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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68i1.3659 

Reseñas

Sobre Arturo Carrillo Rojas y Eva Rivas Sada (coords.), Agricultura empresarial en el norte de México (siglo XX). Actores y trayectoria de la economía regional

Luis Aboites Aguilar1 

1El Colegio de México

Carrillo Rojas, Arturo; Rivas Sada, Eva. Agricultura empresarial en el norte de México (siglo XX). Actores y trayectoria de la economía regional. México: Plaza y Valdes editores, 2016. 254p. ISBN: 978-607-402-908-6.


Hace tiempo Cristina Puga1 contaba lo difícil que le resultó empezar a estudiar empresarios en México. El tiempo y el lugar no ayudaban: fines de la década de 1970, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. No era correcto, le decían, estudiar a la clase dominante, a los explotadores; había otras prioridades más comprometidas con el cambio social. La doctora Puga no lo dijo, pero es dable pensar que los descalificadores la veían con sospecha, quizá le atribuían el oscuro deseo de querer parecerse a su objeto de estudio, o al menos que admiraba a los empresarios o que estaba patrocinada por ellos. Y es que en México en ese momento el estudio de las empresas y de los empresarios no era campo socorrido. Más bien, la atención se volcaba sobre los obreros, campesinos, indígenas, marginados urbanos. Estos grupos colmaban los estudios académicos, en los que generalmente destacaba la preocupación por la conexión con el Estado posrevolucionario. Aunque en otras latitudes la historia empresarial tenía larga tradición y ganaba adeptos, en México se contaban unas cuantas excepciones (entre ellas dos obras de José Fuentes Mares y años después, en El Colegio de México, las del profesor Marco Antonio Alcázar). Tal vez la indiferencia obedecía a que se creía que los empresarios o sus ancestros eran o habían sido enemigos del régimen político surgido de la revolución de 1910, o bien se les consideraba en el ocaso de su existencia en virtud del inminente triunfo de la revolución socialista en numerosos países, según se aseguraba entonces.

Pero no se crea que las omisiones académicas corrían sólo a costa de la clase dominante. Un amplio sector de la clase explotada también era ignorado, tanto o más que aquella. Me refiero a los jornaleros agrícolas. Seguramente por el peso justiciero de la revolución de 1910 y por supuesto de la reforma agraria, a los estudiosos difícilmente les interesaba ahondar en la naturaleza de un grupo social que se reproducía y crecía al margen de aquella justicia. Más bien era la injusticia revolucionaria la que subyacía al crecimiento exponencial de dicho grupo. Había que poner de cabeza el paradigma dominante. Y no era tarea fácil.

Ahora, en 2017, sabemos que la misma década de 1970 rompió de tajo con esas tradiciones y omisiones. A fuerza de conflictos y tensiones, esos años impusieron el estudio de unos y otros. En el caso de los empresarios, los conflictos con el Estado obligaron a conocerlos a ellos y a sus empresas, lo mismo que sus estrategias, trayectorias de vida y puntos de vista, sus organizaciones. Y en el de los jornaleros, era muy difícil reiterar la indiferencia si ya superaban en número a los ejidatarios, y más aún si la relación capital-trabajo asalariado iba de la mano con un fenómeno nuevo, al menos por su escala: la migración a Estados Unidos. Todo eso obligaba a cambiar el foco, desde el Estado y sus políticas e instituciones, hacia la sociedad en movimiento, en conflicto, una sociedad que innovaba, exploraba y creaba nuevas posibilidades de economía, política y cultura.

Este largo dislate quizá sólo pueda justificarse pensando en armar un contexto en el que debe situarse este nuevo libro sobre empresarios agrícolas del norte mexicano, que también tiene su contexto. Se suma a una larga lista de obras publicadas por un selecto grupo de autores que desde hace unas dos décadas viene trabajando esa temática.2 Algunos de ellos pertenecen al organismo coeditor del libro, la Asociación de Historia Económica del Norte de México, fundada en Monterrey en 1992. El promotor, impulsor y guía, tanto de la asociación como de los estudios mencionados, ha sido el doctor Mario Cerutti.

El libro contiene seis ensayos, cinco sobre varias zonas norteñas (valles de Culiacán, Mexicali y Bajo Bravo, La Laguna y la zona rural inmediata a Monterrey), y uno más sobre la zona citrícola de Valencia, España. El lector se beneficia de la desagregación regional, lo mismo que del estudio europeo. Gran acierto del libro es mostrar un norte diverso, heterogéneo. Mexicali y Matamoros están pegados a la frontera con Estados Unidos, pero Monterrey y su zona rural circundante, La Laguna y el valle de Culiacán, se hallan a cientos de kilómetros de ese lindero. Unas zonas tienen más agua (superficial o subterránea) que otras; unas se formaron con el siglo XX, otras son de origen colonial. Otra aportación del libro es que se suma a la tarea de desmenuzar, historiográficamente hablando, el siglo XX mexicano. Las décadas de 1940 en adelante son estudiadas con detalle y casi siempre con buena letra. Muy lejos queda la idea de que en México la verdadera historiografía llegaba, si mucho y como máximo permitido, al año 1940.

El resultado del libro es variopinto. Hay capítulos que apenas si trazan los periodos generales de la actividad agrícola de las zonas consideradas y que no tratan o lo hacen de manera muy rápida a los empresarios agrícolas (Culiacán y sobre todo el estudio de Mexicali), y otros que sí profundizan en la agricultura empresarial propiamente dicha (La Laguna, Matamoros, Valencia y en cierto modo Monterrey). Estos últimos capítulos prestan atención al denominado “tejido productivo-empresarial” (p. 58). La caracterización de los diversos tipos de productores y sus vínculos “hacia atrás” y “hacia adelante”, así como los cambios que sufren unos y otros, constituyen una apuesta provechosa y lúcida que sirve para explorar esta parte de la sociedad que hasta hace muy poco, como se dijo, permanecía en el abandono académico. Una guía utilizada por los autores es el cambio de cultivos, entre ellos el auge y luego el abandono del algodón y la adopción del sorgo en Matamoros, o bien el más reciente auge maicero en el valle de Culiacán. En particular, destaca la atención prestada al mercado de tierras posterior a la reforma agraria lagunera. Tal mercado vino a diversificar el origen y carácter de los empresarios agrícolas; desembocó además en la formación de una nueva clase empresarial, compuesta por pequeños agricultores privados que no existían unas cuantas décadas antes. De igual modo es importante la conexión que se traza entre la agricultura empresarial y las localidades urbanas, no sólo como lugar de residencia de los agricultores sino como espacio productivo, tanto de servicios vinculados a la agricultura (semillas e insecticidas, servicios de fumigación, bancos), como lugar de localización de ramos industriales vinculados directamente a la cambiante actividad agropecuaria y forestal. En ese sentido, el estudio sobre la industria alimentaria y agroindustrial de Monterrey es innovador, arriesgado (sobre todo en su segunda parte) pero muy sugerente.

En el capítulo de Rivas se expone un problema fundamental: la disolución de las comunidades de regantes o comuneros en la década de 1940, de tanta raigambre en el medio rural norteño. La autora plantea la confrontación entre un proyecto de reforma agraria local, de carácter liberal, y la propuesta más colectivista de la reforma agraria de carácter federal, que fue la que finalmente se impuso a lo largo y ancho del país. Sin embargo, no queda del todo clara la relación de este cambio agrario con el perfil de los tejidos productivos empresariales. Y menos si se toma en cuenta la singularidad neoleonesa referente a la debilidad de la agricultura empresarial, rasgo que lo distingue del resto de los estados norteños. ¿Acaso la expansión económica neoleonesa del siglo XX, centrada en la industria y los servicios de Monterrey, y la reforma agraria federal arrasaron con aquellos grupos que encarnaban a una burguesía agrícola equivalente a la de los demás estados norteños? ¿Va por allí el argumento?

Insisto en aplaudir la realización de esta clase de estudios, pero no entiendo cómo pueden dejarse de lado varios aspectos cruciales de la vida empresarial. Sé que no puede estudiarse todo (el estudio español por ejemplo prefiere la esfera de la circulación al de la producción de los cítricos), pero al menos en términos conceptuales parece importante abrir y complejizar la interpretación. Entre los aspectos ausentes cabe mencionar dos: por un lado, el trabajo; y por otro, la dimensión fiscal y, de la mano de ésta, la discusión sobre el lugar del Estado en la dinámica de este grupo de empresarios. También sería necesario abrir espacio a la política, al esfuerzo de estos empresarios por defender los derechos de propiedad frente a ejidos y ejidatarios y conocer más sobre el modo en que se organizaron no sólo para enfrentar el agrarismo gubernamental y el independiente sino también para la consecución de otras metas fundamentales (agua, energía, precios de garantía, subsidios, infraestructura, represión de invasores). Aquí sólo se considerará el trabajo y la cuestión fiscal.

En su trabajo sobre el sorgo del norte tamaulipeco, Cirila Quintero sí hace mención del gran cambio laboral que implicó la extinción, ocurrida durante la década de 1960, de un cultivo que requería abundante mano de obra migrante (el algodón) y su sustitución por cultivos mecanizados, como el trigo y el sorgo (p. 120). La mecanización, uno de los elementos clave del auge sorguero local junto con sus vínculos con Texas y con la agroindustria, hizo redundante aquel mercado laboral y quizá esa redundancia sea uno de los motores del enorme aumento de la migración de trabajadores mexicanos al vecino país después de 1970. También Salvador Calatayud atiende la cuestión en el capítulo sobre la zona citrícola valenciana, en relación con el papel de los ayuntamientos en las conflictivas relaciones obrero-patronales de la década de 1920; quizá el de Rivas, cuando habla del vaciamiento del medio rural neoleonés. En los otros capítulos los trabajadores brillan por su ausencia. ¿Qué tan lejos puede avanzarse con tamaña omisión a cuestas?

La otra omisión es la cuestión fiscal. Ejemplo de la necesidad de complejizar la relación empresas-Estado lo ofrece el capítulo 1, a cargo de Arturo Carrillo. Este trabajo muestra algo importante: la insignificancia del crédito oficial en el financiamiento de la agricultura culiacanense, así como el involucramiento de los propios agricultores privados en la formación de bancos dedicados entre otras cosas al financiamiento agrícola. Pero este asunto, que debería subrayarse en términos de los tejidos empresariales, no se relaciona con la inversión pública destinada a la construcción de presas y canales, algo fundamental en la expansión de la superficie de riego en varias zonas norteñas, el ámbito preferido de estos empresarios agrícolas. ¿A cuánto ascendía el crédito privado respecto al valor de las cosechas, y este valor respecto al monto de la inversión pública; y a su vez a cuánto ascendía el monto de esa inversión en relación con la recaudación fiscal generada por la propia actividad agrícola empresarial? Habría que preguntarse cuánto recaudaba el gobierno federal por la exportación de algodón, tomate y otras hortalizas. Eso por lo que se refiere a los impuestos indirectos. Pero sobre los impuestos directos cabe preguntarse qué tanto pagaban el impuesto sobre la renta los grandes empresarios agrícolas y sus bancos y comercios. De lo poco que se sabe sobre geografía tributaria del siglo XX, la recaudación en Sinaloa era cosa de risa, lo mismo que la de los otros estados norteños, salvo Nuevo León. A este asunto se refiere el espléndido estudio sobre el sorgo tamaulipeco, cuando cita un diario de Matamoros que en marzo de 1964 señalaba lo siguiente: “Millones de pesos, durante sexenios, han sacado los gobiernos de esta región y ahora que necesita de la ayuda federal, se le voltea la espalda”. ¿Tenían razón?

La omisión fiscal es importante porque la fase más reciente de la historia sinaloense, caracterizada por el vuelco al maíz, difícilmente puede explicarse sin los generosísimos subsidios gubernamentales (ASERCA y demás). ¿O sí? En muchos países la agricultura se subsidia. ¿Por qué entonces aquí no se estudian esos subsidios? ¿O todo es tejido productivo-empresarial? En el capítulo sobre el algodón de Mexicali, de Araceli Almaraz, se mencionan los subsidios oficiales, pero no se detallan. La omisión estatal, además, contrasta con el gran peso que se otorga al propio Estado en la introducción, donde se lee que las “fuertes inversiones públicas” fungieron como motor del desarrollo empresarial. Así que la introducción parece ir por un lado, y los capítulos por otro.

Un aspecto adicional tiene que ver con las tradiciones historiográficas sobre los empresarios del norte mexicano. En la introducción se lee que a lo largo del siglo XX el campo norteño se convirtió en potente espacio empresarial. Y sí, si se compara este auge empresarial, tan diverso y rico en matices, con otras zonas del país (el centro y el sur), no queda más remedio que dar la razón a los autores. Acaso la excepción es el viejo Bajío guanajuatense-michoacano. Pero si es así cabe preguntar si no sería prudente enlazar esta nueva generación de estudios empresariales con trabajos más antiguos sobre el mismo tema. Me refiero al menos a dos obras de José Fuentes Mares, ambas escritas por encargo, una sobre Luis Terrazas (1954) y la otra sobre Eugenio Garza Sada (1976). ¿No hay relación de esta nueva generación de empresariólogos con los estudiosos anteriores? En el libro aquí reseñado es posible hallar referencias que también hacía Fuentes Mares sobre el desierto y la presunta victoria empresarial sobre él; de igual modo llama la atención dada a los españoles en el trabajo de Cerutti sobre La Laguna. ¿Por qué es importante señalar la extranjería? ¿Qué agrega a la comprensión del tejido empresarial? ¿Acaso tiene que ver con la preocupación de Fuentes Mares por mostrar lo criollo de Luis Terrazas y del norte en general, en contraste con lo indio y mestizo del centro y sur del país? Me parece que se desaprovecha una veta muy prometedora, y más aún porque en el estudio más reciente sobre Garza Sada (el de Gabriela Recio, de 2016) sorprende la omisión del texto de Fuentes Mares sobre el mismo personaje. Ni de lejos estos autores son los primeros en estudiar a los empresarios norteños. Otro es Claudio Dabdoub cuya obra sobre el valle del Yaqui (1964) es una verdadera oda a los beneficiarios de la agricultura empresarial norteña, llamados vencedores del desierto por algunos.

En términos editoriales, el libro exhibe detalles que desaniman. Entre ellos la división de cuadros en dos páginas (pp. 166-167, 196-197 y 210-211) y no aclarar que mm3 puede referirse quizá a milímetros cúbicos, pero difícilmente a millones de metros cúbicos (recuerdo que un historiador pensaba que la lluvia se medía en milímetros cúbicos). También hay referencias de fuentes que no aparecen en las bibliografías correspondientes (AHA 1980; INEGI 1980-1989, 1986 y 1990-1999; SARH 1982), fallas ortográficas y errorcillos en la corrección de estilo. A nadie le viene bien leer una frase como “La respuesta no es sencilla de responder”.

Agricultura empresarial en el norte de México es un libro muy pertinente, provechoso, que da lugar a conformidades, inconformidades, preguntas, muchas preguntas. Por ello abre nuevas perspectivas de investigación, una de ellas el peso del liberalismo agrario neoleonés, un verdadero hallazgo historiográfico. Ese hallazgo lleva a la autora a hablar en plural en lugar del tradicional singular a propósito de la reforma agraria, algo que deberíamos hacer más a menudo. Da para mucho, por lo pronto para compararlo con otras comunidades de propietarios (de tierras de riego) que siguen vivas en nuestros días, como las del río Conchos, en Chihuahua, estudiadas hace años por la fallecida Rocío Castañeda, o bien con la literatura referida a la llamada Acequia Culture, del suroeste estadunidense, o con los estudios sobre pequeña irrigación impulsados por Jacinta Palerm. También debería relacionarse con las posturas liberales de revolucionarios norteños como José María Maytorena e Ignacio Enríquez y con los pequeños propietarios privados opuestos al reparto ejidal en Namiquipa, Chihuahua, según reconstruyó también hace años el recordado Daniel Nugent.

En suma, se trata de un libro de trabajo, de consulta, con capítulos muy recomendables, paciente y sabiamente elaborados; y con otros capítulos que en mi opinión debieron haber esperado antes de pensar en su publicación. Por lo visto, la opción de una alta productividad editorial no es la mejor consejera.

1Agradezco a la doctora Cristina Puga.

2El entusiasmo de este grupo se ejemplifica con la presentación simultánea de tres de sus libros en la Ciudad de México. Así ocurrió el lunes 21 de agosto de 2017, en las instalaciones de El Colegio de México, todos publicados entre 2016 y 2017. Además del libro aquí reseñado, se trata de Familias empresariales en México. Sucesión generacional y continuidad en el siglo XX, Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, 2016; y el de Historia económica y empresarial. México y Colombia, Medellín y Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León y Universidad EFAIT, 2017.

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