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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2018

 

Reseñas

Sobre María Teresa Álvarez Icaza Longoria, La secularización de doctrinas y misiones en el Arzobispado de México, 1749-1789

Dorothy Tanck de Estrada1 

1El Colegio de México

Álvarez Icaza Longoria, María Teresa. La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispado de México, 1749-1789. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2015. reimpresión 2016, 306p. ISBN: 978-607-026-591-4.


El título de este libro, muy exacto en su temática y preciso en sus fechas, anuncia claramente la forma en que tres arzobispos de México y ocho virreyes llevaron a cabo la casi completa expulsión de los frailes de los pueblos de indios de la Nueva España en un periodo de 40 años, de 1749 a 1789. La exactitud en el título se desarrolla en el análisis histórico presentado en cinco capítulos: I. El largo camino a la secularización; II. La prelacía de Manuel Rubio y Salinas, 1749-1765; III. La prelacía de Francisco Antonio de Lorenzana, 1766-1771; IV. La prelacía de Alonso Núñez de Haro y Peralta, 1772-1789; V. El impacto del programa de secularización: una visión de conjunto.

El primer capítulo revisa la historia de la península Ibérica durante la cual “la potestad espiritual era parte fundamental del poder político”. Al llegar a 1493, España recibió del papa el dominio legítimo sobre los territorios indianos recientemente descubiertos y el derecho de designar a los sacerdotes y ejercer la autoridad en el terreno eclesiástico. El Real Patronato le permitía al monarca español la presentación de candidatos para los oficios eclesiásticos en las Indias, la percepción del diezmo, la fijación de límites diocesanos y la intervención en conflictos entre obispos y las órdenes religiosas. En 1522 el papa autorizó que la labor misionera entre los indios de la Nueva España se llevara a cabo por los sacerdotes franciscanos, agustinos y dominicos. Posteriormente, durante los siglos XVI y XVII, en la Nueva España los colegios jesuitas y la Universidad preparaba sacerdotes diocesanos que recibieron parroquias en las ciudades, villas y algunos pueblos de indios. Muchos de ellos conocieron o aprendieron las dos principales lenguas indígenas del arzobispado: mexicano y otomí. Estos sacerdotes formaban el clero secular, del latín saeculum, que significaba que vivían en el mundo, mientras que los frailes pertenecían al clero regular, basado en la palabra regla, que significaba que vivieron en un convento bajo las reglas de una de las órdenes religiosas. En este capítulo la autora presenta excelentes mapas y cuadros para mostrar la situación que vivían el clero regular y el secular en el arzobispado en 1746.

El capítulo II muestra la manera en que el enfoque del gobierno español cambió. El rey Fernando VI convocó en 1748 a una junta de los dirigentes del Consejo de Indias y de los recientemente nombrados arzobispos de México y Lima. Criticaron el “lastimoso estado” de las órdenes de frailes en las Indias, las cuales estaban bajo la jurisdicción del papa, y la urgente necesidad de entregar las parroquias (llamadas “doctrinas”) dirigidas por dichos sacerdotes regulares a los sacerdotes del clero secular, que estaban bajo la jurisdicción de los obispos. Otra razón para quitar a los regulares fue que la situación de urgencia del siglo XVI había cambiado: ya no existía una escasez de sacerdotes diocesanos. Por eso, se mandó en 1749 a los virreyes de México, Lima y Santa Fe de Bogotá que se quitaran los sacerdotes regulares de las doctrinas y se nombraran miembros del clero seglar para dirigir las parroquias. Así se podría realizar lo indicado en el título del libro: La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispado de México, 1749-1789.

En 1749, en el arzobispado de México existieron 192 curatos: 104 doctrinas de las órdenes mendicantes y 88 parroquias de los clérigos seculares. Tanto el virrey, Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, Conde de Revillagigedo, como el arzobispo, Manuel Rubio y Salinas, colaboraron en la secularización de las doctrinas y de las diez misiones de la Sierra Gorda. El mandato de secularización vino del virrey, basado en la información entregada por el arzobispo. Al principio se entregaron las doctrinas “vacantes” de los agustinos, donde el fraile había muerto, pero en algunas ocasiones se destituyó al sacerdote del clero regular, poniendo a un miembro del clero secular (diocesano) en su lugar. A veces, las autoridades civiles locales participaron para asegurar la paz. Luego, varias doctrinas de los franciscanos y los dominicos fueron secularizadas. Con cuidadoso detalle en la cronología y la geografía, María Teresa Álvarez Icaza relata situaciones de paz, indiferencia, tensión y protesta entre los indios durante el cambio de los sacerdotes. Los frailes recibieron un duro golpe en 1751, cuando el papa, a petición del rey, facultó a los obispos para conferir las doctrinas a clérigos diocesanos; así se terminó la concesión papal otorgado a las órdenes regulares en el siglo XVI. En 1753 circularon sátiras criticando al arzobispo y procuradores franciscanos presentaron protestas en la corte de Madrid. Pero la secularización no se detuvo. Los nuevos párrocos debieron promover devociones religiosas, como la de la virgen de Guadalupe, las cofradías del Santísimo Sacramento y la de Ánimas del Purgatorio. Al mismo tiempo, el arzobispo ordenó el establecimiento de escuelas de primeras letras con la obligación de impartir la enseñanza en castellano; éstas eran sostenidas por los párrocos, los padres de familia o las cajas de comunidad de los pueblos de indios.

Basada en una cuidadosa y detallada investigación de archivos referentes a los virreyes y de documentos eclesiásticos relacionados con el arzobispo, los frailes y los sacerdotes seglares, la autora logra tejer la historia de un cambio fundamental en la vida parroquial a mediados del siglo XVIII. Durante la prelacía de Rubio y Salinas, entre 1750 y 1765, un periodo de 16 años, se secularizaron un total de 68 doctrinas: 23 de los franciscanos, 30 de los agustinos y 15 de los dominicos. Tomando en cuenta los datos del libro, se puede calcular que en este primer periodo se secularizo 65% del total de 104 doctrinas que habían existido en 1749, al ritmo de cuatro curatos secularizados cada año.

El capítulo III versa sobre lo ocurrido durante la prelacía del arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana, 1766-1771. Se concentra en la secularización en este periodo corto de seis años, que estuvo, al mismo tiempo, lleno de acontecimientos transcendentales, tales como: la llegada del primer Ejército Real a la Nueva España, la expulsión de los jesuitas, la supresión violenta llevada a cabo por el visitador José de Gálvez de las rebeliones en San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán; la representación del Ayuntamiento de la Ciudad de México al rey, la imposición de la vida común en los conventos de monjas y la celebración del IV Concilio Provincial.

Dándose cuenta de que el proceso de secularización no iba a detenerse, los franciscanos propusieron al virrey que los frailes fungieran como coadjutores en las parroquias entregadas al clero secular. Al no recibir aprobación para esta idea, solicitaron la devolución de los conventos de Tulancingo, Huichapan, Tlalnepantla y Cuernavaca, tampoco permitida por el virrey De Croix. Interesante y útil es la descripción presentada por la autora de los 15 pasos que los virreyes y los arzobispos llevaron a cabo para lograr la secularización de una doctrina y su establecimiento como una parroquia, todos basados en la legislación eclesiástica y real (pp. 168-170). Dos autoridades locales, el juez eclesiástico y el alcalde mayor, participaron durante casi todo el procedimiento de la entrega de la doctrina al clérigo secular. Entre los pasos se incluía el mandato de recoger información sobre las dimensiones y hechura de cada iglesia, detalles de las imágenes y de las devociones de los altares colaterales, datos valiosos para la historia virreinal del arte. Durante este periodo, tras aceptar el mandato del rey, las tres órdenes del arzobispado seleccionaron dos parroquias cada uno para retener su dirección: los franciscanos escogieron Toluca y Texcoco; los agustinos Malinalco y Meztitlán; y los dominicos, Azcapotzalco y Cuautla. Sin embargo, los franciscanos perdieron la dirección de dos doctrinas de gran importancia simbólica e histórica, que estaban entre los primeros curatos del siglo XVI: Santiago Tlatelolco y San Juan Tenochtitlan. Se puede resumir que, durante la prelacía de Lorenzana, de 1766 a 1771, un periodo de 6 años, se llevó a cabo la secularizaron de un total de 26 curatos (21 doctrinas y 5 misiones): 16 de los franciscanos, 6 de los agustinos y 4 de los dominicos, al ritmo de 4.5 curatos cada año. Esto representaba 25 % del total de 104 doctrinas que había en 1749, cuando empezó la secularización.

En el capítulo IV, sobre la prelacía del arzobispo Alonso Núnez de Haro y Peralta, se analiza la última etapa de la secularización, un periodo de 18 años, de 1772 a 1789, en el que de un total de 10 curatos, 6 eran de los franciscanos, 1 de los agustinos y 3 de los dominicos, al ritmo de 1 curato cada dos años. Estos 10 curatos representaban 10% del total de 104 doctrinas que existían en 1749, cuando se empezó la secularización.

En 1749, cuando la secularización empezó, había 88 parroquias del clero secular y 104 doctrinas y misiones del clero regular: un total de 192 curatos. Las doctrinas de los frailes representaban 54% de los curatos en el arzobispado. Al final en 1777, el padrón del arzobispado registró un total de 235 curatos, de los cuales sólo 10 eran del clero regular: 6 curatos que los franciscanos, agustinos y dominicos pudieron conservar, y 4 que iban a pasar al clero secular a la muerte del fraile. Las doctrinas de los frailes ya representaban solamente 4% de los curatos en el arzobispado.

El último capítulo del libro, “El impacto del programa de secularización: una versión del conjunto”, presenta conclusiones en las cuales se considera que el gobierno estuvo consciente de que las órdenes de frailes tuvieron el apoyo de varios grupos de feligreses, tanto en los pueblos de indios como en las ciudades, y entre algunas autoridades altas en Nueva España y en España misma. Por eso, el monarca, los virreyes y los arzobispos procedieron con precaución, pero con firmeza. Esto fue especialmente demostrado por Rubio y Salinas, durante los 16 años de su prelacía, cuando logró la secularización de 68 curatos de las tres órdenes de frailes. En las páginas 244 a 256, por medio de 9 cuadros, se presenta un resumen muy útil de las estadísticas de las tres órdenes mendicantes: franciscanos, agustinos y dominicos. Para cada orden hay tres cuadros; en el primero, en orden alfabético se nombra el curato y la fecha de su secularización; en el segundo, en orden cronológico se colocan los nombres de los curatos secularizados cada año, y en el tercero, se nombran los curatos secularizados por cada arzobispo.

La autora comenta brevemente en este capítulo, y en los capítulos II y III, que, durante los años de la secularización, surgió oposición en la forma de dos representaciones enviadas por el ayuntamiento de México a Fernando VI y a Carlos III, y sátiras populares; también se refiere a la “posición radical de rechazo a las lenguas autóctonas” del arzobispo Lorenzana. Se reproducen algunas líneas de las sátiras, en las cuales comparan los arzobispos con Lutero o con el diablo: “En Sajonia fue Lutero quien el templo derribó […] En México es el primero Rubio, que manda tirar la capilla”. Otra reclamaba: “Si el verdugo del infierno, Luzbel, muere, y es preciso sustituir a otro, indeciso me viera sólo en un terno: Gálvez de Satán es yerno, Lorenzana es Asmodeo, Fuero es más para el empleo”.

Por la vehemencia del tono y los ataques por nombre a las altas autoridades, José Miranda anotó que la sátira popular, a partir de la prelacía de Rubio y Salinas, se había convertido en un “instrumento de agresión y propaganda en la contienda de ideas sostenida por grandes sectores de la sociedad”, y que se percataba de una “nueva atmósfera, grave y tensa”. En vista de este nuevo elemento en la crítica popular, podría haber sido interesante presentar información adicional, no sólo sobre los versos, sino sobre otros tipos de protestas relacionadas con la secularización de las doctrinas. Iba aumentando entre los fieles y algunas instituciones la idea de que el verdadero fin de la secularización de las doctrinas fue dar empleo a los sacerdotes españoles. Se basaba en dos hechos: ambos arzobispos llegaron con gran número de sacerdotes españoles, y el programa educativo de los dos arzobispos para obligar la enseñanza de la lengua castellana a los indios también se dirigió a facilitar la colocación de los peninsulares en los curatos. Con algunos datos adicionales a los presentados someramente por la autora, se puede hacer hincapié en que la secularización de las doctrinas iba asumiendo otra cara, la de un programa en contra de los frailes y sacerdotes novohispanos, y a favor de los clérigos de España.

Se pueden agregar algunos elementos para redondear esta interpretación política que iba en aumento. Por ejemplo, un folleto impreso de 57 páginas, Reverente satisfacción, circuló durante dos años, antes de ser prohibido por la Inquisición en 1756. Los agustinos informaban a los lectores que Rubio y Salinas, por medio del “despojo de doctrinas”, estaba quitando “los hombres blancos de Indias (llamados comúnmente criollos” y favoreciendo a “los familiares de los reverendos obispos” venidos con él de España. Se quejaba de que en Tlalnepantla y Atlatlahuacan se había obligado a los indios a confesar con un intérprete, ya que el sacerdote, quien no sabía el idioma nativo, era “mudo y sordo”.

Otro autor de un diario personal, el doctor Ignacio Rodríguez Navarijo, comentó: “Viene el señor arzobispo Manuel Rubio y Salinas, dicen ser de pompa y traer mucha familia, con que no puede gobernar bien”. En 1754, cuando se desaló a los frailes de 20 doctrinas para colocar a los sacerdotes seglares, José Manuel de Castro de Santa Anna anotó en su diario los nombres de cada párroco nuevo y cuáles de ellos eran familiares de Rubio y Salinas. Lamentó: “son imponderables las expresiones de sentimiento que los vecinos y repúblicas de naturales han hecho, viendo salir de sus conventos a los religiosos, por el amor contraído que de padres a hijos les han tenido desde que se conquistó este reino”. Creció en el público la idea de que favorecer a los sacerdotes españoles era el verdadero fin de la secularización de las doctrinas.

También surgió oposición al arzobispo Rubio y Salinas porque en 1753 envió a 93 doctrinas y parroquias de feligreses indígenas un edicto ordenando “el establecimiento de escuelas de lengua castellana”. Dos años después el arzobispo le escribió al rey que, al obligar a los indios a hablar el español, había logrado que “En todos los curatos que han vacado y he reconocido que los indios están bien instruidos en la lengua española […] he puesto curas que absolutamente ignoren las lenguas de ellos”. Sátiras anónimas expresaron tristeza por los frailes despojados y resentimiento por los nuevos clérigos extranjeros y codiciosos: “Esta tierra se perdió, pues quitas los operarios, que publican el rosario, y vas poniendo sin seso, a los que no saben de eso, sino sólo de cosarios”.

En el mes de octubre de 1769 el arzobispo Lorenzana y el obispo de Puebla, Francisco Fabián y Fuero, lograron hacer oficial la enseñanza obligatoria del castellano en los pueblos de indios. Primero enviaron pastorales a las parroquias en las cuales atribuyeron la persistencia de idolatrías y la rebelión de los indios a la supervivencia de las lenguas indígenas. “Las rebeliones, los motines, las sediciones civiles toman mucho cuerpo cuando se traman entre personas de extraño idioma.” Luego insinuaba que los responsables de fomentar las lenguas indígenas y oponerse a la enseñanza en castellano fueron los sacerdotes americanos. El arzobispo envió su pastoral a Carlos III, quien expidió la cédula real del 16 de abril de 1770, en la cual anunció que eran los clérigos novohispanos quienes habían impedido la enseñanza del castellano y que esta situación se debía a “dos bajos conceptos: uno de persuadirse los clérigos criollos que el modo de afianzar en ellos la provisión de los curatos y excluir a todo europeo son los idiomas, y el otro que, extinguidos éstos, se les quitaba el título a que ordenarse”. El rey describía a algunos de los sacerdotes americanos como “clérigos mercenarios […] de menos mérito, de bajo nacimiento y tal vez peores costumbres”. Ordenó el monarca “que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano”. Ya la sátira popular acusaba a ambos prelados, y también al visitador José de Gálvez, quien había mandado a la horca a 85 opositores a la expulsión de los jesuitas, de ser “tres monstruos del abismo, que en maldad son uno mismo, Gálvez, Lorenzana y Fuero, tres fauces en un Cerbero, con unidad de ateísmo”.

En 1771 el Ayuntamiento de México, en su “representación” a Carlos III, incluyó varias páginas sobre los arzobispos Rubio Salinas y Lorenzana. Indicaba que ambos favorecieron a los clérigos hispanos. Mencionaban los regidores que tan numerosos eran la parentela y los allegados de los arzobispos que para su transporte tuvieron que pagar 25 000 y 20 000 pesos, respectivamente. El ayuntamiento describía el desánimo de los sacerdotes americanos cuando en los concursos para nuevos nombramientos para las parroquias, vieron que

Logra de los mejores permios un familiar, o muchos, que empiezan a vivir, que no tienen con algún grado pública calificación de su idoneidad, que no han doctrinado en Indias, ni servido en alguna de sus iglesias, y que a veces (y es lo regular) no han salido jamás a otro concurso. A centenares podríamos poner a vuestra majestad los ejemplos de esta verdad […] Hemos lamentado provistos los mejores curatos en europeos familiares de los prelados, que ni entienden a sus feligreses, ni puedes ser entendidos de ellos, y hacen el triste papel de pastores mudos y sordos para sus ovejas.

Con este libro, la historia de la secularización de las doctrinas ha recibido la investigación que el tema merece. Especialmente valioso es el estudio de documentos en el Archivo Franciscano en la Biblioteca Nacional de México, el Fondo Franciscano en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, y el Libro de Representaciones en la Base Colonial del Archivo del Arzobispado de México.

Para los lectores de este excelente libro, cuya bibliografía de “Autores antiguos” y “Autores contemporáneos” cumple con creces los requisitos, es de lamentar que, como muchos otros estudios publicados por las editoriales universitarias, esta publicación carece de índices (onomástico, geográfico y temático), que hubieran sido de mucha utilidad.

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