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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v67i4.3577 

Reseñas

Sobre Eduardo Camacho Mercado, Frente al Hambre y al Obús: Iglesia y Feligresía en Totatiche y el Cañón de Bolaños, 1876-1926

Julia G. Young1 

1The Catholic University of America

Camacho Mercado, Eduardo. Frente al Hambre y al Obús: Iglesia y Feligresía en Totatiche y el Cañón de Bolaños, 1876-1926. Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2014. 364p. ISBN: 978-607-905-891-1-0.


Durante el periodo comprendido entre 1876 y 1926, la Iglesia católica de México franqueó una transición de capital importancia. En los primeros momentos del porfiriato la Iglesia institucional era débil y estaba desorganizada; las reformas liberales que implementó Juárez habían conseguido socavar a la Iglesia su poder e influencia, empujándola fuera de la esfera pública. Cincuenta años más tarde, las cosas habían cambiado drásticamente. El episcopado era ya un cuerpo cohesionado y coordinado, las organizaciones católicas proliferaban por todos lados, y el catolicismo mexicano parecía resurgir.

¿Qué había ocurrido? La respuesta, de acuerdo con Eduardo Camacho Mercado, es bifronte: en primer lugar, una reforma exhaustiva de la estructura interna de la Iglesia de México; segundo, “el catolicismo social”, un proyecto sociopolítico que aspiraba revitalizar el catolicismo en el nivel de la comunidad, así como crear una alternativa frente al liberalismo y al socialismo revolucionario del siglo XIX.

El libro de Camacho examina el por qué y el cómo de estos proyectos de reforma que tuvieron tanto éxito. Para ello se centra en las regiones remotas de Totatiche y el Cañón de Bolaños -ambas en el borde más septentrional de la Archidiócesis de Guadalajara, en el estado de Jalisco. Su enfoque es microhistórico y local, equilibrándose con descripciones amplias del contexto regional, nacional e incluso global. En su estudio extenso y bien estructurado emplea fuentes diversas procedentes de archivos nacionales, estatales y locales; así como colecciones parroquiales y de la Archidiócesis.

La introducción y los dos primeros capítulos proporcionan los antecedentes de esta historia local con amplitud. Cuando la trama comienza, la Iglesia católica de México se había visto forzada a “abandonar espacios de poder” (p. 20) tras la derrota decisiva de la agenda conservadora simbolizada por el asesinato de Maximiliano en 1867, el príncipe de la Casa de Habsburgo traído a México por los conservadores con el apoyo de la Iglesia, y el ascendiente de Juárez a la presidencia. Una vez restaurada la República, el gobierno liberal pudo finalmente implementar tanto la Constitución de 1857 como las Leyes de Reforma de 1859 y 1860, todo lo cual limitaba seriamente los derechos de la Iglesia y sus prelados en la esfera pública.

La Iglesia tuvo entonces que abandonar la batalla política “para concentrarse en recuperar el espacio social por medio de un proyecto de sociedad paralela a la secular, tomado de experiencias europeas adaptadas a la realidad mexicana” (p. 21). Este proyecto requería reformas de gran calado en la institución, y en respuesta, la Iglesia católica mexicana redefinió y redibujó fronteras territoriales, y creó nuevas provincias y diócesis. Al mismo tiempo, la estrategia demandó una “romanización” de la Iglesia: un proceso que puso el acento en el poder del Papa sobre el clero local, favoreciendo a los prelados que permanecieran leales a Roma -en particular, aquellos que había sido alumnos del Colegio Pío Latinoamericano.

La segunda parte del proyecto, el catolicismo social, también emanó de Roma. Mientras Europa y Occidente se industrializaban durante los siglos XVIII y XIX, la Iglesia comenzó a preocuparse cada vez más por la desigualdad económica, así como por “la pobreza moral de la sociedad, producida por el modelo liberal capitalista” (p. 21). No obstante, el socialismo no era una respuesta aceptable para los católicos; se hacía preciso un marco alternativo. En 1891, León XIII publicó Rerum novarum, una encíclica que proponía una relación más justa entre trabajadores y empresarios, y que promovía mutuas y cooperativas católicas (descritas como “círculos de los trabajadores”). En una perspectiva más amplia, el catolicismo social aspiraba revitalizar la vida católica por medio del apoyo a asociaciones de hombres y mujeres católicos laicos, así como la promoción de nuevas devociones tales como la del Sagrado Corazón de Jesús.

En el México de Juárez, estos dos esfuerzos -la reestructuración de la Iglesia y la puesta en práctica del catolicismo social- hubieran sido inaceptables. No obstante, Porfirio Díaz tuvo un tono mucho más conciliador hacia la Iglesia, o quizá más adecuadamente, “no quería a la Iglesia de enemiga” (p. 53). Miró hacia otro lado cuando los católicos invadieron la esfera pública y obviaron en general la puesta en ejecución de las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857. Durante las dos primeras décadas de un gobierno que duró 30 años, la vida católica resultó romanizada y revitalizada, y hacia el final del siglo el catolicismo social había hecho grandes progresos en México. En 1903, el país vio un florecimiento de organizaciones: un movimiento católico de amplia implantación, círculos de trabajadores, y sociedades mutuales de ámbito nacional. Hubo una serie de Congresos Católicos Nacionales, primero en Puebla (1903), luego en Morelia (1904), en Guadalajara (1906), y Oaxaca (1909).

En el ámbito regional, en la Archidiócesis de Guadalajara, tuvo lugar la misma revitalización. El marco temporal objeto de estudio vio cuatro arzobispos: Pedro Loza y Pardavé (1869-1898); Jacinto López (1900), José de Jesús Ortiz (1902-1912); y Francisco Orozco y Jiménez (1913-1936). Cada uno de ellos se embarcó en diferentes proyectos y estrategias, pero todos impulsaron reformas católicas administrativas y sociales. Asimismo todos mantuvieron el contacto con Roma: Loza acudió a Roma para el Concilio Ecuménico Vaticano, y Orozco y Jiménez asistieron ambos al Colegio Pío Latino. Colectivamente trabajaron para fomentar y prestar su apoyo a diversas devociones religiosas y comunidades en México, tales como las de las Hijas de María Inmaculada y las Conferencias de San Vicente de Paul. Ellos también reformaron el sistema de seminario, mejorando la educación y la disciplina del clero. Fueron, en definitiva, líderes eficientes, que consiguieron centralizar la autoridad en la figura del prelado. Incluso cuando Orozco y Jiménez hubieron de exiliarse de México durante el periodo revolucionario, siguieron ejerciendo las labores de gobierno de sus diócesis desde lejos, por medio de un contacto constante con sus subordinados y la laicidad católica local.

Este modelo de liderazgo verticalista, a pesar de toda su eficacia, es capaz sólo parcialmente de dar razón del éxito de las reformas católicas de finales del siglo XIX. Tal y como explica Camacho, no hubieran podido tener el mismo efecto si no hubieran sido aceptadas en el ámbito local. De hecho, su principal desventaja en este ámbito fue que intentaran alcanzar un tipo homogéneo de catolicismo: “clerical, fuertemente sacralizado y con intensos matices sociales” (p. 21). Quizá sea sorprendente que los católicos en el ámbito local no lo incorporaran en bloque. Más bien, se negoció, resistió y acomodaron las reformas, manteniendo simultáneamente sus devociones religiosas y sus agendas locales.

Para demostrar cómo ocurrió esto, Camacho acude en el tercer capítulo y en lo restante del libro, a una investigación de Totatiche y Bolaños, un área escabrosa con una población indígena considerable. A lo largo de la historia turbulenta de la región se dieron dos constantes. La primera fue la de una violencia recurrente en forma de rebeliones indígenas, guerras de independencia, batallas en el xix entre liberales y conservadores, y la Revolución. La segunda fue la religión. Los misioneros habían pacificado la región tempranamente y la religiosidad local era firme, sentida, aunque no siempre conforme a las visiones religiosas de la jerarquía.

Aunque la región contaba con agricultura y una industria minera, también era cálida, deforestada, y en cierta medida marginalmente atrasada -los sacerdotes que era destinados allí no solían durar mucho (p. 156). No obstante, era una región cuyas personas eran ricas en cultura e historia, y Camacho proporciona una lírica descripción, gratamente escrita “del tamaño de su mundo” (p. 149); investigando el territorio y su población, las vidas de sus habitantes, y la formación y educación de los sacerdotes que vivían y trabajaban entre ellos.

Un sacerdote en particular logró marcar una diferencia enorme en la vida católica de la región, haciendo él solo quizá más que ninguna otra persona individual para traer el socialismo católico a Totatiche y Bolaños. Cristóbal Magallanes Jare, oriundo de Totatiche, sirvió como párroco de 1906 a 1927. Estudiante entusiasta de las reformas sociales de la Iglesia, estuvo a cargo del seminario local, donde pudo diseminar estos conceptos en la clase sacerdotal local.

Magallanes conocía y comprendía la práctica del catolicismo en la región. En vez de simplemente forzar el proyecto hegemónico de reforma, Magallanes y otros como él aceptaron las devociones locales preexistentes, tales como el culto al Señor de los Rayos y la devoción a Santa Rita. Ciertamente los sacerdotes intentaron controlar algunos aspectos de estas devociones -cuidando de las fiestas y administrando los fondos- pero en general, las apoyaron y promovieron incluso incorporando estas formas tradicionales de religiosidad. Magallanes también cooperó con líderes laicos, jóvenes sacerdotes, diáconos y seminaristas en estos proyectos. Como resultado, a los habitantes locales “les inculcó un sentido de pertenencia y los hizo considerarse miembros de la Iglesia universal […] Al mismo tiempo, fortaleció las identidades locales (por medio de las devociones populares)” (p. 301).

El apoyo de los sacerdotes a las devociones populares generó ciertamente buena voluntad entre los parroquianos. Sin embargo, el catolicismo social obtuvo éxito en la zona porque Magallanes y otros promovieron de forma agresiva nuevas asociaciones y organizaciones de un modo que resultó ser efectivo dentro de esa comunidad en particular. Equilibrando las redes familiares y personales, los sacerdotes animaron a sus parroquianos a unirse a organizaciones tales como la Sociedad Mutualista de Nuestra Señora de Guadalupe, Obreros Católicos, Las Hijas de María, la Asociación Nacional de Padres de Familia, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana -las cuales todas ellas florecieron durante las tres primeras décadas del siglo XX en Totaliche y, en menor medida, en Bolaños. Estas organizaciones ayudaron a la creación de espacios sociales donde hombres, mujeres y jóvenes podían no sólo expresar y celebrar su fe, sino también organizarse alrededor de la ayuda mutua, los derechos laborales, y las causas políticas. En resumidas cuentas, facilitaron la creación de un proletariado católico consciente políticamente.

Todos estos desarrollos desembocarían en la revolución mexicana. A pesar de un breve momento bajo Francisco I. Madero en el que los partidos políticos católicos fueron legalizados y bienvenidos en la esfera pública, los años restantes de la Revolución causaron una disrupción masiva del proyecto social de catolicismo a escala nacional, así como en Totaliche y Bolaños. Más allá de la violencia, la enfermedad, y la sequía que impactaron la región durante el periodo, se dio también una ruptura entre los católicos y las élites locales -muchos de los cuales era simpatizantes de los revolucionarios. Tal como lo describe Camacho, los laicos católicos, los sacerdotes, y la jerarquía lucharon con las élites locales y los revolucionarios por cuestiones de conciencia (en la arena de la prensa y las escuelas); de espacio (las arenas de iglesias y plazas públicas); y tiempo (en la arena del calendario).

Tras la Revolución, pareció que los católicos de México habían ganado una victoria temporal. El intenso anticlericalismo del Estado revolucionario galvanizó a muchos de ellos hacia una acción política proactiva durante los primeros años veinte. Esto culminaría en la conflagración que sucedió inmediatamente tras el final del libro: la Guerra Cristera, de 1926 a 1929. Con esta omisión de la narrativa, puede que Camacho haya dejado abiertas algunas cuestiones. Al mismo tiempo, ha proporcionado no sólo un retrato llamativo de las interacciones entre la religión vivida en el ámbito local, sino también una lente para comprender las raíces del catolicismo, y de la resistencia católica que surgiría después de 1926.

Efectivamente, Camacho demuestra que los fieles católicos “no eran receptáculos inermes de ideas, ni pobres campesinos manipulados por el poder opresor de la Iglesia” (p. 37). Más bien, la Iglesia supo siempre negociar con los habitantes locales y sus culturas, sabiendo llevar a buen fin sus reformas porque supo acomodar las devociones populares y las prácticas regionales. Examinando Totatiche y Bolaños -estos “pequeños y olvidados rincones del mundo”- Camacho demuestra no sólo cómo respondieron las localidades a problemas e ideas de calado, sino también cómo “colaboraron en su resolución” (p. 37).

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