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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68i2.3604 

Reseñas

Ivan Jablonka, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales

Edith Negrín1 

1 Universidad Nacional Autónoma de México

Jablonka, Ivan. La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales. Pons, Horacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2016. 348p. ISBN: 978-987719-114-1.


Ivan Jablonka, profesor titular en la Universidad París 13, es autor de una prolífica obra de diversos matices, que va desde la historia especializada, con el más alto nivel de erudición académica, incluyendo incursiones biográficas, hasta una novela merecedora de importantes reconocimientos en el campo cultural francés. Lo cierto es que sus libros, independientemente del género en que se ubiquen, aúnan la precisión del historiador y la voluntad de estilo que suele identificarse con la producción literaria.

Guiado por la teoría y la práctica de su doble vocación, sabe que la historia y la literatura comparten varias actividades, como son entramar una intriga, armonizar acontecimientos, poner en escena personajes, por citar algunas. Pero está consciente asimismo de la complejidad, la polisemia y la significación fluctuante de cada una de ambas prácticas. Asume que las ciencias sociales han estado siempre presentes en el tejido literario, pero que la escritura de éste ha sido mucho más experimental que la de aquéllas. Está convencido de que la historia, como en general las ciencias sociales, necesita transformar su escritura. Sin proponerse en ningún momento difuminar la frontera entre ambas prácticas, Jablonka se pronuncia, desde las páginas iniciales de La historia es una literatura contemporánea…, por una historia que se beneficie de los recursos de la literatura, creando un nuevo género. La exploración definitoria de este nuevo género, que no pretende ser normativa sino incitante, es el leitmotiv del libro.

El autor se pregunta si se pueden concebir textos que sean a la vez literatura y ciencias sociales (p. 14). Ocho de los doce capítulos, divididos en las dos primeras partes del libro, constituyen variaciones sobre esta misma búsqueda epistemológica. Los cuatro capítulos que estructuran la última, trabajan detalladamente la propuesta del nuevo género, ya situándose en el siglo XXI.

En esta inquietud de renovar la escritura de las ciencias sociales, Jablonka se adscribe a la obra de pensadores como Paul Veyne, Michael de Certeau, Richard Brown, Jacques Rancière, Philippe Carrard, quienes, hacia la década de 1970, ya habían establecido la existencia de una “escritura de la historia”, e incluso de una “poética de la historia”, o de la sociología (p. 5). Pero además de los contemporáneos, la revisión historiográfica prueba que “de Heródoto a Polibio, de Cicerón a Valla, de Bayle a Gibbon, de Michelet a Renan, todos los avances epistemológicos consistieron asimismo en innovaciones literarias” (p. 17).

Jablonka va y viene desde la Antigüedad hasta el presente, señalando momentos significativos de cercanía y distanciamiento entre historia y literatura. Mediante una sólida y actualizada documentación, repasa una y otra vez, épocas, tendencias, debates, autores, esclareciendo diversos aspectos.

Si bien la historia mantuvo, desde sus inicios, una relación de intimidad con la literatura (entendida como poesía, retórica o bellas letras), también es cierto que desde la Antigüedad hubo debates que llevaron a distinguir ambos campos.

En la segunda mitad del siglo XVII, surgen las “bellas letras”: gramática, elocuencia, historia y poesía, incluida la matemática. Se empieza a distinguir entre ser escritor, es decir historiador, epistológrafo, fabulista, poeta, novelista, y ser hombre de letras, los que saben griego, filosofía y álgebra, pero siempre citan a otros. En este proceso juegan un papel definitivo las academias, los salones, el mecenazgo, el derecho de autor, la prensa y la codificación del lenguaje.

Sin embargo, en el Siglo de las Luces, empieza a triunfar el hombre de letras ya aunado al gran escritor comprometido con su sociedad. A fines del XVIII los escritores, como los románticos alemanes, crean obras bellas y originales, destinadas al canon.

Si en el siglo XVII el género novelístico empieza a ser desestimado por inverosímil y frívolo, en tanto que la historia se ve como maestra de vida (pp. 45-46), una centuria después el panorama cambia. Novelas como las de Samuel Richardson, Juan Jacobo Rousseau o Pierre Choderlos de Laclos, entre otros, por su poder de enseñanza, compiten con la historia; incluso ofrecen una verdad más completa sobre los seres humanos, pues exploran en su interior, en tanto que la historia se refiere solo a los acontecimientos públicos.

En el siglo XVIII, el campo de los saberes se normaliza cada vez más, estructurado por la oposición entre “ciencias” y “letras”. Las primeras -por ejemplo, la física y las matemáticas- persiguen la verdad; las bellas letras son una especie de un agradable jardín. La historia se encuentra en una posición difícil: pertenece a las letras, pero aspira a ser parte de las ciencias, compartir la legitimidad que éstas poseen.

En el siglo XIX la historia se aparta de la literatura para nacer como ciencia. Su estudio se va institucionalizando en distintos momentos en universidades europeas y estadounidenses. Por primera vez se convierte en profesión, método y discurso de verdad, dedicado a establecer “lo que verdaderamente sucedió” (p. 82). La ciencia histórica descansa sobre tres pilares: el ideal de objetividad, la fuente documental y el medio profesional. El modelo de los nuevos estudiosos es Ranke.

Los historiadores profesionales asumen la historia como conocimiento científico que no debe contaminarse con la literatura y rompen con ella. Sin embargo, en el campo de la literatura grandes escritores comparten, explícitamente o no, la adopción del método objetivo, por ejemplo, Gustave Flaubert. Ellos ejercen un realismo que concibe la escritura como transparente y supone que da acceso directo a la realidad.

Historia y literatura rivalizan en una batalla por la verdad, aspirando cada una a presentar el discurso más pertinente sobre la realidad. De hecho, los escritores recrean asuntos en los cuales los historiadores no se interesan aún. Por ejemplo, Emilio Zola escribe sobre oficios, salarios, presupuestos, jerarquía social, modos de vida, el nacimiento, la muerte, la enfermedad, el sexo, el amor. Este escritor francés, al igual que Honorato de Balzac, entre otros, anticipan los temas que van a apasionar a los historiadores del siglo xx, por ejemplo, la escuela de los Annales y la de las mentalidades.

En algunos casos hay grandes coincidencias entre ambas prácticas escriturales; tanto el escritor realista Walter Scott como los historiadores Jules Michelet y Jean Jaurès se adelantan a los científicos sociales del siglo XX, dando cuenta de un nuevo personaje: el pueblo.

Cuando la historia y la literatura se autonomizan y se separan, especialmente dentro de las universidades, la primera establece las normas profesionales, reclama el monopolio de lo real, lo científico, lo serio. A la literatura se le asocia con el arte, la imaginación, la subjetividad.

La historia universitaria adquiere estatus elaborando una “poética del saber” dominada por la neutralidad, con normas de uso como introducción, plural mayestático, cita, nota al pie de página y bibliografía mediante (pp. 99-100). De la escritura se habla el mínimo, debe ser discreta y aséptica, y evitar introducir elementos subjetivos e individuales. Tal “no-escritura”, produce “no-textos” (p. 104).

La obra de intelectuales como Marc Bloch, Johan Huizinga, C. L. R. James, Mona Ozouf, Michelle Perrot, Georges Duby, Saul Friedländer, fue conseguida a contrapelo de las exigencias profesionales. Al margen de sus investigaciones ellos escribieron novelas o autobiografías (p. 103).

Bajo la inquietud de dar nueva vida a la escritura de las ciencias sociales subyace una pregunta fundamental: ¿cómo penetra el mundo en un texto? (p. 20).

Por lo que hace a la literatura, el autor reconoce que uno de los grandes problemas de reflexión en Occidente es la representación de la realidad en el arte, y discute numerosas concepciones acerca del realismo y la ficción.

La literatura muestra el mundo y ayuda a conocer a los seres humanos. Jablonka se pronuncia en favor de la literatura de lo real que surge en el siglo XX, y que él llama posrealismo o neorrealismo. La literatura posrealista es heredera de la gran novela realista burguesa, en tanto busca aprehender “lo real”, pero muestra rasgos distintivos. No pretende ser referencial ni representar hechos existentes, sino que, mediante la epopeya, el mito, la poesía, la alegoría, el símbolo, ofrece claves para decodificar lo real.

El posrealismo es consecuencia de la sociedad industrial, la urbanización, la miseria, el exilio, la guerra, el totalitarismo, el asesinato masivo. Pero también lo es de las nuevas maneras de aprehender el mundo: el psicoanálisis, la prensa, la fotografía, el cine, los desplazamientos en automóvil o en avión. Parece estar escrita por individuos que reclaman contra el sojuzgamiento y la aniquilación de los otros y de sí mismos en esta era de masas.

Algunas manifestaciones posrealistas comparten con la historia la inserción documental de los hechos, la voluntad de observación y la persecución de la verdad -si bien los escritores son ajenos a la necesidad de comprobarla. Tanto en la literatura posrealista, como en la que se define como ficción, sin preocuparse por la realidad extratextual, existe una intención estética que aspira a despertar el placer en los lectores.

En múltiples pasajes Jablonka dirige sus críticas a los historiadores para quienes la escritura no es más que el ropaje del contenido, a los productores de no-textos.

La historia comparte con la literatura la escritura narrativa y la finalidad de comprender lo que los hombres hacen. Y puede aprender de la literatura una serie de estrategias, como el uso de metáforas y alegorías, y de alteraciones del tiempo lineal en la exposición, por citar algunas. Pero lo específico de la tarea del historiador es que estas ficciones no son fines en sí, sino sólo recursos epistemológicos para conseguir sus propósitos.

Lo definitorio de la historia es la persecución de la verdad. No se limita a reflejar lo real, intenta explicarlo. Se propone probar lo verdadero mediante el razonamiento y el análisis. En este sentido es una ciencia social, un instrumento de comprensión, que mediante explicación y método produce inteligibilidad en nuestras existencias, hace el mundo menos confuso y la realidad menos opaca. Además, debe estar vertebrada por una visión humanista y una concepción ética.

El autor concibe la historia como una posibilidad de experimentación literaria; aspira a construir un “texto del saber” (p. 228) que concilie epistemología y estética, que sea a la vez literatura y ciencias sociales.

Se manifiesta por una actitud subversiva por parte del historiador: al tratar de entender lo que los hombres hacen de verdad, debe ser capaz de huir del academicismo y modificar las reglas existentes. Debe tener el valor de la verdad, la audacia de la palabra y la libertad de creación, asumiendo temas que lo involucren personalmente.

En su caso personal, siente haber logrado sus propósitos en su libro Historia de los abuelos que no tuve (2015), el cual describe como un texto-investigación, una experiencia literaria y epistemológica, consistente en contar el método (pp. 21, 293). La historia es una literatura contemporánea es el subtexto, el heredero, el doble y la explicitación teórica de ese ensayo de biografía familiar, que recibió el premio del Senat du Livre d’Histoire, el premio Guizot de l’Académie Française, el premio Augustin Thierry des Rendez-vous de l’histoire de Blois.

La historia es una literatura contemporánea resulta una lectura atractiva para escritores y estudiosos de la literatura por la riqueza de autores revisados; pero a quienes está inequívocamente dirigida es a los científicos sociales, en particular a los historiadores. Sin duda es bienvenida esta propuesta, a la vez erudita y apasionada, de discusión, análisis y renovación de la escritura de los hacedores de historia que aún practican una expresión convencional. Tendría que ser un libro de texto para que los aspirantes a científicos sociales cuestionaran las convenciones académicas y agregaran el subjetivismo, la imaginación y la experimentación como elementos imprescindibles de su práctica.

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