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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68il.3640 

Dossier

Historia Global. Presentación

Bernd Hausberger1 

Erika Pani1 

1El Colegio de México


La historia global está de moda. Su auge tiene importantes raíces en la historiografía francesa de la escuela de los Annales, pero su escenario principal es Estados Unidos. Su popularidad se vincula con fenómenos asociados con la llamada “globalización”. En las últimas décadas, los historiadores -y los que cultivan las ciencias sociales y culturales en general- han puesto en evidencia que las dinámicas que influyen o determinan los ritmos y la dirección de nuestra vida pueden explicarse sólo de forma parcial dentro del marco del Estado-nación. Así, la investigación histórica busca, como nunca antes, mirar más allá de las fronteras nacionales que, a menudo, constituyen un marco artificial para procesos históricos que las rebasan. Diferentes corrientes historiográficas, con las etiquetas de World History, transnational history, connected history, entangled history, histoire croisée y, de manera cada vez más frecuente, Global History, comparten esta inquietud. Aunque los historiadores mexicanos y latinoamericanos se hayan sumado tarde a este desarrollo, a nivel internacional, el número de publicaciones al respecto crece sin cesar, y contamos ya con algunas revistas especializadas.1

No obstante, no hay ningún acuerdo sobre cómo definir la historia global, ni precisar el campo que abarca o la metodología que requiere. Además, la historia global, así como se practica en las diferentes comunidades académicas, ha desarrollado miradas específicas e inquietudes arraigadas en sus respectivas tradiciones nacionales. De esta suerte se han generado fuertes diferencias en la articulación concreta del campo.2 En el caso estadounidense, por ejemplo, la historia global ha sido objeto de crítica por encarnar, sobre todo, la crónica de la hegemonía de Estados Unidos, como se había criticado también a la historia atlántica, por anhelar dar profundidad histórica a la Organización de Tratados del Atlántico Norte, en el contexto de la Guerra Fría.

Para dimensionar una corriente historiográfica que se ha aplanado con una etiqueta vistosa, pero anodina, habría que empezar diciendo que la historia global es más que la historia de la globalización,3 aunque a menudo ambas se confunden. En algunos casos, esto se debe a la forma en que se define a la globalización. Muchos científicos sociales y economistas defienden la idea de que ésta se refiere sólo al cambio radical que se dio durante la segunda mitad del siglo XX, teniendo algunos como punto de inflexión los años cincuenta, otros los setenta, y no pocos, el final de la Guerra Fría, con la liberalización internacional de los mercados y los efectos revolucionarios del internet en los años noventa.4 Algunos historiadores económicos, por su parte, identifican una “primera globalización” en el periodo de 1870 a 1914, que se caracteriza por un aumento dramático del comercio internacional, de los flujos de capital y de los movimientos migratorios; la primera guerra mundial y la crisis del 29 rompieron con esta dinámica, y no fue sino hasta después de la segunda guerra mundial cuando la globalización recuperó su impulso.5 Otros han descrito procesos globalizadores en diferentes épocas, empezando por el poblamiento del globo por el homo sapiens.6 Entre éstos están quienes defienden la idea de una “globalización temprana”, ya en el siglo XVI, entendiendo ésta, de forma más bien pragmática, como la construcción de un amplio entramado de relaciones de diversa índole, que en su conjunto cubrieron el globo, que por primera vez fue comprendido en su forma real. Dennis Flynn y Arturo Giráldez han abogado con fervor en este sentido, señalando que “la globalización comenzó cuando todas las macrorregiones densamente pobladas de la tierra iniciaron una interacción sostenida, ya sea directamente unas con otras o indirectamente a través de otras regiones, de manera tal que quedaron vinculadas profunda y permanentemente”.7 Al respecto, Jan de Vries ha hecho la sugerente diferenciación entre la globalización entendida como proceso y la globalización como resultado (outcome). Mientras que esta última, que tilda como la definición dura, se puede observar con claridad sólo en épocas más recientes, probablemente a partir de la segunda mitad del siglo xix, la primera constituye un largo desarrollo de conexión y compresión del espacio.8 Posiblemente sea recomendable no ampliar demasiado nuestros términos y pensar la globalización de forma más específica -es decir, como dice De Vries, recurrir a una definición dura- para mantener su funcionalidad analítica. En este contexto se sitúa también el debate sobre los campos en que se define la globalización. ¿Es un fenómeno meramente económico?9 ¿O es un proceso en que se combinan los más diversos desarrollos? En todo caso, la propuesta de Flynn y Giráldez (la soft definition de la globalización) conserva la enorme complejidad del proceso10 y se acerca bastante a nuestro concepto de historia global.

La historia global ha producido propuestas muy diferentes, desde macrohistorias hasta big histories del mundo a lo largo de los milenios,11 así como trabajos comparativos a gran escala.12 Aquí, sin embargo, favorecemos una historia que se centra en relaciones, interacciones e interdependencias suprarregionales y transfronterizas de todo tipo, y en sus repercusiones en diversos ambientes locales y regionales, como se han construido y desbaratado a lo largo de los siglos, a escala mundial. Revela las influencias, intercambios y flujos de bienes, personas e ideas entre regiones cercanas y distantes, en distintos momentos de la historia, incluyendo, durante los últimos años, la construcción de nexos numerosos, intensos y desiguales, pautada por el capitalismo industrial y financiero. Los fenómenos globalizadores pueden observarse en el campo de la economía (comercio, transferencias de capitales y de tecnologías, difusión de cultivos y de animales domésticos), de la política (formación de imperios y de sistemas de Estados, transformaciones de estructuras de dominación locales y regionales, constitución de instituciones y organizaciones supranacionales o supraestatales), de la cultura (transferencias culturales, procesos de aculturación, hibridización y criollización; respuestas culturales e intelectuales a los fenómenos globalizadores), de la religión (misiones, conversiones, sincretismos), de la comunicación (medios de transporte y de comunicación; génesis, transformación y desaparición de idiomas; traducciones) y en la demografía (migración, difusión de enfermedades y epidemias).13 No es una virtud menor el que la historia global, concebida en sentido amplio, dote a la globalización, a menudo concebida como una entidad proteica, excepcional y amenazante, de densidad y perspectiva históricas.

En todo caso, y dado que no hay un acuerdo claro sobre cómo definir a la historia global, puede decirse que no se trata de una nueva disciplina, sino más bien de un enfoque distinto, de una perspectiva renovada de la historia.14 Ésta es quizá la mayor diferencia respecto a las historias universales “tradicionales” -incluso las de interpretación marxista- que buscaban un espíritu que impulsara el proceso histórico universal, un principio o unas leyes que rigieran el desarrollo del globo. Estas versiones pecaban, por lo tanto, de cierta teleología, explícita o implícita.15 Dicho esto, hay que reconocer que la historia global no se ha emancipado por completo de los viejos universalismos, y parte de la investigación que se suscribe a este rubro está plagada de centrismos. Pervive la idea vigorosa de que Europa, con su prolongación en Estados Unidos, es el origen de las dinámicas y valores del mundo moderno, que es el destino de toda historia. La historia global no ha dejado de construir metanarrativas inevitables que explican la organización del mundo en centros y periferias: no obstante su potencial crítico, ha reforzado un nuevo eurocentrismo, a veces en forma de un anglocentrismo sobre el cual ondean -predecible y acríticamente- las banderas de la modernización, la democratización, la apertura de los mercados y la conquista de los derechos humanos.16 Como ha escrito Matthew Brown, dentro de estos esquemas narrativos -que a menudo no constituyen, en el fondo, sino la “trama chata del imperialismo”-, América Latina aparece sólo como periferia, ente pasivo o víctima de procesos que la rebasan.17 Superar o, por lo menos, matizar estas tendencias, sin perder de vista la enorme dinámica de Occidente, es una de las grandes tareas de la historia global.

Creemos que el historiar conexiones e interacciones responde mejor a este desafío que los ejercicios de macrohistoria y de comparación. Las investigaciones empíricas sobre los vínculos globales y sus consecuencias y repercusiones regionales y locales, que se basan en las fuentes y aprovechan las experiencias de la historia regional, de la historia de la vida cotidiana, de la microhistoria y de los estudios subalternos, parecen ser capaces de evitar, corregir y matizar las generalizaciones y abstracciones excesivas. Nos obligan a prestar atención a las distintas partes y a todos los actores que constituyen una red o participan en una interacción. La llamada “expansión europea” puede servir de ejemplo. Las clases subalternas o las sociedades extraeuropeas expuestas al colonialismo o imperialismo, con sus variadas economías, culturas y formas de organización, no fueron víctimas pasivas de fuerzas que les eran ajenas. Siempre hubo oposición al expansionismo y a la hegemonía occidental; hubo actos de resistencia, movidos por ideas propias, y hubo también instancias de alianza, cooperación y cooptación. Todo esto generó procesos que ningún poder hegemónico pudo controlar. Una historia global de este tipo no puede tratar a Asia, África o América Latina como apéndices de la historia europea: debe aspirar a una narración que, aunque consciente de asimetrías y jerarquías de poder, haga visible el papel de los diferentes actores, sociedades, Estados, regiones, continentes y culturas que forjaron las conexiones estudiadas para, de esta manera, descentrar el análisis.18

Ahora bien, tampoco nuestra propuesta desmiente el hecho de que la historia global no conforma una disciplina. No hay una teoría compartida, ni receta metodológica a seguir. Así, muchas de las obras más convincentes dentro de esta nueva corriente son autorreflexivas y muchas veces críticas:19 intentan identificar sus límites, señalan su posible sesgo ideológico, y discuten la forma en que se traslapan o complementan conceptos y categorías historiográficas que han nacido en respuesta a cuestionamientos similares, como lo transnacional, lo transcultural, las histo rias cruzadas, la historia atlántica o los area studies. Discutir las diferencias y coincidencias entre éstos rebasa con mucho el propósito de este texto introductorio. Nos limitaremos a señalar un par de ejemplos que ilustran la manera en que estas conceptualizaciones, emparentadas por ser esfuerzos para librarse de la camisa de fuerza del marco nacional, enriquecen nuestra comprensión del pasado. Así, fenómenos que se dan a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos no pueden entenderse como producto de uno de los dos países vecinos, bajo la influencia de un “otro” extraño y ajeno: son fenómenos “transnacionales” y “transculturales”. En Europa, se ha cuestionado si se pueden comprender las historias de Francia, Alemania o Polonia como historias nacionales separadas, aunque expuestas a influencias exteriores: el entrecruzamiento es de tal dimensión que, para muchas preguntas, conviene estudiar un conjunto francoalemán o polacoalemán, por medio de la histoire croisée.20

La historia global ofrece una perspectiva que debe modificar nuestra visión de la historia. Ha impulsado a muchos historiadores a inscribir, de forma más o menos convincente, sus trabajos habituales, sobre imperios, migración, la trata de esclavos o el comercio internacional, pero también sobre fenómenos que parecieran meramente locales o regionales, bajo el nuevo lema de lo global. Ésta, sin duda, es una de las conceptualizaciones más populares de la historia global. Ni ésta, ni las corrientes que le son afines, pretenden sustituir otras formas de escribir historia, sino complementarlas, ampliarlas y enriquecerlas. El gran desafío “consiste en conectar de una manera relativamente coherente una serie de factores que intervienen en diferentes momentos y escalas análiticas”.21 De esta manera, se ha sugerido reubicar o interpretar mejor la historia nacional, vinculando las diferentes historias nacionales a las redes, contactos y desequilibrios más amplios de los que forman parte, engarzando dimensiones distintas de una historia compartida.22 Incluso, la formación misma de los Estados-nación, a pesar de que ha ido aparejada a un discurso que afirma -en cada caso- su singularidad histórica, es uno de los fenómenos globales más vigorosos hasta la actualidad, al tiempo que hemos observado la multiplicación y consolidación de influyentes estructuras supranacionales y supraestatales. De esta suerte, la emergencia de los neonacionalismos actuales no sirve como argumento en contra del peso de la globalización ni de la relevancia de la historia global, aunque ponga de manifiesto la inherente ingenuidad de muchos de sus artífices, en lo que toca al advenimiento de un mundo cosmopolita que hubiera superado los antiguos conflictos nacionales y racistas. Estos conflictos son parte de lo global, son su producto y su síntoma, como lo fueron, en su momento, las dos guerras mundiales y otros enfrentamientos violentos que datan de mucho antes.

Los procesos de interacción y transformación de diferente alcance y a menudo discontinuos que hemos propuesto como campos de la historia global -las relaciones ecológicas, demográficas, económicas, políticas, culturales, religiosas, que vinculan distintas áreas del globo-, desde las tempranas épocas de la humanidad, han generado nuevas e intensas formas de comunicación y de intercambio, han contribuido a la formación de identidades colectivas y, de manera señalada, colocaron los cimientos del posterior sistema de Estados. Estos procesos, que se dieron en todos los niveles, han desafiado fronteras, transformándolas o destruyéndolas, pero con frecuencia también construyendo nuevas. Siempre han tenido un impacto distinto, según el lugar, el momento y los grupos sociales que involucran. Por un lado, en muchos niveles han fomentado tendencias de integración y de homogenización. Por otro, han creado fuerzas encontradas, de fragmentación, dispersión y diferenciación. Las identidades culturales o regionales par ticu la res no son obligatoriamente antagónicas a los esfuerzos integradores-homogeneizadores de algún poder central o hegemónico, a menudo son su producto. Así, el auge de las diferentes global o world histories se ha visto, no fortuitamente, acompañado por el ascenso espectacular de la historia étnica, de género, generacional, o de la microhistoria. Estas corrientes no deben considerarse contradictorias: tenemos que analizar y comprender la convergencia y la divergencia en sus interacciones y dialéctica. Como han resumido Carlos Riojas y Stefan Rinke recientemente, “el reto de la historia global consiste en estar atentos a la permeabilidad entre variados mundos o culturas, a la interacción o a la interdependencia en diferentes escalas espaciales con la intención de explicar problemáticas con un mayor grado de complejidad”.23

El espacio de la historia global

La pregunta más candente es si la historia global sólo cobra sentido si investiga fenómenos, relaciones y vínculos que efectivamente cubren el globo. Al respecto Bruce Mazlish sugirió (ciertamente con poco éxito), hace ya casi 20 años, que los temas de la historia global deben ser procesos y fenómenos de dimensión verdaderamente global, aunque pueden ser analizados en su relación con realidades locales y regionales. La historia mundial (World History), en cambio, se dedica a los diferentes mundos (por ejemplo el mundo islámico, el mundo atlántico, etc.) que hay en nuestro planeta,24 y que al fin y al cabo son producto de procesos de vinculación e interacción como los quiere estudiar la historia global. Este último enfoque se podría considerar una continuación o evolución de los llamados Area Studies.25 Intentan poner la historia en un marco espacial más amplio que el nacional, en el espacio de las civilizaciones y de los continentes, tal y como los definen la historiografía y la geografía. Tratan de Europa, América Latina, África, etc., pero también han delineado, con bastante éxito, nuevas áreas históricas, como el Atlántico de la Atlantic History. Esta ampliación del marco ha sido útil en muchos sentidos. Pero hay que preguntarse hasta dónde, con base en qué y a partir de cuándo estos viejos y nuevos espacios realmente constituyen espacios históricos atravesados por lazos de interacción, dotados de estructuras o rasgos comunes que les dan cohesión, o si no son, sobre todo, construcciones discursivas culturales o ideológicas, o incluso académicas, como el “sistema mundo” conformado por el capitalismo del siglo XVI, conforme al modelo de Immanuel Wallerstein.26 Desde la perspectiva de una historia global relacional, la formación y el funcionamiento de regionalizaciones de todo tipo es de gran interés, pero no hay que perder de vista que muchas veces está acompañada por vigorosas conexiones entre estos espacios que no son cerrados ni herméticos: son parte del mismo desarrollo, como hemos señalado ya en cuanto al surgimiento del sistema de Estados nacionales.

Lo que todo esto sugiere es que debe permitirse a los fenómenos investigados que definan los espacios en que se inscriben, lo que es una solución pragmática que permite responder al reto que significa la historia global para la investigación histórica. Un ejemplo clásico de la historiografía latinoamericana sería el “espacio andino” descrito por Carlos Sempat Assadourian.27 Otros, más generales, serían los espacios trazados por las diásporas: la de los armenios, por ejemplo, en la temprana modernidad, cubría gran parte de Eurasia con una red de asentamientos y comunicación.28 Así, el espacio no es ya el marco estático dentro del cual delineamos nuestras investigaciones: se dinamiza y se convierte en objeto de estudio.29 Pueden tener las más diversas características, como, por ejemplo, los espacios discontinuos que habitan las comunidades de diáspora que en diferentes fases de la globalización tuvieron funciones claves.30 En suma, se puede coincidir con Stephan Scheuzger en que el potencial de innovación de la historia global radica sobre todo en dos niveles: primero, porque intenta superar el automatismo con que la investigación sitúa estructuras y procesos en un territorio fijo, a menudo el del Estado nacional. Segundo, porque descentra nuestra mirada sobre el pasado, que habitualmente elige a Occidente como mirador y referencia de comparaciones.31

¿Dónde queda América Latina?

Se ha dicho ya que, desde la perspectiva eurocentrista que ha dominado a la historia global, América Latina ha sido y es sólo una periferia. Desde el anglocentrismo, esta marginalidad se duplica, pues los poderes que desde hace aproximadamente dos siglos desempeñan el papel hegemónico global, Gran Bretaña y Estados Unidos, han construido una periodización de la historia global que grosso modo corresponde a la de su propio auge. La pretensión de que América Latina pertenezca desde el siglo XVI a una globalización temprana, empujada por las potencias ibéricas y originalmente sin participación británica, desestabiliza la lectura maniquea que ha caracterizado parte importante de las narrativas globales. El subcontinente queda a menudo condenado a ser una periferia en la que se aspira a importar e imitar mecánicamente los productos y valores del centro, fracasando consistentemente en el intento.32 Pero hay varios argumentos para superar esta actitud. En realidad, América Latina es el mejor ejemplo de una temprana globalización en el siglo XVI. La integración del espacio americano a las conexiones globales que estableció la conquista ibérica no fue un suceso efímero: el continente se transformó en todos los aspectos y, además, dejó una marca indeleble, aunque quizá menos drástica, sobre otras partes del mundo. Por consiguiente, desde América Latina no puede argumentarse que las interdependencias globales, y todas sus consecuencias, no se hayan hecho sentir sino en los siglos XIX o XX.

América Latina fue el primer territorio extraeuropeo en que se desplegó la reivindicación universalista de la civilización occidental, en particular bajo signos imperiales y religiosos. Esto dio origen a un largo y extremamente complejo proceso de occidentalización, profundamente polivalente, que prosigue hasta hoy, y genera procesos de transformación y de conflicto de enorme complejidad. De este modo, la historia de América Latina muestra el surgimiento de la futura hegemonía occidental, pero proporciona al mismo tiempo importantes argumentos en contra del eurocentrismo. Las élites latinoamericanas pudieron modelar sus relaciones con la metrópoli europea, y construir vínculos independientes con otras partes del mundo, como China o, en el caso de Brasil, con África. Al hacerlo, influyeron en las historias de otras macrorregiones, así como en la construcción de redes transoceánicas e interregionales. Obligan a asumir, como historiadores, el modelo de un mundo multipolar para la época. Por lo general este argumento se ha empleado sobre todo en cuanto al papel de China en la temprana globalización. Pero la discusión ha desembocado en un debate algo estéril sobre si el motor de la globalización fue Europa o China.33 La integración de América Latina a la historia global, de los siglos XVI al XVIII, revela, en cambio, un mundo multipolar, en el que la globalización temprana se construye mediante el cruce de influencias que se generan en sitios distintos y tienen sentidos diversos y cambiantes.34

En el interior del espacio americano, el contacto con el mundo indígena, y pronto también con el de los africanos esclavizados, desencadenó un proceso de transculturación de dinámicas extremas, en el que los indígenas (y los africanos) desempeñaron papeles protagónicos y activos, aunque fueran al mismo tiempo objetos de abuso, explotación, violencia y represión. El llamado “mestizaje”35 es sólo la expresión más representativa de este desarrollo que anticipó la hibridización y transculturación que hoy en día atrae tanto la atención y provoca tanta polémica, y son a menudo consideradas fenómenos nuevos, resultado desconcertante de la globalización cultural moderna. Todos estos procesos hacia el exterior y en el interior abren una gran gama de temas de investigación.

Si de lo que se trata es de escribir historias globales, ¿importa desde qué punto del globo se escribe? ¿Importa el idioma en el que se publica? Como se ha adelantado ya, la marginación de América Latina del guión globalizador estándar produce una visión trunca, en que no se aquilatan, en su justo valor, lo que se supone son rupturas sin precedente, y no se valora la complejidad de nexos e influencias que se imaginan a menudo unidireccionales. Como afirma Matthew Brown, la inserción de América Latina a la historia global no solo la “completa”, sino que debe transformarla.36 Por otra parte, la historia global ha abandonado, curiosamente, el viejo ideal de las ciencias humanas de conocer y manejar el mayor número de idiomas posibles, para convertirse en monolingüe. El inglés parece regirla como idioma único. Sin duda, disponer de una lengua franca es una cosa valiosa, sobre todo porque la historia global busca articular no sólo las voces europeas que ya conocemos, sino las de todas partes de un globo que se pretende dotar de densidad histórica. Pero, al mismo tiempo, este dominio absoluto impone la impresión de que la historia global intenta integrar la historia del globo, del “otro” o de todos los “otros”, a una narrativa hegemónica. Ésta se constituye, paralelamente, en un discurso exclusivo, que manejan las élites intelectuales globalizadas, a quienes poco les importa el lector de a pie. Por eso, escribir historia global desde América Latina, y en español, tiene una doble relevancia. Evita toda la gama de premisas teleológicas que surgen al dar preferencia al idioma del poder dominante actual y, consecuentemente, que los lectores latinoamericanos reciban una versión de “su” historia global reseñada desde fuera, y por lo tanto con poco espacio para resignificarla y convertirla en una narrativa que para ellos tenga sentido.37

Una de las intenciones de este dossier es ilustrar las posibilidades y ventajas de una historia global escrita desde el mirador latinoamericano sin caer en un nuevo parroquialismo. Los cuatro trabajos reunidos no buscan dilucidar la definición de la historia global como disciplina, sino ilustrar la utilidad de la historia global para estimular la investigación partiendo de temas, problemas o inquietudes latinoamericanos. Así, José Antonio Cervera y Ricardo Martínez Esquivel reseñan la participación de Juan de Palafox, obispo, arzobispo y virrey en la Nueva España, en las controversias que desató el proceso de evangelización en China en el siglo XVII. En una época en que el viaje de Acapulco a Manila duraba, en buenas condiciones, más de tres meses, estos debates, graves y acalorados, involucraban a los actores intelectuales y a los espacios de producción del conocimiento más connotados de tres continentes distintos. Difícilmente podía ser de otro modo: las controversias confrontaban un objetivo de validez no sólo “global” sino trascendente -la salvación de quienes no habían recibido aún la Buena Nueva- con las peculiaridades de un imperio ajeno y portentoso. Los autores muestran la forma en que los esfuerzos por cristianizar a los chinos -fenómeno que ha inspirado notables trabajos de investigación- se engarzaron con circuitos de transporte, redes de intercambios eruditos y rivalidades entre órdenes religiosas que adquirieron una presencia planetaria. Ponen de manifiesto que el universalismo cristiano, aunque obviamente no debe servir como guía intelectual a la historia, debe ser estudiado como fuerza globalizadora de enorme importancia.

Por su parte, Bernd Hausberger y Mariano Bonialian exploran la construcción de ejes y redes comerciales, formales e informales, que articularon los intercambios transoceánicos e intercontinentales entre los siglos XVI y XIX. Cuantifican el impacto de las exportaciones de plata americana sobre la geografía y economía tanto de Asia como de Europa, para ponderar su alcance y revelar las complejidades y el dinamismo de una “globalización temprana” que trastoca supuestos simplistas sobre la constitución de centros y periferias. Pues la América española no era (sólo) un espacio explotado por fuerzas externas, sino que gracias a su fuerza comercial pudo establecerse como actor propio. El texto de Jay Sexton es quizá el que más se ajusta a los modelos de la historia global de cuño reciente, atenta a la reconfiguración de las rutas globales y al cambio en los ritmos de la producción y el intercambio que trajo consigo la revolución del transporte del último tercio del siglo XIX. Pero centrarse en la figura del connotado estadista estadounidense William H. Seward, y en el viaje alrededor del mundo que emprendió en 1871, permite al autor ponderar las repercusiones -inestables, impredecibles- de la “era del vapor” a escalas muy distintas: sobre las percepciones y vivencias de un viajero, sobre las formas de pensar la política nacional y el progreso humano, así como sobre las políticas de expansión imperialista y de vinculación con el capital internacional, desdibujando -o por lo menos complejizando- las jerarquías a menudo implícitas en las historias del imperialismo.

Finalmente, el artículo de Stephan Scheuzger, que hace una lectura de los movimientos juveniles en México en los años sesenta como parte de un fenómeno global de construcción de escenarios y medios de comunicación compartidos, fuertemente determinados por la interacción entre movilización política y contracultura, ofrece una provocadora reflexión metodológica sobre los alcances de la historia global como perspectiva, que revela aspectos y significados del pasado que se nutren pero van más allá de los análisis de los fenómenos transnacionales, simultáneos y de hibridación. Creemos, entonces, que estos cuatro textos ponen de manifiesto el valor de una historia global que resquebraja cronologías, jerarquías, espacios y recorridos que se han coagulado en las páginas de obras que narran la versión canónica de un mundo “moderno” y “transformado”. Esperamos constituyan una lectura provocadora y, ojalá, abran nuevas pistas a la historia global desde América Latina.

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Zermeño, Guillermo, “Del mestizo al mestizaje: arqueología de un concepto”, en Böttcher, Hausberger y Hering Torres (coords.), 2011, pp. 283-318. [ Links ]

1Sobre todo, desde 1990, el Journal of World History, editado por la University of Hawai’i Press, y el Journal of Global History, editado desde 2006 por London School of Economics and Political Science y la Cambridge University Press

2Sachsenmaier, Global Perspectives on Global History.

3Grandner, Rothermund y Schwentker (coords.), Globalisierung und Globalgeschichte.

4Por ejemplo Beck, What is Globalization?

5Por ejemplo Williamson, “Globalization and Inequality”; Torp, “Weltwirtschaft vor dem Weltkrieg”. Para la historia global del largo siglo XIX, véanse Bayly, The Birth of the Modern World, y Osterhammel, Die Verwandlung der Welt.

6Por ejemplo Pitts y Verslys (eds.), Globalization and Roman History.

7Flynn y Giráldez, “Los orígenes de la globalización”, p. 43; véase de los mismos autores también “Path Dependence, Time Lags and the Birth of Globalisation”.

8De Vries, “The limits of globalization in the early modern world”, en especial pp. 710-715.

9Flynn y Giráldez, “Los orígenes de la globalización”, especialmente véanse las pp. 37-39.

10Compárese también “Globalization is not a single process but a complex mixture of processes, which often act in contradictory ways, producing conflicts, disjunctures and new forms of stratification”; Giddens, Beyond Left and Right, p. 12.

11Spier, The Structure of Big History; Christian, Maps of Time.

12Por ejemplo, Pomeranz, The Great Divergence.

13Este listado, obviamente, es incompleto.

14Conrad, What Is Global History?, pp. 11-13.

15Existen también las historias mundiales que de manera enciclopédica yuxtaponen las historias de las diferentes partes del mundo, pero también en ellas subyacen, por lo general, juicios eurocéntricos.

16Véanse, para casos en especial escandalosos, los trabajos de Ferguson, Empire: How Britain Made the Modern World, y Civilization: The Six Killer Apps of Western Power.

17Brown, “The Global History of Latin America”, pp. 366, 383-386.

18Gruzinski, Les quatre parties du monde .

19Dos ejemplos más recientes serían Olstein, Thinking History Globally, o Conrad, What Is Global History?

20Werner y Zimmermann, De la comparaison à l’histoire croisée y “Beyond Comparison”.

21Riojas y Rinke, “Estudio introductorio”, p. 15.

22Por ejemplo Bender, A Nation Among Nations.

23Riojas y Rinke, “Estudio introductorio”, p. 10.

24Mazlish, “Comparing Global History to World History”, pp. 389-390.

25Por ejemplo, Schäbler (ed.), Area Studies und die Welt.

26Wallerstein, The Modern World-System.

27Assadourian, El sistema de la economía colonial.

28Aslanian, From the Indian Ocean to the Mediterranean.

29Wenzlhuemer, “Globalization, Communication and the Concept of Space in Global History”, p. 22.

30Para una propuesta de sistematización de las espacialidades de la globalización, véase Pries y Seeliger, “Transnational Social Spaces”.

31Scheuzger, “Readings of Cosmopolitanism”, p. 152. Una obra ya la clásica en este último sentido sería Chakrabarty, Provincializing Europe, publicada originalmente en 2000.

32Brown, “The Global History of Latin America”, p. 367.

33Véase Pérez-García, “From Eurocentrism to Sinocentrism”.

34Las mismas consideraciones habría que realizar respecto al papel de África.

35Para un tratamiento de este término, véase por ejemplo Zermeño, “Del mestizo al mestizaje”.

36Brown, “The Global History of Latin America”, pp. 384-385.

37Hausberger, “Globalgeschichte als Lebensgeschichte(n) ”, pp. 9-10; Adelman, “¿Qué es la historia global hoy en día?”.

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