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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2018

 

Reseñas

Sobre Francisco Cervantes Bello y María del Pilar Martínez López Cano (coords.), La dimensión imperial de la Iglesia novohispana

Pilar Gonzalbo Aizpuru1 

1El Colegio de México

Cervantes Bello, Francisco Javier; Martínez López-Cano, María del Pilar. La dimensión imperial de la Iglesia novohispana. México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016. 360p. ISBN: 978-607-525-053-3.


Se trata de un libro que se antoja necesario dentro de la bibliografía, ya bastante nutrida, relativa a la Iglesia católica en México, y que en este caso se refiere a un tiempo en el que habría sido innecesario señalar de qué Iglesia se hablaba, puesto que sólo se admitía la existencia de una, única, verdadera, eterna, indiscutible. Por lo mismo, no requiere fijar fechas o periodos, porque el título lo dice: la Iglesia novohispana, la que abarcó los 300 años del virreinato y proyectó su influencia por otros 200. Dentro de la relativa y quizá necesaria ambigüedad, la referencia a la dimensión imperial lleva al lector en busca de la trascendencia de normas y proyectos que aspiraron a legitimar decisiones humanas mediante su identificación con designios divinos, a la vez que se respaldaba a las autoridades eclesiásticas con los instrumentos del poder. Los textos se refieren a esa difícil relación entre las dos majestades, que permitió sentar las bases de la organización eclesiástica, establecer jerarquías y sustentar los poderes de los prelados, a la vez que, repetidamente, marcó límites e impuso reglas a la política y a la acción eclesiástica. Así entendido, no es raro que las órdenes regulares sean tan sólo una sombra fugaz en uno de los capítulos, porque lo que se busca destacar es la fortaleza de los lazos que unían a la Iglesia novohispana con la metrópoli, y éstos pasaban necesariamente por la jerarquía ordinaria. Dentro de ese marco van encajando los textos sucesivos, que tratan de los vínculos y las rupturas, las peculiaridades en muchos terrenos y la obligada uniformidad dentro del proyecto imperial. Por fortuna, no tropezamos con “monjitas” ni con santos ascetas penitentes, ni con generosas dádivas de inspiración divina ni con tiranías perversas inspiradas por fuerzas infernales. Lo que encontramos, más o menos explícito, a lo largo de toda la obra, son manifestaciones de luchas de poder, recelos y antagonismos, forcejeos por imponer novedades o por retroceder a un pasado de virtudes cristianas y de pureza angélica que nunca se hizo realidad.

La división del libro en cuatro secciones establece cierto orden en lo que se antojaría una miscelánea de temas variados, y que logra articular, dentro de lo que podemos ver como el proyecto de inserción de las iglesias hispanoamericanas, en un conjunto imperial. Dentro de ese conjunto, la atención se centra en la Nueva España y su relación con la metrópoli, sólo acompañada ocasionalmente de alguna referencia a la normatividad dirigida a todos los dominios de la corona española. El apartado de la política eclesiástica se inicia, precisamente, con las primeras decisiones de erección de diócesis en todo el continente durante la primera mitad del siglo XVI. Leticia Pérez Puente se refiere a la creación de las jurisdicciones, que, tras vacilaciones, cambios y traslados, ya en 1546 se pretendían distribuir en tres grandes provincias eclesiásticas (México, Santo Domingo y Lima), con sus respectivos arzobispos y las diócesis sufragáneas correspondientes a cada uno. La autora destaca la importancia de las juntas eclesiásticas o juntas apostólicas, como se han llamado también, que durante las primeras décadas del dominio español contribuyeron a plantear problemas, sugerir soluciones y sembrar algunas inquietudes entre el clero regular y secular que ya preveía el origen de antagonismos.

Jessica Ramírez Méndez se refiere a los primeros intentos de la corona por limitar el poder de las órdenes regulares que iniciaban su influencia preponderante sobre las provincias del imperio. Sin contravenir abiertamente los decretos de Trento, Felipe II pretendió en vano imponer a todas las religiones un modelo de centralización en la figura de comisarios generales, con autoridad sobre todos los conventos de sus respectivas reglas en el Nuevo Mundo, cuya elección estaría en gran parte dominada por el monarca, y que en buena medida quedaría sometido a las directrices impuestas por el regio patronato. Los religiosos resistieron firmemente la imposición de una autoridad que no estaba considerada en sus reglamentos y que podía añadir obstáculos a la ya mediatizada comunicación directa de los religiosos con el papa. El intento real de lograr mayor control sobre los regulares fracasó en gran parte, aunque sí logró, en cambio, que, al menos en el terreno de las normas y en la orden franciscana, abrumadoramente mayoritaria en algunas provincias, se recomendara la vuelta a la observancia de las reglas primitivas, con la supresión de los frailes llamados conventuales, además de la exclusión de los extranjeros de los cargos dirigentes.

En el tercer capítulo, último de esta primera parte, Antonio Rubial trata extensamente del episcopado criollo en la Nueva España y plantea desde distintos ángulos el tema de la discutida marginación de los clérigos americanos para gozar los beneficios más prestigiados, las jurisdicciones más poderosas y las rentas más opulentas. Desde el comienzo, menciona los distintos criterios para considerar a un eclesiástico americano, ya fuera por haber nacido en las Indias o por haber tomado los hábitos tras su llegada, por haber sido beneficiado con una prebenda o por haber desempeñado efectivamente su función. Se refiere a la persistencia de la idea de que existió en las altas esferas de gobierno un prejuicio contra los americanos. Este prejuicio fue rebatido por Beristain y Souza con listas no muy confiables, al considerar igualmente a los nominados y a los que llegaron a ostentar la mitra. Rubial analiza la frecuencia con que los clérigos españoles rechazaban la designación porque se resistían a viajar a América, y los casos en que no llegaban a su destino porque morían antes de que se completasen los trámites. Afina su análisis al considerar que gran parte de los electos, llegasen o no a ocupar su sede, pertenecían a órdenes regulares, cuya influencia en la corte dependía del favor del monarca en turno y, muy en especial, de la influencia de quien fuera confesor real. Es así como estos tres primeros capítulos dejan en claro que hubo proyectos exitosos y fracasados, que no todas las decisiones se llevaron a la práctica y que en todas las épocas existió, visible o solapada, la pugna entre los poderes eclesiásticos y civiles por aumentar su poder mediante los órganos que influían en la conciencia de la población.

Como un paréntesis, en el que no se mencionan jerarquías ni diócesis, pero sin duda puede encontrarse la pesada mano de la política imperial, los dos artículos referentes a la censura y circulación de libros enriquecen el panorama, al mostrar la trascendencia de unas directrices que no se limitaban a cuestiones de política, administración y relaciones jerárquicas. El extenso artículo de Enrique González proporciona mucho más de lo que el título ofrece: no sólo habla de la preocupación de Felipe II por censurar las lecturas de sus vasallos, sino que trata también de la situación de la Iglesia europea tras la paz de Augsburgo y el triunfo de los príncipes protestantes, la persecución ordenada contra los grupos piadosos, más o menos cercanos a las ideas de la Reforma, con los sangrientos autos de fe en varias ciudades españolas, y los edictos relativos a la impresión y venta de libros por la pragmática de 1558. Ya con esto queda perfilado el alcance de una censura nacional que, inevitablemente, pronto vendría acompañada de las restricciones para la entrada a los reinos de Castilla de cualquier libro potencialmente peligroso para la estabilidad de los dogmas, los cánones y las normas que pronto quedarían establecidos en Trento. Pero España fue más allá, no se conformó con el Índice de libros prohibidos por la Iglesia de Roma, sino que elaboró sus propios índices, mucho más detallados y numerosos, a partir del redactado por el inquisidor Valdés y luego ampliado en ediciones sucesivas. Enrique González documenta ampliamente la serie de restricciones impuestas a los libros en romance, que eran los más leídos por el público seglar no académico. Los más destacados poetas y místicos del siglo de oro de la literatura española desfilaron por las páginas de los índices y hoy nos los muestra el autor, con las referencias de sus obras prohibidas y sus problemas con la Inquisición. Fray Luis de León y el de Granada, Francisco de Borja, que muy pronto sería canonizado, y Hernando de Talavera, que fuera confesor de la reina Isabel, Juan de Ávila y Teresa, la gran reformadora del Carmelo y orgullo de la Iglesia española. Todos tuvieron problemas más o menos graves con la Inquisición.

En el último inciso, sobre la censura en la Nueva España (que bien podría constituir por sí solo un capítulo), encontramos a quienes conocemos como evangelizadores destacados y humanistas reconocidos. Fray Juan de Zumárraga, Alonso de Molina, Maturino Gilberti, Alonso López de Hinojosos abren la lista en la que entraron eclesiásticos de todas las órdenes establecidas en el virreinato. Resulta de sumo interés la observación de que en la Nueva España no sólo se retiraron de circulación las obras que podían tener algún pasaje peligroso desde el punto de vista de la ortodoxia más rigurosa, sino también cuanto pudiera estimular el deseo de reflexionar sobre cuestiones que implicaban algún riesgo de herejía. Podríamos sintetizar que la obligación de los censores era evitar que los lectores cayesen en la grave tentación de pensar. Como un momento de esperanza, Enrique González destaca la trascendencia de la apertura de la Real Universidad de México, cuyo libre ejercicio requeriría nutrirse con lecturas, y el desencanto ante su impotencia, por problemas económicos, para suplir con la edición de libros académicos la carencia de los que resultaban inaccesibles. En el nivel intermedio de estudios de humanidades, los textos escolares, cuidadosamente expurgados por los jesuitas para la instrucción de los jóvenes, pueden servir de cierre de esta reseña que hace evidentes las consecuencias del fanatismo de una población que debería cerrar sus ojos y sus oídos a todo lo que no hubiera sido cuidadosamente revisado por los rigurosos censores.

Con tal panorama, espléndidamente detallado y explicado en el capítulo anterior, poco pueden sorprendernos las vicisitudes de un texto piadoso, el Ramillete de divinas flores, del cual nos habla Olivia Moreno. Para una población preocupada por los problemas de la salvación y ansiosa por alcanzar la vida eterna, las lecturas que incluían recomendaciones de ascetismo y penitencia eran los manuales más solicitados; pero también se trataba de los textos en los que los inquisidores podían encontrar más peligros de desviaciones de la “sana doctrina”, única autorizada. Ya que el libro incluía fragmentos de algunos textos sagrados, en ellos encontraron los censores signos de alarma que ocasionaron la denuncia de la obra. Para fortuna de los entusiastas lectores, que apreciaban y quizá ponían en práctica algunas recomendaciones en el camino de la perfección, para cuando se prohibió el libro ya se habían realizado numerosas reediciones y resultaba casi imposible retirar los ejemplares en circulación y ya leídos.

Ya en la tercera parte, y con el protagonismo del inefable don Juan de Palafox y Mendoza, Óscar Mazín nos introduce en los entresijos de las influencias cortesanas, con las amplias redes de relaciones que facilitaban o entorpecían los negocios, según los favores accesibles y la eficacia de las instrucciones transmitidas a distancia. Desde su diócesis angelopolitana, Palafox encomendaba a su procurador en la corte la forma en que podía influir en apoyo de las reformas que intentaba establecer. Eran tiempos en que toda decisión requería el beneplácito del valido en turno, y nuestro prelado aprovechó la intervención de sus amistades, cercanas al Conde-Duque de Olivares, pero fracasó cuando el antes omnipotente Conde-Duque fue sustituido por Luis de Haro. En 1648, en plena represión de los antiguos personajes influyentes y con la enemistad de la orden franciscana y de la Compañía de Jesús, Palafox recibió la orden de regresar a España, destinado a la diócesis en decadencia de Burgo de Osma y retirado de su participación en el Consejo de Indias.

Iván Escamilla, en el capítulo séptimo, expone cómo no sólo los validos tenían influencia sobre las decisiones reales, sino que, tanto ellos como los cortesanos más allegados al monarca, intrigaban para lograr la designación del confesor real, que no sólo era una autoridad moral sobre la real conciencia, sino que también participaba en juntas consultivas y órganos de gobierno, hasta el punto de que el confesor de Felipe IV llegó a ser presidente del Consejo de la Inquisición. Aunque cabría pensar que los frailes regulares estarían alejados de las vanidades mundanas, ellos fueron los más beneficiados con la cercanía del rey. No en vano Antonio Rubial los ha etiquetado como “religiosos cortesanos”. Durante la primera mitad del siglo XVIII, los reyes de la casa de Borbón dieron su confianza a la Compañía de Jesús, a la cual pertenecieron los confesores de Felipe V y Fernando VI. La influencia que ejercieron sobre monarcas depresivos y oprimidos por conciencias escrupulosas les permitió alcanzar un poder que les concitó enemistades y propició la reacción antijesuítica desencadenada en el siguiente reinado.

La cuarta y última parte del libro retorna al medio indiano y, en particular, al virreinato de la Nueva España. El texto de Pilar Martínez López-Cano analiza los conflictos de jurisdicción entre la Comisaría de Cruzada y las instancias de gobierno del virreinato y del arzobispado de México. Autoridades eclesiásticas y civiles se disputaron las jugosas rentas que recibía el comisario, hasta que se resolvió que la recaudación de la Cruzada correspondía a la Real Hacienda, con exclusiva competencia del virrey. Siguiendo con las cuestiones económicas, Francisco Cervantes detalla las razones por las que no sólo la mitra sino otros beneficios eclesiásticos eran la aspiración de los clérigos que, al obtener una prebenda ganaban rentas, privilegios y estatus social. Los beneficiados recurrían a fiadores que los respaldaban durante el periodo que transcurría entre su nombramiento y los cuatro meses siguientes a la toma de posesión.

Los dos últimos artículos vuelven al tema de las reformas, pero ya centradas en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando con mayor empeño impuso la corona cambios sustanciales en la organización eclesiástica y en la vida religiosa. María Teresa Álvarez de Icaza Longoria las enfoca desde la perspectiva del arzobispo Manuel Rubio y Salinas, responsable de llevar a la práctica las recomendaciones de juntas de ministros y teólogos, encaminadas a reducir en los virreinatos americanos el número de religiosos a cargo de doctrinas, que deberían sustituirse progresivamente por clérigos seculares. Al mismo tiempo, debería procederse a evitar que las órdenes regulares siguieran acumulando bienes materiales. Convencido del derecho real a organizar la Iglesia indiana y de los beneficios que acarrearía la secularización de las doctrinas y parroquias de indios, el prelado inició la aplicación de las reformas. Pese a su aparente buena voluntad y confianza en las ventajas de los cambios, no sólo los regulares sino los párrocos seculares alzaron protestas contra las reformas y de eso trata el último capítulo del libro, en el que Rodolfo Aguirre se refiere a los problemas de sustento de los curatos, muy desiguales en cuanto a los ingresos percibidos y que habían logrado sostenerse gracias a los acuerdos sobre cobro de aranceles negociados con las respectivas diócesis. Si en las ciudades podía contarse con un adecuado nivel de ingresos seguros, en los pueblos de indios recaía sobre los feligreses, pobres o paupérrimos, el mantenimiento del cura o doctrinero. La solución de adjudicar a las parroquias pobres una parte del diezmo recolectado por el obispado generó nuevas protestas, porque los obispos y sus cabildos no estaban dispuestos a renunciar a lo que consideraban su derecho y, sin duda, era uno de los mayores atractivos de sus canonjías. En la práctica se produjeron continuos problemas, cuando las doctrinas secularizadas, que habían disfrutado de razonables ingresos en manos de los regulares, quedaron prácticamente en ruinas cuando las recibieron los nuevos párrocos. Los indios, por su parte, aprovecharon la coyuntura para negociar rebajas en los pagos de obvenciones parroquiales y levantaron nuevas protestas cuando se establecieron los reglamentos de los bienes de comunidad, que les impedían usar libremente de los fondos que habitualmente empleaban en las fiestas locales y en el mantenimiento de la parroquia y de las casas de comunidad.

Ya con el broche de estos últimos capítulos, el libro cierra el ciclo iniciado con la exposición de una primera estructura eclesiástica y unos incipientes intentos de reforma, para terminar con los trascendentales cambios que, en busca de la modernidad, provocaron descontento entre el clero y entre los fieles. Puedo preguntarme, al terminar la lectura, si estoy convencida de saber ahora algo más y entender algo mejor el funcionamiento de la Iglesia novohispana e incluso hispanoamericana, dentro del ámbito de la monarquía española. La respuesta es afirmativa: el libro abre posibles explicaciones de conflictos conocidos, deja espacio a nuevas preguntas y permite sugerir otros temas y posibles respuestas. Sin afirmaciones dogmáticas ni conclusiones categóricas, sin recurrir a fáciles caminos trillados, plantea inquietudes y muestra caminos, tal como puede pedirse a un libro académico digno de leerse y consultarse. Su contenido se orienta a las relaciones entre la Iglesia y la monarquía, pero, al mismo tiempo, trata de la sociedad y de la vida en el mundo hispanoamericano durante los tres siglos de domino español.

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