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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68i1.3649 

Reseñas

Sobre Michael T. Ducey, Una nación de pueblos: revueltas y rebeliones en la Huasteca mexicana, 1750-1850

Sergio Eduardo Carrera Quezada1 

1El Colegio de México

Ducey, Michael T.. Una nación de pueblos: revueltas y rebeliones en la Huasteca mexicana, 1750-1850. Xalapa: Universidad Veracruzana, 2015. 352p. ISBN: 978-607-502-436-3.


En 1554 el agustino fray Nicolás de San Vicente Paulo informó al rey de España que “En todas partes lo había señor universal, como en México y Michoacán y Mestitlán, eceto en la Guasteca, que es tierra de Pánuco, que cada lugarejo estaba por sí y tenían guerras y lianzas con quien les mejor parecía, como las señorías de Italia”.1 Más allá de una discutible analogía con la sociedad señorial europea, este religioso quiso dar a entender que en la Huasteca no había una organización estatal centralizada al momento de la llegada de los españoles, porque cada señorío se gobernaba de manera autónoma bajo la dirigencia política y militar de sus señores particulares. Además de ser una de las pocas referencias del siglo XVI sobre la región, la traigo a colación porque, desde mi punto de vista, comparte algunas semejanzas con las características de los pueblos huastecos durante la primera mitad del siglo XIX que nos presenta Michael Ducey en Una nación de pueblos, obra recién traducida al castellano, después de poco más de una década de su publicación en inglés. No quiero dejar de señalar que el título condensa las aspiraciones y acciones de los insurgentes en esta región, cuya principal apuesta fue la formación de un Estado nacional con base en una “confederación de regiones” donde cada pueblo conservara su autonomía.

La investigación de Ducey tiene el atino de escapar de una periodización rígida y conservadora, pues abarca un siglo (1750-1850) que puede considerarse transitorio entre el régimen colonial y la conformación de México en una república independiente. Esta alternativa metodológica le sirvió para abordar problemáticas de significativa trascendencia, apreciar rupturas y continuidades en los sistemas políticos, y dar cuenta de la participación de la población campesina e indígena en la formación del Estado mediante el manejo del discurso nacional y las diversas expresiones de la política local. Es un interesante estudio que tiene por objeto analizar lo que el autor llama “política popular”, entendida tanto por las manifestaciones de rebeldía e insurgencia como por la apropiación de las ideas de nación y ciudadanía por parte de los grupos subalternos, dotándolas de significados distintos a los de la ideología hegemónica. En otras palabras, es una historia de la cultura política a nivel regional que explica un fenómeno esencialmente nacional. Desde esta perspectiva, es preciso señalar que el autor se sostiene sobre dos principales pilares: el primero, la propuesta de Benedict Anderson que entiende al Estado como una “comunidad imaginada”, y el segundo, las teorías desarrolladas por E. P. Thompson y James Scott, relativas a la economía moral y las relaciones entre clases subalternas y hegemónicas en la formación del Estado. No resulta extraño, entonces, encontrar correspondencias con las obras de Florencia Mallon, Peter Guardino y Torcuato Di Tella, por mencionar sólo algunos autores, puesto que forman un conjunto de investigaciones desarrolladas al mismo compás.

Dentro del conjunto de temas que se desmenuzan en este libro, sin duda el más llamativo es el de las revueltas y rebeliones, asunto que siempre ha despertado interés entre los estudiosos y simpatizantes de las causas populares. Sin embargo, Ducey no se deja llevar por el romanticismo y aprovecha para tomar distancia de la historiografía tradicional que explica los levantamientos del periodo colonial y la insurgencia nacional por medio del problema agrario. Aunque de manera astuta se apoya en las revueltas para atraer la atención del lector, su intención es escudriñar en los motivos de los habitantes de las poblaciones huastecas para tomar las armas en el marco de la convulsiva transición de regímenes políticos. No se queda con una explicación simplificada de causas y efectos, toda vez que sostiene la premisa de que los alzamientos populares en este periodo se debieron a la concurrencia de factores políticos y socioeconómicos, tales como los conflictos por el abuso de las autoridades locales, los cismas entre los grupos de poder asentados en las cabeceras políticas y también con los habitantes de las localidades sujetas, los antagonismos en las elecciones para los puestos en las instancias de gobierno y la imposición de gravámenes fiscales a ciertas mercancías de producción regional. En todo caso, aquí las rebeliones son un vehículo para aproximarse al ejercicio de la política entre los nahuas, totonacos y teenek de la Huasteca, sus posturas sobre cómo debían constituirse los gobiernos locales, así como las apropiaciones del discurso nacional y el derecho a la ciudadanía.

Ducey inicia su planteamiento con las revueltas en Papantla entre 1767 y 1787, cuando los totonacos repudiaron los abusos de los alcaldes mayores por los repartos de mercancías y se opusieron a las nuevas recaudaciones fiscales impuestas por la administración borbónica. Otros alzamientos tuvieron lugar en la jurisdicción de Yahualica entre 1788 y 1803 por causa de los descontentos de los nahuas contra las autoridades civiles y eclesiásticas por la extralimitación de sus facultades (aumento de impuestos, arrestos arbitrarios, incidencia en las elecciones, exigencia de trabajos personales), pero también por los faccionalismos internos de las repúblicas de naturales y los conflictos entre las cabeceras y las localidades sujetas. Ambos ejemplos guardan ciertas similitudes en sus orígenes, y aunque tuvieron distintos desenlaces, muestran que la crisis del poder colonial se manifestó dentro de los pueblos de indios. Las repúblicas de naturales comenzaron a debilitarse y el mando de sus oficiales (gobernadores y alcaldes) fue cuestionado por los indios del común. En el caso papanteco los indígenas encontraron una representación alternativa en los mahuinas (autoridades tradicionales al margen de los cargos oficiales de la república de indios) y en los líderes que dirigieron los levantamientos contra los funcionarios españoles. Pero en Yahualica las revueltas frente a los representantes de la corona también fomentaron los antagonismos entre los indios que gobernaban desde las cabeceras y los macehuales de las localidades sujetas que querían separarse para formar sus propios gobiernos y administrar sus recursos de manera autónoma.

Al iniciar el siglo xix la gobernabilidad en los pueblos de la Huasteca oscilaba entre la desgastada legitimidad de las instancias del antiguo régimen y la proclama del constitucionalismo para la formación de una nueva nación. Nos explica cómo se vivió la guerra independentista en un doble sentido: la manera en que los habitantes de esta región redefinieron sus lazos políticos y cómo las vicisitudes locales tuvieron repercusiones en la formación del Estado. Los líderes insurgentes regionales, como José Francisco Osorno y Serafín Olarte, tañeron la campana libertadora contra la élite, los hacendados y el ejército realista, pero al mismo tiempo abrazaron el proyecto constitucionalista porque sostenían que este nuevo orden político ofrecía ventajas para el fortalecimiento de la autonomía de los ayuntamientos, la administración municipal y el ejercicio del derecho a la ciudadanía. Más allá de la descripción de los hechos, lo importante aquí es cómo el autor caracteriza al conflicto bélico: “la insurgencia era una difusa confederación de cantones rebeldes, cada uno con su propio líder que guardaba con celo la autonomía de sus acciones” (p. 161). En este sentido, los insurgentes rurales luchaban para que sus localidades se constituyeran como ayuntamientos y que se les respetaran los derechos que confería la Constitución de 1824.

Pero la interpretación del constitucionalismo también dio origen a las disputas por el poder local, protagonizadas por las cabeceras donde se asentaban las tradicionales sedes de gobierno y los sujetos con más de 1 000 habitantes que buscaban constituirse como ayuntamientos. El autor retoma a Guy Thomson y nos dice que los habitantes de los pueblos huastecos aprendieron un “bilingüismo político” para aprovechar las ventajas del ejercicio de la ciudadanía, pero sin perder por completo el bagaje de las repúblicas de indios coloniales. Con todo, la ilusión del constitucionalismo comenzó a esfumarse cuando los ayuntamientos se vieron obligados a imponer nuevos impuestos municipales que no cayeron bien en el ánimo de los residentes de los asentamientos sujetos. Asimismo, el surgimiento de nuevos faccionalismos y las disputas entre las cabeceras de las prefecturas y distritos fraccionaron la propuesta para la fundación de una entidad estatal (1832). Los continuos fracasos de esta iniciativa evidenciaron, por un lado, que la Huasteca carecía de la preeminencia de una ciudad que despuntara como capital de un nuevo estado, y por otro, que los ayuntamientos deseaban gobernarse de manera autónoma.

Ducey retoma las rebeliones en Papantla para abordar el descontento social contra el gobierno centralista que impuso limitaciones a la representatividad de los ayuntamientos y su capacidad administrativa. Mediante la rebelión liderada por Mariano Olarte, que se extendió hasta el norte de Veracruz entre 1836 y 1839, el autor analiza las proclamas políticas de los rebeldes y los motivos por los que blandieron un “federalismo popular” para combatir a los centralistas. Explica que los planes políticos elaborados por este rebelde papanteco estaban cargados de un discurso público con las demandas y propuestas de la población inconforme, con el firme propósito de que su voz hiciera eco en la esfera nacional en aras de una transformación del orden gubernamental en todos los niveles. A diferencia de los alzamientos coloniales y de las primeras décadas decimonónicas, el movimiento conducido por Olarte demostró mayor capacidad de convocatoria y cohesión, debido a que los líderes de los poblados tenían como objetivo común el fortalecimiento de los ayuntamientos. Sin embargo, estos “políticos-guerreros”, como los llama el autor, no dejaron de responder a sus propios intereses ni de negociar con otras facciones políticas, porque “ni siquiera en su tierra natal, Olarte logró disfrutar de una obediencia incondicional” (p. 252).

La última de las seis secciones que componen la obra está dedicada a la denominada “guerra de castas” en la Huasteca entre 1845 y 1850, cuyas características poco tienen que ver con la rebelión de los mayas yucatecos del mismo periodo, a pesar de las opiniones periodísticas de la época. A la invasión estadounidense y la crisis del gobierno centralista se sumó la incapacidad del ejército mexicano de controlar los levantamientos en el campo, situación que aprovecharon los campesinos y aparceros de las haciendas en los distritos huastecos para rebelarse contra sus amos. Ducey señala que el problema agrario fue el motor de estos alzamientos, aunque en el fondo tenían propósitos políticos. Los rebeldes demandaron la anulación de las deudas y los pagos por arrendamientos a los hacendados, así como la revisión de los títulos de las fincas, porque argumentaban que sus pueblos de origen eran los dueños legítimos de las tierras y que habían sido despojados por los propietarios. Asimismo, reclamaron el relevo de los funcionarios locales para que ellos pudieran elegirlos conforme a sus intereses, demanda que evidenció, una vez más, los desacuerdos entre las localidades sujetas y las autoridades de las cabeceras de los municipios.

Finalmente, el ingrediente principal de las rebeliones en la Huasteca fue el interés de la población indígena en el reordenamiento de los gobiernos locales, desde sus cuestionamientos a las figuras representativas de las repúblicas de indios en la colonia, hasta su participación en la formación de los ayuntamientos constitucionales en el transcurso de las primeras décadas de México como una nación independiente. El componente que buscaron preservar era la municipalidad, es decir, la organización corporativa para la administración de los recursos, y repudiaron toda muestra de individualismo o amenaza a la autonomía de sus poblaciones. A pesar de haber adoptado la postura política más adecuada a sus necesidades, el autor concluye que “los campesinos tenían conciencia de la nación, y para resolver la contradicción entre pueblo y nación buscaron crear una liga de pueblos: una nación sin jerarquías y sin cabeceras” (pp. 314-315). Aunque esta aspiración no llegó a concretarse, es posible constatar que la pervivencia de los municipios actuales es el resultado de las acciones de sus habitantes en el pasado.

A lo largo de esta investigación, sin embargo, su autor quiso demostrar que los problemas agrarios no fueron los principales motivos de las rebeliones en la Huasteca durante el siglo de transición. Quizá los pueblos contaban con suficiente tierra, pero lo cierto es que conforme avanzaba el siglo XIX cada vez poseían menos, debido al incremento de las haciendas. No obstante, mi lectura es que este estudio no les otorga la importancia debida a los espacios jurisdiccionales de los pueblos, ni tampoco a los procedimientos de deslindes y titulaciones de bienes de comunidad, en particular a las composiciones de tierras que se realizaron durante el último siglo de dominio colonial. Este proceso jurídico arroja luz sobre las posteriores disputas entre los poblados indígenas y los propietarios de las haciendas, pero sobre todo ayuda a comprender cuáles fueron los fundamentos de las localidades sujetas para separarse de sus cabeceras políticas y constituirse en gobiernos locales autónomos, pues por lo regular buscaban tener derechos jurisdiccionales para el control de recursos municipales. Asimismo, no hay un espacio dedicado a las cofradías o hermandades religiosas, lo que fue de ellas una vez que las repúblicas de indios fueron sustituidas por los ayuntamientos y si hallaron un espacio de representación alterno a la institucionalización de los nuevos gobiernos locales en el siglo XIX. Un análisis más profundo de los recursos comunales y las finanzas municipales hubiera aportado mayor información acerca de lo que estaba en juego.

Una nación de pueblos es una obra sustentada en profusas fuentes documentales examinadas con la visión crítica que exige el rigor académico. De lectura ágil y amena, es un libro que va más allá de las rebeliones o revueltas populares en un rincón de México. Con certeza recibirá la atención de los interesados en los estudios acerca de la Huasteca, pero principalmente de los especialistas dedicados al abigarra do periodo de transición de regímenes políticos. La formación de los Estados es un proceso que debe abordarse en sus múltiples escalas, es decir, desde la dimensión local hasta la continental. Este libro es un excelente ejemplo de ello.

1“Parecer de fray Nicolás de San Vicente Paulo, de la Orden de San Agustín, sobre el modo que tenían de tributar los indios en tiempos de la gentilidad. Mextitlán, a 27 de agosto de 1554”, Epistolario de Nueva España, 1505-1818, t. XVI, apéndices e índices, recopilado por Francisco del Paso y Troncoso, México, Antigua Librería Robredo, Porrúa e Hijos, 1942, p. 56.

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