que facilitaban la diagnosis de daños neurológicos. Algunas de estas historias concluyen así con la despsiquiatrización de sus diagnosis, a veces antes de que existieran instituciones particulares que pudieran asumir su tratamiento. Pero, como bien demuestran Daniel Vicencio (daños neurológicos), José Antonio Maya González (epilepsia), Alejandro Salazar Bermúdez (alcoholismo) y José Luis Pérez González (toxicomanías), no fue solamente la innovación y reconcepción internacional lo que provocó tal cuestionamiento sobre la insti tucionalización psiquiátrica en estos casos, sino también la experiencia clínica de los médicos de La Castañeda. En el caso del alcoholismo, desde el principio los psiquiatras mexicanos dudaron que éste representara una enfermedad verdaderamente psiquiátrica, mientras que el zeitgeist insistía, década tras década, en que los alcohólicos deberían estar internados. En cambio, la paulatina neurologización de la epilepsia no se aceptó unilateralmente entre los psiquiatras mexicanos: como plantea Maya González, “en la práctica clínica ‘desde abajo’ la epilepsia siempre estuvo vinculada con trastornos mentales hasta la clausura del manicomio” (p. 321).

En todo, estos capítulos proponen dos principales intervenciones en la historiografía internacional y nacional de la psiquiatría. En el panorama internacional, el libro ofrece una forma más dinámica e inclusiva de narrar la introducción del esquema kraepeliano dentro y fuera de su punto de origen. Con un ojo siempre apuntado hacia la práctica, nos brinda una perspectiva menos determinista y unilateral, sensible a las particularidades locales y el proceso de traducción siempre bilateral de las teorías y paradigmas médicos. Pero, en sus esfuerzos de centrar la práctica institucional dentro de la historia intelectual de la psiquiatría, el aporte de esta metodología llega más allá del kraepelianismo como tal. Representa una contribución digna de emular a lo largo de los circuitos internacionales del conocimiento científico.

Hay otro contexto historiográfico importante para entender estas intervenciones. Varios de los autores discuten explícitamente la llamada “leyenda negra” de la psiquiatría, que pinta a los psiquiatras como los agentes o malévolos o desventurados de abusos institucionales o del control social. Esta caricatura ya no se evidencia tanto dentro de la historiografía profesional, pero sigue influyendo en conversaciones tanto académicas como populares, donde se ha alzado un espejo poderoso y recíproco de la psiquiatría como una disciplina atrasada y poco eficaz. En este libro, los autores logran una representación más matizada de los psiquiatras como agentes intelectuales y la psiquiatría como disciplina médica. Reconocen que a veces las terapias empleadas no eran del todo eficaces, y que en ocasiones eran muy violentas. Sin embargo, ese hecho no corresponde necesariamente a un abuso por parte de sus empleadores, que, a pesar de todas las dificultades, lograron implantar regímenes institucionales de alguna trascendencia terapéutica.

Pero no siempre. Cristina Sacristán captura poderosamente esta dinámica en su capítulo sobre el Pabellón Central de La Castañeda, donde ofrecían los tratamientos más modernos a partir de 1932. Ella plantea que

[…] si bien el manicomio como institución posibilitó el desarrollo de la clínica psiquiátrica, la experimentación con los más diversos tratamientos, la investigación y la enseñanza, e incluso permitió idear formas de atender a los enfermos mentales que no implicaran su reclusión, no pudo evitar que muchos padecimientos se cronificaran y mantuvo en el olvido a cientos, acaso miles de pacientes, que por carecer de interés científico o por no poder alzar su voz, pasaron el resto de sus días en un estado de abandono que ninguna institución pública debería permitir (p. 70).

Con todos los méritos de la metodología empleada en este libro, en sus esfuerzos de resaltar el dinamismo y diversidad de la psiquiatría, a veces se sacrifica una visión más robusta de los pacientes como actores principales. Ciertamente, la bibliografía dedicada a la experiencia del paciente, dentro y fuera de La Castañeda, es amplia y diversa. Pero sería útil -y tal vez enriquecedor- teorizar más cuidadosamente su posible protagonismo dentro de una historia orientada a la nosología. Cambió mucho en la historia social, cultural, y política de México en este periodo, algo que se cataloga aquí, aunque sin abarcar de una manera más profunda sus posibles repercusiones en el escenario clínico. Este libro logra una visión dinámica y convincente de la historia intelectual de la psiquiatría mexicana como se practicaba en La Castañeda, pero a veces se pierde el hilo del contexto histórico -también dinámico y multifacético-. Éste quizá influía no sólo en el mundo de la institución (como han planteado muchos autores, algunos de ellos representados aquí), sino también en la nosología misma: por parte de los diagnosticadores y los diagnosticados. En general, se siente la ausencia de una conclusión para el libro que podría extender las múltiples conclusiones individuales de sus capítulos, y también sintetizarlas con la historiografía más amplia de La Castañeda.

Sin embargo, no es posible que un solo libro pueda abarcar todos los ejes temáticos posibles, y este libro ha contribuido mucho al estudio de la psiquiatría dentro y fuera de México. Vale la pena resaltar su importancia dentro de una nueva línea de investigación que ha vuelto al tema de la nosología y la práctica clínica de la psiquiatría, aunque a veces sin apreciar la relevancia de sus especificidades contextuales. Los pacientes del Manicomio La Castañeda y sus diagnósticos será lectura indispensable para los especialistas en la psiquiatría mexicana, latinoamericana y, uno espera, de otros sitios también.

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