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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2019

https://doi.org/10.24201/hm.v68i4.3634 

Reseñas

Sobre Fernando Betancourt Martínez, Historia y cognición. Una propuesta de epistemología desde la teoría de sistemas

Silvia Pappe1 

*Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México

Betancourt Martínez, Fernando. Historia y cognición. Una propuesta de epistemología desde la teoría de sistemas. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad Iberoamericana, 2015. 344p. ISBN: 978-607-026-586-0. ISBN: 978-607-417-316-1.


Todo libro requiere de claves, y todo lector busca y encuentra aquellas que marcan su lectura. Una de las muchas claves evidenciadas por Fernando Betancourt en Historia y cognición es la teoría de sistemas. Llegar a pensar la historia como sistema social, observar las operaciones dentro de este sistema y las unidades de distinción que lo constituyen en el tiempo; indagar por el cómo de la historia más que por el qué, y autoobservarse en ello, no es más que el principio, y resulta ya de una enorme densidad. Desde el inicio, el autor se distancia de lo “convencional”, y aclara en una de las primeras notas a pie que “el grado de convencionalismo refiere a la imposibilidad de acceder a la unidad de la diferencia”, remitiendo a los tres ámbitos propios de la reflexión a lo largo de este libro: la teoría de la historia, la filosofía de la ciencia y la epistemología.

Fernando Betancourt se ha caracterizado por la complejidad que distingue sus estudios a partir de la obra de autores como Foucault, Luhmann, Freud, Blumenberg, De Certeau, entre otros -autores, justamente, no convencionales. Para el caso de este libro, el pensamiento no convencional implicará pensar desde la discontinuidad y las diferencias. Plantear, en estas condiciones, algo como las grandes líneas que atraviesan el libro, resulta literalmente imposible, menos por la brevedad de una reseña que por lo contradictorio que resultaría, dada la importancia que el autor le otorga, justamente, a las diferencias como unidades de reflexión, es decir, como estrategias de exposición y argumentación.

Como historiador que es, Betancourt requiere, no obstante, de un punto de partida, y lo sitúa en lo que describe como el gran cambio en la filosofía clásica y el surgimiento de la ciencia moderna que acompaña este cambio. Ciertamente, hay un antes y un después, es decir, una diferencia temporal cuya unidad implica historicidad. Pero más importante para la manera de pensar y argumentar es entender este cambio como discontinuidad. A ello se debe agregar la aparente tautología, hecha explícita casi a la mitad del libro (la racionalidad sólo se puede pensar desde la racionalidad), tautología que para la teoría de sistemas resulta ser constitutiva: la diferencia no se puede pensar sino desde la diferencia. Más aún: “[…]es necesario utilizar para describir la unidad de la distinción del sistema -por ejemplo, la distinción histórico /no histórico- la propia unidad de la distinción y no otra cualquiera”.

Si bien Betancourt concentra en los primeros dos capítulos su lectura de la teoría de sistemas, a partir de Luhmann y otros, como Maturana y Alfonso Mendiola, y a lo largo del resto del libro desarrolla la propuesta epistemológica en torno a la historia y el conocimiento, me parece que es la manera de argumentar desde las distinciones y la discontinuidad lo que le da cuerpo al texto en su conjunto. Las diversas modalidades de la historia moderna se basan en tres distinciones: temporal o antes-después; formal (categorías) o interior/exterior; y comunicativo o ego-alter; estas distinciones son asimétricas, es decir, no están sujetas a soluciones dialécticas. El conjunto tiene que ver con el sistema de conocimiento que, necesariamente, tiene que operar en el modus sentido para una comunidad. Las decisiones que se toman por un lado u otro de una distinción no implican que se abandone el otro, ya que éste sigue formando parte del conocimiento, en especial del conocimiento histórico. No obstante, toda decisión, toda selección implica, siempre, un riesgo. Para la lectura, este procedimiento obliga a cuestionar continuamente la exposición, a partir de conocimientos previos propios, y a reintroducir aspectos dejados atrás, afuera, o considerados ajenos -algo que también se observa en toda operación histórica. Allí radica la importancia de mantener funcionales los elementos que se constituyen en distinciones. Uno de los ejemplos más “tempranos”, por así decirlo, es la racionalidad del pensamiento histórico moderno y sus operaciones, en el que se recurre una y otra vez a aspectos prerracionales.

A grandes rasgos, la teoría de sistemas, al pensar la historia como conocimiento, permite observar cómo parte de la propia historia el surgimiento de conceptos como formas de concentrar las condiciones de conocer y hacer ciencia, y explicar cómo afecta eso la propia forma de la historia, considerando o no los postulados dentro del quehacer científico y filosófico. Para la teoría de la historia, eso significa que sus transformaciones no se vean simplemente en función de cambios o sustituciones paradigmáticas, sino en vista de la dispersión teórica que se desarrolla en el interior del sistema. En otras palabras, no se trata de la imposición de nuevos modelos teóricos, sino de la pérdida de centralidad del modelo imperante previamente. Así, las con dicio nes del trabajo teórico se ven desplazadas hacia una operación del propio sistema eminentemente reflexiva. Y surge la pregunta: “¿cómo tratar teóricamente una ciencia como la historia, que opera produciendo observaciones de segundo orden sobre la sociedad?”.

Desplazamientos y pérdidas de centralidad similares se observan, desde este enfoque, también en los planos metodológicos y en la práctica de las operaciones históricas: cuando damos cuenta, por ejemplo, del cambio de valor del método documental y la pérdida de centralidad del documento como testimonio; o cuando planteamos la ampliación del territorio de la historia con nuevos objetos de investigación: locura, mentalidades, historia de género, subalternidad, no son sistemas distintos al de la historia, sino que expresan “una suerte de colonización del campo histórico por partes de temáticas trabajadas desde tiempo atrás por otras disciplinas sociales”.

Esta “colonización” se puede ver asimismo como transversalidad en función de otras disciplinas sociales, otros sistemas sociales, como lo hará el autor más adelante. Hacia finales del siglo XX, distintos tipos de historia muestran que la reflexión epistemológica que fundamentaba la disciplina, ha perdido su predominio, favoreciendo ahora sus vínculos con las operaciones de la investigación social en su conjunto. Casi de paso, Betancourt presenta así su aportación a las discusiones en torno a la multi y la transdisciplinariedad: la historia es un complejo operativo que puede ampliarse continuamente para reproducirse de manera autorreferencial.

La dispersión paradigmática se explica a partir de la capacidad del sistema de autoobservarse y de autorreproducirse, y es esta capacidad la que acerca el sistema historia a las ciencias sociales. La dispersión, por lo tanto, no sólo se puede ver como riqueza analítica; Betancourt afirma que es también una de las condiciones de emergencia social de un orden cognitivo.

Pero volvamos una vez más sobre las distinciones asimétricas que se transforman en el tiempo, característica que el autor aprovecha al retomarlas una y otra vez desde el momento en que determinados conceptos y nociones empiezan a usarse de manera diferenciada, marcando así su discontinuidad. Si bien no se trata de aspectos que observa desde la historia conceptual, sí utiliza las estrategias de ésta para fines de diferenciación en el propio sistema.

Del amplísimo espectro de distinciones, diferenciadas a lo largo de temporalidades históricas, sólo puedo mencionar unas cuantas que me parecen de la mayor trascendencia para los propósitos de Historia y cognición. A partir de la noción de ciencia moderna, diferenciada como sistema de la filosofía clásica, no habrá verdades científicas independientes de la acción, con lo que se introducen tanto los ámbitos de lo social como la historicidad a las operaciones científicas. Eso se entiende mejor cuando se reflexiona en torno a las acciones posibles ante la experiencia de una expectativa frustrada: al mantener la expectativa, pese a la frustración, se establecen normas que responden a una determinada cosmovisión, mientras que, al cambiarla en vista de la experiencia, se abre a la cognición, a la transformación del sistema ciencia. Según Luhmann, esta disyuntiva no depende de acciones de sujetos, sino que es propia del sistema en el que se presenta: un sistema, justamente, con la capacidad de autorreproducirse y de aprender, es decir, un sistema que es capaz de producir información sobre sí mismo y su entorno.

De aquí deriva una segunda distinción entre las ciencias humanas o del espíritu y las ciencias sociales; desde el momento en que las acciones mencionadas no se adscriben a sujetos, sino al sistema, incluso ciencias como la historia se desplazan para convertirse en un sistema social en cuyo interior operan. No solo es una empresa de la sociedad que produce conocimiento, sino que su funcionalidad se define desde el sistema social. Betancourt habla de un proceso de desantropologización de la historia, un proceso, podemos entender, que es cercano a aquel otro que racionaliza las operaciones de la historia moderna, quitándole centralidad a sus aspectos de moralización (las enseñanzas de la historia), para privilegiar o seleccionar y enlazar aquellos otros que resaltan sus condiciones cognitivas. En este contexto, el autor califica la relación entre ciencias humanas e historia como “equívoco de origen”, por lo que busca “liberar” la historia de las ciencias humanas como única línea rectora, y del hombre como sujeto productor de la historia vivida y la historia explicada. Incluso ciencias modernas como la sociología o la psicología, plantea Betancourt, estudian las conductas humanas no desde la moral o la ética, sino desde operaciones científicas.

En este “equívoco de origen” tenemos que situar también lo que el sujeto percibe como acontecimientos, vinculados convencionalmente ya sea por lógica causal, por verosimilitud narrativa, o por alguna otra condición metodológica. En la lógica de las operaciones del sistema de la ciencia moderna, el acontecimiento es objeto de una transformación (una distinción) significativa: rearticula continuamente la diferencia temporal pasado-presente. Los acontecimientos son vistos no como entes temáticos de un relato, sino como elementos que mantienen la estructura autopoiética del sistema historia y permiten su autorreproducción. Estructura se entiende como capacidad de seleccionar y enlazar los elementos de un sistema “con el fin de permitir la operación continua del sistema en su conjunto”. La función de los acontecimientos es múltiple: forman parte del saber histórico, y a la vez indican la condición temporal o historicidad del propio sistema. El conjunto de acontecimientos no representa, por ende, uana realidad histórica determinada; las ideas que tenemos acerca de acontecimiento, realidad y representación se transforman, por lo que se tienen que reconsiderar como operaciones de un sistema autopoiético.

El mundo es uno, observaciones, entendidas no como percepción sino como comunicación, hay muchas. Ciertamente, la comunicación es social, pero en la teoría de sistemas no se entiende como acto entre dos, sino como continuación de la operación comunicativa. Y aún falta otra precisión: las observaciones son contingentes (ni necesarias ni imposibles), las operaciones, sistémicas. En otras palabras, estamos ante una nueva distinción asimétrica en la que la realidad es construcción y pierde consistencia ontológica. Las descripciones posibles de esta realidad son “radicalmente históricas”.

Posiblemente sea a partir de estas últimas precisiones que estemos en condiciones de afirmar, como lo hace Betancourt en su propuesta epistemológica, que la ciencia histórica es “un orden cognitivo emergente”. No obstante, se nota un ligero cambio en el último subcapítulo del libro, con términos como “quizás”, “posiblemente”, “a lo mejor”. Pero incluso eso no parece ser una forma arbitraria de suavizar la argumentación: entre las distinciones no seleccionadas a lo largo del libro, equivalentes a las distinciones no seleccionadas dentro del sistema historia, se encuentran las “semánticas heredadas”. No contamos, en todos los casos, con las operaciones de comunicación adecuadas para expresar, con toda certeza, un orden cognitivo emergente, por lo que recurrimos a algunas que dejaron de ser pertinentes. Lo que sí se puede afirmar desde la teoría de sistemas es la pertinencia de observaciones de tercer orden que “confrontan directamente el factor de inseguridad autoproducida propio del sistema de la ciencia y resultante de la contingencia involucrada, no para limitarlo sino para encuadrarlo en marcos manipulables para las operaciones autopoiéticas”, extendiendo la tarea de la ciencia que, siguiendo a De Certeau, no está en resolver problemas, sino en formular nuevos problemas. Con Historia y cognición, Fernando Betancourt presenta una propuesta de epistemología en forma de sistema autorreferencial, capaz de describirse a sí misma y a otras propuestas, y dar cuenta de sí misma y de su entorno.

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