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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v67i4.3579 

Reseñas

Sobre Andrés Ríos Molina, Cómo prevenir la locura. Psiquiatría e higiene mental en México, 1934-1950

Cristina Sacristán1 

1Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora

Ríos Molina, Andrés. Cómo prevenir la locura. Psiquiatría e higiene mental en México, 1934-1950. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Siglo Veintiuno editores, 2016. 232p. ISBN: 978-607-027-701-6. (UNAM), ISBN: 978-607-030-725-6. (Siglo Veintiuno),


Mucho de lo que se ha escrito sobre la psiquiatría mexicana durante la primera mitad del siglo XX nos traslada al manicomio La Castañeda. La fascinación de los historiadores por este manicomio monumental trasciende la anécdota de que fuera inaugurado por Porfirio Díaz el 1º de septiembre de 1910 para conmemorar un siglo de independencia, con la pretensión de mostrar que México había alcanzado la modernidad, incluso en la atención a los enfermos mentales. Que se hayan preservado más de 60 000 expedientes clínicos, un voluminoso archivo administrativo y cientos de fotos que conservan la memoria gráfica de sus instalaciones, del personal médico y de los pacientes, también ha resultado decisivo para reconstruir su historia, pero sobre todo ha influido la voluntad de caminar a la par de la historiografía internacional, que se centró en el manicomio como uno de los espacios predilectos para el ejercicio del control social (Michel Foucault, Andrew Scull, Robert Castel, David Rothman y un largo etcétera). Si bien en los últimos años el revisionismo ha matizado mucho ese supuesto poder omnipotente del psiquiatra que inexorablemente subyugaba al enfermo, la institución manicomial no ha perdido su protagonismo. Por ello, hasta ahora sabíamos muy poco sobre la intervención de la psiquiatría mexicana fuera del espacio asilar. Si acaso, la participación de los médicos en congresos, la publicación de artículos, viajes de estudios, algún nombramiento en el gobierno y poco más. Pero hoy, gracias al libro de Andrés Ríos Molina, Cómo prevenir la locura. Psiquiatría e higiene mental en México, 1934-1950, tenemos por primera vez una visión de conjunto de esta psiquiatría extramuros que, bajo la bandera de la higiene mental, persiguió dos objetivos: mejorar la calidad de vida de los pacientes psiquiátricos en condiciones de encierro y prevenir la aparición de las enfermedades mentales entre las poblaciones consideradas más vulnerables, como los niños, los adolescentes, los obreros, los migrantes, los vagabundos o las prostitutas.

La higiene mental cobró fuerza entre los psiquiatras a principios del siglo XX, tras constatar que los anhelos decimonónicos puestos en el manicomio como institución terapéutica habían fracasado ya que, en su mayoría, los enfermos permanecían recluidos por mucho tiempo, en ocasiones sin ningún tipo de tratamiento y en condiciones de hacinamiento e insalubridad. Se pensó entonces en instrumentar estrategias para evitar los internamientos prolongados, mejorar la calidad de vida de los pacientes psiquiátricos confinados y crear dispositivos encaminados a detectar y reducir los factores de riesgo que, tarde o temprano, llevarían a la locura. Los médicos pensaron que conducirse de “un modo de vida apropiado” podía inmunizar contra males irreparables como el alcoholismo, el vicio de las drogas, una sexualidad depravada, la prostitución o la mendicidad.

Tal y como lo demuestra Andrés Ríos Molina, el caso mexicano es en particular interesante porque en él se produjo una convergencia de intereses entre los postulados de la higiene mental y las pretensiones de los gobiernos posrevolucionarios de construir al nuevo ciudadano que emergía de la Revolución. Por ello, durante los gobiernos de Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán se instrumentaron campañas, se aprobaron leyes y se crearon numerosas dependencias públicas comprometidas con la formación de ciudadanos sanos, educados y productivos, tales como el Departamento de Prevención Social en la Secretaría de Gobernación, el Instituto Nacional de Psicopedagogía en la Secretaría de Educación Pública y el Hospital Federal de Toxicómanos dependiente de la Secretaría de Salubridad.

Así, el espectro sobre el que la higiene mental mexicana pretendió intervenir fue amplísimo: niños con bajo rendimiento escolar, adolescentes mal encaminados hacia una sexualidad desviada, obreros asediados por el ruido de las fábricas y la vida urbana, bebedores dominados por el alcohol, prostitutas en riesgo de contraer sífilis, vagabundos que podían transitar por los senderos de la criminalidad o toxicómanos que colindaban con la delincuencia. Las herramientas para emprender cometido tan ambicioso también fueron novedosas para los psiquiatras de manicomio: la antropología, la sociología, la pedagogía y el psicoanálisis explicarían las causas socioculturales de la enfermedad mental. Pese al tamaño de la empresa, la dificultad para contar con los recursos materiales y humanos necesarios y el escurridizo apoyo del Estado, entre los psiquiatras el optimismo fue la nota dominante. Frente al fracaso que se respiraba dentro del manicomio, donde la locura que se cronificaba ahogaba cualquier esperanza de curación, la higiene mental fue una bocanada de aire fresco para una psiquiatría débil, que ni curaba ni reinsertaba, pese a la importante apuesta por los tratamientos ligados a la etiología orgánica de la enfermedad, como las terapias de choque que proliferaron en los años treinta y cuarenta del siglo pasado.

Pero, ¿quiénes fueron los hacedores de este nuevo dispositivo que parecía más científico, acaso más humano, incluso más eficaz? Andrés Ríos Molina retrata a la primera generación de psiquiatras mexicanos que, nacidos al filo de 1900, profesionalizaron y consolidaron la disciplina. Formados como médicos durante los años veinte, comenzaron a trabajar en La Castañeda siendo muy jóvenes y con muy poca experiencia, pero con una comunión de intereses: la inserción en las instituciones del Estado posrevolucionario, espacio desde donde pensaban influir en los programas de salud e incluso, encabezar algunos. Esta hornada la formaron seis hombres y una mujer: Samuel Ramírez Moreno (1898-1951), Leopoldo Salazar Viniegra (1898-1957), Manuel Guevara Oropeza (1899-1980), Mathilde Rodríguez Cabo (1902-1967), Edmundo Buentello (1905-1979), Alfonso Millán Maldonado (1906-1975) y Raúl González Enríquez (1906-1952), quienes formaron parte de la Liga Mexicana de Higiene Mental, fundada en 1938, y que en un principio reunió a médicos, profesores y abogados dedicados a crear conciencia entre la población sobre los riesgos de caer en la enfermedad mental. Para ello, impartieron conferencias, participaron en programas de radio y distribuyeron folletos impresos, pero tras constatar sus propios límites, que se reducían a la divulgación del nuevo paradigma, buscaron una alianza con el Estado, que buscaba redimir de la ignorancia y la enfermedad a los más pobres y convertirlos en sujetos productivos en plena reconstrucción nacional.

Ahora bien, ¿qué tan efectivos fueron los esfuerzos de la higiene mental en México? Ríos Molina sostiene que el higienismo psiquiátrico tuvo dos grandes momentos: el establecimiento del Consejo Mexicano de Toxicomanías e Higiene Mental en 1942 y la creación de las clínicas de la conducta en la Secretaría de Educación Pública pensadas para la detección y control de los llamados niños “problema”, que florecieron entre 1945 y 1966.

El Consejo Psiquiátrico de Toxicomanías e Higiene Mental fue uno de los espacios de confluencia entre la psiquiatría y el Estado mexicano que más anhelos despertó, pues se trataba de una instancia del más alto nivel, creada para acordar la política en materia de asistencia neuropsiquiátrica en el país. Si bien este Consejo empezó a sesionar dos años después de su creación, reunía semanalmente en las oficinas de la recién creada Secretaría de Salubridad y Asistencia a cinco psiquiatras de La Castañeda y a tres representantes de la Secretaría; el subsecretario de Salubridad, Manuel Martínez Báez; el director de Asistencia, Raoul Fournier, y el director de Asistencia Médica, Clemente Robles, con el fin de solucionar tres grandes problemas: la sobrepoblación del manicomio La Castañeda, el irregular e insuficiente suministro de medicamentos por parte de la Secretaría y el tratamiento más idóneo para la desintoxicación de los toxicómanos, tema controvertido entre los mismos médicos, pues no todos compartían la idea de patologizar y criminalizar el consumo de los llamados enervantes. Sin embargo, estos asuntos de urgente resolución, como se decía entonces, terminaron en la historia de un desencuentro: la voz de los médicos fue escuchada, pero no atendida, nos asegura Andrés Ríos.

La iniciativa que se plasmó con más éxito y con mayor incidencia sobre la población escogida fueron los centros de higiene mental y las clínicas de la conducta, particularmente estas últimas que, instrumentadas desde la Secretaría de Educación Pública, implicaron a médicos, maestros y padres de familia en la detección, control y tratamiento de los llamados niños “problema” y que, según los cálculos de Andrés Ríos, alcanzó al menos a 6 000 de estos menores. Infantes que en la escuela eran inquietos, impulsivos, irascibles o crueles, y en su casa agredían a sus padres, desobedecían o rechazaban la escuela, fueron objeto de atención por parte de psiquiatras, psicólogos y pedagogos que encontraron la causa de su “anormalidad”, ya no en el -componente hereditario como se pensaba en el siglo XIX-, sino en un contexto caracterizado por problemas económicos, conflictos conyugales o una mala integración familiar. Sin embargo, en 1956, la Secretaría de Salubridad y Asistencia sostuvo que las clínicas de la conducta eran un lujo: si bien las pláticas a padres y maestros brindaban información muy oportuna, no llegaban a transformar las conductas. Para Edmundo Buentello, uno de los médicos más interesados en estos niños, la higiene mental en las escuelas no tenía los efectos esperados, tanto por los prejuicios asociados a todo lo que llevara el calificativo de “mental”, como porque las autoridades exigían los resultados que se obtenían en otras especialidades médicas.

Lo que sí parece evidente es que, al optar por el camino de adherirse al entramado del Estado, la Liga Mexicana de Higiene Mental, creada bajo los auspicios del Departamento de Prevención Social de la Secretaría de Gobernación, pudo mantener sus principios encaminados a la prevención, pero hubo de sujetarse a los vaivenes de los gobiernos en turno, a los derroteros del caprichoso presupuesto o a los intereses políticos del momento. Bajo este patrocinio, se reforzó aún más el papel del Estado en la conducción de la psiquiatría mexicana determinando sus logros y sus fracasos. Quizá por ello, el Reglamento contra el Ruido para el Distrito Federal y Territorios Federales, redactado por Ramírez Moreno, y que buscaba controlar los niveles de ruido producidos en la industria, el comercio, los centros de diversión y hasta en la vía pública, se promulgó en 1952, pero no se aplicó; acaso también la Ley Federal sobre Alienados, elaborada por Alfonso Millán, que buscaba regular los derechos de los enfermos mentales y proteger a la sociedad de los locos peligrosos, se quedó en un borrador que nunca vio la letra impresa; de igual manera, el Centro de Profilaxia Nerviosa y Mental, que habría de atender bajo un régimen abierto a los enfermos mentales, o el Manicomio de Mujeres, destinado a liberar camas en La Castañeda para combatir el hacinamiento, tampoco pudieron ver la luz, pese al compromiso inicial de las autoridades. Otros proyectos tuvieron más éxito, como la creación de la carrera técnica en trabajo social, que se abrió en 1940 en la Universidad Nacional Autónoma de México a instancias de Mathilde Rodríguez Cabo, quien expuso en la Facultad de Derecho la importancia de contar con trabajadoras sociales para establecer el enlace entre el Estado y la familia en la resolución de conflictos de toda índole.

De manera muy clara el libro revela la institucionalización de la higiene mental en México por la vía de su inserción en el Estado “cuando sus representantes alcanzaron cargos públicos desde donde crearon instituciones e impulsaron políticas y reformas legislativas para tales fines”, pero no logra convencer la hipótesis central de que la higiene mental se constituyó en “un saber-poder del Estado posrevolucionario” y que formó parte de los “mecanismos de control social usados para excluir y marginar sujetos cuyas conductas e ideas transgredían los límites de lo ‘normal’” (pp. 41-42).

No deja de sorprender que, en 1950, sin una discusión de fondo, la Liga Mexicana de Higiene Mental se transformara en la Liga Mexicana de Salud Mental siguiendo los dictados internacionales que abandonaron el paradigma de la prevención por el de la atención. Andrés Ríos Molina sugiere que el descubrimiento de los psicofármacos en esa década relegó el ideario preventivo. Parecía llegado el momento de depositar la esperanza de curación en un nuevo ídolo, el medicamento, y reiniciar así el ciclo interminable de experimentar con la locura. Pero ésa, es otra historia.

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