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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2019

https://doi.org/10.24201/hm.v68i3.3809 

Artículos

Bautizando el colonialismo: Las políticas de conversión en México después de la conquista

Baptizing colonialism: Conversion policies in Mexico after the conquest

Ryan Dominic Crewe* 

*Universidad de Colorado, Denver


RESUMEN

Este artículo examina la historia política de la conversión indígena al cristianismo después de la conquista. Utilizando fuentes de archivo, anales indígenas y comunicaciones mendicantes ofrezco una revisión a la interpretación espiritual de la historiografía de las primeras décadas de las misiones en México. Sostengo que el fenómeno de las conversiones a escala masiva se debe a una compleja combinación de oportunismo político, violencia iconoclasta y la búsqueda de refugio de la violencia colonial por parte de líderes indígenas. Entre los descalabros y vacíos de poder tras la conquista española y la epidemia de viruela, los señores indígenas en los altepetls del centro de México crearon alianzas a nivel local con frailes mendicantes a fin de legitimizar su autoridad y fortalecer sus ambiciones territoriales. Al mismo tiempo, los frailes emprendieron una guerra espiritual utilizando a los hijos de los propios señores. Los frailes y sus acólitos nativos desataron una ola de actos violentos que acabaron con el poder público de las élites religiosas indígenas. A pesar de esta violencia religiosa, la misión mendicante también representaba una solución para reducir la violencia colonial. Los frailes ofrecían proteger a las comunidades indígenas de la violencia, la explotación y la esclavización de los colonos españoles. Ya para los años 1530, las conversiones a escala masiva resultaron de un consenso entre los pueblos indígenas de que la misión sería la forma más eficaz de preservar sus vidas, propiedades y comunidades. A través de las aguas del bautismo, las comunidades indígenas empezaron a reconstruir el mundo mesoamericano.

Palabras clave: colonialismo; conversión; siglo XVI; comunidades indígenas

ABSTRACT

This article examines the political history of indigenous conversions to Christianity after the Conquest. Using archival sources, indigenous annals and the communications of mendicant friars, it offers a review of the spiritual interpretations of the historiography of the first decades of missionary work in Mexico, arguing that the mass conversions seen in those years were due to a complex combination of political opportunism, iconoclastic violence and the search by indigenous leaders for protection from colonial violence. Due to the setbacks and power vacuums that followed the Spanish Conquest and the smallpox epidemic, the indigenous nobles of the altepetls of central Mexico formed alliances at the local level with mendicant friars in order to legitimize their authority and strengthen their territorial ambitions. At the same time, these friars launched a spiritual war using the children of these noblemen. The friars and their native acolytes unleashed a wave of violent acts that ended the political power of the indigenous religious elite. Despite this religious strife, mendicant missions also represented a means of reducing colonial violence. The friars offered to protect indigenous communities from the brutality, exploitation and slavery of Spanish colonists. By the 1530s, mass conversions were a result of a consensus among indigenous peoples that these missions would be the most effective way of protecting their lives, properties and communities. Through baptismal waters, indigenous communities began to reconstruct the Mesoamerican world.

Keywords: colonialism; conversion; 16th century; indigenous communities

Cuitláhuac, Valle de México, 1525. Nos dicen los cronistas franciscanos que fue aquí, en esta isleta del lago de Texcoco apodada “pequeña Venecia” por los conquistadores, donde ocurrió una de las primeras conversiones a gran escala en México. Un viejo tlatoani (gobernante local), conocido por su nombre de pila como don Francisco, había escuchado de la reciente llegada de 12 sacerdotes de España. Los invitó a visitar su territorio varias veces y, finalmente, en su tercer intento, el gobernante logró que fray Martín de Valencia visitara Cuitláhuac. El tlatoani sentía tal curiosidad por su invitado que mantuvo al franciscano despierto toda la noche haciéndole preguntas sobre la religión de los españoles. Lo que ocurrió a la mañana siguiente, nos cuentan, fue prácticamente un milagro. Frente a una multitud, don Francisco pidió ser bautizado. Más tarde supervisó el bautismo colectivo de los habitantes del pueblo, y envió a un gran número de niños locales al monasterio franciscano de México-Tenochtitlán para ser adoctrinados. El gobernante concluyó la transformación espiritual de Cuitláhuac ordenando la destrucción de todos los teocallis (templos) e inspeccionando la construcción de una capilla de tres naves dedicada a San Pedro. Las crónicas nos dicen que la simple voluntad de este gobernante converso hizo que el pequeño altepetl de Cuitláhuac entrara al cristianismo prácticamente de la noche a la mañana. Según los cronistas, estas dramáticas escenas se repitieron en gran parte de Mesoamérica durante las siguientes dos décadas. 1

Tales escenas de conversión masiva sirvieron como ejemplo en una gran epopeya triunfalista en la cual el cristianismo vencía sobre un paganismo arraigado y sanguinario. Los misioneros cronistas, al igual que los analistas e historiadores indígenas, describieron el proceso de conversión como inexorable, colectivo, orquestado, y tan vertiginoso que parecía engañosamente sencillo.2 Estos relatos coloniales nos han legado poderosas imágenes de momentos transformativos: bautismos de miles de indígenas realizados por un solo fraile, deidades quemadas en hogueras frente a un público sobresaltado, y muestras de piedad y pobreza por parte de los misioneros. Estas imágenes representan una “conversión generalizada” a una escala que no se había visto desde los tiempos de Carlomagno.3 Posteriormente, los historiadores apologistas atribuyeron esta masiva y súbita “conquista espiritual” a un puñado de frailes mendicantes. De acuerdo a este relato, los indígenas eran únicamente actores pasivos.4 Tal como las crónicas de la conquista española, la historiografía de la “conquista espiritual” contribuyó a una teoría totalizante que daba por hecho el inequívoco triunfo militar, político y espiritual español, y el consiguiente colapso social del mundo indígena.5

En décadas recientes, los historiadores han derribado estos arraigados tótems de la historia misionera mexicana. Lejos están las heroicas imágenes de bautismos masivos y batallas espirituales; la militancia de unas cuantas docenas de frailes se ha disuelto en una historia más vasta de encuentros interculturales ambivalentes. Basándose en fuentes en lenguas nativas recobradas y valoradas por etnohistoriadores, los estudiosos de los primeros años de la misión han reenfocado su atención hacia agentes indígenas del cambio religioso. Los revisionistas rastrearon las ambigüedades y los obstáculos para traducir conceptos espirituales, usaron censos para mostrar que la conversión religiosa no fue tan colectiva ni tan instantánea como los misioneros habían alardeado e identificaron coincidencias en la sociedad y la religión que facilitaron las transiciones indígenas al cristianismo.6 Estos argumentos hicieron oscilar el péndulo historiográfico desde la ruptura hasta la continuidad: al convertirse al cristianismo, indígenas como don Francisco participaron en prácticas cristianas que resonaron con sus propias formas de vida y prácticas religiosas.7 Susan Schroeder resume esta reciente interpretación: “Resulta ser que aquello que los indígenas adoptaban del cristianismo con frecuencia era lo que ya se sabía y practicaba”.8 Al cambiar la historiografía del siglo XVI, momentos de ruptura como la conquista o el bautismo masivo pasaron de ser momentos transformativos a meros episodios cuya única importancia residía en el hecho de que representaban la continuidad de la cultura indígena.9

Mientras que las teorías de ruptura redujeron un complejo proceso a un sencillo relato de triunfo europeo, las teorías de continuidad han minimizado los retos existenciales que los indígenas enfrentaron tras la conquista. Aunque ambos puntos de vista ofrecen perspectivas de la realidad posconquista, casos como las conversiones masivas entre las décadas de 1520 y 1530 muestran el grado al que estaban entrelazados la ruptura y la contiuidad. Tanto los relatos de misioneros como los anales y las historias indígenas indican que hubo un movimiento cada vez más colectivo hacia la conversión al cristianismo entre los nativos durante las dos décadas que siguieron a la conquista.10 En sus análisis de este fenómeno, los etnohistoriadores de la religión han tendido a enfocarse en factores culturales como motores principales de este extendido proceso, en especial la pedagogía y la comunicación intercultural.11 Paralelamente, los etnohistoriadores con más inclinación hacia la historia social y la política han estado predispuestos a pasar rápidamente por la conversión y proceder directamente hacia donde se encuentran los documentos: en los procesos de la formación de los cabildos indígenas de mediados de siglo y los negocios y luchas de la élite nativa.12 Sin embargo, la conversión fue tanto un proceso sociopolítico como un cambio en la afiliación religiosa. A fin de entender a fondo las formas en que los pueblos indígenas rehicieron sus comunidades y vidas, necesitamos un conocimiento más profundo de los factores políticos que motivaron a millones de indígenas a acercarse a la pila bautismal. De hecho, debemos entender los diversos factores que generaron la exigencia por parte de los indígenas de ser bautizados. Hacerlo revela que la expansión y aceleración de los bautismos indígenas no solo fue el producto de un encuentro espiritual o de un choque o de una fusión de mentalidades, sino que también fue parte de un conjunto de luchas por ejercer el poder sobre las comunidades indígenas. Las alianzas, los conflictos religiosos entre facciones y la refundación de las comunidades indígenas tras la conquista estaban intrínsecamente ligados al bautismo. Los conflictos en las comunidades indígenas sobre la adopción del cristianismo, así como la creciente oleada de decisiones personales y colectivas para bautizarse, formaron parte de los incansables esfuerzos de los indígenas por mitigar las tribulaciones del México posconquista.

Este artículo aborda los recientes avances en la historia global de las misiones y el papel de la religión en la colonización bajomoderna. En estos estudios, el concepto mismo de “religión” se ha convertido en algo mucho más amorfo que un simple receptor de doctrinas y ritos. Más allá de las creencias, se trata de prácticas, experiencias, y sobre todo de hechos. La “conversión” también se ha vuelto algo más que un proceso interior por medio del cual uno intercambia un conjunto de creencias por otro. Por ejemplo, en un estudio de los contactos jesuita-iroqueses de Nueva Francia, el historiador Alan Greer propone que la religión debe entenderse como “una colección de fenómenos” -todas las prácticas, ritos, creencias y políticas que integran las relaciones humanas con lo sobreantural- que puede comprenderse mejor “dentro de un contexto social específico, y no como manifestaciones de libre abstracción”.13 En otros estudios de misiones en China, Filipinas y el Congo, los historiadores han sacado a la luz procesos de conversión en los que los indígenas conservaban el poder de elegir aquellos elementos de las recién llegadas religiones extranjeras que les parecieran útiles. Según Anthony Reid, historiador del sureste asiático, estos procesos de selección se explican mejor como una adhesión que como una conversión, ya que al inicio siempre se trataba de alianzas y afiliaciones y no de una transformación interior como aseguran las crónicas misioneras.14

En México, en medio de los estragos causados por la conquista, y más aún por la devastadora epidemia de viruela, la afiliación al cristianismo era una forma de arreglárselas e incluso, en ocasiones, de empoderarse en estas radicalmente nuevas circunstancias. El reto es entender la vasta escala, velocidad e intensidad de estos procesos. ¿Por qué se expandieron el bautismo y la conversión en el altiplano central con tal rapidez tras la conquista, al punto de que la empresa misionera se volvió casi hegemónica en la década de 1540?15

La respuesta se encuentra en la creciente relevancia del bautismo en los esfuerzos indígenas por estabilizar un mundo que se había vuelto caótico. En palabras de Inga Clendinnen, los indígenas “lucharon por ajustarse a las pérdidas en todos los ámbitos de la vida”.16 En tres formas esenciales, las estrategias indígenas para adaptarse pasaron por la pila bautismal. Primero, la conversión pronto se volvió parte de la realineación de los territorios y las jerarquías indígenas durante el fin del imperio mexica y los conflictos de la conquista. Segundo, fue un elemento central en el creciente conflicto político y religioso dentro de las comunidades indígenas, mientras los misioneros manipulaban a sus jóvenes neófitos indígenas a incitar a la violencia y el terror contra los defensores de la religión indígena. La violencia, perpetrada por frailes e indígenas, inició un nuevo régimen político que proscribía las prácticas colectivas y las instituciones públicas de la religión indígena. En tercer lugar, a pesar de los actos violentos contra sus comunidades y las prácticas que los frailes promovían, un creciente número de indígenas en el centro de México llegaron a considerar el bautismo y la conversión como la parte menos abrumadora del colonialismo español, y con sus bautismos buscaban proteger a sus comunidades de los peores excesos de la violencia colonial. Las cada vez mayores multitudes alrededor de la pila bautismal fueron resultado de la creciente comprensión por parte de los nativos del potencial que el bautismo y la alianza con los frailes tenían sobre sus apremiantes metas de reprimir la violencia, obtener legitimidad política y reconstruir la comunidad como santuario.

Los aliados en la pila bautismal

Lejos de ser un despertar espiritual, la conversión en México fue un proceso social fuertemente arraigado en las prácticas y entendimientos de poder en Mesoamérica. Sin lugar a dudas, los sacerdotes extranjeros y su parafernalia, como la cruz y la pila bautismal, su única deidad y sus libros eran elementos exóticos para los indígenas, pero las primeras conversiones se debieron a razones puramente locales e indígenas. El patrón se había establecido muchos años antes de que los primeros frailes pisaran México. Desde que los españoles llegaron al Golfo de México, las tensiones internas y los conflictos de la geopolítica mesoamericana facilitaron el avance tierra adentro de los intrusos. Los totonacas, sobrecargados de impuestos y recientemente conquistados por los mexicas, proporcionaron una ayuda vital a Cortés, y, como es bien sabido, los tlaxcaltecas, enemigos mortales de los aztecas, formaron parte crucial del victorioso ejército de Cortés. Tras el colapso del orden imperial mesoamericano, las ambiciones de cientos de altepetls reprimidos durante décadas se hicieron evidentes mientras las dinastías gobernantes (ciudades-estado) competían por ejercer el control y saldaban cuentas. Esta fue la realidad política que dio la bienvenida a los misioneros españoles al llegar y empezar a establecer relaciones con los gobernantes locales.

Así comenzó la empresa de la misión en Mesoamérica, no con un debate teológico sino con los juegos de poder de este reducido mundo mesoamericano de pequeños reinos: una red de rivalidades, ambición y afanes de superioridad. Después de que los intercambios de regalos, los esclavos y las concubinas sellaran alianzas en la fase militar de la conquista, los lazos de parentesco ficticio implícitos en el bautismo fortalecieron los lazos entre la diplomacia mesoamericana y la política de conquista española.

El micropatriotismo determinaba la forma en que se construían y desmantelaban los imperios de Mesoamérica, así como las maneras en que la religión de los conquistadores se adoptaba e integraba a la vida local.17 Una vasta y compleja amalgama de orgullosos altepetls rivales y sus equivalentes ciudades-estado en Michoacán y Oaxaca se extendieron sobre los valles y colinas del centro de México. La mayoría de ellos precedían al imperialismo de la Triple Alianza y duraron más que estos.18 Cada una de estas ciudades-estado tenía su propia jurisdicción, dinastías gobernantes, sistemas de gobierno colectivos y rotativos y un dios patrón. La idea de separación, nutrida por historias y relatos de origen étnico, era tal que el altepetl, y no el imperio, constituía en gran medida el centro de la identidad indígena.19 El imperialismo mexica hizo poco por alterar estos patrones de lealtad local. Integró a centenares de ciudades-estado mediante un sistema de gobierno indirecto que conservaba su semiautonomía. A cambio de su sumisión, participación en campañas militares y pago de tributos al imperio, los tlatoani (gobernantes locales) de cada altepetl generalmente conservaban su autoridad política sobre los impuestos y la distribución de la tierra. La sumisión al imperio también vinculaba a los gobernantes locales con las dinastías imperiales y, por medio del matrimonio, estas dinastías llegaron a formar parte de una elite regional. Para 1519, el imperio tenochca constaba de 450 ciudades-estado que, a pesar de estar conectadas por lazos de sangre con las otras, deseaban conservar su autonomía plena.20

El gobierno indirecto, sin embargo, también llegó con una alta dósis de intervencionismo imperial. Empezando con Moctezuma Ilhuicamina I en la década de 1440, los gobernantes aztecas empezaron a reducir cada vez más los poderes tributarios de las ciudades-estado, y favorecían a sus candidatos predilectos en disputas de dinastías locales. En las áreas rebeldes reemplazaron a los gobernantes locales con gobernantes militares.21 La presión era tal que siempre que se presentaba la oportunidad, las ciudades-estado retenían sus tributos e intentaban secesionarse. Por ejemplo, Cuauhnahuac (la actual Cuernavaca) se sublevó en tres ocasiones.22 Los aztecas respondieron a insurrecciones similares con impresionantes actos de violencia que solo provocaban más resistencia.23 Así pues, había una contradicción no resuelta en el centro del imperialismo mesoamericano: mientras que el gobierno indirecto permitía su expansión también inspiraba a las ciudades-estado a buscar su independencia.24

Tal oportunidad llegó en 1519, cuando la expedición de Cortés arribó a las costas del Golfo de México. Los españoles pronto notaron estas tensiones entre locales y el intervensionismo imperial, y las explotaron a su favor. Cortés incitó a los habitantes de ciudades-estado disidentes a derribar los símbolos de autoridad y dejar de pagar tributo a los aztecas. Los gobernantes locales evaluaron los potenciales usos de estos desconocidos extranjeros y sus extrañas tecnologías para sus propios intereses.25

Desde los primeros contactos entre los españoles y los go­ber­nan­tes indígenas locales, la religión fue inseparable en sus negociaciones de paz y guerra. Los conquistadores fueron los primeros mensajeros del cristianismo en México. Esta era una variante del cristianismo particularmente combativa, que se volvió infame en el Requerimiento, el protocolo poco diplomático por medio del cual los conquistadores en el Caribe y el continente explicaban sus condiciones de paz y guerra a los nativos.26 En medio del estruendo de la guerra dieron dos opciones: aceptar el cristianismo y así salvarse en este mundo y en el siguiente, o resistirse a él y ser condenados en ambos mundos. Un testimonio de Alonso de Villanueva, un conquistador veterano que participó en la conquista, demuestra que en México los españoles amonestaban a los indígenas con algo parecido al Requerimiento:

[…] a los indios señores e prencipales de los pueblos e provincias destas, que le vernían a hablar e a dar la obediencia a Su Magestad, siempre el dicho don Hernando Cortés les daba noticia de Dios e de Nuesta Santa Fe Catholica, e les encargaba que dende en adelante no usasen de sus ritos e cirimonias, ni de adorar los ídolos que adoraban, dándoles a entender como era burla, e que si ansí lo ficiesen, que Dios Nuestro Señor les haría muchas mercedes, e que de otra manera haciéndolo, sopiesen que serían castigados.27

Durante la siguiente década, algunos líderes indígenas sellaron sus alianzas con los españoles recolectando las imágenes de las deidades que los españoles llamaban “ídolos” y rompiéndolas en pedazos ante sus invitados. Si posteriores incidentes coloniales de iconoclasia sirven como evidencia, los indígenas probablemente seleccionaban las figuras menos importantes para tal ocasión, protegiendo así las representaciones de los dioses más importantes.28 Aparentemente, las noticias de este protocolo español de guerra y paz llegaban antes que los conquistadores, pues los rumores, avisos, y noticias de los extranjeros y sus exigencias iconoclastas pasaban por las redes de la diplomacia mesoamericana. Así, para cuando el contingente hispanomexicano de Cortés llegó a Honduras en 1525, el sacrificio de ídolos se había vuelto algo rutinario: en un poblado maya en el camino, los gobernantes indígenas dieron la bienvenida a Cortés ofreciéndole estatuas para que las destruyera conforme entraba al pueblo, incluso antes de escuchar las amonestaciones bélicas del conquistador.29 La violencia simbólica y el vandalismo anunciaban la llegada de la misión cristiana en Mesoamérica: empezaba con deidades reducidas a añicos y el blanqueo de los muros de los templos.

Estos actos de violencia simbólica no eran enteramente ajenos a los gobernantes indígenas, ya que vagamente resonaban con las prácticas religiosas que formaban parte de la diplomacia y las guerras mesoamericanas. Previo a las hostilidades, era común que los enviados imperiales exigieran el reconocimiento de Huitzilipochtli y, tras las conquistas, los vencedores se llevaban las deidades a Tenochtitlán para confinarlas en los calabozos sagrados de los dioses derrotados.30 Los vencedores también consumaban su victoria quemando y destruyendo templos locales. En los códices, la imagen de un templo derrumbado y ardiendo indicaba la pérdida o el cambio de soberanía: “[significaba] que la estructura, símbolos, dioses, energía y ‘esencias’ de la comunidad habían sido destruidos”.31 Por esta razón, Moctezuma tenía bastantes motivos para estar preocupado cuando Cortés exigía que los indígenas destruyeran templos frente a sus tropas. Tales acciones, explica Ross Hassig, “marcaron un cambio en el apoyo político más que en las creencias religiosas”.32 Sin embargo, tales coincidencias terminaban ahí: mientras que para los indígenas la destrucción de los ídolos significaba una transferencia de la soberanía terrenal y los tributos al poder conquistador, para los misioneros implicaba una derrota cósmica mucho más generalizada.33

Antes de la caída de Tenochtitlán, los gobernantes indígenas tenían suficiente influencia para resistirse a acatar las exigencias de los invasores. Los españoles dependían en exceso de sus anfitriones y aliados, sobre todo de Tlaxcala, para obligarlos a obedecer sus amonestaciones.34 Esta fue la recomendación del capellán mercedario de Cortés, quien prudentemente aconsejó al conquistador no forzar la cuestión, ya que hacerlo solo irritaría innecesariamente a sus aliados.35 Bernal Díaz del Castillo, siempre en sintonía con la mundana perspectiva del soldado, escribió que, con frecuencia, los hambrientos soldados españoles simplemente leían su acta y se sentaban a comer los alimentos que les daban sus anfitriones.36 Para los españoles, el precio de someter a Tenochtitlán era una reacia tolerancia a la religión indígena.37

Tras la derrota final del imperio mexica, la balanza del poder empezó a inclinarse a favor del proselitismo español. La guerra de conquista cobró un elevado número de víctimas; lo hizo incluso más una epidemia de viruela que mató alrededor de un tercio de la población.38 El resultado fue un vacío en la autoridad política indígena de toda la región.39 “¿Qué haremos?” preguntó un grupo de nobles reunidos en la Relación de Michoacán después de que su emperador (cazonci) muriera en una epidemia de viruela en 1521: “¿Cómo ha de quedar esta casa desierta y anublada?”.40

En medio de una tragedia de este alcance, sin embargo, también había oportunidad. En cientos de ciudades-estado que habían cedido distintos grados de soberanía a gobernantes imperiales o a vecinos más poderosos, la caída de los imperios mesoamericanos desató las fuerzas del localismo. Las renacientes ciudades-estado se reafirmaron frente a sus rivales locales, así como frente a los nuevos gobernantes de Tenochtitlán. Estas incluían todo tipo de poblaciones: ciudades-estado imperiales, centros de comercio, ciudades sagradas, reinos independientes y etnias reprimidas. Dentro de estas poblaciones se intensificaron las luchas de sucesión entre las dinastías rivales, las subunidades territoriales y los grupos étnicos. En estas luchas internas, la conquista se convirtió en un factor polarizador que dividió a las facciones rivales en pro y en antiespañolas.41 Conforme se hacía cada vez más claro que los españoles estaban en Mesoamérica para quedarse, los gobernantes de pequeñas y grandes ciudades-estado aprendieron a transformar las muestras de conversión en triunfos políticos sobre sus rivales locales. En efecto, los ejemplos más tempranos vienen del propio centro del antiguo imperio tenochca, en el que los descendientes del emperador Axayáctl pidieron ser bautizados, colaboraron con los franciscanos cuando llegaron en 1523 y 1524 y, lo más importante, les proporcionaron propiedades para sus recién fundados monasterios y capillas. Al hacerlo, estos miembros de la realeza mexica aseguraron un lugar en el nuevo orden de su ciudad imperial.42

Tal fue el poder político del bautismo, que también sirvió como herramienta para los descendientes de las víctimas de Axayácatl y otros grupos marginadas en todo el antiguo imperio. La politización del bautismo como instrumento de reafirmación de la soberanía local por parte de las etnias marginados es evidente en el Valle de Toluca, donde los pueblos matlatzinca y otomí habían sido desplazados por los mexicas en las conquistas del emperador Axayáctl de 1474. Debido a su contínua resistencia, estas etnias habían sido sometidas por los aztecas a través de un gobierno directo de mano dura. De acuerdo a testigos locales, los mexicas y los matlatzincas vivían en “constante discordia”.43 Cuando un contingente hispanoindígena llegó al Valle de Toluca en 1521, los otomíes y matlatzincas se alzaron contra los gobernantes mexicas. A fin de restaurar su señorío familiar en Toluca, y recuperar sus tierras y autoridad, un noble matlatzinca llamado Tuchcoyotzin se acercó a Hernán Cortés y le ofreció ser bautizado, dirigiéndose a él con el mismo título que a los emperadores aztecas antes de declarar, “hueytlatoani, todos mis indios me han desamparado; haz de mí lo que quisieres que quiero ser cristiano”.44 El gobernante matlatzinca, ahora bautizado don Fernando Cortés Tuchcoyotzin, recibió ropa española, una espada de oro, un sombrero de seda verde y un caballo blanco.45 Tuchcoyotzin luego le volteó la tortilla a sus antiguos gobernantes: tras sellar su alianza con su nuevo padrino, redirigió los tributos mexicas a su bastión en Toluca.46 Abundan historias similares de resurgimiento étnico en otras áreas, como la región mixteca de Oaxaca, que igualmente sufrió el dominio directo y la colonización mexica tras las conquistas aztecas. Tal como lo hizo Tuchcoyotzin, los líderes de estas poblaciones reclamaron su autonomía local al acercarse a la pila bautismal.47

Por todo el paisaje fragmentado del poder local indígena, desde el Texcoco imperial hasta la Toluca de los matlatzincas marginalizados, había gobernantes que optaron por adaptar las exigencias españolas de conversión a sus circunstancias. Las prendas obsequiadas, los apadrinamientos y el cambio de nombres para hacer honor a los victioriosos padrinos u otras prominentes figuras españolas conectaron con las prácticas políticas mesoamericanas. Con su elemento de compadrazgo (apadrinamiento), el bautismo permitió la creación de vínculos familiares ficticios similares entre los recién fortalecidos gobernadores españoles de Tenochtitlán y los recientemente bautizados gobernantes locales.48 El poder en el imperio azteca no era tanto territorial como una red de obligaciones personales y vínculos familiares entre gobernantes menores y mayores. Las elites indígenas de la región, tanto amigas como enemigas, estaban emparentadas por medio del matrimonio. Cuando los gobernantes imperiales se reservaban el derecho a intervenir en las políticas de los estados sometidos, con frecuencia trabajaban dentro de una amplia red de lazos familiares extendidos.49 Tal como los gobernantes aztecas habían hecho previamente, los españoles aprovecharon estos vínculos personales para que sus candidatos predilectos alcanzaran puestos importantes en los gobiernos locales. En Chalco, por ejemplo, tras la epidemia de viruela, Cortés entregó el gobierno local (tlatocóyotl) a un heredero de 8 años de edad. Bautizado como don Hernando Cortés Cihuailacatzin, el recién converso gobernante servía a su padrino conquistador.50

En los años 1520 y 1530, en cientos de ciudades-estado, los gobernantes locales llenaron el vacío de poder dejado por el colapso imperial, la conquista y la viruela. Los sobrevivientes salieron de esta gran crisis con nuevos nombres cristianos. En ciudades imperiales como Texcoco y Tacuba, en estados tributarios como Tepeaca y Oaxtepec, y en renacientes comunidades étnicas como Toluca y Coixtlahuaca, los nuevos nombres de las elites locales comenzaron a reflejar los de aquellos hombres que se habían convertido en sus señores y recolectores de tributos y no en sus libertadores.51 El pragmatismo de los gobernantes indígenas abrió las puertas a los misioneros. Sin embargo, las políticas de conquista por sí solas no fueron suficientes para producir las conversiones a gran escala que los misioneros esperaban. De hecho, un censo realizado a mediados de 1530 en varias comunidades indígenas del actual estado de Morelos revela el panorama de las primeras etapas de la conversión. Al momento del censo casi todos los gobernantes indígenas estaban bautizados, pero muchos miembros de sus familias extendidas y buena parte de sus comunidades, en especial los plebeyos, aparecían como no bautizados. El oportunismo político había influenciado a los gobernantes locales, pero el cristianismo aún estaba lejos de ser una religión pública y legalmente exclusiva.52 Para alcanzar esta ambiciosa meta, los misioneros sabían que debían expandir la influencia del cristianismo de la alta diplomacia a la política cotidiana. Había llegado la hora de las confrontaciones directas, las movilizaciones de acólitos y los colaboradores y los dramáticos actos de violencia física y simbólica.

El terror sagrado: Los frailes y sus paramisioneros

De igual forma que la violencia de la conquista abrió las puertas a la misión, los franciscanos tuvieron pocos escrúpulos en usar la violencia para inducir la conversión masiva de los nativos. Este lado oscuro de la misión en México ha sido subestimado por los estudios que enfatizan los trabajos iniciales de traducción, pedagogía y predicación. Sostienen que los frailes mendicantes eran “en su mayoría un grupo pacífico”, o que al menos lo habían sido antes de sumergirse en pesadillas de desilusión y estallidos de violencia hacia finales de la década de 1530, con procesos inquisitoriales, tortura, y la notoria ejecución de don Carlos de Texcoco.53 De hecho, los franciscanos abandonaron el cargo oficial en su orden, que les dictaba “convertir con palabras y con el ejemplo”, no mucho después de haber llegado a México.54 Por ejemplo, fray Francisco Jiménez, uno de los primeros franciscanos en México, admitió que los “métodos apostólicos”, de “dar el ejemplo, adoctrinar, enseñar, predicar y reprender con la palabra […] no se aprovechaba nada en la fé”. Para ellos resultó ser más relevante el precepto de Cristo compelle eos intrare (obligadlos a entrar): “Vamos tomando experiencia de la masa de la gente, la cual, como ajena al principio de toda virtud, que es la fé, no hacía nada por amor conocimos que por temor y castigo”.55 No se trató de un descenso gradual al enojo y la decepción; de acuerdo al relato del mismo Jiménez, hacia 1526 los frailes ya habían aprendido todo esto.

A pesar de sus críticas sobre los peores excesos de los españoles, los franciscanos emprendieron su propia campaña de violencia física y simbólica con el propósito de imponer “un nuevo universo de significados”.56 Este enfoque dio prioridad a la esfera pública de afiliaciones y prácticas religiosas colectivas. Los sentimientos y lealtades interiores hacia el cristianismo podrían ser cultivados y controlados más tarde.57 Durante los primeros años de su misión, los frailes no buscaban nada menos que desacreditar y eliminar la religión indígena de Me­so­amé­ri­ca, primero con la destrucción de ídolos y templos, y después al confrontar, humillar y castigar a los adeptos a las religiones indígenas. En 1560, los nobles de Huexotzingo decribieron sucintamente esta violencia misionera en una carta a la corona: “La gente de muchos altepetl fue forzada y torturada [o] fueron colgados o quemados porque no querían renunciar a la idolatría,” y por eso “recibieron el evangelio y la fé de forma involuntaria.” Aplaudieron la “buena acción” de los frailes para “enseñarnos a despreciar, destruir y quemar las piedras y madera que adoramos como dioses”.58

En lugar de tratarse de una “conquista espiritual”, con todo su imaginario de huestes de misioneros y bautizos multitudinarios, era algo más similar a una guerra sucia: una sórdida lucha instigada y aprobada por los frailes contra los dioses prohibidos, pero cuyos combatientes principales fueron los nativos mismos. Ellos participaban como provocadores, investigadores, denunciantes y, al otro lado, como defensores y contra predicadores. La violencia religiosa fue alimentada por rumores, tortura y temor con el fin de desmantelar el presitigio de que gozaba el sacerdocio nativo y a la vez pintar a las religiones mesoamericanas como un enemigo cósmico. Antes de predicar y bautizar, la evangelización comenzaba con una hoguera de los dioses: un ritual de destrucción que, según testimonios de los propios frailes, siempre ocurría antes de predicar y de iniciar en la fe.59 Sin embargo, en general fueron los nativos quienes llevaron a cabo esta guerra contra las devociones indígenas. Debido a que el número de misioneros era reducido y su impacto sobre una geografía tan extensa era limitado, los religiosos dependían de niños indígenas que retenían, como jenízaros, en escuelas-misión, para expandir su alcance en las comunidades del centro de México.60 Tras pasar un periodo enclaustrados con los frailes en sus monasterios en total aislamiento del resto de su sociedad, y tras recibir intenso adoctrinamiento por parte de los frailes, estos acólitos eran luego liberados como una fuerza de choque en la sociedad para servir como investigadores sobre ritos indígenas que se estuvieran llevando a cabo. La lucha religiosa resultante fue peleada por indígenas y benefició a los frailes, quienes encubrieron la violencia de sus neófitos. Los franciscanos, todavía una presencia invasiva en la política nativa, emplearon a sus neófitos indígenas para instigar a la violencia, lo que a su vez creó nuevas divisiones religiosas en comunidades que servían a sus intenciones transformadoras.

En este punto vale la pena peguntar cómo lograron los misioneros desarrollar grupos de neófitos indígenas en tan poco tiempo. Los franciscanos, y las otras órdenes mendicantes que les siguieron, lograron aislar a niños de la elite indígena al aprovechar las alianzas indígenas-españolas. En 1524, Cortés ordenó a los gobernantes indígenas entregar a sus hijos, en especial a sus herederos, a los frailes para que fueran adoctrinados.61 Esta política tenía sus raíces en anteriores fronteras ibéricas y se basaba en un argumento teológico que permitía que los cristianos pudiesen separar a los niños paganos de sus padres, de ser necesario a la fuerza, para que pudieran ser criados como cristianos.62

Tal exigencia, al menos superficialmente, no habría parecido del todo inaudita. En el Tenochtitlán imperial, por ejemplo, se acostumbraba que los padres entregaran a sus hijos a sacerdotes de templos para “servir a los ídolos hasta que alcanzaran la edad de matrimonio”.63 Estos niños, junto con otros talentosos niños plebeyos, ingresaban a escuelas-templos conocidas como calmecac para recibir un riguroso entrenamiento e ingresar a niveles superiores de instituciones civiles, militares y religiosas.64 Mientras tanto, escuelas de nivel inferior conocidas como telpochcalli entrenaban grupos de jóvenes en técnicas militares y artes manuales. Ambas instituciones servían como guardianes de las deidades.65 Las escuelas misión aprovechaban estos precedentes sociales, pero lo hacían precisamente con la intención de desmantelar el mundo social y religioso que las escuelas prehispánicas alguna vez habían buscado perpetuar. Esta diferencia no pasó por alto para los gobernantes indígenas. De acuerdo a múltiples reportes de misioneros, muchos intentaron librar a sus herederos directos de las escuelas misión al enviar en su lugar a los hijos de esposas menos importantes, a los hijos de vasallos y de esclavos.66

Las órdenes de secuestro de Cortés colocaron a cientos de jóvenes de la elite en escuelas adjuntas a los primeros monasterios en México-Tenochtitlán, Texcoco, Tlaxcala y Huexotzingo.67 Según los reportes franciscanos, cada escuela alojaba entre 500 y 1 000 estudiantes regidos por estrictas reglas de disciplina. A los prófugos les ponían cepos.68 Tras ser adoctrinados por sus nuevos padres espirituales, estos estudiantes salían de las escuelas-misión como niños de monasterio: un grupo para-misionero, una fuerza de choque que hacía el trabajo sucio de los frailes. Imponían castigos sumarios, intimidaban a los mayores renuentes, denunciaban a sus propios padres y a miembros de la familia por idolatría, y llevaban a cabo un amplio programa de destrucción cultural.69 Durante mucho tiempo, los violentos actos de los misioneros y sus estudiantes han sido silenciados por una historiografía enfocada en los avances lingüísticos y académicos de estas escuelas.70

Sólo hace falta volver la vista a don Pablo Nazareo, un estudiante estrella convertido en erudito en latín, para encontrar señales del lado oscuro de la educación de la misión. En una petición a Felipe II en 1566, Nazareo describió sus primeros trabajos como niño de monasterio: “habiendo hecho desaparacer con no pocos y diversos trabajos muchos males ocasionados por los idólatras, pacifiqué durante más de cuarenta años, en compañía de otros, y más por medio de la doctrina cristiana que por la espada de los españoles”.71 De acuerdo a la propia declaración de los frailes, habrían logrado poco sin estudiantes como Nazareo. De hecho, en 1532, el dirigente de los franciscanos declaró que los niños eran “el fruto más cierto y durable”.72 Detrás del dulce lenguaje de “pacificación” de Nazareo, mediante “diversos trabajos”, hay una dura historia de lucha indígena y guerra espiritual.

La guerra de los frailes comenzó en la mañana del 1o de enero de 1525. En coordinación con una orden emitida por Hernán Cortés que prohibía la práctica de todas las religiones indígenas, los frailes y sus acólitos emprendieron un ataque contra las religiones indígenas, sus sacerdotes y quienes las practicaban.73 Los frailes y sus niños de monasterio destruyeron los templos principales de Tenochtitlán, Texcoco y Tlaxcala. En los abarrotados tianguis de Tenochtitlán los indígenas “vieron arder” su teocalli principal.74 En Texcoco, los frailes y sus estudiantes desplazaron a los sacerdotes indígenas que seguían viviendo y sirviendo en el templo de Huitzilopochtli e incendiaron el complejo, incluyendo el archivo completo del reino de Texcocan. Luego destruyeron todos los ídolos que encontraron.75 La ola de destrucción pronto se extendió por el centro de México. En Chalco, el historiador Chimalpahin escribiría un siglo más tarde: “todas las casas de los diablos fueron destruidas, estuvieron ardiendo de madrugada”.76 Pronto surgió un patrón: los frailes y sus acólitos llegaban a un pueblo, exigían que los residentes entregaran sus ídolos, y luego iniciaba el rito iconoclasta y de penas corporales. Los nativos a quienes se encontraba escondiendo “ídolos” eran presentados ante el pueblo y castigados por los ayudantes de los frailes para “poner temor en los otros”.77 Los orgullosos frailes reportaban sus ataques: 20 000 ídolos destruidos por un solo fraile en un día, miles de deidades locales llevadas a la hoguera y 500 templos principales desmantelados en solo cinco años.78

Muy pronto los niños de monasterio empezaron a actuar de forma independiente.79 Iban de pueblo en pueblo, vestidos con sobrepellices blancos que los identificaban con la Iglesia, atacando a la religión indígena y desafiando a los gobernantes y sacerdotes locales.80 Muchos españoles dudaban si estos jóvenes entendían a fondo los principios del cristianismo: un virrey incluso se quejó de que “algunos han salido tan malos que fuera mejor que no estudiaran”.81 Sin embargo, estas campañas se trataban más de poder que de adoctrinamiento. Un registro inquisitorial del pueblo de Totoltepec ilustra el punto. Un solitario niño de monasterio, llamado Pedro, impartía la doctrina cristiana a los señores locales (caciques y principales) usando unos dibujos, probablemente un manuscrito testeriano que empleaba simbolismo indígena para transmitir rezos cristianos básicos. Claramente poco impresionado por el joven, un cacique llamado Juan le escupió a Pedro y se burló de su doctrina. El gobernante se rehusó a asistir a más sermones y dejó de vestirse como castellano. Rápidamente surgieron rumores de que el cacique era un idólatra, y las acusaciones hechas por los niños de monasterio lo llevaron a la corte de la Inquisición del arzobispo Zumárraga.82

Conforme se extendía su poder, estos acólitos indígenas empezaron a actuar como un tipo de policía religiosa que investigaba la “idolatría” y que ejercía la justicia de los frailes.83 Ellos daban seguimiento a rumores de ritos indígenas y rastreaban escondites de ídolos, muchos de los cuales habían sido ocultados con la esperanza de que los españoles eventualmente se fueran.84 Un sospechoso de idolatría declaró que la gente local ya no guardaba ídolos en una cueva sagrada desde que “los niños de Texcoco” empezaron a buscarlos ahí.85 Los acólitos allanaban casas tanto de plebeyos como de gobernantes e incluso las de sus propias familias, “poniendo todo de cabeza”. Inevitablemente surgían acusaciones de robo. En una investigación de la Primera Audiencia, las listas de los objetos presuntamente robados incluían oro, plumas, joyas, maíz y aves raras. Sin embargo, los acólitos eran acusados con más frecuencia de robar mantas para tributo.86 Otros aseguraban que los niños incluso habían violado a mujeres e intimidado a testigos.87

Ciertamente, estas acusaciones venían de testigos no imparciales, específicamente de colonialistas antifranciscanos liderados por el infame conquistador Nuño de Guzmán. Incluso bajo los controvertidos estándares del litigio colonial español, sería difícil encontrar una batalla legal más hostil. No existe evidencia que corrobore estas acusaciones, además de un comentario indirecto del obispo Zumárraga hecho una década después en el que afirmaba que las acusaciones de abuso sexual cesaron tan pronto como la primera generación de niños de monasterio se casaron y asumieron puestos en los gobiernos indígenas.88 A falta de evidencia que corrobore esto, el juicio de la Primera Audiencia contra los frailes podría hacerse a un lado de no ser por la considerable cantidad de tinta que los cronistas mendicantes usaron para admitir abiertamente e incluso alardear sobre la violencia de sus acólitos. A pesar de que los acusadores en la Primera Audiencia y los frailes mendicantes se hallaban en bandos opuestos de la política colonial, ambas partes dejaron claro que los niños del monasterio gozaban del apoyo de los misioneros en sus violentas campañas.

La propaganda mendicante alentaba a los acólitos cuando estos asesinaban a sacerdotes indígenas, y al morir a manos de los simpatizantes de estos se les recordaba como mártires. Los relatos de los misioneros, así como los de los anales indigenas y los comentarios de testigos en procesos inquisitoriales, revelan las divisiones religiosas que surgieron entre los acólitos de los frailes y los defensores de los ritos indígenas y sus practicantes.89 Los niños de monasterio confrontaban a sacerdotes indígenas de todas clases, desde aquellos apoyados por el estado y que pertenecían a templos, hasta los nahuales independientes (especialista ritual). Al comienzo de las campañas misioneras, los sacerdotes indígenas aún se sentían lo suficientemente confiados como para retar públicamente e incluso burlarse de los frailes y sus acólitos. En la entrada de un pueblo indígena, un chamán llamado Océlotl se burló de un fraile, diciendo “anda, anda que yo iré después” para contradecirlo.90 Otros desarrollaron un ritual antibautismo que purificaba a los indígenas de la ablución de los extranjeros.91 De acuerdo a jóvenes indígenas que dieron su testimonio a la Inquisición, en Yanhuitlán, la resistencia hacia los jóvenes acólitos de los frailes era tal que los locales asesinaron a un grupo de ellos a principios de 1530.92

Si bien por lo general a los misioneros les ofendía esta hostilidad, muchos entendían sus orígenes sociopolíticos. Los sacerdotes indígenas formaban parte de una clase privilegiada que vio debilitarse su posición social frente a los ataques cristianos. Fray Gerónimo de Mendieta, por ejemplo, comparó a los sacerdotes indígenas con los rabinos de Sevilla.93 Tal como en la Iberia del tardío siglo xv, los frailes en México creyeron que solo la violencia y la intimidación podrían minar el prestigio de la clase sacerdotal indígena.

Los cronistas franciscanos alardeaban de que en Tlaxcala los niños de monasterio decidieron, por cuenta propia, apedrear hasta la muerte a un sacerdote indígena. Un teopixqui (sacerdote de rango medio) había tomado la inusual decisión de dejar su templo para denunciar a los franciscanos en el mercado. Ante los alarmados testigos y a través de los dientes de obsidiana de la máscara de la deidad Ometochtli que llevaba, el teopixqui advirtió al público que ocurrirían calamidades cada vez peores si obedecían a los sacerdotes españoles. Poco después los niños de monasterio lo confrontaron, el teopixqui tropezó y los niños lo asesinaron. Los franciscanos exhibieron el cadáver del sacerdote ante la multitud, y un cronista franciscano añadió que el cuerpo “no parecía humano, sino tizón humeado del Infierno”.94 Tales enfrentamientos marcaron un rápido cambio en la capacidad de los sacerdotes indígenas para dirigir la resistencia contra sus contrapartes extranjeros. La violencia de los misioneros los dejó “atónitos y espantados,” escribió el cronista Mendieta, al ver “muerto [el] que había salido a poner temor a los otros”.95 Los franciscanos en Tlaxcala admitieron abiertamente que la lapidación hizo maravillas para su misión: “fue causa de que muchos de sus moradores se conviertiesen […] y aquella ciudad babilónica, llena de idolátrica confusión, comenzó a caer”.96

La violencia autorizada por los misioneros llevó al sacerdocio indígena cada vez más hacia la clandestinidad. Algunos de los sacerdotes se volvieron chamanes errantes cuyos ritos estaban enfocados en el ciclo agrícola y no en los cultos públicos que giraban en torno a los templos y que formaban parte del orden político que había acabado.97 Al parecer, otros sacerdotes más huyeron: un sacerdote indígena dejó Texcoco tras los bautismos masivos y escapó a los peñascos de la Sierra Norte de Meztitlán, donde los alguaciles indígenas de la iglesia lo encontraron en una cueva dos décadas después.98 La lapidación del teopixqui y la persecución de otros sacerdotes nativos hizo patente lo peligrosa que era su vocación. Su culto a los dioses, antes pilar del poder político, rápidamente se convirtió en una cripto-religión que solo podía practicarse bajo el cobijo de la oscuridad o en privado.99

Este conflicto religioso puso a los gobernantes indígenas locales en un dilema. La ola de represión y violencia había empezado a poner al descubierto los costos reales de la conveniencia política que los había llevado a recibir el bautismo. En privado, muchos gobernantes continuaban dependiendo de sacerdotes indígenas para satisfacer sus propias necesidades religiosas y políticas, pero los sucesos también estaban haciendo de la fidelidad al cristianismo una fuente esencial de legitimidad política bajo el gobierno español. Si aceptaban a los frailes se arriesgaban a alienar a las facciones antiespañolas y a los sacerdotes en sus entidades; si acogían a los sacerdotes indígenas se exponían a entrar en conflicto con los frailes y sus niños de monasterio.100 En Yanhuitlán, dos gobernantes indígenas intentaron resolver este dilema mediante la poligamia, casándose con esclavas y haciéndolas sus segundas esposas en la religión en la que más debían mostrar su credibilidad. Así, un gobernante viejo intentó alinearse al cristianismo tomando a una esclava bautizada como segunda esposa, mientras que un gobernante más joven aparentemente buscó que los mayores, fieles al régimen anterior, lo valoraran casándose con una esclava no bautizada.101 Sin embargo, para muchos, las tensiones y las provocaciones de la campaña antiidolatría dejaban poco espacio para soluciones elegantes. En dos notorios casos relatados en crónicas franciscanas, los gobernantes de Cuauhtinchan y Tlaxcala asesinaron a unos niños de monasterio que estaban a punto de descubrir que practicaban la religión indígena en secreto. Los gobernantes murieron en ejecuciones supervisadas por frailes, y los acólitos asesinados se volvieron mártires de la causa misionera.102 En otras partes, los gobernantes indígenas enfrentaron castigos draconianos por apoyar a sacerdotes indígenas. En Texcoco, el tlatoani Ixtlilxóchitl fue castigado por tomar pulque (bebida que los frailes asociaban con rituales indígenas). Otro señor de las cercanías murió a causa del brutal castigo que recibió por órdenes de los frailes.103 En Chalco, de acuerdo a Chimalpáhin, don Hernando Cortés Cihuailacatzin, quien llegó al poder tras ser bautizado apenas a los 8 años de edad, fue torturado en los testículos en 1530 por esconder objetos rituales.104 Por su parte, en Toluca, don Fernando Cortés Tuchcoyotzin, el gobernante matlatzinca que Cortés había restaurado en el poder al ser bautizado, fue desterrado al monasterio franciscano de México-Tenochtitlán por idolatría.105 Los castigos, realizados in situ por los misioneros y sus ayudantes indígenas, eran poco notorios comparados con el infame juicio y ejecución pública de don Carlos Chichimecatecuhtli de Texcoco por parte de la Inquisición en 1539.

Los indígenas mexicanos se acercaban a la pila bautismal en medio de una sombría atmósfera de terror, resistencia y castigo. Lejos de ser una “conquista spiritual”, un “mito de consumación” como el de la conquista española misma, esta sucia guerra santa dejó a los indígenas con miedos persistentes.106 El terror servía a los frailes en su objetivo de erradicar la religión indígena: la iconoclasia y la represión callaron las prácticas religiosas colectivas que habían mantenido a la comunidad y al cosmos, obligando a sus seguidores a retirarse a sus escondites.107 La meta totalizante de los frailes era inalcanzable, pero sus campañas ayudaron a generar una oleada de bautismos indígenas en la década de 1530. Para muchas comunidades indígenas, el bautismo, inseparable del terror sagrado de la misión en sus primeros tiempos, rápidamente se convertía en “una cura contra la misma amenaza que representaba”.108

Promesas de protección

A pesar de la destrucción y el terror que sembró, la violencia misionera aún palidecía en comparación con la inestabilidad de la primera década de colonización española. La guerra de conquista cobró un alto precio; la viruela fue incluso peor al reducir a la población en alrededor de un tercio. Por su parte, las cosechas fallidas produjeron hambrunas, y encima de todo esto los colonizadores exigían exorbitantes tributos en oro, concubinas y esclavos. Tal fue la magnitud de esta cadena de calamidades que dos décadas después fray Toribio de Benevente, Motolinía, observaría que solo podían compararse con las plagas bíblicas de Egipto.109 Los misioneros mendicantes temían que la violencia de la conquista asfixiara la misión de la Iglesia cuando esta aún estaba en la cuna. Ante esta arrasadora crisis posconquista, un creciente número de indígenas consideraba a los misioneros mendicantes como el subgrupo menos disruptivo de los invasores: desarmados y con promesas de alianzas de protección, trazaron una senda para los esfuerzos indígenas de recuperación. James Axtell, historiador de las misiones puritanas en la Nueva Inglaterra colonial, hábilmente describió la conversión indígena como una “nueva respuesta -aunque fuera de mal gusto, doliente o perturbadora- a los urgentes y mortales problemas que enfrentaban”.110

Entre el humo de los textos sagrados quemados y las amenazas de violencia, los líderes nativos también escucharon una promesa de protección de los misioneros, y muchos cultivaban sus relaciones con ellos de forma activa. Desde la llegada de los conquistadores a Mesoamérica, los protocolos de guerra y paz claramente asociaban a la conversión con la legitimidad política: aquellos que se convirtieran al cristianismo mantendrían su libertad personal, propiedades y comunidades. Incluso cuando los misioneros sancionaban la violencia contra las religiones indígenas, los líderes nativos se aliaban con los frailes para que los colonos españoles cumplieran su palabra. Esta “lucha por la justicia”, llevada a cabo por los gobernantes locales y sus aliados mendicantes, se desarrolló en las doctrinas mexicanas, los púlpitos de las iglesias, las cortes y los tecpans (palacios).111 Muchos gobernantes indígenas fortalecieron sus alianzas con los frailes mientras desafiaban los abusos de los colonos españoles en su búsqueda de la justicia real. En juego estaba, tanto para los indígenas como para los misioneros, la promesa de que el bautismo cristiano podría preservar la libertad personal y comunal.

Los franciscanos no ocultaron su desdén hacia los colonizadores españoles. Denunciaron abiertamente su violencia y declararon preeminencia sobre todas las cuestiones relacionadas a la gobernanza indígena. Ya para 1526, solo dos años después de haber llegado a México, sus disputas con los colonos y oficiales se habían vuelto tan acaloradas que amenazaron con abandonar por completo la Nueva España. Conscientes de los desastres demográficos que habían arrasado las islas Canarias y el Caribe, que muchos contemporáneos habían atribuido a las prácticas españolas y no a las enfermedades, los frailes actuaban con un sentido de urgencia. Durante sus primeros años los frailes dirigieron su atención hacia la esclavización de los indígenas. Obtuvieron la promulgación de las Ordenanzas de Granada en 1526, las cuales mandaban que los indios esclavizados injustamente fueran liberados de inmediato, y ayudaron a redactar un decreto emitido por Carlos V en 1528 que ordenaba el registro de todos los indios esclavizados.112 Años de lucha sobre las vidas de los indígenas polarizaron a los colonos españoles y a los franciscanos a tal grado que un fraile declaró que antes optaría por perjudicar a los españoles que ignorar la justicia que merecían los indígenas. El fraile incluso lanzó una amenaza: “yo espero en dios que a de hacer justicia y vos lo veréis, y si dios no hiciese justicia yo renegaría de su fé”.113

El franciscano más importante en esta lucha mexicana por la justicia fue fray Juan de Zumárraga, el obispo electo de la recientemente creada Diócesis de México, quien llegó de España con autorización real como “protector de los indios”. Los gobernantes indígenas, quienes enfrentaban abusos generalizados de los colonialistas españoles apoyados legalmente por los jueces procolonizadores de la recién fundada Primera Audiencia, acudieron a la residencia de Zumárraga en busca de ayuda.114 Los franciscanos y los gobernantes indígenas encontraron una causa común en su lucha contra los abusos de los colonos españoles. Su colaboración alertó a los adversarios de los misioneros: “es cabalmente cierto”, advirtió fray Vicente de Santa María, un aliado dominico de los colonos españoles, “que el obispo protege a los indios, pero nunca vivirá en paz con los miembros de la Audiencia si trata de substraer a los indios a su autoridad”.115

Pronto Zumárraga y los franciscanos encontraron una cause célèbre. En 1529, surgió una monumental batalla sobre la fuerza laboral, los tributos y la esclavización de indígenas en Huexot­zingo. Este antiguo altepetl fue para los franciscanos un caso típico de la inestabilidad de la década de 1520. Igual que Tlaxcala, esta población de habla nahua había resistido por mucho tiempo el expansionismo azteca, y se había aliado a los españoles y tlaxcaltecas a principios de la guerra de conquista. Tras la caída de Tenochtitlán, Cortés reclamó Huexotzingo como parte de su feudo personal, y al llegar los franciscanos a México en 1524, establecieron ahí una de sus primeras misiones.116 Sin embargo, en 1526, cuando los oficiales reales incautaron las propiedades de Cortés, Huexotzingo se convirtió en rehén de las caóticas luchas entre las facciones españolas por los botines indígenas. Para 1529, la ciudad se volvió una sinecura para los abiertamente corruptos jueces de la Primera Audiencia en la ciudad de México, quienes exigían trabajo y tributo sin consideración por la población o por los recursos del pueblo.117 Los jueces españoles exigían cantidades exorbitantes de oro incluso cuando el mineral no podía encontrarse cerca, y los indígenas morían haciendo entregas diarias de comida y leña en los helados pasos de montaña entre el pueblo y las residencias de los jueces en la ciudad de México.118 Huexotzingo llegó a un punto decisivo cuando el conquistador Nuño de Guzmán exigió soldados para su campaña militar en Nueva Galicia. Guzmán demandó que el pueblo elaborara un banderín adornado con plumas y oro con la imagen de la Virgen María, que acompañaría al conquistador en la batalla. Para cubrir los altos costos, en especial del oro y las plumas, los gobernantes locales vendieron a algunos de los residentes de su propio pueblo como esclavos. Así, una de las primeras representaciones indígenas de la Virgen María había cobrado la vida de 20 indígenas.119

Al enfrentarse a estas tribulaciones, los gobernantes de Huexot­zingo pidieron ayuda a los franciscanos, quienes se comprometieron a defender al pueblo. El escenario estaba dispuesto para un enfrentamiento entre frailes y colonizadores españoles. Zumárraga acudió a la Audiencia para abogar por su causa, pero los jueces le advirtieron que lo castigarían “como al obispo de Zamora”, un obispo al que habían colgado por traición durante la rebelión de los comuneros en Castilla.120 Los jueces de la Audiencia ordenaron el arresto de los gobernantes de Huexotzingo, pero los rumores de sus órdenes de aprehensión se adelantaron a los alguaciles encargados de emitirlas y los gobernantes de Huexotzingo se refugiaron en el monasterio franciscano.121 Los franciscanos de México y Huexotzingo se movilizaron. Durante una misa en la ciudad de México, un fraile aprovechó la presencia de los jueces de la Audiencia para denunciarlos delante del público. Ahí mismo los excomulgó. Mientras tanto, Zumárraga y el líder de los franciscanos en México, fray Martín de Valencia, viajaron a Huexotzingo para unirse a los señores locales y los frailes en su confrontación con los alguaciles de la Audiencia. Cuando los oficiales llegaron a la puerta del monasterio para arrestar a los nobles, el guardián del monasterio, fray Toribio de Benavente, Motolinía, amenazó con excomulgarlos si proseguían.122 El riesgo de la condenación eterna bastó: los oficiales se fueron y la alianza franciscano-huexotzinca prevaleció. Con típica exageración, los enojados colonos españoles advirtieron que el incidente demostraba que los franciscanos intentaban derrocar a la autoridad real y establecer un reino independiente.123 Sin embargo, la confrontación en Huexotzingo en realidad tuvo un resultado más prosaico, pero no por ello menos poderoso: el enfrentamiento envió el mensaje a las comunidades indígenas de que el activismo mendicante podría prevenir lo peor de las crisis provocadas por la colonización.

Huexotzingo fue solo una pequeña victoria pues no detuvo el ciclo de explotación y despoblación que azotaba a Mesoamérica en aquellos años. En una espiral negativa demasiado familiar para los veteranos españoles de las conquistas del Caribe y de las islas Canarias, las excesivas exigencias de trabajo y riqueza perturbaban a las comunidades indígenas y a las economías familiares, que de por sí ya se tambaleaban a causa de las epidemias. “Como se ha visto en la isla Española y Cuba y otras islas”, Zumárraga advirtió a los españoles que “cargarlos tan sin moderación […] será el cabo desta tierra”.124 Los españoles arbitrariamente exigían tamemes (cargadores) para acarrear bienes, minerales y materias primas de sus encomiendas, mientras que a miles más se les ordenaba trabajar en minas lejanas.125 Las poblaciones en declive, las cosechas fallidas y las crecientes exigencias de tributos obligaron a los gobernantes indígenas a tomar la difícil decisión de pagar sus tributos a los españoles con esclavos. Conforme se redujeron las reservas locales de esclavos, los gobernantes locales empezaron a declarar esclavos a va­sallos libres y a naborías (trabajadores no remunerados), y luego los entregaban a los españoles. Los recaudadores españoles después enviaban a estos nuevos esclavos a trabajar para ellos en las minas, o bien los vendían a otros españoles en una creciente trata de esclavos.126 El fraile franciscano Jacobo de Testera, quien experimentó con pictogramas para transmitir las enseñanzas cristianas a sus catecúmenos, exhortó al emperador Carlos V a hacer conciencia sobre sus responsabilidades espirituales:

[…] de una cosa hacemos cierto a vuestra majestad, que no estará muy ocioso nuestro adversario porque este hierro le dará almas hartas que lleven, que según la codicia es grande e la prisa que dan los espanoles a rescatar no es pequena […] la feria anda ya tan entendida que a dos pesos vale cada alma; ansí se venden los esclavos. De una cosa se podrá alabar vuestra majestad, que tiene renta del más precioso oro que hay en el mundo porque lo otro es oro de tierra y lo vuestro es oro de almas. Oh Católico príncipe, y éste es el galardón que de vuestras reales manos esperaban vuestros vasallos, y éste es el tesoro que la Iglesia esperaba de las ovejas a vos encomendadas.127

En los altepetl del centro de México, el fierro para herrar y el látigo del capataz consumían las mismas almas que los misioneros buscaban convertir. Para Testera y los franciscanos, la elección era clara: los españoles podrían escoger el vasallaje de indígenas cristianos pagando tributos bajo acuerdos de encomienda, o podrían permitir que se extendiera la esclavitud, en cuyo caso solo habría desolación. Testera pidió al rey que prohibiera el comercio de esclavos indígenas antes de que el desastre se hiciera mayor: “remédiela con tiempo porque […] no habrá a quien predicar sino a las casas desiertas y a los animales del monte según la priesa que hay en esta triste feria”.128

Más allá de las fronteras de la colonización, en las regiones que los colonos llamaban las “tierras de guerra,” el vigoroso comercio de esclavos indígenas suponía un peligro incluso mayor. Ubicadas en los extremos norte y sur de México-Tenochtitlán, estas regiones habían sido volátiles y violentas fronteras del imperio azteca, y se encontraban en los extremos del corazón sedentario de las culturas mesoamericanas. En la región del Pánuco, el conquistador Nuño de Guzmán y sus subordinados esclavizaron a miles y los vendieron a los españoles en la ciudad de México y el Caribe, donde la despoblación indígena estimuló la demanda de mano de obra esclava.129 Al sur de la ciudad de México, en las montañas del actual estado de Guerrero, los conquistadores españoles esclavizaron a comunidades enteras de impiltzincas, también conocidos como yopis. Esto aportó el suministro necesario de esclavos para las cercanas minas de Taxco y Toluca.130 Los comerciantes de esclavos justificaban esto valiéndose de los protocolos españoles de conquista, que legitimaban la esclavización de todos los indígenas que se resistieran a la evangelización. A fin de asegurar las máximas ganancias, su definición de resistencia era vaga: tras la guerra de conquista, el propio Hernán Cortés justificó la esclavitud masiva de comunidades incluso cuando éstas decidían no ir a la guerra, pero no querían “venir en conocimiento de Nuestra Santa Fe ni en servidumbre de Sus Majestades”.131 En estas “tierras de guerra”, advirtieron los misioneros y los oficiales reales, resultaba más rentable vender indígenas “infieles” como esclavos que convertirlos al cristianismo.132

No es de soprender, entonces, que fray Toribio de Benevente, Motolinía, famosamente declarara a la esclavitud y la explotación de los indígenas como una “octava plaga” en la sucesión de calamidades que azotaron a la población de México después de la conquista. “Fue tanta la prisa que en los primeros años dieron a hacer esclavos”, escribió Motolinía, “que de todas partes entravan en México grandes manadas como de ovejas para echarlos el hierro […] y el hierro que andaba muy barato, dábanles por aquellos rostros demás del principal hierro del rey, porque cada uno que compraba el esclavo le ponía su nombre en el rostro, tanto que toda la faz traían escrita”.133 Esclavizar a indígenas nacidos libres y venderlos, declaró, equivalía a una “muerte civil”.134 El comercio de esclavos también impedía la expansión de la empresa misionera.135 La esclavización de poblaciones “a punto de ser convertidas”, como si “los hubieran habido de buena y justa guerra contra turcos y moros”, advirtió el obispo Vasco de Quiroga, era moralmente insostenible en una “tierra cristiana” donde se predicaba el evangelio “sin resistencia”.136 Peor aún, contradecía la protección que los misioneros ofrecían a los conversos indígenas. Quiroga declaró:

[…] siendo habidos y rescatados en tierra de cristianos y sujeta a Rey cristianísimo […] donde se publica y predica y recibe sin resistencia la palabra y denunciación del Santo Evangelio, y donde sin ser menester hacerlos esclavos ni extorsiones algunas para ello, llega y ha llegado y podrá allegar a su noticia, sin que estos naturales piensen que sea robo y engaño lo que les decimos y les traemos, como de otra manera de necesidad, y con mucha razón, lo piensan y podrán pensar y sospechar, mayormente viéndose echados en las minas, no con poca irreverencia y vilipendio del sancto sacramento del bautizo que nuevamente recibieron, y por ventura por algunas personas sospechosas de él, donde en lugar de alabar y conocer a Dios y ver y experimentar la bondad y piedad cristiana, verán y experimentarán la crueldad de los malos y codiciosos cristianos, y deprenderán a maldecir el día en que nacieron y la leche que mamaron […].137

La esclavitud y la explotación amenazaron la credibilidad de las promesas hechas por los frailes mendicantes sobre la salvación espiritual y temporal. En consecuencia, en la década de 1530, los misioneros lucharon contra las prácticas esclavistas de los colonos españoles desde todos los frentes: en los púlpitos de la ciudad de México, en España y en la corte papal.138 Ello no pasó desapercibido para las comunidades indígenas. Cuando el combativo fray Jacobo de Testera regresó a México en 1543, tras un largo viaje a España y Roma en el que abogó exitosamente por los derechos indígenas, los pueblos a lo largo de su recorrido a la ciudad de México erigieron arcos de triunfo en su honor. Ello fue suficiente para que los colonos se quejaran de que los indígenas habían recibido al viejo teólogo galo “como si fuese un virrey”.139

Sin embargo, el activismo antiesclavista franciscano no llegó a convertirse en anticolonialismo generalizado. Mientras que un puñado de radicales y apasionados misioneros siguieron el llamado de Las Casas para separar por completo la misión de las conquistas coloniales, la mayoría de los franciscanos y otros misioneros mendicantes en México creían que sus comunidades misioneras eran partes vitales del sistema colonial, cuyo objetivo final, con todo y sus defectos, era financiar y proteger a la Iglesia misionera. Aunque defendían a los principales del monasterio de Huexotzingo, los franciscanos abogaron con firmeza a favor de títulos de encomienda perpetuos: una postura que, como es bien sabido, en 1555 enfrentó a Motolinía con Las Casas en una invectiva.140 Contrario a las afirmaciones por parte de los colonos de que los franciscanos les negaban los frutos de la conquista, los frailes sostenían que su activismo contra el esclavismo y la sobreexplotación indígena en realidad preservaba la misma fuerza laboral tan necesaria para la emergente economía colonial. Al dirigirse a los colonos españoles, fray Gerónimo de Mendieta formuló esta pregunta:

Hermanos, si nosotros no defendiésemos a los indios, ya no tendríades quien os serviese; nosotros les favorecemos y trabajamos que se conserven porque tengáis quien os sirva. Y en defenderlos y enseñarlos, a vosotros servimos y vuestras conciencias descargamos. Que cuando os encargastes de ellos fue con obligación de enseñarlos en la doctrina y vida cristiana, y no tenéis otro cuidado sino que os sirvan y os den cuanto tienen, y aun lo que no tienen, aunque se mueran y acaben; pues si los acabásedes, ¿quién os serviría?141

Los franciscanos buscaban un sistema de vasallaje indígena bien regulado que pudiera conservar las vidas de sus conversos y generarar suficientes tributos para enriquecer a los colonos españoles y a la Iglesia misionera. Con tributos españoles y exacciones laborales razonables, las ganancias seculares y espirituales se ayudarían mutuamente. Finalmente, el arzobispo Zumárraga sostuvo que los franciscanos se habían aliado a los gobernantes indígenas contra los colonizadores españoles corruptos para establecer el orden, mismo que estaba en peligro a causa de los ataques de los colonos españoles sobre las vidas de los indígenas.142

Para las comunidades indígenas, el activismo mendicante ofrecía la posibilidad de la salvación temporal: una oportunidad de estabilizar un mundo que rápidamente se había salido de control. A pesar de la violencia de los misioneros contra las formas de vida y las verdades indígenas, los frailes se distinguían de otros españoles como los españoles con quienes los indígenas podían negociar.143 Los franciscanos, al igual que los dominicanos y los agustinos que los siguieron a México, probaban esto al triangular contínuamente entre los colonizadores españoles, a quienes con frecuencia criticaban en público, y las comunidades indígenas que afirmaban proteger. Casos excepcionales como el de Yanhuitlán, donde los gobernantes locales se aliaron a su encomendero en vez de a los frailes a fin de proteger sus ritos religiosos de las campañas iconoclastas mendicantes, solo prueban la regla: los gobernantes indígenas después se enfrentaron a la Inquisición por practicar ritos indígenas en secreto, y al final ellos también llegaron a un acuerdo con los frailes. Continuaron gobernando sus ciudades-estado con el apoyo de los frailes.144 A largo plazo, los mendicantes constituían el camino más viable para la supervivencia.

Así, los mendicantes rápidamente se ganaron la reputación de protectores. Los oidores de la Segunda Audiencia afirmaban que los gobernantes de pueblos lejanos sometidos a redadas de esclavos viajaban hasta su corte en la ciudad de México para pedir que les enviaran frailes.145 El estatus de converso también se estaba volviendo reconocido por sus propiedades de protección: de acuerdo al obispo Vasco de Quiroga, los indígenas de áreas remotas imploraban a los transeúntes españoles que les enseñaran el Padre Nuestro o el Ave María a cambio de comida para pedir protección como cristianos.146 Atrapados entre los colonizadores y la violencia misionera, los gobernantes indígenas seguían cada vez más el ejemplo de los nobles de Huexotzingo: ellos escogieron a los misioneros. Al reflexionar sobre estos sucesos unas dos décadas después, dos nobles indígenas declararon que, en efecto, aceptar la protección de los frailes los había salvado de los peores estragos de la conquista: “si los padres religiosos de señor San Francisco no hubieran ido a la mano a los que lo intentaban, y así quedábamos perpetuos esclavos y privados de nuestra antigua y natural jurisdicción”.147 En cada alianza local forjada entre frailes y gobernantes había empezado a surgir un santuario de la destructiva violencia del colonialismo.

Conclusión

Tras la conquista, en las comunidades del México central, un creciente consenso llevó a los indígenas en números cada vez más grandes hasta la pila para recibir el bautismo. Este movimiento masivo hacia la afiliación pública con el cristianismo tuvo poco que ver con una “conversión”, al menos en su definición de “cambio espiritual”. En vez de ello, los indígenas empezaron a asociar la ceremonia de iniciación de los frailes con sus propios y urgentes deberes de protegerse a sí mismos, a sus familias y a sus comunidades. Desde el principio de la campaña evangelizadora de los franciscanos, en 1525, tanto los costos como los beneficios del bautismo fueron evidentes: mientras que la violencia directa de los misioneros y sus demandas exclusivistas hicieron claro que el bautismo era una repudiación pública de la presencia de la religión indígena, también se estaba haciendo evidente que el bautismo ofrecía un medio constructivo para manejar los múltiples peligros que asolaban a las comunidades indígenas. Debido a que el bautismo y la afiliación con la Iglesia católica eran cruciales para la legitimidad y la soberanía en el imperialismo español, sus beneficios llegaron a superar sus evidentes costos. La ceremonía de ablución y el estatus que confería tenía el poder de apaciguar los efectos más destructivos de la invasión y colonización española. Las sociedades indígenas llegaron a asociar el bautismo y la misión con la urgente tarea de reconstruir sus comunidades como santuarios contra las amenazas existenciales de la violencia y la explotación.

Esta interacción entre la conveniencia política, el terror y la promesa de establecer un santuario produjeron los bautismos colectivos tan glorificados por los cronistas mendicantes en sus crónicas. Tal como ocurrió en Cuitláhuac, donde el tlatoani don Francisco inció una de las primeras conversiones a gran escala, en la década de 1530, las comunidades buscaban el bautismo en números cada vez mayores.148 Los misioneros, que se dispersaron más allá de las ciudades a las orillas del lago en el Valle de México, recurrieron a cifras bíblicas en sus intentos de reportar a las autoridades de España sobre las multitudes que se congregaban. En 1532 los líderes franciscanos de México declararon que cada uno de los 12 frailes originales había, sin ayuda de nadie, bautizado a más de 100 000 personas en siete años.149 Cuando los franciscanos visitaron el altepetl de Tepeaca en 1537, el cronista Torquemada afirmó que un fraile bautizó a 60 000 indígenas en cuestión de días.150 En pueblo tras pueblo “[…] eran tantos los [indios] que iban y venían, que parecían sin numero, que apenas tenían lugar, ni tiempo para comer”.151 En los pueblos que aún no habían sido visitados por los frailes, los gobernantes locales presionaban para que los religiosos acudieran y los bautizaran. Se presentaban a las reuniones capitulares y esperaban en las salas con la esperanza de que los frailes se comprometieran a establecer misiones en sus pueblos.152 Este activismo indígena tiene importantes implicaciones para la historia de la conversión. Mientras que trabajos recientes han revelado las formas en que la cultura y sociedades mesoamericanas moldearon de manera fundamental las estrategias mendicantes, la historia sociopolítica del bautismo añade un nuevo ángulo: muestra a las comunidades indígenas como participantes proactivas en el proceso que emplearon los elementos de la misión que les resultaron más útiles para salvaguardar sus vidas y comunidades.153

El bautismo ofrecía una solución temporal para neutralizar la violencia, la explotación y los peligros que asolaban a la sociedad indígena de la posconquista. Tales motivos no eran puramente materiales, pues en la aceptación del bautismo y de los frailes por parte de los indígenas, y en el consiguiente repudio público de los ritos y sacerdotes indígenas, también había una espiritualidad. Ella era claramente evidente en los relatos indígenas y en los intentos por preservar la propia vida, el hogar y la comunidad durante cambios radicales. Las crónicas indígenas recordaban estos primeros bautismos como un acto fundamental en la reconstitución política del altepetl dentro del orden colonial español. Para los españoles, estos actos confirmaban el dominio legítimo de España sobre los indígenas.154 Sin embargo, se trataba de un pacto social colmado de contradicciones, ya que ataba los deseos indígenas de continuidad a un nuevo estatus que presuponía su deferencia espiritual y política hacia los españoles. Así, el bautismo masivo expuso una de las paradojas del poder colonial: las mismas fuerzas disruptivas que derrumban sociedades a veces pueden redireccionarse para preservar sus cimientos, satisfaciendo tanto a intrusos como a indígenas. Cada escena en la pila bautismal, como la de don Fernando haciendo una reverencia con la cabeza ante fray Martín de Valencia en Cuitláhuac, constituía una gran apuesta para cambiar todo a fin de cambiar lo menos posible.

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1Cuitláhuac fue uno de los seis altepeme (pl. de altepetl, o ciudad-estado) de la zona lacustre designados para abastecer a la colonia española en México-Tenochtitlán. Este altepetl consistía en seis calpoltin (barrios) que competían por el poder sobre la jurisdicción al momento de la conquista. Por ello es posible que don Francisco se acercara a los franciscanos para fortalecer su posición en la política interna de Cuitláhuac, algo común en los altepeme de Mesoamérica de aquellos años. Real cédula (1530), en Martínez, Documentos cortesianos, vol. iii, p. 134; Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, p. 161; Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 42; Lockhart, The Nahuas after the Conquest, pp. 23-25, 29; Códice Ramírez, Orozco y Berra (ed.), p. 76; Torquemada, Monarquía indiana, vol. iii, p. 146; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. i, pp. 416-417; Motolinía, Historia de los indios, p. 111.

2Torquemada, MONARQUÍA INDIANA, vol. III, p. 156; fray Martín de Valencia a Carlos V (1532), en Cartas de Indias, vol. i, p. 55; Bishop fray Juan de Zumárraga al capítulo general de Tolosa en 1532, en García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. ii, pp. 300-306; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. II, pp. 347-348; Haskett, “Conquering the Spiritual Conquest”, 226-260 y Wood, Transcending Conquest.

3García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. III, p. 153.

4Cuevas, Historia de la Iglesia en México; Ricard, La “conquête spirituelle” du Mexique; Kubler, Mexican Architecture in the Sixteenth Century.

5Restall, “The New Conquest History”, pp. 151-160; Schroeder, “Introduction: The Genre of Conquest Studies”, pp. 1-9.

6Dibble, “The Nahuatlization of Christianity”, pp. 225-233; Lockhart, “Some Nahua Concepts in Postconquest Guise”, pp. 465-482; Cline, “The Spiritual Conquest Reexamined”, pp. 453-480; Burkhart, The Slippery Earth; Pardo, The Origins of Mexican Catholicism; Christensen, Nahuaand Maya Catholicisms; Solari, Maya Ideologies of the Sacred; Spores, The Mixtecs in Ancient and Colonial Times, p. 142.

7Lockhart, The Nahuas after the Conquest, p. 467; Schroeder, “Introduction:The Genre of Conquest Studies”, pp. 1-9; Burkhart, The Slippery Earth, p. 10; Wake, Framing the Sacred, p. 7.

8Schroeder, “Introduction: The Genre of Conquest Studies”, p. 8.

9Lockhart, The Nahuas after the Conquest, p. 467; Bertrand, L’histoire à parts égales.

10Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 145; Roulet, L’évangelisation des Indiens du Mexique, pp. 39-45.

11Burkhart, The Slippery Earth, p. 10; Wake, Framing the Sacred; Pardo, The Origins of Mexican Catholicism; Christensen, Nahua and Maya Catholicisms; Solari, Maya Ideologies of the Sacred.

12Lockhart, Nahuas after the Conquest; Terraciano, The Mixtecs of Colonial Oaxaca; A. Martínez Baracs, Un gobierno de indios; Horn, Postconquest Coyoacan.

13Greer, “Conversion and Identity”, pp. 177-178; Mills, Introduction, p. XII; Clendinnen, “Ways to the Sacred”, pp. 105-141; Piazza, La conciencia oscura de los naturales.

14Reid, Southeast Asia in the Age of Commerce; Fromont, The Art of Conversion; Crewe, “Pacific Purgatory”; Menegon, Ancestors, Virgins, and Friars; Paredes, A Mountain of Difference.

15Kellogg, Law and the Transformation of Aztec Culture, pp. xix-xx.

16Clendinnen, “Ways to the Sacred”, p. 130.

17Lockhart, “Some Nahua concepts in postconquest guise”, pp. 274-279; Lockhart (ed.), We People Here, p. 30.

18Lockhart, The Nahuas after the Conquest, pp. 14-15; Schroeder, Chimalpahin and the Kingdom of Chalco, pp. 119-153; Bernal García y García Zambrano, “El altepetl colonial y sus antecedentes prehispánicos”, pp. 46-48, 99-101; Terraciano, The Mixtecs of Colonial Oaxaca, pp. 347-348; R. Martínez Baracs (coords.), Convivencia y utopía, p. 56.

19Hodge, “Political Organization of the Central Provinces”, pp. 23, 31-33; Smith, The Aztecs, pp. 51, 153-155; Berdan, Blanton Hill Boone, Hodge, Smith, Umberger (coords.), Aztec Imperial Strategies, pp. 109-115.

20Berdan, Blanton Hill Boone, Hodge, Smith, Umberger (coords.), Aztec Imperial Strategies, pp. 109-115; Hodge, “Political Organization of the Central Provinces”, pp. 20-23, 41-45; Berdan, “The Tributary Provinces”, pp. 115-137; Smith, The Aztecs, pp. 51, 153; Carrasco, The Tenochca Empire of Ancient Mexico, pp. 424-437; Conrad y Demarest, Religion and Empire, pp. 17-20, 32-44; Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 34; Hassig, Aztec Warfare, p. 171.

21Smith, The Aztecs, p. 51; Carrasco, The Tenochca Empire of Ancient Mexico, pp. 432-437; Lockhart, The Nahuas after the Conquest, p. 27; Gibson, The Aztecs under Spanish Rule, p. 34.

22Smith, The Aztecs, p. 56; Mentz, Cuauhnáhuac 1450-1675, pp. 66-76.

23Conrad y Demarest, Religion and Empire, pp. 57-58; Hassig, Aztec Warfare, p. 20.

24Smith, The Aztecs, pp. 20-22; Hassig, Aztec Warfare, p. 20.

25Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, pp. 40-44, 60, 88.

26Frankl, “Hernán Cortés y la tradición de las Siete Partidas”, pp. 9-74; Seed, Ceremonies of Possession, p. 88; Ybot León, La Iglesia y los eclesiásticos españoles, vol. i, pp. 128-134; Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, p. 60.

27Testimonio de Alonso de Villanueva (1534), en Martínez, Documentos cortesianos, vol. II, p. 313.

28Tavárez, The Invisible War, p. 51; Lopes Don, Bonfires of Culture, pp. 211-245; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 165; Piazza, La conciencia oscura de los naturales, p. 50.

29Cortés, “Quinta carta de relación” (1526), en Cartas de Relación, p. 291.

30Hassig, Aztec Warfare, pp. 8-9; Smith, The Aztecs, pp. 203-204.

31Carrasco, City of Sacrifice, p. 25; Lopes Don, Bonfires of Culture, p. 120; Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas, vol. II, pp. 103-104; Zorita, Relación de los señores de la Nueva España, p. 95.

32Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, pp. 75-77.

33Este malentendido mutuo influyó en las controversias e investigaciones sobre los ritos indígenas durante las décadas después de la conquista.

34Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 165; Hassig, Aztec Warfare, pp. 87-91; Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, pp. 29-37; A. Martínez Baracs, Un gobierno de indios, pp. 49, 110-112.

35Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 133, 149.

36Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 103; Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, p. 78.

37Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, pp. 29-37; A. Martínez Baracs, Un gobierno de indios, pp. 49, 110-112.

38Whitmore, Disease and Death in Early Colonial Mexico, pp. 202-213; McCaa, “Spanish and Nahuatl Views on Smallpox and Demographic Catastrophe”, pp. 397-430; Cortés, Cartas de Relación, p. 141.

39Cortés, Cartas de Relación, p. 131; A. Martínez Baracs, Un gobierno de indios, pp. 99, 114.

40A. Martínez Baracs, Un gobierno de indios, p. 115; Alcalá, Relación de Michoacán, p. 248.

41Lopes Don, Bonfires of Culture, p. 33; Hassig, Mexico and the Spanish Conquest, p. 78.

42Rovira Morgado, San Francisco Padremeh, pp. 33-35.

43Cortés, Cartas de Relación, pp. 175, 191; Carrasco, Estructura politicoterritorial del Imperio tenochca, pp. 366-370; Gerhard, A Guide to the Historical Geography of New Spain, p. 330; Menegus Bornemann, Del señorío indígena a la república de indios, pp. 34-45; Testimonio de Alonso González, macegual del pueblo de Tlacotepeque, El fiscal de SM contra el Marqués del Valle sobre los pueblos de Toluca (1590-1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, exp. 2, cuad. 2, f. 879v.

44Testimonio de Diego de Haro (1594), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 248v.; Francisco Juárez Olit, nativo de Çinacantepec (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 864r.; Alonso González, macegual de Tlacotepeque (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, ff. 879r.-880r.; Juan Colli, principal de Capuluac (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, ff. 751v., 753r.; Pedro Hernández Ytzcuinichinal, indio principal de Hueytenango (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 497v.

45Testimonio de Juan Colli, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 753v.; Testimonio de Nicolás Aguilar, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, ff. 763v.-764r.; Pedro Hernández, indio natural de Xiquipilco, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 847r.; Testimonio de Don Nicolás de Aguilar, principal de Xalatlaco (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, ff. 763v.-764r.; Testimonio de Diego de Haro, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, ff. 248-249. Fray Juan de Torquemada se refiere a ‘Don Fernando Cortés’, el primer converso en el Valle de Toluca. Lo describe como un señor poderoso en Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 223. Testimonio de Juan Colli, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 754r.; Testimonio de Don Nicolás de Aguilar, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 764r.

46Testimonio de Juan Colli, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 753r.; Testimonio de Alonso González, macegual de Tlacotepeque, AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, cuad. 2, exp. 2, f. 879r.

47Rojas Rabiela, Rea López y Medina Lima, Vidas y bienes olvidados, vol. I, p. 72.

48Pardo, The Origins of Mexican Catholicism, p. 25; Lockhart, The Nahuas after the Conquest, p. 123; Nutini, Carrasco y Taggart (eds.), Essays on Mexican Kinship; Nutini y Bell, Ritual Kinship.

49Smith, The Aztecs, p. 58.

50Chimalpahin, Las ocho relaciones y el memorial de Colhuacan, vol. I, pp. 153-155, 333, vol. II, pp. 342-343; Schroeder, Chimalpahin and the Kingdom of Chalco, pp. 57-58; García Castro, “De señoríos a pueblos de indios”,p. 209.

51Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, pp. 25-26.

52Cline, “The Spiritual Conquest Reexamined”, pp. 453-480.

53Burkhart, The Slippery Earth, p. 11; Clendinnen, Ambivalent Conquests; Clendinnen, “Disciplining the Indians,” pp. 27-48; Ricard, La “Conquête spirituelle” du Mexique; Duverger, La conversion des indiens.

54Obediencia e instrucción” (1523), en Oroz, The Oroz Codex, p. 350; Clendinnen, “Disciplining the Indians”, p. 29.

55Fray Francisco Jiménez, “Vida de fray Martín de Valencia”, en Rubial García, La hermana pobreza, p. 246. El precepto compelle eos intrare se encuentra en el evangelio de San Lucas, 14:23.

56Zizek, Violence, p. 2.

57Tavárez, The Invisible War, p. 98.

58Cabildo de Huexotzingo a Philip II (1560), en Lockhart (ed.), We People Here, pp. 292-293.

59Motolinía, Memoriales, p. 227.

60Trexler, “From the Mouth of Babes”, pp. 97-114; Bernard y Gruzinski, Historia del Nuevo Mundo, pp. 335-339.

61Cortés, “Ordenanzas” (1524), en Martínez, Documentos cortesianos, vol. i, p. 279; León Pinelo, Recopilación de las Indias, p. 322.

62Focher, Itinerario del misionero en América, pp. 62-74.

63Conquistador anónimo, “Relación de algunas cosas de la Nueva España, y de la gran ciudad de Temestitlán México”, en García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. I, p. 383.

64Zorita, Relación de los señores de la Nueva España, p. 96; López Austin, Educación mexica; Baudot, Utopía e historia en México, p. 116.

65Kobayashi, La educación como conquista, pp. 58-86.

66Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, pp. 365, 388; Torquemada, Monarquía indiana, p. 28; González Obregón (ed.), Proceso inquisitorial del cacique de Tetzcoco, p. 37.

67Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 25.

68Fray Pedro de Gante a Carlos V (1532) en Cartas de Indias, vol. I, pp. 51-53; Mendieta, Historia ecclesiástica indiana, vol. I, p. 362; Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 29; Trexler, “From the Mouth of Babes,” p. 119; Testimonio de Ruiz de la Mota, Expediente contra fray Juan de Zumárraga (1529), en CDIAO, vol. 40, p. 495.

69Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, pp. 29, 34.

70Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, pp. 365, 388; Torquemada, Monarquía indiana, p. 28; González Obregón, Proceso inquisitorial del cacique de Tetzcoco, p. 37.

71Don Pablo Nazareo a Felipe II (1566), en Paso y Troncoso, Epistolario de Nueva España, vol. X, p. 116.

72García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. I, p. 224.

73Lopes Don, “Franciscans, Indian Sorcerers, and the Inquisition in New Spain,” p. 32.

74Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 50.

75Motolinía, Historia de los indios, p. 26.

76Chimalpahin, Las ocho relaciones y el memorial de Colhuacan, p. 169; Codex en Cruz; Tira de Tepechpan, p. 107.

77El fraile agustino fray Antonio de Aguilar describió una de estas campañas en un testimonio ante la Inquisición alrededor de 1540: “[…] habiendo pasado predicando este que declara a los indios en el pueblo de Ocuila tuvo indicios que un indio que se dice Suchicalcate tenía en su casa ciertos ídolos y que les ofrecía copal y otras cosas y allí predicó e amonestó a los indios de parte del señor obispo que todos los que tubiesen ídolos o cosas de sacrificios los diesen y descubriesen […] y para mostrarles de quan poca virtud eran aquellos ídolos en quien tenía esperanza, los hizo quemar delante de todo el pueblo con las cosas de sacrificios que dellos halló para que con más ánimo los veniesen a descubrir los otros que los tubiesen, y los indios, visto aquello de su voluntad, trajeron al dicho monesterio muchos ídolos y cosas de sacrificios”. AGN, Inquisición, t. 1, núm. 6, ff. 5r.-7v.; fray Martín de Valencia (1532), en Cartas de Indias, vol. i, pp. 54-61; Cuevas, Historia de la Iglesia en México, vol. I, pp. 200-201.

78Roulet, L’évangélisation des Indiens du Mexique, pp. 31-32.

79Trexler, “From the Mouth of Babes”, p. 123.

80Cuevas, Historia de la Iglesia en México, vol. I, pp. 200-201.

81Motolinía, Historia de los indios, p. 285; Luis de Velasco a Felipe II (1554), en Cuevas (ed.), Documentos inéditos del siglo XVI para la historia de México, p. 186.

82Proceso inquisitorial de Juan, cacique del Pueblo de Totoltepec, 1536-1539. AGN, Inquisición, t. 30, exp. 9, ff. 73r.-74r., 76r.

83Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 51.

84Proceso inquisitorial de Juan, cacique del Pueblo de Totoltepec. AGN, Inquisición, vol. 30, exp. 9, f. 75r.

85AGN, Inquisición, vol. 37, exp. 2, f. 18r.

86Torquemada, Monarquía indiana, vol. III. 34; Nuño de Guzmán contra fray Juan de Zumárraga (1529), CDIAO, vol. 40, pp. 475, 510, 543-544; Nuño de Guzmán a la emperatriz (1532), en Paso y Troncoso, Epistolario, vol. II, p. 152; Proceso contra Pedro, cacique de Totolapan, por amancebía e idolatría, 1540. AGN, Inquisición, vol. 212, exp. 7, f. 38v.

87CDIAO, pp. 533-534. Martínez, Documentos cortesianos, vol. III, pp. 69-70, 178, 202.

88Don fray Juan de Zumárraga a fray Juan de Osseguera y fray Cristóbal de Almazán, en Cuevas (ed.), Documentos inéditos, pp. 493-494; Nuño de Guzmán, Interrogatorio. CDIAO, pp. 474, 496, 510, 522.

89Lopes Don, Bonfires of Culture; Piazza, La conciencia oscura de los naturales, pp. 61-63.

90Proceso inquisitorial de Martín Ucelo por idolatra y hechicero (1536), en González Obregón (ed.), Procesos de idólatras y hechiceros, pp. 20-21; Lopes Don, Bonfires of Culture, pp. 52-80.

91Reyes García (ed.), ¿Cómo te confundes?, pp. 156-157. Véase Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. i, p. 370; Tavárez, The Invisible War, p. 53.

92Piazza La conciencia oscura de los naturales, p. 62.

93Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, pp. 383-385.

94Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, pp. 385-386; Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, pp. 65, 149; León Portilla, “Testimonios nahuas sobre la conquista espiritual,” p. 25.

95Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, pp. 385-386.

96Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 65.

97Lopes Don, “Franciscans, Indian Sorcerers, and the Inquisition in New Spain”, p. 41.

98Grijalva, Crónica de la orden de N.P.S. Agustín, p. 175.

99Tavárez, The Invisible War, p. 53.

100O’Gorman, “Una ordenanza para el gobierno de indios, 1546”, p. 185; Gibson, “The Aztec Aristocracy in Colonial Mexico”, p. 173; Wood, Transcending Conquest, p. 102.

101Piazza, La conciencia oscura de los naturales, p. 106.

102BNAH, Anales antiguos de México y sus contornos, t. 273, vol. ii, f. 914; Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, pp. 94-100; BNAH, Anales de Diego García, t. 273, vol. II, f. 983r.; Anales de Tlaxcala, BNAH, Anales antiguos de México y sus contornos, t. 273, vol. ii, ff. 715r., 739r.; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, bk. III, pp. 388-389.

103Testimonio de Xoan de Burgos, en CDIAO, p. 509.

104Chimalpáhin, Las ocho relaciones y el memorial de Colhuacan, vol. II, p. 181.

105Testimonio de Andrés de Santa María (1598), AGN, Hospital de Jesús, leg. 277, exp. 2, cuad. 2, f. 482r.

106Restall, Seven Myths of the Spanish Conquest.

107Tavárez, The Invisible War, p. 53.

108Zizek, Violence, p. 21.

109Motolinía, Memoriales, pp. 133-134.

110Axtell, “Some Thoughts on the Ethnohistory of Missions”, p. 38.

111Me refiero al término de Hanke, el ‘Spanish struggle for justice’: Hanke, The Spanish Struggle for Justice, pp. 86-87, 133-135; Zavala, Los esclavos indios de la Nueva España, pp. 5-105.

112Gómez Canedo, Evangelización y conquista, p. 115.

113Denuncia contra fray Francisco de Dios (1543), AGN, Inquisición, t. 125, exp. 3, f. 7v.

114Zumárraga a Carlos V (1529), en García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. II, p. 222.

115Fray Vicente de Santa María al obispo de Osma, sin fecha. BRAH, Col. Muñoz, t. A/105, ff. 70v.-73.

116Declaración de Lucas (antes llamado Tamavaltetle), indio principal de Huexotzingo (1531), Pleito de Cortés contra Guzmán, Matienzo y Delgadillo, en Martínez, Documentos cortesianos, vol. III, p. 207.

117Gerhard, A Guide to the Historical Geography of New Spain, p. 141.

118Gerhard, A Guide to the Historical Geography of New Spain, p. 141; Cabildo de Huexotzingo a Felipe II (1560), en Lockhart (ed.), We People Here, pp. 294-295; fray Juan de Zumárraga a Carlos V (1529), en García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, p. 228; Testimonio de Rodrigo de Almonte, Pleito de Cortés contra Guzmán, Matienzo y Delgadillo (1531), en Martínez, Documentos cortesianos, p. 218; Cortés al mayordomo Francisco de Terrazas (1529), en Paso y Troncoso, Epistolario, vol. I, p. 41.

119Rodrigo de Albornoz a Carlos V (1525), en García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. I, pp. 492-493; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, p. 478; Declaración de Lucas (antes llamado Tamavaltetle), indio principal de Huexotzingo, en Martínez, Documentos cortesianos, p. 208; Declaración de Tochel, indio principal de Huexotzingo, en Martínez, Documentos cortesianos, pp. 212-213.

120García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. I, p. 228.

121García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, p. 229; Primera Audiencia sobre los franciscanos en Huexotzingo (1529), en García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. II, p. 165.

122García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, p. 229; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, p. 478.

123García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. I, p. 229, vol. II, p. 166.

124García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. I, p. 238; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. i, p. 484; Sebastián Ramírez de Fuenleal a Carlos V (1532), CDIAO, vol. XIII, pp. 256-258.

125García Icazbalceta, Don fray Juan de Zumárraga, vol. I, p. 238.

126Contador Rodrigo de Albornoz a Carlos V (1525), en García Icazbalceta, (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. I, pp. 492-493; Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, p. 478.

127Fray Jacobo de Testera a Carlos V (1533), en Paso y Troncoso, Epistolario, vol. III, p. 98. Véase Hanke, The Spanish Struggle for Justice, p. 95; Bejarano (ed.), Actas del cabildo de la ciudad de México, vol. IV, p. 349.

128Fray Jacobo de Testera a Carlos V (1533), en Paso y Troncoso, Epistolario, vol. III, p. 98.

129García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos para la historia de México, vol. II, pp. 211-212.

130Vasco de Quiroga al Consejo de Indias (1531), en Arguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga, p. 81; Zavala, Los esclavos indios de la Nueva España, pp. 52-53.

131Testimonios en contra de Hernán Cortés (1529), en Martínez, Documentos cortesianos, vol. II, pp. 110, 164, 170, 312; Zavala, Los esclavos indios de la Nueva España, pp. 2, 102; Cortés, Instrucciones a los procuradores (1519), Martínez, Documentos cortesianos, vol. I, p. 83; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 267-269.

132Rodrigo de Albornoz a Carlos V (1525), García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, vol. I, p. 491; Sebastián Ramírez de Fuenleal a Carlos V (1532), en CDIAO, vol. XIII, pp. 256-258.

133Motolinía, Memoriales, p. 143.

134Motolinía, Memoriales, p. 144.

135Cuevas (ed.), Documentos inéditos del siglo XVI, pp. 13-16.

136Vasco de Quiroga al Consejo de Indias (1531), en Arguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga, p. 163.

137Vasco de Quiroga al Consejo de Indias (1531), en Arguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga, p. 164.

138Zavala, Los esclavos indios de la Nueva España, p. 126.

139Testera colaboró con Las Casas y estuvo presente en la promulgación de las Leyes Nuevas de 1543. Roulet, L’évangélisation des Indiens du Mexique, p. 138; Bejarano (ed.), Actas del cabildo, vol. IV, pp. 340, 349. Véase Hanke, The Spanish Struggle for Justice, p. 95.

140García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, vol. I, pp. 234, 260; Parecer de los religiosos de Santo Domingo y San Francisco (1526?), García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, vol. II, p. 549.

141Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. I, p. 483.

142García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, vol. I, p. 232.

143Pedro de Gante a Carlos V (1532), en Cartas de Indias, pp. 51-53; Sebastián Ramírez de Fuenleal a Carlos V (1532), en García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, pp. 181-182; Bernard y Gruzinski, Historia del Nuevo Mundo, p. 326.

144Piazza, La conciencia oscura de los naturales, pp. 55, 104.

145Vasco de Quiroga al Consejo de Indias (1531), en Arguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga, p. 164; Sebastián Ramírez de Fuenleal a Carlos V (1532), en García Icazbalceta (ed.), Colección de documentos, p. 180.

146Vasco de Quiroga al Consejo de Indias (1531), en Arguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga, p. 164.

147Roulet, L’évangélisation des Indiens du Mexique, p. 138; Esteban de Guzmán, Pedro de Moteuczuma Tlacahuepantli, y los alcaldes y regidores de la ciudad de México (1554), en Pérez Rocha y Tena, La nobleza indígena del centro de México, p. 195; R. Martínez Baracs, Convivencia y utopía, p. 138.

148Cuevas, Historia de la Iglesia en México, vol. I, p. 334.

149Fray Martín de Valencia a Carlos V (1532), en Cartas de Indias, vol. I, p. 55.

150Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 156; Gerhard, A Guide to the Historical Geography of New Spain, p. 280.

151Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, p. 145.

152Motolinía, Memoriales, p. 246.

153Para un ejemplo, véase, por ejemplo, la reciente obra de Rovira Morgado, en la cual se argumenta que los nobles indígenas “se convertirían en clientela espiritual y política al servicio de los intereses de los frailes seráficos”, y que la resultante “cultura municipal hispano-nahua […] existía por y para los frailes”. Rovira Morgado, San Francisco Padremeh, pp. 177-179. Para otras obras que estudian la influencia de la cultural indígena sobre las estrategias y acciones mendicantes, véase Lara, City, Temple, Stage; Pardo, The Origins of Mexican Catholicism; y Burkhart, The Slippery Earth. Para obras que enfatizan la agencia indígena en el desarrollo de la misión, véase Escalante Gonzalbo, “El patrocinio del arte indocristiano en el siglo XVI. La iniciativa de las autoridades indígenas en Tlaxcala y Cuauhtinchan”; y Bargellini, “Representations of Conversion: Sixteenth-Century Architecture in New Spain”.

154Wood, Transcending Conquest, p. 10.

Siglas

AGN

Archivo General de la Nación, Ciudad de México, México.

BNAH

Biblioteca Nacional de Antropolgía e Historia, Ciudad de México, México.

BRAH

Biblioteca de la Real Academia de Historia, Colección Muñoz, Madrid, España.

CDIAO

Colección de documentos inéditos relativos al descrubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones de América y Oceanía, Madrid, 1883, 42 volúmenes.

Recibido: 30 de Mayo de 2017; Aprobado: 20 de Marzo de 2018

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