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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v67i4.3575 

Reseñas

Sobre José María Portillo, Fuero indio. Tlaxcala y la identidad territorial entre la monarquía imperial y la república nacional, 1787-1824

Josep M. Fradera1 

1Universitat Pompeu Fabra, Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats

Portillo, José María. Fuero indio. Tlaxcala y la identidad territorial entre la monarquía imperial y la república nacional, 1787-1824. México: El Colegio de México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2014. 259p. ISBN: 978-607-462-852-4.


Como en la vida de Plutarco, esta nueva aportación de José María Portillo se desenvuelve como si se tratase de una historia clásica: vidas paralelas que se cruzan en un punto. En efecto, en un momento de la narración, el navarro Manuel de Flon y el nacido en la Cartagena murciana Francisco de Lissa -los dos funcionarios españoles muy bregados- parecen encarnar el pasado y el futuro de lo que sucede en el último tramo de la monarquía borbónica en América. Para el segundo de ellos, el mantenimiento del consuetudinario fuero indio en Tlaxcala no ofrece dudas; para Flon aquel elevado grado de independencia funcional suponía prolongar una situación que rechinaba en el contexto las reformas posteriores a la Guerra de los Siete Años. Más todavía: ni el uno ni el otro están contentos con el estado de cosas; pero ni el uno ni el otro disponen de instrumentos suficientes para avanzar del todo en sus posiciones, para derrotar al adversario ideológico. No se trata, sin embargo, de una pelea entre las prioridades metropolitanas y la resistencia de los americanos. En efecto, la larga duración de la excepcionalidad tlaxalteca y la complejidad de las alianzas de uno y otro bando, apuntan a otros motivos, a un orden de problemas distintos. Entretejer este conflicto entre dos posibilidades -la continuidad de un fuero indio o su asimilación al régimen común generalizado en el virreinato- en la quiebra entre las reformas borbónicas y la primera constitución es el reto ambicioso que Portillo se plantea y resuelve con la solvencia de quien conoce como pocos esta etapa en su dimensión atlántica.

¿De qué se trataba el conflicto en su esencia? En su origen, aquello que llama la atención se encuentra en la secular condición del gobierno de Tlaxcala. Gobierno indio (que no indígena) ejercido por los descendientes de aquellos tlatoanis que cuando la conquista se aliaron con Cortés para tomar y destruir el dominio azteca sobre el centro de México. Se establece entonces aquel pacto ancestral de los mandatarios tlaxcaltecos, caciques genuinos, con la corona, un pacto que se confirma con reiteración y que se expresa en una continuidad en la forma de gobierno, que crea derecho, en rituales y una compleja parafernalia textual y criptográfica, todo ello todavía vigente siglos después. En un giro para muchos sorprendente, Portillo encaja aquella peculiar situación en el “sueño” foral ya explorado por el mismo en el contexto metropolitano. Y el paralelismo resulta fértil por dos razones: la primera, porque los propios protagonistas de los hechos conocían que mantener aquellas situaciones era más que posible; la segunda, porque a ambos lados del Atlántico la particularidad foral se mantiene incólume a la transformación histórica del siglo XVIII y XIX. Sorprendente es la lección para aquellos que trabajan en frescos muy amplios, panorámicos, sin atención a los contextos particulares; no puede serlo para los que, partiendo de estudios de caso, se esfuerzan para establecer con mayor matiz el juego entre la historia general y las dialécticas particulares. Tlaxcala no es la única excepción al gobierno general. Está Querétaro en el gran virreinato novohispano. Más allá, las variantes paraguayas, las provincias exentas, son muchas. Su exploración exigirá un grado de meticulosidad y conocimiento que Portillo aporta con creces para el caso que motiva estas líneas.

El desafío mayor que encara Portillo no es el de explicar la doble legitimidad jurisdiccional vigente en Tlaxcala, Querétaro y Nueva España, bien establecida ya en la historiografía mexicana, sino en aportar por medio del caso más emblemático la historicidad que en ocasiones falta a esta apreciación. Ahí, a mi entender, reside el mayor mérito del libro. Esto es, hacer ver y hacernos entendible el pacto fundacional entre las autoridades tlaxcaltecas y el Rey a caballo de los siglos XV y XVI para conducirnos luego en un excursus formidable hasta el cambio general de la monarquía católica en el siglo XVIII, la guerra civil mexicana y la consolidación de la República independiente. Porque, en efecto, la existencia de una provincia como Tlaxcala en la primera constitución mexicana y hasta el presente no tenía ni tiene otra justificación que la continuidad de una tradición, de su modificación continua para adaptarse, sin sucumbir al alejamiento tendencial respecto a su fundamento inicial, no sólo al cambio de los tiempos en general sino también a la constitución no escrita del Reino de Nueva España y de la República que heredará su ámbito de soberanía y sus divisiones territoriales históricas.

Si nos limitásemos a apreciar estas vidas paralelas -las de Lissa y Flon, pongamos por caso- las del gobierno indio y de la monarquía católica, la de la monarquía imperializada y república mexicana de nuevo con la excepción foral estaríamos en el territorio de lo conocido. Portillo da varios pasos más allá, desbordando las previsiones de quien espere una mera aportación a la variada articulación política del mundo hispánico hasta y en la nación del siglo XIX. Quisiera, en este sentido, apuntar algunas de las direcciones sugeridas por el autor que me parecen de una relevancia indiscutible. La primera y más evidente en mi opinión: que su aportación se sitúa con igual acierto en dos tradiciones historiográficas e intelectuales a menudo de mala conciliación. La primera sería aquella que apunta a la densidad y persistencia de las jurisdicciones particulares, aquellas que, junto con la básica de los magistrados reales y jueces de partido, dieron consistencia a la fábrica de la monarquía durante siglos. Si los pequeños hacedores de derecho y de política consiguieron resistir los embates de las fuerzas del cambio, ésta sería una demostración tangible de la fuerza de lo jurisdiccional. Demasiado sencillo. La explicación que nos ofrece el autor no se resigna con una explicación de este estilo, esto es, casi tautológica. La apuesta se mueve también en otro plano. Registra sí, y a fondo, la fuerza de la jurisdicción y del fuero en su particularidad americana e india, pero, si éste resiste tanto y aguanta hasta tan tarde, es por su capacidad de acción en la maraña de las jurisdicciones y magistraturas, por la acción en el propio territorio e incluso en los vericuetos de tipo nuevo que, como las Cortes españolas, representaban un cambio real en las relaciones políticas. El caso de los hermanos Guridi Alcocer, tlaxaltecos modernos pero fueristas, es relevante en este contexto. Su defensa tardía no se refiere ya solo a la tradicional invocación historicista, que se da por supuesta, sino a su funcionalidad renovada en la organización y cohesión del territorio sobre el que los regidores tlaxcaltecos ejercieron de siempre jurisdicción.

Las reformas borbónicas primero, con la erección de las intendencias en 1787, junto con la simultánea crisis monárquica con la abdicación de Carlos IV y la traición del heredero y los primeros esbozos de proyecto liberal son las marcas ciertas del cambio de los tiempos. Lo primero señala, en la definición que aporta el autor, la definitiva e imparable imperialización de la monarquía, a la que hasta entonces si primamos el énfasis jurisdiccional solo cabe reconocer como monarquía católica. Ciertamente fue así. Y el nuevo énfasis en la modificación de los pactos para servir a las necesidades del monarca señala un punto de inflexión en las relaciones entre Tlaxcala y las autoridades de la península. En otros términos, entre la voluntad de autonomía foral, en este caso, comunitaria o de las jurisdicciones particulares de señores e Iglesia, y la voluntad crecientemente despótica de un poder lejano pero intrusivo. No cabe objetar esta forma de presentación del problema si lo leemos en los términos fijados por la mejor historia del derecho. Un inciso quizás sí podría introducirse en esta línea de análisis, más allá del espacio del derecho mismo y del caso particular que estamos analizando. La palabra imperio es equívoca y polisémica. Si por imperio se pretende sugerir un poder omnímodo que se inmiscuye en el fondo mismo de la vida social, sin duda el español no responde a este modelo. Ni por asomo fue así hasta, por lo menos, las llamadas reformas borbónicas. Ahora bien, si por imperio entendemos el ensamblaje coercitivo de sociedades diversas bajo un poder -legal, simbólico, militar, funcionarial-, con una “economía política” específica, entonces estamos apuntando a otra cosa. Un ejemplo bastará: si los imperios norteeuropeos de los siglos XVII y XVIII fueron imperios del comercio y de la “libertad” lockeana de propietarios (de tierras y esclavos); el español no era un mero agregado de gente sin norma “moderna”. Era un imperio de los metales preciosos, la rueda del comercio (el propio y el de los ya citados) y de la fiscalidad de los estados nacientes en Europa y fuera del viejo continente (en este punto siempre recuerdo el título del gran libro del John Deyell sobre el norte indio medieval Living Without Silver. Y para ello, su ensamblaje en una “economía política” particular encajó el resto de piezas al servicio de los grandes centros mineros del Alto Perú y el norte novohispano. Este modelo se sella en el siglo XVI, al compás de tres pilares de sustentación fundamental: la jurisdicción de los cuerpos particulares; la difusión del catolicismo romano y; la limpieza de sangre y la “casta” o calidad de las personas para la formación del derecho de familia en una sociedad donde el color, la legitimidad de las uniones y los nacidos de ellas, así como el lugar de nacimiento importan. Cuando Gálvez y compañía se ensañen con las formas antiguas, es porque aquella economía política y aquella forma de gobierno en la que sin duda lo jurisdiccional eran norma han tocado techo y la monarquía no puede atender ya a sus obligaciones de guerra por tierra y mar, que se acrecientan a su vez exponencialmente. Pulsará como es bien conocido y general, la tecla de la fiscalidad, de la “imperiosa necesidad”, y, con ella, zarandeará el entero edificio imperial hasta derribarlo. Las cifras muestran que aquel esfuerzo daba réditos; los efectos en la sociedad muestran también que aquellos réditos se pagaron a un precio muy alto.

Portillo parte de aquí para adentrarse en el conflicto entre la imperialización promovida desde arriba por los burócratas borbónicos y la resistencia foral. Lo interesante del caso, sin embargo, es que nadie jugaba conforme a unas reglas establecidas de antemano. Además, el número de jugadores fue en aumento con el paso del tiempo. Todos los contendientes se presentaban además como leales vasallos del monarca, como no podía ser de otra manera. El debate estaba en la forma como unos y otros utilizarían la artillería jurídica que las autoridades ponían en sus manos. Lo que en principio podría imaginarse como un debate entre la Intendencia de Puebla y el cabildo de Tlaxcala, al poco reclutó nuevos jugadores. Tres estaban cantados: la administración virreinal, quejosa del escaso rendimiento y la opacidad tributaria de la demarcación; las autoridades poblanas, con ambiciones de extender su jurisdicción sobre el ámbito hasta aquel momento bajo el control de Tlaxcala, en parte por razones que se mencionarán más adelante; sobre el terreno, municipios que aspiraba a capitalizar esta pugna y quiebra de los viejos lazos jurisdiccionales para desgajarse de aquellos que disponían control sobre ellos. En medio, un grupo “mestizo-criollo”, en la terminología del autor, emerge con claridad como poder alternativo al anterior gobierno indio. Esta pugna no es meramente por el pasado o sobre los títulos de unos y otros. Por el contrario, emerge y refleja una descarnada lucha por el control de la mano de obra, clave tras el “bando de gañanes” de 1783, empeño en el que los caciques tlaxcaltecos no dudan en usar distinciones muy coloniales entre su calidad y los títulos que los separan de la rusticidad de los macehuales. La nebulosidad de la fundación misma de Tlaxcala, de su estatuto foral y de las ordenanzas de intendente enmarcarán esta pugna de futuro incierto, no determinado, marcada además por la coyuntura. En este punto, uno de los mayores aciertos del libro es mostrar cómo nunca se da por cerrada la batalla jurídica y política, mostrar con una precisión admirable que el final no estaba escrito. Pese a la apariencia de un gran artefacto en construcción, el imperio al que los últimos Borbones aspiran no estaba todavía en condiciones de imponer sin más sus objetivos si los cuerpos particulares se resistían. Con mayor razón hacía falta negociar y replegarse con relación a aquellos cuerpos que no era posible decapitar desde arriba -como sucederá con la propiedad de la Iglesia, por ejemplo- y había que descender a los incómodos entresijos de las situaciones locales. Además, se trataba de unos provinciales muy pertinaces, como lo muestra su manejo habilidoso del pasado foral o su falta de reparos a la hora de mandar delegaciones hasta donde fuese necesario, hasta lo más alto en el virreinato o hasta la misma Corte si fuese preciso. Lo harán en 1795, lo volverán a hacer más adelante cuando lo consideren conveniente, lo harán cuando las Cortes gaditanas y las de 1820. Quizá por ello, al final la ciudad resiste y trasciende el propósito centralizador de la clique de funcionarios borbónicos y sus aliados naturales, los comerciantes españoles, para prolongar así su ciclo vital. El imperio quiebra; la identidad tlaxcalteca hábilmente manejada por experimentados caciques subsiste a la ruina de aquel y a su transmutación en estado en el México independiente.

Sobrevivir a sus enemigos naturales, la pertinaz intendencia de Puebla y sus secuaces, no hizo más que desplazar el conflicto con el diseño de imperio nacional que se impone cuando la caída de Carlos IV y su abdicación inevitable. Es una crisis sistémica, en el sentido que lo abraza todo. En el momento que la crisis tlaxcalteca es mayor, cuando el irregular manejo de nombramientos y prebendas escinde el cuerpo provincial en facciones, cuando los enemigos acechan por todas partes, el escenario político de toda la monarquía se mueve en direcciones inesperadas, a ambos lados del Atlántico. Y de nuevo la paradoja, muy bien explorada por Portillo, de que en el tránsito de la monarquía a nación no se produce la “disolución” de lo foral sino su “reciclaje” discursivo (El paralelismo se impone de nuevo. Lo mismo sucede en Navarra y en las provincias vascas). En el contexto de crisis de 1808, la provincia resalta su lealtad a la monarquía y su voluntad, patriótica ahora, de mantener el pacto secular que, al sacarlos de la idolatría, los convirtió en beneficiarios de una foralidad largamente sostenida. El esfuerzo es más necesario que nunca porque no es nada claro al principio, si el decreto de convocatoria para América de la Junta Central, aquella molesta concesión a los americanos para preservar la unidad del cuerpo político, incluía a otros que no fuesen los gobiernos de las capitales de intendencia. En aquel contexto de dudas, los tlaxcaltecos mostrarán sus sentimientos monárquicos y patrióticos en la calle y enviando a la península a uno de sus hijos más capaces: José María Guridi Alcocer, una de las voces más relevantes de entre los americanos en el Cádiz de las Cortes. Mientras el cabildo inserta de nuevo su particular estatuto en la corriente patriótica que se levanta en Nueva España; Guridi no dudará una vez elegido en defenderlo como la única forma de administración provincial viable y una tutela acreditada sobre la población de la misma, no tan contenta como ellos sostienen de la autocracia autoreproducida de los caciques. Antes, cuando el clérigo José Miguel Guridi tome posesión de su escaño en Cortes como diputado por Tlaxcala será, paradójicamente, el único diputado que represente a indios, no a los indígenas en general, sino a unos muy particularmente celosos de sus privilegios. Esto explica, y ahora lo entendemos mejor, el escaso interés de Guridi ante la mayor demostración de filibusterismo parlamentario con la exclusión de las castas pardas, operación perpetrada con el propósito de rebajar la participación de los americanos. Mientras tanto, el énfasis del primer liberalismo español para constitucionalizar las provincias de la monarquía, con pocas variaciones se desenvolverá en América -y no solo allí- en la voluntad de continuidad de las grandes, medianas y pequeñas unidades con jurisdicción establecida sobre un territorio y aquellos que lo habitaban. Así se construye, a la par que el estado liberal en España, la geografía política y administrativa en el mundo hispanoamericano. Al insistir en la continuidad del viejo pacto y de la capacidad para organizar el territorio, los hermanos Guridi Alcocer y sus colaboradores preparaban el terreno para la transición foral de Tlaxcala al México independiente, una tarea nada sencilla puesto que en un contexto de guerra civil y de crisis de la colonia, no resultaba ya tan fácil exaltar su lejana alianza con Cortés y su sempiterna fidelidad a los españoles.

Por estos sinuosos caminos, Tlaxcala recorre las Cortes gaditanas y las Cortes del Triennio liberal, para acceder finalmente a estado de la República mexicana en 1824. En esta coyuntura los peligros son, de nuevo, muchos. Quizá el mayor de ellos sea el efecto catártico que tendrá la erección de ayuntamientos en las localidades mayores de 1 000 almas por el decreto de Cortes de 23 de mayo de 1812. Por este camino, genuinamente reformista y constitucional, algunas localidades (Tlaxco y Haumantla) que ya antes habían luchado para emanciparse de la tutela indeseada de Tlaxcala adquieren un estatuto y una consistencia que antes no tuvieron. Todo ello en el contexto de guerra civil y levantamientos múltiples, auspiciada por la política de militarización del virrey Calleja. Este estado caótico del país conducirá a las autoridades a reorganizar militarmente el virreinato. Tlaxcala de nuevo es situada bajo el mando militar poblano, recordando episodios anteriores de subordinación a la fuerza, impuesta desde arriba, aunque persistiese la estructura institucional separada. Lo mismo sucederá en los preparativos para la formación de la primera constitución mexicana en 1824. Inicialmente, la ciudad y su territorio no cumplían las condiciones para constituirse en estado y por ello será anexada a Puebla, sin por ello ser del todo asimilada en el marco de la demarcación poblana. La respuesta foral y la autoconciencia le permitirán sortear aquel escollo, al igual que se lo habían permitido cuando la definición de las futuras diputaciones en América por parte de las Cortes del Trienio. Paradójicamente, la decisión de la Regencia de 1822 constituirá el fundamento del estatuto republicano de 1824 a 1836, recuperado de nuevo en 1857.

La historia que hemos tratado de sintetizar podría ser leída como el éxito de una continuidad, como el éxito de un tradicionalismo. Para mí sería un error. Lo que Portillo describe es mucho más importante. Es la secuencia muy compleja de acción y adaptación del que juega en desventaja. Gálvez, intendentes y virreyes, criollos y mercaderes, Puebla, las Cortes de 1810 y 1820, todos tienen mayor fuerza que Tlaxcala o hubiesen dispuesto de ella de haber actuado concertadamente. Las armas de los débiles están ahí en el grado de conciencia sobre sus recursos y una idea precisa de cómo actuar y qué vender políticamente en momentos de crisis. En esto, los caciques tlaxaltecas y sus portavoces ilustrados, como Lissa en un contexto y Guridi en otro, demostraron capacidad más que sobrada para situar un anacrónico pacto secular en las circunstancias extraordinarias de la imperialización de la monarquía, su crisis final y el mundo del liberalismo hispánico, en la península y en su versión criolla. No es poco.

Solo un investigador de gran aliento y madurez, versado en el mundo español, el constitucionalismo antiguo y moderno y la excepción foral vasconavarra podía escribir esta historia en toda su dimensión. José María Portillo suma a estas cualidades el compromiso de veracidad y objetividad de los historiadores de referencia. Historia fría al servicio de una ciudadanía que debe asimilar la complejidad del pasado; historia con pasión para reafirmar un compromiso cívico perseguido sine ira et studio.

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