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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2019

https://doi.org/10.24201/hm.v68i3.3615 

Reseñas

Sobre Rossana Cassigoli, El exilio como síntoma (literatura y fuentes)

José María Espinasa* 

*Museo de la Ciudad de México

Cassigoli, Rossana. El exilio como síntoma: literatura y fuentes. Chile: México: Ediciones Metales Pesado, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016. 168p. ISBN: 978-956-841-596-9 .


Este libro, pensé al ver su título (El exilio como síntoma), se inscribirá en un debate fuerte y aún no resuelto, entre aquellos que se aproximan al exilio desde un punto de vista científico -palabra un poco rimbombante para señalar un método estadístico que parte de lo que llamamos datos duros-, y aquellos otros que reivindican la parte más personal e íntima de esa experiencia -creaciones artísticas, testimonios, autobiografías, diarios, epistolarios. Yo suelo comulgar con esta segunda idea, aunque reconozco la importancia de los trabajos documentales de investigación y mapeo de cifras. Sin embargo, en cuanto comencé a leerlo se me hizo evidente que rebasaba esa polaridad poco fecunda. No que no la plantee, sino que a partir de ella despega para pensar el exilio, no sólo documentarlo y describirlo. En general, en América Latina, desde el exilio español de 1939 hasta los exilios actuales, la proximidad (y el dolor) impide pensarlos y lo que se quiere es mostrarlos.

Vean la diferencia de ese “pueblo del exilio”, que es la cultura judía, con siglos de existencia y que ha comprendido la importancia de pensar el exilio. Alguien me dirá ¿y los sefardíes? Pues sí, son judíos españoles. El problema de la polaridad señalada antes es que opone, sin necesidad, a lo real y comprobable, con lo sentimental y subjetivo. Por eso los pensadores que se han ocupado del holocausto y la Shoah, además de datos y testimonios, han reflexionado sobre el hecho creando una filosofía del exilio. Así, el subtítulo “literatura y fuentes” se refiere a un corpus de textos no exclusivamente literarios y a sus orígenes contextuales. Asimismo, el eje de esos textos es el de la propia familia, abuelos y padres.

La autora, Rossana Cassigoli , llega a México con el exilio chileno de 1973. Han pasado ya más de 40 años y le representan, ese exilio y ese origen, una impronta biográfica muy profunda, como no podía ser de otra manera. No hay necesidad más imperiosa que explicarse lo inexplicable, y el exilio, por más razones causales que se encuentren, lo es. Para entender quién es, qué hace aquí en México y qué quiere en la vida, la autora se interroga sobre su pasado, y el pasado de una persona, como bien señala Rosa Chacel en Antes del amanecer, empieza mucho antes de que uno venga al mundo. Así, el origen centroeuropeo y judío de su familia en la primera parte del siglo XX -la segunda guerra mundial los llevará a Chile-, le sirve de punto de partida para interrogarse sobre el hecho de su propia vida.

Cita cartas, diarios, recuerda a sus padres y evoca lo sucedido en 1973. El golpe militar de Pinochet hizo un daño inmenso a América Latina y al mundo, suprimió prácticamente la vía legal de acceso al poder de la izquierda, y alrededor de esa dictadura giraron la siniestra Operación Cóndor y los gorilatos del Cono Sur, de cuyas atrocidades aún nos seguimos enterando. Ese daño empieza con las personas a las que se obligó a dejar su casa, su trabajo, su entorno si no querían perder la vida o caer en las cárceles y padecer tortura.

Ese pensar el exilio se suele hacer una pregunta muy importante y difícil de responder: ¿se puede sentir el dolor de los otros? ¿Puede a un hijo dolerle el exilio de su padre o de su abuelo? La respuesta excede los márgenes de esta reseña, pero su enunciación es necesaria para comprender el tono del libro de Cassigoli. Ella parte por un lado de pensadores como Michel de Certeau o Emmanuel Levinas, pero también de testigos como Jean Améry y Primo Levi, para entender primero lo que pasó en la segunda guerra mundial y así pisar terreno más firme en lo que sucedió en Chile. Primera sorpresa: la pluralidad de pensadores y metodologías, disciplinas contempladas -antropología, filosofía, sociología, literatura-, no es frecuente en un espectro tan amplio ni la manera de relacionarlos; no lo es tampoco, después de hacer eso, no dejarse intimidar y pensar por sí misma nuevos derroteros.

Los que nos ocupamos del exilio como tema reflexivo y de investigación solemos tener una tendencia a dar por sentado ciertas circunstancias, por ejemplo, la condición atroz de los campos de exterminio, y por eso ponemos cara de incredulidad cuando oímos aquello de que son una mentira de los vencedores, que nunca ocurrieron, que Auschwitz, Treblinka o Dachau son una ficción. Pero más todavía cuando se acepta esa violencia y se reivindica. Pienso por ejemplo en los que en la Argentina actual dicen que el error de los militares fue “no matarlos a todos”. O, para estar al día, nos deja pasmados ver a un racista xenófobo y militarista presidente del país más poderoso del mundo. No hay, en esa senda, nada ganado. Por eso hay que profundizar y pensar el exilio de manera más radical.

Cassigoli se ocupa en una parte del libro del escabroso asunto del perdón. Es una parte nodal. Describe la polémica entre Primo Levi y Jean Améry, dos sobrevivientes de los campos de exterminio nazi, y menciona de manera sucinta la dificultad de establecer el nivel de ese perdón -jurídico, moral, social, histórico, religioso. Y, como ellos, como muchos otros, se hace la pregunta sobre el sustrato cristiano de ese perdón. Yo desde luego no tengo la respuesta, ella tampoco, y lo que es importante es el problema, no su solución. A ello se agrega el problema del tiempo, “que todo lo cura”. ¿De verdad todo lo cura? Si tomamos como ejemplo el pueblo judío, no sólo no cura el exilio, sino que lo agrava y se asume como rasgo fundador.

Hay, desde luego, posturas tan radicales que nos parecen maniqueas y hasta un poco absurdas. Pienso, por ejemplo, en el gran filósofo Vladimir Jankelevitch, quien dejó, después de 1945, deliberadamente de ocuparse de todo lo que viniera de Alemania: pintura, literatura, pensamiento, música. La lengua misma le parecía un vehículo para el totalitarismo y conducto para la metástasis de lo inhumano. Podemos pensar que él se lo pierde, pero, ¿podemos reprochárselo? Hacer culpable a la lengua misma es algo extremo, en efecto, pero cargado de sentido.

Tal vez la pregunta se puede plantear de otra manera. Nuestra autora señala esa tendencia en los exilios a la práctica del reproche, el “insilio” que acusa de cobardía al exilio, la desunión entre organizaciones, ideologías, posturas y personas, los reproches a las estrategias (a Allende, como a Azaña, se les reprochó tibieza frente a los militares). Son frecuentes las posturas encontradas incluso entre miembros de una familia. Todo exilio, al menos de manera inmediata, provoca desunión y atomización social. En el caso del chileno, además, se suma que fue geográficamente muy diverso: México, Estados Unidos, Suecia, Alemania, otros países de América Latina.

Por eso el asunto del perdón debe quedar claramente diferenciado entre la esfera personal y la social. Los hijos de desaparecidos en Argentina, entregados a familias con conciencia de dónde venían, perdonarán o no, a su manera, a esos padres de crianza, pero ese perdón no tiene probablemente ningún valor social. A la inversa, el perdón jurídico no hace desparecer la sombra que pesa sobre esas mujeres y hombres que, como alguno de ellos dijo, preferirían no haber sabido. Pero la ignorancia, lo sabemos todos, trae un daño aún peor que el dolor. Queda claro que el libro rebasa ampliamente el marco de una investigación sobre el exilio chileno.

Volvamos al asunto del testimonio personal. A partir de que una persona se ve inmersa en el maelstrom del exilio suele, si no tenía la costumbre de hacerlo, llevar un diario, dejar testimonio en cartas, escribir poemas y novelas, sacar fotografías, pintar, componer música. Busca a la vez dejar una huella de lo que ocurre -un testimonio- y encontrar en esa práctica una terapia para su dolor. El corpus que nos dejan es fascinante. A veces, como en el caso de este libro, incluso se vuelve una vocación profesional como campo de estudio, pero conserva una condición de hacer justicia. Esto es importante: el hijo, el nieto, el bisnieto se encuentra con ese “archivo familiar” y decide que sea de todos, lo reformula -lo trabaja- como un acto de justicia.

Por eso, con todo lo tibia que pudo ser, la detención de Pinochet en Inglaterra provocó ilusión. Aunque fuera por unas pocas semanas pisó la cárcel (Franco, en cambio, murió en su cama y en olor de santidad). La noción de justicia está, para bien o para mal, ligada a la pena, al castigo. Si el dios cristiano es bondad universal, la civilización, la sociedad, no tiene esa potestad. No se trata, sin embargo, de que se lleve al paredón a los culpables; se trata, por el contario, de escribir libros como éste, que son una mayor condena.

En España, en Chile, en Argentina no han sabido qué hacer con sus exiliados. Los españoles prefirieron ignorarlos. No eran, les hicieron sentir, parte de España. Algo similar, con matices, pasó en los países sudamericanos. Al régimen democrático español le cuesta mucho condenar su pasado franquista, no acaba de verle el terrible rostro, de los más negros de la España negra. Y Chile y Argentina no se diga. Las complicidades entre las iglesias española y chilena, con ese brazo siniestro surgido en México, los Legionarios de Cristo, son continuación de aquella complacencia que se tuvo con algunos de los criminales de guerra nazis en la patria de Neruda; son interminables.

Los exiliados evolucionan a veces, sin darse cuenta, hacia una condición similar a la de las plantas con raíces que pueden cambiar de lugar, como el lirio. Se proponen tener una condición nómada, como la ha llamado Tomás Segovia. Pero no es sencillo, porque si bien, como ocurrió con los refugiados españoles, o con los chilenmex y argenmex, sobreviven en su trastierro, cuando el regreso es posible físicamente suele ser imposible vitalmente. El país no es el mismo, él o ella ya no son el mismo, la noción de lo mismo ya no es la misma. Podríamos invertir la fórmula citada anteriormente: el tiempo todo lo agrava.

Aquí podemos recurrir a figuras mitológicas: el regreso de Ulises le lleva toda una vida y está sostenido por el velo, tejido y destejido, de Penélope, o bien la espera de ella está sostenida en las aventuras de él que postergan ese regreso. Está también el cristiano regreso del hijo pródigo: quien espera no es una mujer sino el padre. Simplificando, en el primero regresa el pasado, en el segundo el futuro, pero nunca regresa el presente. Por eso en los exilios relativamente largos el regreso es imposible. Hay que pensar también la imposibilidad de ese regreso.

El exilio como síntoma viene a enriquecer la bibliografía sobre el exilio, pero sobre todo amplía la mirada de la reflexión al superar de algún modo la polaridad entre el llamado dato duro y la subjetividad del testimonio personal al crear un tejido de varios niveles interpretativos conectados. Para mí la lectura de este libro ha sido una extraordinaria y grata sorpresa.

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