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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.69 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2019  Epub 20-Nov-2019

https://doi.org/10.24201/hm.v69i2.3681 

Reseñas

Manuel Miño Grijalva, El obraje. Fábricas primitivas en el mundo hispanoamericano en los albores del capitalismo, 1530-1850

Richard Salvucci1 

1Trinity University, San Antonio, Texas

Miño Grijalva, Manuel. El obraje. Fábricas primitivas en el mundo hispanoamericano en los albores del capitalismo, 1530-1850. ,, México: El Colegio de México, 2016. 471p. ISBN: 978-607-462-952-1.


Los obrajes han intrigado a los latinoamericanistas desde hace casi un siglo, o más. Una escuela de pensamiento los considera triviales, "de una importancia positiva limitada", como dice un libro de texto. Otra los ve con incertidumbre como "fábricas embrionarias", como algo que fue concebido, pero que nunca vio la luz. Una tercera las ubica en la discusión de las décadas de 1970 y 1980 sobre la "protoindustrialización". Una cuarta recurre a la nueva economía institucional para caracterizarlos como una adaptación a los mercados incipientes de una sociedad comercial que comenzaba a despuntar. De tal forma, existen perspectivas marxistas, de las ciencias sociales y otras ingenuamente empiristas de los obrajes. En cuanto se elige una de ellas, queda revelada la educación, el linaje, la política y el sistema de creencias propios. Que en realidad se diga algo sobre América Latina, en especial sobre el Perú, el México o el Ecuador coloniales, es una cuestión del todo distinta.

Manuel Miño puede considerarse justificadamente el historiador más consumado, concienzudo y riguroso de la institución. Ha pasado buena parte de cuarenta años examinando los obrajes en su contexto imperial, haciendo contribuciones a las pruebas de archivo, y estudiando las distinciones entre México y Perú. Este volumen, útil y detallado, concentra parte importante de su trabajo. Es poco probable que algún otro libro lo iguale -y mucho menos que lo supere- en un futuro cercano. El mundo histórico ha avanzado y, como Herbert Klein nos recuerda, quienes estudian el capitalismo son ahora historiadores culturales, más que económicos. O al menos lo son en Estados Unidos, donde el tema aún parece tener cierto atractivo. Los historiadores políticos del capitalismo en cualquier sentido técnico son pocos y están dispersos.1

Con todo, la razón por la que tantos historiadores estaban intrigados debería ser penosamente obvia. Si bien lo que ocurrió con los obrajes resulta en extremo interesante, lo que atrae a sus estudiosos aún más es lo que no ocurrió. Los obrajes no se convirtieron en fábricas modernas en ningún lado, aunque Guy Thomson logró identificar uno en Puebla -cuyo destino es incierto- que de alguna forma hizo la transición a las máquinas de vapor. Eso es todo. Y sólo llevando un razonamiento vagamente ecológico a sus últimas consecuencias puede encontrarse un frágil vínculo entre los obrajes y la industrialización posterior: su existencia no fue una condición ni necesaria ni suficiente para los avances subsiguientes, en especial en México, donde Querétaro podría servir para ilustrar ese vínculo, pero Veracruz ciertamente no. Dado que, en aquellos tiempos estructuralistas más sencillos, la industrialización era fundamental para superar el subdesarrollo, no se puede culpar a nadie por pensar que la historia económica de América Latina dio un giro equivocado con los obrajes. Después de todo, eran las décadas de 1960 y 1970, y una de las preguntas clave de la época era cómo salir de la pobreza (por etapas).

Indiscutiblemente, para Miño los obrajes se sitúan dentro de las discusiones sobre tecnología y protoindustria. El tema tecnológico es interesante: la lana fue introducida a las Indias por los europeos, no así el algodón. Distintos tipos de algodón eran autóctonos tanto de las tierras bajas de México como de Perú, donde florecían en los valles costeros del norte. El trabajo de transformación de la fibra en tela era bien conocido en las sociedades mesoamericana y andina. También lo era la integración de esta actividad en la economía familiar y, de manera muy arraigada, en la estructura tributaria y monetaria del Imperio azteca. Por otra parte, las ovejas y la lana llegaron de España, y la producción de tela de lana era, en su conjunto, más complicada, por no decir delicada. Ciertamente no es difícil pensar que, al menos en un inicio, la supervisión especializada de los europeos en un entorno controlado sustituyera una tradición lanera autóctona, aunque es dudoso que los amerindios hayan tardado tres siglos en aprender a manejar la tecnología. En este punto es necesaria una explicación alternativa. Se requería un gran capital para establecer un obraje. Los telares, los husos, las cardas y el equipo para teñir, enfurtir y dar los acabados, sin contar a los esclavos africanos, la lana cruda, o las deudas de los trabajadores "libres", requerían una inversión que Miño estima en alrededor de 25 a 30 000 pesos. Tales "costos de entrada" superaban por mucho la capacidad de un artesano nativo, e incluso de un grupo de artesanos. Los obrajes se convirtieron en una inversión para capitales comerciales de mercaderes o terratenientes que mantenían derechos de propiedad en la empresa y se convertían en recipientes del monto residual. Los costos de llevar un registro del capital invertido en un sistema de taller de trabajo, aunque factible (al parecer, Miño quiere ver este asunto crucial desde ambas perspectivas), era prohibitivo, pues los trabajadores en los obrajes se llevaban el material y literalmente comían de los anticipos que obtenían en dinero y especie. En definitiva, no es la mejor manera de llevar un negocio rentable. La tentación de mantener todo -trabajadores, equipo, materiales y demás- en un solo lugar, bajo llave, y bajo la supervisión con peso legal de un alcalde o corregidor, debió haber sido financieramente irresistible, por no decir tecnológicamente atractiva. De allí que el sistema evolucionara como lo hizo: no era del todo una fábrica, aún no era una prisión, se reconocía como comercial, pero tampoco era evidentemente capitalista. No es de sorprender que Enrique Semo eligiera buscar un tercer modo de producción para Nueva España.2 ¿Qué más podía hacer?

Miño se muestra impaciente con quienes explican la existencia de los obrajes con base en la coerción y la escasez de mano de obra, lo cual denomina abiertamente "falso". Quizá tenga razón, pues la coerción por sí sola no es la mejor forma de elevar la productividad laboral. Y, sin embargo, algunas observaciones sagaces de Miño llaman la aten ción. A decir del autor, el obraje en Nueva España alcanzó su auge en el periodo entre 1570 y 1630, y su peso económico posterior fue mucho menor. Si bien esta cronología es cuestionable, es cierto que la población nativa en Nueva España estaba básicamente desapareciendo cuando los obrajes se encontraban en una fase de expansión. ¿Pero por qué? Sin duda no porque sus mercados estuvieran creciendo, pues la gran hecatombe de los habitantes nativos estaba bien avanzada en todos lados: independientemente de las diferencias entre los obrajes de Nueva España y Perú -diferencias que Miño examina en detalle-, éstos no fueron instituciones impulsadas por la demanda. Más bien -y Miño lo explica de manera clara e inequívoca (y repetitiva, dado que el volumen al parecer fue poco editado)-, surgieron debido a las presiones de la oferta y, en particular, de la oferta de mano de obra. Vale la pena reproducir lo que dice, aunque sólo sea porque es una afirmación con tan pocas reservas:

Los obrajes fueron una respuesta directa a la caída vertiginosa de la población indígena: a la introducción de una nueva tecnología normada por ordenanzas y desconocida para el trabajador indígena y, sobre todo, fue una respuesta a una racionalidad económica distinta del tejedor de las comunidades para quien el sistema europeo de trabajo a domicilio era incomprensible. El obraje que concentraba trabajadores de 200 hasta 600 gentes, nació "por no haber en los indios -se decía - presunción, virtud de lo que se entregase, ni herramienta ningún de sus oficios con que trabajar". El funcionamiento eficiente de un obraje dependió de la disposición de fuerza de trabajo en un ciclo de carestía y crisis demográfica.3

Así que ahí está: tecnología, un tipo de disciplina laboral, y escasez de mano de obra. Miño bien podría estar jugando con las palabras al decir que los obrajes no tuvieron nada que ver con la coerción derivada de la escasez de mano de obra, pero una forma de manejar la escasez económica (una demanda de mano de obra que excede la oferta a precio cero) sin elevar los salarios es la mano de obra forzada. Ésta fue la contribución de Evsey Domar en cuanto a los orígenes de la esclavitud y la servidumbre, y nos guste o no, Miño se adhiere abiertamente a Domar, aunque con un giro amerindio.4

Aquí es donde la cosa se pone interesante, y donde el debate en torno a la protoindustrialización tuvo un efecto mucho mayor en Miño que en otros historiadores. Si bien Miño sostiene que los contemporáneos pensaban que un obraje era una fábrica, al mismo tiempo considera la propuesta absurda y anacrónica: las fábricas eran un artefacto europeo del siglo XIX y de costos fijos. Los obrajes no eran protoindustriales, ni tampoco "protofábricas", dado que su lógica económica era distinta. Sin embargo, la mano de obra local -asociada cada vez más con los obrajes en el siglo XVIII, el muy concreto fruto de la recuperación demográfica de la población indígena- sí era protoindustrial, y en un sentido muy significativo. Pero este sistema local protoindustrial se organizaba en torno a los algodones, no a las lanas que, como bien apunta Miño, eran más voluminosas, más difíciles de producir y mucho más costosas. Si bien siguió existiendo un mercado para las lanas, éste se centró cada vez más en los paños finos británicos impor tados a Veracruz bajo una falsa bandera o traídos de contrabando desde el Caribe, lo cual sólo aceleró la ruina de los obrajes, que no podían competir. Como apunta Miño, la insurgencia de la década de 1810, provocada por los Borbones, le dio el golpe de gracia a los obrajes, una reliquia de los Habsburgo. La industrialización del siglo XIX, cuando ya estaba en marcha a fines de la década de 1830, habría de proseguir por vías mecanizadas que nada tenían que ver con los obrajes. Tan sólo echar un vistazo a la fábrica de algodón Hércules de Cayetano Rubio en Querétaro y compararla con el obraje de Melchor de Posadas en Coyoacán, por ejemplo, resulta muy instructivo. Uno es claramente una casa, el otro es una fábrica, y la diferencia entre ambas es obvia para cualquiera. A partir de entonces, la industria mexicana habría de especializarse en algodones. Las lanas eran una reliquia medieval de Castilla cuyos precios quedaron fuera del mercado.

Por lo tanto, concluiría que Miño (y en mayor medida Guy Thomson, cuyo trabajo pionero sobre Puebla aparece en la bibliografía, pero que está inexplicablemente subutilizado en este libro) ha dado en el clavo, al menos por el momento. Dudo que el declive de los obrajes del siglo XVIII en Nueva España fuera tan vertiginoso como afirma Miño, y, por otra parte, me parece que los obrajes de Coyoacán surgieron después de la década de 1630, y no antes, pero éstos son detalles realmente pequeños. En general, la opinión de Miño y Thomson sobre la evolución de los algodones en el siglo XVIII resulta convincente. En cuanto al aspecto protoindustrial de la industria local del algodón, sin duda se necesita una reflexión más profunda, por no decir una mayor investigación. En cuanto a los obrajes rurales que Miño describe minuciosamente, sospecho que encajan de manera más precisa en lo que Jan de Vries llama el modelo "campesino" de desarrollo económico, que de hecho representaba un obstáculo para el desarrollo de la economía, pues impedía la especialización y absorbía la mano de obra barata que podría haberse empleado en las fábricas urbanas, en lugar de en los obrajes rurales ubicados en las haciendas.5 En efecto, México no siguió el modelo holandés en ningún aspecto, ni en la religión ni en el desarrollo económico. Si debiera, o siquiera pudiera haberlo hecho, es un tema que otros tendrán que abordar.

La obra de Miño es una referencia muy buena e indispensable, en particular en lo que toca a la producción, la tecnología y la mano de obra. Resulta mucho menos útil en cuestiones económicas y financieras, aunque los estudiantes interesados pueden hallar referencias a estos temas a lo largo de su muy sustancial bibliografía. Además, no conozco ninguna obra equiparable que busque integrar los obrajes mesoamericanos y andinos en un marco comparativo, sobre el cual casi no he dicho nada. Empero, considerando lo que logra -y dejando de lado el trabajo de edición-, se trata de un muy buen estudio. Las ilustraciones son atractivas, pero un índice hubiera resultado aún más atractivo.

1 Larry Neal y Jeffrey G. Williamson, The Cambridge History of Capitalism, Nueva York, Cambridge University Press, 2014, 2 volúmenes.

2Enrique Semo, Historia del capitalismo en México, 1521-1763, México, Ediciones Era, 1973.

3Miño, El obraje, p. 370.

4Evsey Domar, "The Causes of Slavery or Serfdom: A Hypothesis", en Economic History Review, 30:1 (mar. 1970), pp. 18-32.

5Jan de Vries, The Dutch Rural Economy in the Golden Age, 1500-1700, New Haven, Yale University Press, 1974.

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