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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.69 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2019  Epub 20-Nov-2019

https://doi.org/10.24201/hm.v69i2.3682 

Reseñas

Bernarda Urrejola Davanzo, El relox del pulpito. Nueva España en el contexto de la monarquía según sermones de la época (1621-1759)

Enrique González González1 

1Universidad Nacional Autónoma de México

Urrejola Davanzo, Bernarda. El relox del pulpito. Nueva España en el contexto de la monarquía según sermones de la época (1621-1759). México: El Colegio de México, Universidad de Chile, 2017. 487p. ISBN: 978-607-628-163-5.


La oratoria eclesiástica, con excepciones muy contadas, empezó a interesar a los investigadores hace poco, al menos en el ámbito hispanoamericano. La autora de El relox del púlpito destaca que, mientras en 1985 Francis Cerdan, especialista en sermón barroco, se quejaba de la falta de trabajos sobre la oratoria sacra en España, en 1996 se alegraba de la aparición de nuevas y fundamentales investigaciones al respecto (pp. 30-31). Algo muy parecido ocurrió en México. Si se deja aparte la obra de Ignacio Osorio, resulta difícil hallar estudios en torno al tema antes de los años ochenta del siglo pasado; en cambio, a partir de los noventa irrumpen los de Carlos Herrejón, Mauricio Beuchot, Brian Connaughton, David Brading, Antonio Rubial, Jaime Cuadriello, Óscar Mazín, Dolores Bravo, Alfredo Ávila, Alicia Mayer y Perla Chinchilla, entre otros. Así, de modo casi repentino surgió un gran interés por ese género oratorio, sin duda vinculado con el paralelo auge internacional de estudios sobre la retórica, y en torno a las relaciones entre la oralidad y la escritura. Todo ello explicaría la súbita revaloración de la llamada oratoria sacra. En su vertiente escrita, el sermón impreso fue uno de los géneros que más ocuparon a las prensas novo-hispanas, como destaca Herrejón en varios trabajos y, últimamente, Olivia Moreno. El presente libro, pues, contribuye a enriquecer una tradición, sin duda reciente, pero bien consolidada.

Con base en los inventarios bibliográficos de José Toribio Medina, y continuadores, se ha estimado en 1 800 el número de sermones impresos entre 1539 y 1821. Sin embargo, durante los reinados de Carlos I (como emperador, Carlos V), Felipe II, y de su sucesor, apenas si ha quedado noticia de unos 15 impresos, varios en náhuatl, destinados a la evangelización. La cifra se incrementa de modo gradual y sostenido a partir de 1621, es decir, desde la muerte de Felipe III. Urrejola toma las honras fúnebres de ese año como punto de partida de su investigación, que prolonga hasta 1759, fecha de la muerte de Felipe V. En la medida que Carlos Herrejón ha estudiado los sermones publicados entre 1760 y 1834, la autora de El relox del púlpito decidió concluir su trabajo ahí donde dio inicio el de su antecesor. De las aproximadamente 1 300 piezas inventariadas para su periodo, analizó 204, poco más de 15%. Especifica que se concentró en los sermones consultados personalmente; por lo mismo, dejó de lado todos aquellos consignados en Medina, pero que no tuvo en sus manos por diversas razones. Se trata, además, como aclara de modo muy oportuno, no de sermones cotidianos, ni elaborados para evangelizar a los naturales, sino de discursos solemnes pronunciados en ocasiones suntuosas, con probable asistencia de autoridades seglares y eclesiásticas; por lo mismo, casi siempre en iglesias de gran aforo, y asignados a predicadores de renombre, tanto del clero secular como del regular. De ahí que algunos pasaran a letra de molde. Se trata, en suma, de productos elaborados por letrados de la élite hispanocriolla, para consumo de esa misma élite.

De las 204 piezas estudiadas, prestó menos atención a las que se limitaban, por ejemplo, a ponderar las virtudes de un santo en su fiesta, o a exponer el sentido de una fecha cualquiera del calendario litúrgico. En cambio, optó por ahondar en los sermones que vinculaban el motivo litúrgico de una celebración determinada con asuntos más terrenales: epidemias, guerras, feliz arribo a España de una flota, y los sucesos faustos o luctuosos de la monarquía. Encontró que: "Estos dos ámbitos temáticos [el litúrgico y el político] no son del todo separables"; antes bien, "se cruzan constantemente" en muy diversas prédicas (p. 15). De ese modo advirtió al menos tres grandes constantes: la Eucaristía se vincula discursivamente, casi sin excepción, con el encomio al fervor religioso de los monarcas españoles; la Inmaculada Concepción, con la pureza de la monarquía; por último, los sermones guadalupanos suelen dar motivo para exaltar la grandeza y opulencia de la tierra criolla. Desde esa doble perspectiva, la autora se propuso

[...] leer la predicación de la Nueva España -la urbana y asociada a una élite que aprobó y financió las impresiones- como caja de resonancia de determinados sucesos que afectaron a la monarquía y al mundo católico en general, para entender de qué modo aparece la propia Nueva España en estas representaciones discursivas (p. 15).

Gracias a su previa formación en letras hispánicas en la Universidad de Chile, su presente estudio en torno a la historia de la prédica sacra novohispana revela una sensibilidad y unos enfoques que no siempre tenemos en cuenta los historiadores "puros". Por lo mismo, dedica la primera de las tres partes del libro al análisis formal de su objeto de estudio: ante todo, los problemas que suscita el hecho de no contar con la exposición oral misma, tal y como un predicador la dijo de viva voz en cierto lugar, ante determinado auditorio, con motivo de una celebración específica. Queda tan sólo el texto en la versión que llegó a la prensa, sin duda revisado por el autor y tal vez por censores. De modo muy ocasional, se accede a una noticia vaga en torno a cómo se desarrolló cierto discurso desde el púlpito cuando aludió a él algún cronista, el autor de uno de los textos liminares, o cuando provocó escándalo e intervino la Inquisición. Así pues, ¿qué sentido tiene analizar alo cuciones orales cuando sólo se cuenta con su versión impresa? Sin caer en el extremo de algún autor barroco que calificó a las segundas de "huesos sin el alma, en el osario" (p. 41), Urrejola considera que el texto escrito -e impreso- corresponde a un género literario susceptible de ser examinado como tal, sin perder de vista su antecedente oral.

Para definir los componentes de un sermón, se vale de la afortunada alegoría que da título a su libro: la del reloj, considerado entonces como una máquina perfecta. Sólo tenía eficacia una oración, si el predicador lograba armar "un todo artificioso: y que las partes que componen ese todo han de estar enlagadas y cada una en su propio lugar", según expuso un tratadista neogranadino en el siglo XVII. La autora pretende, en su libro, "conocer el artificio, la máquina de cada sermón" (pp. 41-42). Casi sin excepción, y de ahí el núcleo sacro de tales oraciones, la "máquina" se construía en torno a un pasaje bíblico específico, el cual -agrega Urrejola- servía de soporte a todo un entramado ideológico.

¿Cómo se daba el tránsito de lo oral a lo impreso, y por qué motivos? La autora ha encontrado alusiones a diversos apuntes previos a la exposición oral, y que tal vez la guiaban. Esos mismos eran reelabora-dos más tarde por el autor, quien frecuentemente agregaba apostillas y citas latinas, a fin de volver legible aquello que originalmente desarrolló para ser oído. A veces también tomaba en cuenta comentarios favorables o adversos, o salía al paso de posibles ataques. En cuanto a las motivaciones para imprimir, Bernarda Urrejola entresaca algunas de los textos que acompañaban el sermón: la aparición de un mecenas interesado en solventar los gastos, la instancia de los amigos, etc. Tal vez no prestó suficiente atención a un motivo sólo insinuado a veces (por ejemplo, en la p. 92): al parecer se daban a la estampa, de modo principal, para despacharse a la corte, acompañados de una relación de méritos, en busca de que la corona, agradecida por los ditirambos del fiel súbdito, lo premiara con alguna merced. Sería interesante explorar cuántos de esos impresos tenían como destinatario velado, pero indudable, al monarca mismo. Convendría también intentar un censo de sermones impresos entreverados con otros papeles del Consejo de Indias. Tal vez sorprenda su número, y el que no pocos de ellos hubieran escapado a los bibliógrafos.

De igual modo, en la primera parte del libro se presta atención al sentido de los elementos, o paratextos, que acompañaban a un sermón impreso. Ante todo la carátula, cuyas partes y evolución analiza: ellas dan cuenta del autor, de su rango y méritos, del título, el lugar donde se predicó y el auditorio asistente, el carácter de la declamación y, por fin, los datos tipográficos obligados: ciudad, fecha e impresor. Examina también las diversas licencias exigidas por la ley, el momento en que aparecieron incluidas en los preliminares, y su evolución. Llama la atención sobre la importancia de los pareceres que las autoridades solicitaban acerca de cada prédica para garantizar que nada contenía contra la fe ni las buenas costumbres. En ocasiones, incluían también ponderaciones estilísticas. Propone la realización de un estudio sistemático de todas estas opiniones, siempre elogiosas, para analizar las solidaridades internas en aquel mundillo de letrados.

Una vez expuesto en lo general el carácter de los sermones impresos y el de sus diversos paratextos, el resto del libro se dedica al análisis de sus contenidos. En la segunda parte ("La monarquía y la Nueva España en los sermones (1621-1759)"), la autora saca a la luz las representaciones de la corona según las exponían los predicadores. Le importa destacar que, si bien éstos desarrollan una particular concep ción de la historia española vista desde México, les interesa, al mismo tiempo, vincular discursivamente a los territorios de ambas orillas. De ese modo, pasa revista a los puntos de vista de una élite criolla que, a fuer de élite, se ve a sí misma como única representante legítima de la nación y su vocera autorizada. Así se explican, por ejemplo, las referencias de algún predicador a la "blancura" racial de los novohispanos, idéntica a la europea. Con ello, los atildados predicadores pasaban en silencio a la ampliamente mayoritaria población compuesta por indígenas, morenos, pardos y las restantes castas. Sólo aparece el indio, y esto por ser parte central del guión de las apariciones, en los sermones guadalupanos. Con ese motivo, se habla también de la misión evangelizadora de España.

Resultaría prolijo acompañar a la autora en sus puntuales señalamientos y hallazgos, a veces pintorescos. El hecho es que le permiten mostrar el proceder de los letrados criollos. Con base en la autoridad de cierto pasaje bíblico o de cierta alusión a la historia peninsular (incluida la mítica), procedían a justificar y defender a la monarquía, limando de diversas formas los inocultables tropiezos y debilidades de los sucesivos reyes. Por lo mismo, lejos de contribuir a minar el statu quo, ponían en juego todos sus recursos oratorios para sostenerlo. Fueron sus grandes propagandistas y en todo momento buscaron "iluminar -o disimular- el presente" (p. 123). El más problemático y crítico de todos aquellos acontecimientos habría sido, sin duda, el cambio dinástico de 1700, cuando se suscita una larga guerra entre los dos aspirantes a la herencia de Carlos II, muerto sin descendencia: por una parte, el borbón Felipe V, nieto del rey de Francia; por la otra, el archiduque Carlos de Habsburgo, hijo del emperador. Si los Austrias habían gobernado España, Flandes, partes de Italia y las Indias durante la práctica totalidad de los siglos XVI y XVII, ¿de qué modo justificar el repudio del aspirante al trono de la casa de Habsburgo, mientras se defendía a un extraño, borbón y francés? Fue necesario "españolizar" desde el púlpito al triunfador, y vincularlo con la dinastía excluida y con las supuestas tradiciones centrales de la monarquía hispánica: la devoción eucarística y el culto a la Inmaculada.

A lo largo de la obra, pero ante todo en la tercera parte, "El parayso de los indianos", la autora evidencia, al pasar revista a los sermones guadalupanos, que aquellos predicadores amaban y exaltaban a su patria. Sin embargo, a diferencia de lo sostenido por la historiografía nacionalista decimonónica y de buena parte del siglo XX, el patriotismo de los criollos nada tenía de secesionista. Antes bien, abogaban por una integración mayor al cuerpo de la monarquía, justo porque consideraban a la Nueva España casi tan grande e importante como la metrópoli. La única queja que a veces osaban expresar tenía que ver con la percepción de la insuficiente aplicación de la justicia distributiva. Aquellos criollos, siempre vigilantes de los intereses de la corona, y empeñados en mantener la estabilidad en el paraíso indiano, no siempre se sentían debidamente recompensados de sus afanes, con más y mejores cargos.

El relox del púlpito está escrito con notable claridad, y su división interna en tres partes, muy bien justificada. Se adentra en numerosos usos y abusos de la Escritura y de la historia para mostrar el papel clave del púlpito como soporte ideológico de la corona y de sus instituciones. A pesar de sus indudables méritos, se echa de menos un índice onomástico que hubiera permitido rastrear con facilidad los nombres de figuras y autores que desfilan a lo largo de la obra, como el canónigo poblano Joseph Gómez de la Parra, de quien se analizan tres -¿o más?- sermones, pero que se deben localizar entre los 204 enlistados cronológicamente. Esto, para no mencionar a otras figuras, más o menos conocidas, o que pudieran suscitar el interés particular de algún lector.

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