SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.68 número1Sobre Michael T. Ducey, Una nación de pueblos: revueltas y rebeliones en la Huasteca mexicana, 1750-1850Sobre Nicolas Terrien, “Des patriotes sans patrie”. Histoire des corsaires insurgés de L’Amérique espagnole (1810-1825) índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68i1.3650 

Reseñas

Sobre Raquel E. Güereca Durán, Un dios y un reino para los indios. La rebelión indígena de Tutotepec, 1769

Jacques Galinier1 

1Universidad París Oeste Nanterre La Défense

Güereca Durán, Raquel E. Un dios y un reino para los indios. La rebelión indígena de Tutotepec, 1769. México: Bonilla Artigas Editores, Universidad Nacional Autónoma de México, 2014. 246p. ISBN: 978-607-834-812-1.


La Sierra de Tutotepec, a mediados del siglo XVIII. Una comarca marginal del virreinato, sujeta al dominio colonial, que sus habitantes lograron mantener relativamente autónoma. Un territorio caracterizado por su difícil acceso, el poco interés de los españoles para ocupar sus tierras, una población indígena básicamente otomí, arraigada en el terruño de sus costumbres, evangelizada de manera muy aproximativa por los franciscanos y los agustinos. En 1769, un brote rebelde sacude la Sierra provocando el desconcierto de las autoridades eclesiásticas. Un motín encabezado por “un falso sacerdote”, encarnación de Dios, agrupando centenares de feligreses en una “mezquita” del Cerro Azul, apoyados en un clero jerarquizado, vinculado con una doctrina de la salvación. Una epopeya rápidamente subyugada esfumándose como un cometa en el cielo oscuro de las poblaciones indígenas de esta región. Sobre este episodio fugaz, existen raros documentos escritos y no aparece ninguna huella del hecho en la historia oral actual de los otomíes serranos.

Mediante un riguroso examen crítico de las fuentes, Raquel Güereca Durán se ha dedicado a desencriptar este fenómeno atípico. Atinadamente, la autora empieza por una apreciación de las herramientas conceptuales disponibles respecto del abordaje de los accesos de violencia social en el mundo indígena y de su interpretación. De hecho, se notan discrepancias entre las tesis de corte histórico defendidas en los estudios mexicanistas: insurrección o rebelión (Taylor, Katz, Reina), tumulto (Castro), resistencia local aislada (Lara) o colectiva a la modernización borbónica (Ruiz Medrano), crisis religiosa (Stresser- Péan), inconformidad ligada al control del espacio serrano (Vázquez Carrillo). Partiendo de la descripción del espacio físico de la zona, y de las creencias religiosas de las poblaciones nativas actuales, R. Güereca Durán examina “las modalidades concretas” que asumió el dominio colonial en la Sierra de Tutotepec, para evaluar su eco en el brote de rebelión identificado en 1769, considerado como la expresión de un “cristianismo poco ortodoxo”. En seguida, explica al lector cómo la marginalidad de las comunidades de la Sierra no resulta ser el fruto de su aislamiento geográfico, ya que estuvieron a lo largo de la época colonial integradas al proceso de desarrollo de la economía novohispana. La autora dedica un capítulo a la evangelización de la Sierra por los agustinos, que culmina con la secularización de las parroquias en 1754, una década antes de la rebelión. Reporta cómo durante la segunda mitad del siglo XVIII, las autoridades civiles y eclesiásticas trataron de reforzar la presión del sistema colonial, lo que produjo varias manifestaciones de descontento, preludio de la rebelión de 1769, restituida en un capítulo dedicado a la cronología de los acontecimientos; concluye con un desciframiento del sistema ideológico y de la expresión ritual de la rebelión. De manera ejemplar, la historiadora ha rescatado las contadas fuentes disponibles, esencialmente concentradas en un expediente de los ramos Indios y Tierras del Archivo General de la Nación, en particular la correspondencia entre los principales protagonistas involucrados en la represión de la rebelión, más un documento de un fiscal otomí, verdadero hápax, que permite restituir el “native point of view”.

A la escasez de documentos históricos se agrega la ausencia de investigaciones arqueológicas, a pesar de la presencia de estructuras ceremoniales significativas; la más notable de éstas, Iglesia Vieja o México Chiquito -mayonikha, “lugar de la dualidad” en otomí-, sigue siendo hoy en día el espacio ritual de mayor estimación de todos los otomíes orientales, del Altiplano a la Huasteca, suerte de omphalos, lugar de la creación del universo. Es de suponer que, en la época colonial, esos sitios formaban parte de un conjunto topográfico de cerros sagrados, como lo era el Cerro Azul, cuna de la rebelión de 1769.

La autora insiste en la gran heterogeneidad cultural de la Sierra antes de la llegada de los españoles, donde los otomíes cohabitaban con tepehuas y nahuas, y en el proceso de marginación “en tanto carecía de condiciones favorables para el desarrollo de las actividades productivas prioritarias para los colonos” (p. 54), de tal modo que la población española en la región resultó prácticamente inexistente durante el siglo XVI. R. Güereca Durán subraya cómo, durante esta época, la reducción de la población indígena fue el resultado de la política de congregación de los agustinos, a la cual se agregó la difusión de las epidemias a finales del siglo (pp. 60-61).

En eco de la reducción de los indios de Huayacocotla, la población de Tutotepec siguió disminuyendo, y se vio afectada a lo largo del siglo xvii por la política de repartimiento de los indios desplazados a las minas de Pachuca, política fuente de incontables abusos, denunciados con reacciones de resistencia de parte de los indios serranos (p. 65). En aquel entonces, se verificaba una de las estrategias notables de los indios, la cual iba a ser un arma de resistencia recurrente en caso de enfrentamientos violentos con las autoridades coloniales, la “huida al monte” (p. 72).

Hasta el siglo XVIII, la presencia española en la zona de Tutotepec se mantuvo escasa, pero la falta de comunicación no impidió que las autoridades de la alcaldía mayor de Tulancingo se unieran con los caciques indígenas de los pueblos de la Sierra. Durante este periodo, los nativos no conocieron más de la cultura y de los valores de la sociedad dominante, que lo que podían percibir mediante la pastoral misionera.

Siguiendo la difusión de la religión cristiana en la Sierra, después de la casi inexistente presencia de los franciscanos, es de notar la actividad de un predicador, Andrés Mixcóatl -asimilado a un sustituto de “hombre dios”, según Gruzinski-, recuperando las antiguas creencias en provecho de una acción como dueño de la lluvia (p. 80). Sin embargo, sólo la llegada de los agustinos y la pastoral de Alonso de Borja marcan la verdadera implantación del cristianismo en la Sierra. En un contexto de plurilingüismo, entre una población de habla básicamente otomí, nuevos cultos señalan que “en las comunidades serranas no hubo ni un rechazo unánime, ni una aceptación pasiva de la nueva religión” (p. 89). Entre aprovechamiento y resistencia, se puso en marcha toda una serie de estrategias, de negociaciones, variables según el contexto local, que obligan a contemplar un panorama mucho más diversificado de los avances de la cristianización. Un texto ha servido de referencia clave tanto para los historiadores como para los etnógrafos, a fin de evaluar el impacto de estos dispositivos nativos de protección y de camuflaje de las costumbres: la crónica de Esteban García. Concierne a una época durante la cual el desánimo de los frailes ante el “vicio de la embriaguez” y la poligamia generaba un sentimiento de profunda desilusión. Esteban García proporciona una serie de observaciones cruciales sobre el uso del antiguo calendario prehispánico, el papel amate y la vigencia de las prohibiciones sexuales relativas a los actos rituales, y el sacrificio de aves. Sobre todo, la narración del fraile enfatiza sutilmente el carácter clandestino de esas prácticas, como una contraideología frente a la doctrina de la Iglesia. Comprueba que, por medio de la veneración del Diablo, los otomíes camuflaban de por sí un vortex de creencias de larga tradición prehispánica que los frailes no supieron interpretar más que como una presencia obsesiva del demonio, creyendo que la destrucción física de las “mezquitas” de los “falsos sacerdotes” sería suficiente para que la evangelización fuese un “proceso concluido”, como lo reporta la autora. Aquí sigue vigente una hipótesis explorada por R. Güereca Durán, y que he señalado anteriormente,1 sobre los procesos conscientes de camuflaje del corpus ritual nativo y del aparato conceptual al cual estaba conectado, resultando ser el producto de una compartimentación del sistema de creencias, nativo y cristiano, o como lo expresa la autora, “buscando compaginar ambas realidades” (p. 96). Proceso consolidado por el hecho de que los frailes agustinos no establecieron en el siglo XVII otras vicarías en las demás comunidades de la Sierra. La “apatía” de los agustinos favoreció seguramente la permanencia de la “idolatría” en toda la comarca (p. 111), mientras que en el siglo posterior la eclosión de un nuevo personal político y religioso, la secularización y las reformas de los Borbones, modificaron el panorama sociológico de las comunidades, que se beneficiaban todavía de cierta autonomía, viviendo en un estado de “rusticidad” adeptos aún a la práctica de “huir al monte”. R. Güereca Durán insiste en el impacto de la obra de Fabián y Fuero en la Sierra, que diagnosticó el desmoronamiento espiritual de los nativos, abandonados a “la abominación de sus ídolos”. Las tentativas de civilizar a los indios generaron una serie de tumultos, pero que no pusieron en tela de juicio el orden colonial, sino que trataron de disminuir las injusticias y las arbitrariedades.

El examen de la rebelión de 1769 constituye la parte medular del libro, que la autora desencripta sutilmente. Primero relata los hechos, el surgimiento de un personaje, Diego Agustín, que forma pareja con María Isabel (alias la Virgen de Guadalupe), rodeado de una “corte celestial”, adepto de visiones, taumaturgo profeta del Apocalipsis. Establece un culto en una “mezquita” ubicada en Cerro Azul, cuyo foco de rebelión se extiende a la zona que actualmente corresponde al panhandle del estado de Hidalgo, más algunas comunidades limítrofes del estado de Puebla, dependientes de la alcaldía mayor de Tulancingo. El asalto logrado al Cerro Azul dio por acabado el tumulto (en realidad un auténtico movimiento mesiánico y milenarista), que R. Güereca Durán contempla a partir de un balance crítico de las posiciones de los autores que estudiaron fenómenos análogos en Nueva España (Barabas, Florescano, Castro), y subraya el hecho de que los nativos serranos no intentaron promover un retorno a un pasado prehispánico fantaseado, sino que instalaron un orden social invertido, al asimilar los estatus de los españoles en nombre de la verdadera fe. Un plan elaborado dentro de una nueva “sociedad teocrática” (p. 157), estructurada alrededor de una jerarquía compleja, controlada por el “falso mesías” Diego Agustín, chamán portador de visiones apocalípticas y adepto de psicotrópicos.

En el epílogo de la obra, R. Güereca Durán dedica una convincente síntesis a “la apropiación del catolicismo por los otomíes serranos”, es decir, a su modo de considerarse “los verdaderos cristianos”. Para explicar esta aporía, la autora reporta cómo el mito del fin del mundo y del diluvio entraron en sintonía con los escritos testamentarios, y cómo el proceso de incorporación de la figura de la Virgen de Guadalupe resultó ser a la vez el fruto del espíritu tridentino y de la expansión epidémica de los cultos marianos. La imagen de la virgen coincidió con la de diosas precristianas, un proceso de coalescencia que culminó en la elaboración de una guadalupana nativa. La escalera de Jacob es otra de las figuras clave que fueron adoptadas por los otomíes, y confirma que el nuevo cristianismo indio se declina como directamente procedente de la religión peninsular ibérica. Sin embargo, la persistencia de las cosmovisiones locales, mediante las creencias agrarias, remite directamente a las religiones precortesianas; la relación entre los cerros y el agua, las cruces, o el simbolismo de las serpientes, se asocian a la figura compleja del “hombre-dios”, receptáculo de la esencia divina.

Para terminar, la autora hace de nuevo hincapié en la manera en que los otomíes serranos supieron aprovechar el territorio; sus montes, sus acantilados, sus cuevas, sus cerros, saturados de símbolos, ajenos a la presencia de las autoridades civiles y eclesiásticas, en donde podían ejercer su estrategia de “huida al monte” como respuesta a los abusos y a un trato injusto de parte de los representantes del poder colonial.

R. Güereca Durán no recurre a explicaciones unilaterales. Combina una serie de reflexiones que conforman una explicación convincente del papel de la rebelión de 1769, como consecuencia de las transformaciones de la sociedad novohispana a mediados del siglo XVIII, de la presión del tributo y de las exigencias económicas sobre la población indígena (p. 209), pero también enfatiza el papel de la religión nativa, conectando el carácter mesiánico de la rebelión con la actuación central de los chamanes en la sociedad otomí. Aplastada en un fulgurante lapso de tiempo (un mes), la rebelión dio paso a otras vías de expresión del ethos otomí, hasta la época actual.

De ninguna manera, este resumen concede justicia a la riqueza de una obra que se impondrá como una referencia indispensable sobre no solamente la rebelión de 1769, sino también sobre la historia colonial de este rincón de la Sierra Madre, y como una aportación decisiva para los antropólogos dedicados al estudio de las poblaciones nativas del hinterland serrano.

R. Güereca Durán procede a una larga exposición de los fundamentos de la cosmovisión de los otomíes actuales, ampliamente documentada, pero no se aprecia claramente cómo los dispositivos ideológicos de los otomíes serranos actuales (que no por ser cristianos dejan de manejar códigos simbólicos oriundos de la larga tradición mesoamericana) se podrían articular con esta espectacular explosión mesiánica y milenarista. La aparente paradoja es que conocemos mejor los Grundrisse precoloniales de esta tradición religiosa del siglo XVIII a partir del corpus etnográfico contemporáneo que por el escaneo de las fuentes históricas, en particular cómo el cuerpo otomí sirve de archivo, de memoria y soporte de un complejo sofisticado de representaciones que rige la etiología y la escatología, la ontogénesis y la filogénesis, y cómo la proyección del cuerpo en la naturaleza da cuenta de una cartografía fina del territorio, saturado de símbolos claves, cuyo repertorio aparece plasmado en figurillas de papel, cuya huella histórica confirman las investigaciones de la autora. Es cierto que el concepto de Diablo ha permitido encapsular toda una serie de creencias de origen prehispánico que los eclesiásticos no supieron relacionar de otra manera con “esta figura muy negra” señalada por el padre Esteban García a mediados del siglo xvii. Queda pendiente un enigma: ¿por qué el brote sedicioso de 1769 no tuvo efectos colaterales, ni pudo generar hasta hoy otras manifestaciones de inconformidad, ni dar a luz a una suerte de hubris generalizado, para consolidar esta fascinante utopía de nativización de la religión católica, al horizonte de las creencias de los serranos?

Podríamos concluir que, durante la época colonial, la inteligencia política de los otomíes se ha negociado por medio de toda esta serie de dispositivos rituales que facilitaron la aclimatación, mediante una lenta percolación, de los fundamentales de la religión católica, o que les permitió, por un efecto de quiasma, reforzar su propia identidad étnica, apegados a una ideología compartida de la servidumbre voluntaria, que los aparatos del poder virreinal supieron aprovechar en detrimento de los indios. El libro de R. Güereca Durán describe con lucidez y empatía el panorama agitado de la odisea colonial de los otomíes orientales. Es la obra de una joven investigadora, cuya madurez intelectual merece los más sinceros elogios.

1Jacques Galinier, La mitad del mundo. Cuerpo y cosmos en los rituales otomíes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Instituto Nacional Indigenista, 1990, pp. 44-50.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons