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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2020  Epub Aug 28, 2020

https://doi.org/10.24201/hm.v70i1.3785 

Reseñas

Sobre Gabriela Pulido Llano, El mapa “rojo” del pecado. Miedo y vida nocturna en la ciudad de México, 1940-1950

Ernesto Aréchiga Córdoba1 

1Universidad Autónoma de la Ciudad de México

Pulido Llano, Gabriela. El mapa “rojo” del pecado. Miedo y vida nocturna en la ciudad de México, 1940-1950. México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2016. 378p. ISBN: 978- 607-484-879-3.


La ciudad es conjunción del tiempo en el espacio: capas de historia se superponen y se localizan en determinados lugares para crear un paisaje específico, todo hecho a mano y con el ingenio de los seres humanos. Donde sólo había naturaleza surge un complejo artefacto creado por mujeres y hombres. Es un lugar para vivir, para trabajar, es un mercado, un sitio de defensa y resguardo, sede del poder político y religioso, concentración de servicios relacionados con la salud, la educación, la cultura y el esparcimiento. Históricamente ha sido considerado como el lugar de la civilización, donde se desarrolla el mayor refinamiento de los comportamientos humanos.

Urbe, ciudad, y urbanidad, el código que prescribe y sanciona las normas de cortesía entre las personas, tienen una misma raíz etimológica que apunta en ese sentido de concebir a las ciudades como centros de la civilización donde los seres humanos adquirimos educación, cultura y hábitos que nos alejan, necesariamente, de nuestra natural animalidad. No obstante, la ciudad también ha sido concebida de manera opuesta, como el espacio de la perdición, donde las peores pasiones humanas encuentran oportunidad de expresión y de reproducción. Ambivalencia estudiada para la ciudad occidental por Carl Schorske y Marshall Berman, entre otros autores, quienes han puesto especial atención a las contradicciones propias de la modernidad urbana. Con la ciudad del bien o de la virtud, se entreteje la ciudad del mal, lugar de todas las depravaciones, un abismo que atrae con tremenda fuerza. Si el proceso civilizatorio involucra la regulación de los instintos, la coacción y la autocoacción para contener afectos y pasiones, como propone Norbert Elias, no se desenvuelve de manera lineal ni progresiva, como tampoco significa la superioridad de una cultura sobre otra. En el ámbito urbano parecen sintetizarse tales contraposiciones. Sobre esta variante de comprender la ciudad, sólo en cierto sentido “desviada” de su hipotético camino civilizatorio, versa el libro de Gabriela Pulido Llano acerca del miedo y la vida nocturna en la ciudad de México entre 1940 y 1950. Se trata, como lo describe el título, de trazar el mapa “rojo” del pecado en la capital mexicana, con base en una lectura minuciosa de la prensa de la época, alarmada, escandalizada y, al mismo tiempo, fascinada por una vida que, bajo las luces de neón, daba rienda suelta a los apetitos prohibidos por la moral dominante. Revistas de policía y de nota roja, publicaciones sobre el medio del espectáculo y periódicos amarillistas permiten a la autora reconstruir una narrativa de la ciudad del pecado, el ámbito nocturno donde se forjaron verdaderos arquetipos urbanos como el pachuco, la rumbera, el cinturita, el tarzán o la exótica, que interactuaban en mayor o menor complicidad con la policía para ofrecer sus brazos seductores a un público entusiasta de las bajas pasiones. Hubo lugares que sirvieron de escenario principal para ese despliegue: la calle, o ciertas calles, el salón de baile, el cabaret y los prostíbulos a menudo disfrazados de cafés y restaurantes para gente decente. Mientras las buenas conciencias des- cansaban tras largas jornadas de trabajo o de estudio, se multiplicaban las tentaciones nocturnas de la ciudad, con amplia vocación erótica, de ruptura de límites y cultivo de vicios de toda índole.

A mediados del siglo XX, con 3000000 de habitantes, la capital de México había adquirido aires de metrópoli. Las distintas localidades del valle se conectaban por medio de una amplia red de vías férreas, de calles y avenidas por donde circulaban veloces los tranvías eléctricos y los automotores. Se habían formado nuevos fraccionamientos en espacios que poco tiempo atrás habían sido campos de cultivo, para dar mayor densidad a un espacio metropolitano que tenía como centro neurálgico a la antigua municipalidad de México, convertida en Departamento Central, cabecera del Distrito Federal. La radio, el cine y una multiplicidad de publicaciones periódicas eran parte de una vasta red de comunicaciones que alimentaba la opinión pública. El alumbrado público electrificado, introducido desde el porfiriato, mejorado y ampliado, permitía la extensión del día hacia la noche y, por tanto, multiplicaba las posibilidades de esparcimiento.

En suma, la capital estaba en pleno proceso de crecimiento y modernización, con saldos positivos y negativos, mientras las conciencias conservadoras encendían las alarmas ante lo que interpretaban como una ofensiva contra la tradición y las buenas costumbres. La ciudad, por lo demás, tenía un carácter propio, una originalidad heredada de su historia y de su situación geográfica. Ya miraba con insistencia al norte, pero aún tenía estrechas conexiones, forjadas desde la época colonial, con el puerto de Veracruz, con la ciudad de La Habana, con el Caribe. Su altitud, de más de 2 000 metros sobre el nivel del mar, a menudo nos hace olvidar su condición tropical, su carácter de eterna primavera consignado desde el siglo xvii por Bernardo de Balbuena en su declaración de amor a esta Grandeza Mexicana, que convoca a un verdadero tropismo primaveral, prefigurado en los escarceos de los bailes afroantillanos, exacerbado por medio de alcoholes, consumo de marihuana y de otras drogas más potentes.

No deja de ser paradójico que conozcamos ese mundo gracias a sus censores, modernos inquisidores que, en su labor de resguardar la moral, realizaron largas y detalladas descripciones acerca de lo que ocurría en esos antros de vicio y perdición. Como sostiene Carlo Ginzburg, existen paralelismos indudables entre las miradas del inquisidor y del antropólogo. Gabriela Pulido analiza en detalle y reproduce buen número de esas publicaciones que, por escrito, condenaban las prácticas nocturnas que quebraban voluntades y corrompían conciencias, mientras imprimían amplias fotos de aquellas mujeres toda tentación que encendían las pasiones animales del público mediante el vértigo de sus caderas.

La autora llama la atención acerca de la composición gráfica y textual de esas publicaciones que combinaron el texto escrito con la fotografía, la caricatura, el fotomontaje y la fotonovela, para dar cuenta de la ciudad del pecado, forjando estereotipos y señalando las fronteras que distinguían entre el bien y el mal. El propósito explícito era la condena de esas prácticas, exigir actos de autoridad que frenaran esa descomposición social y promover una didáctica en torno a los peli- gros de la noche, en que los alegres asistentes a un espectáculo degradante, en un congal, podían ser despojados de sus posesiones o hasta perder la vida por tirarse a la borrachera y a la perdición. Sin embargo, en la composición de sus imágenes y en su discurso de intolerancia, no era raro que esos textos hicieran la apología o cuando menos una propaganda quizá no deseada para promover actividades que a los autores les resultaban repugnantes y trataban de controlar o, mejor, prohibir. Hacía falta una investigación que diera cuenta de la vida nocturna en ese momento de la capital mexicana, cuando abundaban agrupaciones tradicionales de son, rumba y danzón y la orquestación del jazz band había producido el milagro del mambo. Siguiendo la línea de Pablo Piccato en su libro Ciudad de sospechosos, abrevando en fuentes distintas, se delinea el mapa del pecado a la luz del neón, una nueva generación de sospechosos censurables por lúbricos e inmorales, hablantes de calós y de “spanglish”, danzantes de ritmos afroantillanos, personajes de estrambóticos trajes, chinas prófugas del café de la esquina que bailaban sensuales danzas orientales o tahitianas de posible origen californiano meneándose a ritmos de tambores caribeños. El libro en ese sentido nos transporta a un momento de libertades que para algunos eran libertinajes y de actividades lúdicas, o lúbricas, con muy tenues fronteras entre lo legal y lo ilegal, entre las prácticas lícitas y las delincuenciales. En su revisión exhaustiva de las fuentes para una década, quizá se echa de menos el análisis de otros procesos que, no por ser insinuados por periodistas de ánimo inquisitorial, deberían dejarse de lado: la trata de mujeres, por ejemplo, que si damos crédito a los testimonios transcritos y a las fotografías, a menudo eran jovencitas menores de edad. Sería otra investigación tal vez, que esperamos la autora pueda realizar, lo mismo que una revisión de más largo plazo sobre esas actividades nocturnas que no se inauguraron en los años cuarenta del siglo XX, ni se terminaron en las siguientes décadas a pesar de las ofensivas más directas emprendidas por regentes como Ernesto Uruchurtu. Material hay de sobra, si estamos de acuerdo con Dostoievski cuando en Memorias del subsuelo exige dejarse de hipocresías para comprender que la civilización “sólo desarrolla en el hombre la variedad de sentimientos y … nada más”, sin lograr que abandone sus más bajas pasiones. Pues, se pregunta, ¿quién les ha dicho “a esos sabihondos que el hombre tiene necesidad de no sé qué querer ser normal y virtuoso?”. En El mapa “rojo” del pecado encontramos inquietantes pistas para pensar sobre tales interrogantes.

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