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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.69 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2019  Epub 20-Nov-2019

https://doi.org/10.24201/hm.v69i2.3689 

Reseñas

Ingrid de Jong y Antonio Escobar Ohmstede (coords. y eds.), Las poblaciones indígenas en la conformación de las naciones y los Estados en la América Latina decimonónica, Ciudad de México

José María Portillo Valdés1 

1Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Jong, Ingrid de; Escobar Ohmstede, Antonio. Las poblaciones indígenas en la conformación de las naciones y los Estados en la América Latina decimonónica. ,, Ciudad de México: El Colegio de México, El Colegio de Michoacán, Centro de Inves tigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2016. 478p. ISBN: 978-607-462-909-5.


Ante las Cortes de Cádiz, discutiendo el artículo primero, que definía la nación española como una reunión de españoles de ambos hemisferios, el único diputado presente por una provincia india, José Miguel Guridi, diputado por Tlaxcala, afirmó que la nación podía considerarse o como un hecho físico, o como un hecho político. En el primer caso refería el nacimiento, pero no la unión (como, por ejemplo, los españoles que entonces obedecían al rey José I y los que obedecían a las Cortes). En el segundo, políticamente, se refería solamente a su unión bajo una misma autoridad soberana, no requiriendo "otra unidad". Esto último, sostenía, podía darse entre gentes de distinta religión (como en Alemania o Inglaterra), de territorios separados por el mar, con idiomas diferentes (como en el caso de las Españas) o con gentes "de naciones distintas, como lo son los españoles, los indios y los negros [...]".

Recuerdo esta intervención del diputado tlaxcalteca (no indio, pero sí tlaxcalteca) porque creo que discursivamente está en un punto de enorme interés para entender el motivo central del libro que nos ocupa. En esta obra colectiva se recogen ensayos que cubren buena parte del continente iberoamericano en un espacio de tiempo que va desde la crisis de la monarquía imperial española hasta la consolidación estatal de las nuevas repúblicas, hacia los años de entreguerras del siglo XX. La preocupación compartida es el estudio de la experiencia de algunos rasgos esenciales de la modernidad liberal -el Estado y la nación- por parte de las poblaciones indígenas. En su introducción, los coordinadores advierten que las autoras y autores asumen algunos datos estructurales para su análisis. En primer lugar, que no existe un "mundo indígena", lo mismo que no lo hubo criollo, mestizo o negro.

Como veremos, es, en efecto, un valor de esta obra ofrecer al investigador un buen panorama de la diversidad de situaciones que generó la experiencia indígena de la modernidad. En segundo lugar, que aquellas experiencias no pueden resolverse apelando, o bien a una suerte de inadaptación estructural de las gentes indígenas a la modernidad -como sostuvo la historiografía liberal-, o bien señalando la perversidad del Estado y el sufrimiento de los indios -como lo ha resuelto habitualmente la historiografía que se ha ocupado del Estado y la nación-. Al contrario, lo que se propone en este volumen es explorar diferentes formas de enfrentar aquellas experiencias plurales, de generar estrategias de adaptación y de dar respuestas.

Tanto en la introducción como en el ensayo que firma el propio Antonio Escobar, se asume también que en el tránsito de la colonia a la república ocurrió una redefinición de la nación que implicaba más a la ciudadanía que a la cultura o la etnia. Ello afectó de manera directa también a las comunidades que hasta entonces habían funcionado con un estatuto diferenciado: si la ciudadanía se proclamaba -como se hizo en Cádiz en 1812, por ejemplo- de "los españoles que traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios" o, como lo hizo la Constitución del Estado de Durango de 1825, de los "nacidos o avecindados", tales expresiones incluían a comunidades que hasta entonces se habían diferenciado hasta el punto de que Guridi, ante las Cortes, las señaló como "nación" distinta.

Es un punto sobre el que quizá habría interesado a la coherencia del volumen una aproximación específica que aclarara el tránsito entre monarquía y nación (imperial o republicana). En primer lugar, porque la monarquía (y menos en su fase más decididamente imperial, desde los años sesenta del siglo XVIII) nunca tuvo pretensión alguna de conformar una comunidad específicamente "nacional" sino que, al contrario, su esencia misma consistía en la diferenciación jurídico-política y también antropológica de ámbitos. En segundo lugar, porque la proclamación hecha por la Junta Central en 1809, seguida por las convocatorias de Cortes y la propia Constitución de 1812 provoca ron un giro radical en la interpretación del lugar de las "provincias" americanas que difícilmente podía ser digerido por la cultura jurídico-política que pilotó aquel primer tránsito al constitucionalismo. Esto no solamente tuvo que ver con el hecho de que la desigualdad respecto a América siempre regresó por la puerta de atrás de los decretos y la Constitución, sino también, y de manera muy relevante, porque aquella retórica de la igualdad exigía también abandonar la idea de que "los indios" formaran una suerte de "nación" aparte.

El primer problema, la desigualdad en la práctica constitucional contra la igualdad de la retórica, lo resolvieron las "provincias" americanas dejando de serlo. Pero se llevaron en el ajuar de la independencia el otro problema, el de hacer efectiva su propia igualdad con esas gentes que cualquiera diez años antes habría identificado como de "otra nación". Tanto el ensayo de Antonio Escobar como el de María Regina Celestino de Almeida abordan ese proceso dando por sentado el principio que venía enunciado por la retórica del constitucionalismo independiente americano. Afirmaba la necesidad, en efecto, de concebir las nuevas repúblicas como un espacio de gobierno dirigido a una sola sociedad, la conformada por mexicanos, bolivianos, colombianos o brasileños (que son los casos estudiados en estos dos textos).

Ahí fue, justamente, donde, sin embargo, la retórica topó con una realidad contradictoria. La enorme complejidad antropológica que presentaban las nuevas repúblicas o el nuevo imperio de los Braganza no solamente tenía que ver con la existencia de gentes fenotípicamente diferenciadas, sino sobre todo con el hecho de que tanto en la concepción criolla como en la realidad de sus prácticas sociales conformaban sociedades aparte. El proyecto largamente anhelado por la intelec tualidad blanca ilustrada y liberal de "reducir a sociedad" o a "vida social" a las comunidades indígenas manifestaba de por sí la distancia que necesariamente iba a separar la retórica de la práctica también en las nuevas repúblicas.

Como en estos textos se analiza, todas ellas proclamaron no sólo la nacionalidad sino en muchos casos también la ciudadanía generalizada, sin distingos por razón de pertenencia a comunidades indígenas (salvo siempre los casos catalogados como "salvajes" o "bárbaros"). Sabemos también, como estos textos recuerdan, que tales supuestos implicaron la desaparición de la diferenciación jurídico-política de ámbitos diferenciados, los "pueblos de indios", los "resguardos" o las "aldeas". Sin embargo, otra cosa bien distinta es que todo ello supusiera también la desaparición de unas sociedades diferenciadas pobladas por indios. Deberíamos preguntarnos incluso si realmente ésa fue la voluntad de quienes dirigían las sociedades nacionales de las nuevas repúblicas americanas.

María Regina Celestino de Almeida concluye que en el siglo XIX el asento de los indios se había convertido en una cuestión de tierras (de aguas y bosques también). Afirmación que en el capítulo que firma Vania Maria Losada Moreira se comprueba bien al centrar su estudio en los procesos de desposesión indígena que se generalizaron a partir de mediados de la centuria en Brasil y México. En este texto, sin embargo, se vinculan de nuevo dos fenómenos que en la lógica de la retórica liberal siempre fueron, en efecto, unidos pero que la práctica demostró perfectamente separables: nacionalización/ciudadanización y desamortización. Del preciso análisis que presenta, puede deducirse que quizá debamos enfocar esta cuestión no dando por buena la retórica liberal: dicho de otro modo, que pudo ser que lo que finalmente se pretendiera anexar a la sociedad "nacional" fueran las tierras y recursos, pero no las gentes.

Para ello es muy interesante, como hace María Dolores Palomo, analizar estos procesos con un ojo puesto también en las legislaciones electorales, que muestran más bien lo contrario a una voluntad de ciudadanización. Advierte esta autora, además, que una cosa era la legislación y otra las prácticas, lo que, por otro lado, no hace sino arrastrar una praxis que estuvo presente desde los orígenes del constitucionalismo, generando una suerte de jurisprudencia indígena en la interpretación de todo tipo de normas, las electorales de manera muy principal. La aparición, así, de ayuntamientos conformados de acuerdo a mayorías étnicas o incluso de ayuntamientos diferenciados (para ladinos e indios), ¿no nos está en realidad informando de la continuidad de una lógica corporativa en lo que hacía a esta manifestación de "ciu dadanía" en espacios campesinos y plebeyos? Ese fue, curiosamente, el mismo trato que la legislación española dispensó a la representación americana (criolla) cuando se trataba de traducir la retórica de la igual dad a la práctica de la desigualdad: concebir la americana como una representación corporativa más que ciudadana.

Los niveles del Estado que estaban más cerca de aquellas sociedades son el objeto de análisis de Romana Falcón desde hace años. Tanto en México como en Guatemala, el estudio a ras de tierra del funcionamiento de la conexión Estado-sociedad permite ver cómo el primero tuvo que ir adecuando su estructura de acuerdo con las necesidades de gobierno de unas sociedades complejas que, desde luego, no encajaban (y puede que sigan sin hacerlo) en el molde estereotipado de la teoría política del "Estado liberal". Romana Falcón nos muestra cómo el jefe político se presenta al mismo tiempo como un agente del Estado y como un agente social. Su función no era única ni principalmente hacer efectiva la presencia del Estado en el espacio local campesino e indígena, sino, sobre todo, gobernar por sí mismo esas sociedades complejas. La ley, más bien, lo que hacía era habilitar a este agente doble para que pudiera desplegar formas de gobierno reglamentadas y no reglamentadas discrecionales, que es justamente lo que más claramente lo conectaba al subdelegado diseñado en las intendencias.

Esa doble condición también se aprecia en el análisis que ofrece Lorena B. Rodríguez sobre los apoderados en el mundo andino como figura asimismo también intermediaria en el tránsito entre monarquía imperial y república nacional. Su papel puede categorizarse como mestizo, no sólo porque muchos lo fueran étnicamente sino porque su agencia era también mestiza, mezclando normativas provenientes de diferentes fuentes, no sólo estatales, concibiéndose en términos que permitieran poner en relación espacios que, por otro lado, permanecían como extraños entre sí. Lo que interesaba, de nuevo, de esas sociedades no era tanto integrarlas en "la sociedad" por medio de la ciudadanía, sino hacerse de sus recursos de tierras y trabajo. Aunque en este volumen no se ha trabajado un aspecto tan influyente en los procesos de nacionalización como el ejército, sabemos que justamente fue cuando las gentes de esas comunidades fueron llevadas a filas cuando más dramáticamente se comprobaron las dificultades para integrarlos en un ejército nacional. Fue una de las razones, después de la Guerra del Pacífico entre Chile, Perú y Bolivia, por las que la intelectualidad liberal peruana incidirá más en la necesidad de disciplinar socialmente esos espacios.

De su estudio, como del de Falcón, podríamos concluir por tanto la necesidad de revaluar la asociación entre el proyecto liberal (constitucionalismo, Estado-nación, primacía de la ley, igualdad jurídica...) y la idea de una sociedad conformada por todo el espacio definido como nacional. La reflexión liberal insistió mucho en la necesidad de disciplinar socialmente aquellos espacios que consideraba incivilizados o escasamente integrados en "la sociedad". Sin embargo, la práctica casi siempre fue por la vía de estas figuras -jefes políticos, apoderados, capitanes...- que nos estarían, creo, hablando de unas sociedades necesitadas de estos nodos de conexión cual cuerpos intermediarios respecto al Estado.

Una muy oportuna pregunta (que se hace en este volumen) es qué ocurría con aquellas sociedades y grupos a los que apenas alcanzaba no ya la voz sino tan siquiera los ojos del Estado. Ingrid de Jong firma un interesantísimo capítulo en el que retoma el estudio de una práctica relativamente bien conocida para la historiografía, que tiene que ver con los "parlamentos" y la actividad diplomática indígena en el sur de Concepción y Buenos Aires. En primer lugar, debe advertirse que esa mezcla entre formas diplomáticas europeas e indígenas muestra un aspecto de la expansión imperial española que rara vez estuvo presente en los debates imperiales de los siglos XVII y XVIII. En los términos de esos debates, esta forma se habría aproximado más a lo que la Ilustración llamó "imperios modernos", categoría lejos de la cual caía sistemáticamente el imperio español en la visión ilustrada europea, es decir, la que se basaba en el trato y la persuasión para establecer el comercio. Este dato, que de por sí resulta relevante para evaluar de nuevo ese debate, lo es también porque es justamente esa práctica la que heredaron las repúblicas independientes y mantuvieron activa hasta la segunda mitad del siglo.

En ese mismo sentido, Gabriela Pellegrino aporta datos muy rele vantes sobre la búsqueda y utilización de un instrumento tan útil para desenvolverse en ese espacio de mediaciones con los nuevos poderes republicanos como era la escritura. En una tendencia que, como vieron otros estudios, se adentra en la relación con la corona española y sus instituciones, se trató de fortalecer la capacidad de las comunidades para manejarse en el mundo de la escritura, que prácticamente siempre se producía en castellano. Tomando el ejemplo de Emiliano Zapata, reconstruye el papel decisivo jugado por maestros y por secretarios y su utilización por líderes locales (como el propio Zapata o dirigentes mapuches como Calfucurá).

A partir de los años setenta se impuso una lógica diferente, centrada ya en una razón de Estado que moralmente, avalaba la guerra contra esas gentes. Fue entonces, muy sintomáticamente, cuando el término "parlamento" comenzó a perder su conexión con su significado originario (de pacto y acuerdo) para adoptar el de comunicación de disposiciones. Jaime Flores estudia en su capítulo un aspecto de enorme interés en este mismo sentido al mostrar cómo en esos años también fue que desde el Estado se impulsó de manera más decidida la definición de la relación entre territorio y nacionalidad. Analiza para ello un espacio significativo, el territorio de Neuquén, donde se encontraba una mayoría indígena removida de otros espacios y una población mestiza y criolla de filiación más bien chilena. Mediante escuelas (misionales sobre todo), transportes, correo y disciplina labo ral el Estado nacional argentino fue penetrando, desde la Guerra del Desierto hasta las primeras décadas del siglo XX, en un territorio hasta entonces ajeno a su realidad nacional.

En este libro, el caso extremo, pero ni mucho menos único, es el que estudia Nuria Sala en una exploración de especial interés, centrada en el área hidrográfica de la hoya del Madre de Dios. Se trata, explica la autora, de un espacio que permaneció prácticamente al margen de los procesos de conformación del Estado nacional peruano y que sólo a partir de las décadas finales del siglo XIX fue conectado al mismo. Lo hizo, no obstante, no por la vía de la acción del Estado sino mediante la actuación de empresarios aventureros, como Carlos Fermín Fitzcarrald. Funcionando en colaboración con caciques locales, como Venancio, conformaron un espacio regional de poder centrado en la explotación cauchera que constituyó las primeras (y durante mucho tiempo únicas) formas de poder sobre las comunidades locales. El texto de Sala nos coloca ante una historia de control empresarial del espacio con capacidad por parte de los empresarios aventureros para establecer sus propias formas de explotación de la mano de obra local -despiadadas hasta la extinción- sin apenas presencia de todo lo que constituía el Estado liberal.

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