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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2020  Epub Aug 28, 2020

https://doi.org/10.24201/hm.v70i1.3773 

Reseñas

Sobre Pilar Gonzalbo Aizpuru, Del barrio a la capital. Tlatelolco y la Ciudad de México en el siglo XVIII

Marta Terán1 

1Instituto Nacional de Antropología e Historia

Gonzalbo Aizpuru, Pilar. Del barrio a la capital. Tlatelolco y la Ciudad de México en el siglo XVIII. México: El Colegio de México, 2017. 212p. ISBN: 978-607-628-188-8.


El más reciente libro de Pilar Gonzalbo es azul laguna, lleva letras de color tierra y en la portada el mapa de Nuremberg de la ciudad de México en 1524. Antes de abrirse, el libro ya evoca a México en medio de las aguas, a cuyos lados y lodazales de una de sus acequias transcurre la historia de los habitantes de la parcialidad de Santiago Tlatelolco y de los barrios de Santa Catarina en la segunda mitad del siglo XVIII. Hablamos de personas de todas las calidades étnicas, de todas las edades, condiciones sociales y distintas actividades; aquellos de quienes ahora sabemos mucho más en términos de población, así como de su cultura y aspiraciones mediante este acercamiento a muy breves años, de 1777 a 1780. Para el propósito, la autora se apoyó en sus bien conocidas fuentes: los registros y los censos de feligreses de la parroquia de Santa Catarina de 1780, así como en los censos que publicó Ernest Sánchez Santiró en el libro titulado Padrón del Arzobispado de México 1777 (México, Archivo General de la Nación, 2003).

Los seis capítulos del libro Del barrio a la capital se diseñaron para facilitar al lector, por aproximaciones, su propia crónica de ese paisaje humano que concurría a la parroquia de Santa Catarina Mártir justo después de que ésta recibiera a los indios de Tlatelolco, que hasta entonces habían sido atendidos por los franciscanos en su convento. Indios, mestizos, castizos, mulatos y negros, además de los españoles de España o de la tierra y los que acudían provenientes de otros barrios o que habían llegado de lejos y tomado domicilio, como los indios extravagantes, podían verse por las calles. En particular, los que habitaban en las casas, las casonas, las casitas y cuartos, hasta los cuartuchos y rincones de los derroteros censados. Entre esa muchedumbre son los indios los que llaman la atención de la autora, a los que mira, dentro de Tlatelolco, atrapados en su propia segregación, el servicio personal, la vida en comunidad y el trabajo agrícola; entre los que advierte una tendencia a salirse de su propia condición, a irse a vivir a las calles de la parroquia, llamados por el trabajo, para aprender oficios, para escapar de la tributación o por la libertad. Además del trabajo en las casas, los talleres y otras unidades productivas localizadas pasando la acequia, estaba la gran Fábrica del Tabaco, que también era, como las unidades domésticas, una buena expectativa de trabajo para las mujeres. Santiago Tlatelolco había conservado cierta autonomía y un relativo aislamiento, a diferencia de la parcialidad de San Juan Tenochtitlan, en la que la ciudad acabó por invadir sus barrios. La autora se interesa en la tendencia de gran parte de los indios a dejar de serlo:

En esencia, sólo busco conocer la forma en que una gran parte de los indios de la parcialidad de Santiago Tlatelolco, en el transcurso de pocas generaciones, abandonaron la calificación de indios para confundirse con los mestizos o castizos, e incluso españoles, que trabajaron en talleres y fábricas, que lucharon en guerras liberadoras o que lograron situarse en la cómoda posición de “gente decente” o “personas de respeto” (p. 11).

Entonces explica sus pasos al cruzar la acequia desde los barrios hasta las calles de la traza, para arrimarse en los lugares donde pudieran ser recibidos o fincar lo propio. Uno de los pasos intermedios para dejar atrás la clasificación podía ser la provisionalidad de domicilio, y es interesante descubrir que las mujeres, los adolescentes y los jóvenes eran “quienes en mayor proporción se alejaban de la comunidad y acaso se dispersaban por distintos rumbos de la capital”; también, confirmar con la autora que la familia era “el escalón hacia un cambio de vida o el lastre que impediría cambiar”, a quien le interesa mostrar “el tránsito del sistema tradicional de la parcialidad a la independencia e individualismo de la modernidad urbana”. Los individuos, dice la autora, “con el cambio de residencia y ocupación se aproximaban al cambio de calidad”, calidad que podía coincidir o no con el mestizaje. Argumenta: “No por ser español se gozaba de prestigio y riqueza, sino, más bien, quienes lograban reconocimiento y bienestar pasaban a la categoría de españoles”. A pesar del desdén de los españoles hacia los indios la movilidad favorecía el cambio de calidad, pues, por ejemplo, a los hijos de los indios que vivían en Tlatelolco el párroco los veía como futuros tributarios, no así a los hijos de los que se instalaban en las calles de la parroquia.

La representación de esa convivencia alrededor de Santa Catarina la debemos a la experiencia de Pilar Gonzalbo como investigadora y maestra de historiadores, además de autora y coordinadora de buenos libros. Pilar Gonzalbo es una eminencia en temas como la vida cotidiana en la ciudad de México, el siglo XVIII y la vida urbana, a la que no le faltan las mujeres en sus estudios; la que nos tiene acostumbrados, además, a las novedades. Como todos los suyos, el libro Del barrio a la capital está bien provisto de preguntas e interpretaciones seguras y es un libro ameno de lectura y delgado de lomo. La comprensión sobre el tema se vuelve mayor si se conocen otros libros y artículos suyos, sin tratarse de una necesidad. Yo recomiendo su lectura teniendo cerca el libro hecho en colaboración con Solange Alberro, titulado La sociedad novohispana. Estereotipos y realidades (México, El Colegio de México, 2013). Para toparse con algunos estereotipos relacionados con la historia de los indios basta el ensayo de Solange Alberro, si bien, el nombre de la colaboración de Pilar Gonzalbo es elocuente: “La trampa de las castas”, que va en contra de los estereotipos surgidos a propósito de los cuadros de castas y analiza para el propósito los registros de dos parroquias más de la ciudad de México: la del Sagrario y la de la Santa Veracruz. Pilar Gonzalbo deshace tanto la idea de una “sociedad de castas” como la de barreras visibles entre ellas y reafirma que, en una gran mayoría, indios, mestizos y españoles vivían en condiciones similares: “lo que resalta, al conocer a los vecinos de la parroquia de Santa Catarina, es la similitud en viviendas, costumbres y opciones laborales cualesquiera que fueran sus calidades”. Pero en esta época, o, como alguna vez escribió, “etapa más bien sórdida”, era notable la manía clasificatoria del gobierno español sobre los indios y los descendientes de africanos que engrosaban la población tributaria.

La clasificación por calidades y las formas como habrían podido integrarse tan distintas gentes son dos temas apasionantes entre los muchos que se pueden seguir en el libro. Movilidad es la palabra que se acerca a la salida del mundo de las clasificaciones no deseadas, tomándose como buenas posibilidades tanto la movilidad espacial como la exogamia. Sin discutir sobre el mestizaje la autora subraya aquello que no lo es, como la flexibilidad de los párrocos en el otorgamiento de las calidades raciales escritas en sus libros, hecho que tampoco es un fenómeno sólo de las ciudades si se tiene en mente el libro de José Gustavo González Flores, Mestizaje de papel. Dinámica demográfica y familias de calidad múltiple en Taximaroa, 1667-1826 (Zamora, El Colegio de Michoacán y Universidad Autónoma de Coahuila, 2016). Lo que se observa sobre el tema desde la recolección de los tributos en el centro de México es que el concepto de castas a comienzos del siglo XVIII se relacionaba con la proporción de sangre africana que se tuviere, si bien en algún momento también se le relacionó con la parte mezclada de la sociedad, donde podían caber chinos. A finales del siglo, el concepto de castas en los tributos se volvió más amplio al incorporar la unión entre individuos de distintas condiciones, teniendo en común alguna razón para que el tributo no se pagase entero. En las matrículas de tributarios de los primeros años del siglo XIX las mezclas se distinguían comparando dos columnas: los “Casados con sus iguales” y los “Casados con otra casta, ausentes, reservadas y exentas”. Así, el mismo rubro englobaba varias situaciones, pues por castas se refiere a los negros y mulatos y a sus mezclas de sangre con los indios, luego se refiere a los indios y mulatos radicados en las comunidades que se casaban con ausentes sin importar que fueran sus iguales; luego a las casadas o casados con otra persona reservada de tributar, como pasaba entre los empleados domésticos y otros necesarios a la ciudad, y finalmente se refiere al casado con mujer exenta de tributar, como podía suceder entre descendientes de caciques. Conforme avanzó el siglo XVIII, a la mezcla de calidades se le sumó la de condiciones en la clasificación de los tributarios, particularmente cuando la administración borbónica trató de igualar situaciones en función de crear, sin lograrlo, un único sujeto.

A los más interesados se les invita a confrontar las investigaciones de Pilar Gonzalbo Aizpuru con las de Delfina López Sarrelangue, a la que cita y es otra historiadora de Tlatelolco durante el periodo virreinal, pues aquí se confirman o problematizan los aportes de la segunda en dos temas. El primero, que los indios de las parcialidades de la ciudad eran sumamente desafectos al pago de tributos. El artículo de López Sarrelangue publicado en las Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, “Los tributos de la Parcialidad de Santiago de Tlatelolco” (xv, abr.-jun. 1956, pp. 127-224), aborda los ardides de las repúblicas y las dificultades de los administradores para la clasificación y cobranza, cuyas rentas estuvieron al punto de su “esterilización” en la primera década del siglo XIX, es decir, de no generar dividendos. No obstante, los que vivían en Tlatelolco y mucho despreciaban el tributo podían ser afectos a la vida comunitaria. Otro artículo de López Sarrelangue matiza la sensación que deja el libro que comentamos sobre el desapego, pudiendo resolverse la vida de las dos maneras según cada experiencia. Me refiero a “Una hacienda comunal indígena en la Nueva España: Santa Ana Aragón” [Historia Mexicana, xxxii: 1 (125) (jul.-sep. 1982), pp. 1-38]. Allí López Sarrelangue insistió en lo extraordinario y benéfico que resultó usufructuar esa próspera hacienda que los indios de Tlatelolco ganaron a la ciudad de México y en ocasiones arrendaron, en la que los trabajadores podían obtener jornales más altos por su trabajo y otras ventajas por tratarse de una república rica. Se puede matizar, sin desconocer la notoria disparidad entre los indios ni el consejo de Pilar Gonzalbo Aizpuru: “Sería anacrónico referirse a la identidad como una de las motivaciones que impulsaban a los que permanecían en sus lugares de origen, así como es irrelevante la mención de la nostalgia como precio que pagarían los que se fueron”.

Este libro, en suma, aborda una compleja realidad para encontrar la relación entre la movilidad social, la movilidad espacial y la convivencia entre la feligresía de una parroquia emblemática de la traza principal y la parcialidad de indios de la ciudad de México más encerrada culturalmente. Sigue contribuyendo a erradicar los estereotipos que han oscurecido nuestra comprensión de la apasionante sociedad de la capital del virreinato en la segunda mitad del siglo XVIII, pero, además de la confrontación de estereotipos y verdades, el análisis de la sociedad humanizando números y porcentajes confiere originalidad a este estudio que combina la vida material con la evolución del pensamiento de la gente.

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