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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v67i3.3549 

Reseñas

Jo Guldi y David Armitage, Manifiesto por la historia

Roberto Breña* 

*El Colegio de México

Guldi, Jo; Armitage, David. Manifiesto por la historia. Madrid: Alianza Editorial, 2016. 292p. ISBN: 978-849-104-304-1.


Como el título mismo lo indica, Manifiesto por la historia es un libro eminentemente provocador.1 Su objetivo es despertar al gremio de los historiadores del letargo en el que, supuestamente, han estado instalados hasta hace relativamente poco. Al mismo tiempo, el libro es una reivindicación de la historia (de largo plazo), de una pretendida capacidad de la historia para modificar el futuro, del contenido ético que se supone la caracteriza y, por último, del papel protagónico que según Guldi y Armitage deben desempeñar los historiadores en la transformación del mundo. De entrada, debo señalar que los autores no solo le piden demasiadas cosas a la historia, sino que tienen una concepción del gremio de los historiadores que es, cuando menos, exagerada. Más allá de las importantes y oportunas llamadas de atención a ciertos aspectos del quehacer historiográfico contemporáneo, creo que ignorar por completo los límites de la historia puede crear en algunos lectores cierta desazón respecto a la historia como disciplina y como práctica. No cabe duda de que la historiografía occidental debe ser menos provinciana y más ambiciosa en diversos aspectos, pero, como trataré de mostrar en esta reseña, esto no justifica la interpretación de Guldi y Armitage sobre la historiografía occidental contemporánea y mucho menos su perspectiva sobre la “misión” de los historiadores actuales y sobre sus “responsabilidades” ante varias de las crisis de nuestro tiempo. Comienzo con una cita de Constantin Fasolt:

El problema no es que la historia no haya ido suficientemente lejos. Lo contrario es verdad: constantemente la historia ha ido demasiado lejos -demasiado lejos en sus ambiciones y demasiado lejos en sus reivindicaciones. La historia está sobrecargada con tareas que no está en posibilidades de cumplir […]. Si la historia ha de hacer bien lo que puede hacer, sus límites deben ser afirmados.2

Manifiesto por la historia es la antítesis de este planteamiento de Fasolt. La primera oración del libro anuncia, en lenguaje marxista, lo que está por venir: “Un fantasma recorre nuestra época: el fantasma del corto plazo”. Según los autores, vivimos un “momento de crisis acelerada, cuya característica es la escasez de pensamiento a largo plazo” (pp. 1, 13). Los ejemplos que proporcionan enseguida para probar este aserto son la breve temporalidad que rige a las campañas políticas y a los consejos directivos de las grandes corporaciones; lo mismo aplica a los burócratas y a los votantes. Lo anterior basta a los autores para considerar el “cortoplacismo” (short-termism) una “enfermedad” de nuestra época. Este carácter valetudinario resulta excesivo cuando pasamos al campo que verdaderamente les interesa: el mundo académico. Para cualquiera que ha tenido cierto contacto con la historiografía occidental de los últimos lustros es evidente que desde hace tiempo existe una tendencia a escribir tesis, artículos y libros sobre temas cada vez más limitados en términos temáticos, cronológicos y geográficos. Esto ha tenido efectos historiográficos que pueden considerarse deletéreos; entre ellos la proliferación de trabajos cada vez menos ambiciosos en los tres aspectos mencionados. El punto aquí es no solo que esta tendencia ha convivido sin muchos problemas con la tendencia inversa (i.e., la que pretende abarcar cada vez más temas, más cronología y más geografía), sino que el “pasado breve”, como los autores lo denominan, no basta para justificar muchos de los planteamientos que hacen en su libro.

¿Es cierto, como afirman Guldi y Armitage en la Introducción, que “el mundo que nos rodea está ávido de pensamiento a largo plazo”? ¿Es verdad que “los ciudadanos de todo el mundo se lamentan del estancamiento político y de los límites de los sistemas bipartidistas”? Manifiesto por la historia está lleno de este tipo de afirmaciones, inverificables y en ocasiones tendenciosas o parciales (¿bipartidismo en todo el mundo?). Este es, desde mi punto de vista, uno de los más grandes desaciertos de los autores, pues no solo confunden lo que está pasando en el mundo con lo que les gustaría que estuviera sucediendo (que conste que en términos ideológicos tiendo a coincidir con la mayoría de sus preocupaciones), sino que también confunden al mundo académico anglosajón (en ocasiones, como en la Introducción que ahora nos ocupa, a la academia exclusivamente estadounidense) con el mundo académico occidental; un mundo en el cual existen, por lo menos, academias de otras 50 nacionalidades.

Es también en la Introducción que los autores se refieren a la crisis de las humanidades, a la importancia crucial de las universidades para minimizar las consecuencias de esta crisis y al peso que tanto las humanidades como las universidades deben tener no solo para salir de esta difícil situación, sino para solventar otras crisis, de naturaleza distinta. Es difícil no coincidir con el diagnóstico que hacen aquí Guldi y Armitage, pero el papel preponderante que ha desempeñado la disciplina económica durante las últimas décadas, la sobreespecialización académica, la irrefrenable tendencia a manufacturar “productos académicos” de manera cada vez más acelerada y el descenso en la matrícula universitaria en las humanidades son temas que han sido objeto de preocupación y análisis desde hace tiempo.

Refiriéndose específicamente a la historia, los autores critican la atención excesiva que a partir de 1975 la historiografía occidental concede al trabajo puramente archivístico y a la escasa ambición temática, cronológica y geográfica ya aludida (en parte derivada de dicha atención). En mi caso, después de muchos años de tener contacto con la historiografía latinoamericana, es imposible no estar de acuerdo con Guldi y Armitage en este punto. En cuanto al debilitamiento de las historias nacionalistas que los autores celebran, me temo que en América Latina este proceso sea mucho más lento de lo que a ellos les gustaría. En todo caso, los autores plantean que desde hace aproximadamente tres lustros el largo plazo está de regreso con la “historia profunda”, la “gran historia” y la denominada big data (en inglés en la traducción), todas ellas subsumidas bajo un término que es fundamental a lo largo del libro: la longue durée (o, más exactamente, lo que denominan la “nueva longue durée”). Una larga duración que, según ellos, “ahora se orienta mucho más al futuro” (pp. 9, 28). Esta insistencia en el futuro (que no puede dejar de llamar la atención cuando de lo que estamos hablando es de historia), aunada a la concepción de la historia como “guía de la vida” (pp. 10, 29) y a la idea de que los historiadores son, por excelencia, los “árbitros de los grandes datos” (pp. 12, 34), colocan al lector en una senda difícil de seguir: por futurista, por su carga axiológica y porque pone sobre los hombros de los historiadores un fardo que, desde mi perspectiva, no les corresponde. La Introducción, que sienta el tono de todo el libro, concluye con afirmaciones como las que critiqué anteriormente:

[…] nunca, hasta ahora, ha sido tan vital que todos nos volvamos expertos en la visión a largo plazo, que todos regresemos a la longue durée. La renovación de la conexión entre pasado y futuro y la utilización del pasado para pensar críticamente lo que vendrá son los instrumentos que necesitamos. Los historiadores son los que están en las mejores condiciones para suministrarlos” (pp. 13, 35).

Manifiesto por la historia está dividido en cuatro capítulos. El primero es sobre la longue durée; el segundo acerca de lo que los autores denominan el “pasado breve”; el tercero se refiere a tres temas específicos (el cambio climático, la gobernanza y la desigualdad); por último, el cuarto es sobre big data. La conclusión, muy breve, se titula “El futuro público del pasado”. Es imposible detenerse en la miríada de temas que Guldi y Armitage tocan en su libro o en la infinidad de debates historiográficos que rozan. En lo que sigue, me limitaré a revisar críticamente ciertos temas anunciados por los autores en las páginas introductorias.

El capítulo sobre la longue durée es un panegírico a los historiadores actuales, quienes, según Guldi y Armitage, “tienen una potencialidad especial para la desestabilización del conocimiento, como, por ejemplo, interrogándose si los conceptos que ellos mismos utilizan para comprender el pasado no son ya anticuados” (pp. 14, 37). Contrariamente a lo que perciben los autores, en la historiografía occidental existen miles de historiadores que se plantean pocas preguntas sobre cómo y por qué llevan a cabo su trabajo del modo en que lo hacen (lo mismo se puede decir, por lo demás, de los practicantes de cualquier otra disciplina académica). Para los autores la historia, por su capacidad para combinar las humanidades y las ciencias sociales, tiene un “derecho especial” a reivindicarse como “ciencia humana crítica”. En la interpretación de la historiografía occidental que nos ofrecen en este primer capítulo, la longue durée del siglo pasado estaba abocada al futuro y a la “acción práctica”; además, poseía una vocación ética indudable, así como una notable capacidad transformadora: “En el siglo XX, la longue durée (aunque, por supuesto, en general no con este nombre) era una herramienta preceptiva para la confección de historias revisionistas al servicio de la reforma”3 (pp. 32, 51-52). Con base en autores como los Webb (Beatrice y Sidney), Tawney, Hobsbawm, Beard, Schlesinger, Polanyi, James, Savarkar, Arendt, Habermas y Mumford, los autores identifican una longue durée a la que denominan “clásica” y la contraponen con lo que, muy elocuentemente, denominan “longue durée sucia”, representada desde hace algunos años por think tanks y ong’s. “En esta longue durée sucia, autores que no eran historiadores manejaban una base empobrecida de datos históricos para extraer enjundiosas conclusiones sobre la tendencia al progreso”4 (pp. 28, 61). Según Guldi y Armitge, esta longue durée sucia floreció, “but historians were not the ones with their hands in the dirt”5 (pp. 29, 62). Un poco más adelante, vuelven al historiador como faro ante las crisis del mundo actual: “Estamos en un mundo que dirige cada vez más la mirada a la Historia en búsqueda de sentido para la naturaleza cambiante de los acontecimientos del mundo” (pp. 33, 69). Que este capítulo termine afirmando que la longue durée tiene una “finalidad ética” y proponiendo una “academia comprometida” establece una considerable distancia entre la “nueva” longue durée y la noción que Braudel acuñó en un célebre artículo publicado en 1958.6 Las visiones que tienen de la disciplina histórica Guldi/Armitage por un lado y el célebre historiador francés por otro son notablemente contrastantes. Para Braudel, los economistas, los etnógrafos, los antropólogos, los sociólogos, los psicólogos, los lingüistas, los demógrafos, los geógrafos e incluso los estadísticos contribuyen a iluminar la historia (con minúscula) y el quehacer historiográfico.

El segundo capítulo versa sobre la supuesta retirada de la longue durée a partir de los años setenta del siglo pasado y el arribo de lo que los autores denominan el “pasado breve”. Sobra decir que ni la larga duración desapareció del horizonte historiográfico occidental, tal como lo sugieren Guldi y Armitage, ni el “pasado breve” ocupó dicho horizonte en la magnitud que su libro puede hacer pensar. Hablar de “pasado breve” argumentando, por ejemplo, que hacia 1900 las tesis doctorales de los Estados Unidos cubrían un rango cronológico de alrededor de 75 años, pero que en 1975 este promedio había caído a 30 años, es más un ejemplo de ociosidad historiográfica que de otra cosa. Los autores incluyen a la microhistoria, la historia intelectual, la sociología histórica y la geografía histórica en esta segunda “enfermedad” historiográfica, en este caso denominada short past. Un pasado breve que, según los autores, dispensó a muchos investigadores “de la obligación de tener un pensamiento original acerca del pasado” (pp. 51, 99). En cuanto a la microhistoria, Guldi y Armitage la denominan “la escuela fundamentalista de la reducción de los horizontes temporales” (pp. 45, 90). Sobre los microhistoriadores, afirman que, “al menos en el mundo anglófono”, fueron muy pocos los que se tomaron la molestia de contextualizar sus horizontes cortoplacistas, “puesto que apostaban en un juego en el que se premiaba la intensa subdivisión de conocimiento” (pp. 52, 101). Cabe añadir que en caso de que así haya sucedido en Estados Unidos, los microhistoriadores italianos, con Ginzburg a la cabeza, no tienen responsabilidad alguna. Se puede estar de acuerdo con los autores en los efectos negativos que para cierta noción de la vida intelectual tienen el “especialismo”, el “archivo inexplorado” (la expresión es mía) y la aparentemente irresistible atracción que ejercen temas cada vez más circunscritos (en todos sentidos) sobre muchos historiadores actuales, pero esto no justifica plantear una “nueva” longue durée, la cual no solo no es nueva, sino que desvirtúa a la original, además de carecer de entidad como para considerarla una categoría historiográfica operativa.

El tercer capítulo del libro es una reivindicación del pasado como la mejor herramienta para lidiar con el futuro. Es una verdad incuestionable que el pasado es de enorme utilidad para construir un futuro más seguro o, si se quiere, menos inestable, pero de aquí a apelar al pasado como condición sine qua non para la elaboración de propuestas que nos asegurarán un futuro mejor, hay una brecha considerable.7 Contrariamente a lo que Guldi y Armitage piensan, no es la longue durée (como quiera que se le entienda) la que va a resolver la “crisis moral” que, según ellos, sufre la historiografía occidental desde los años setenta. Tampoco es cierto que solo pensando en tramos históricos muy largos estaremos en condiciones de decidir “qué instituciones dar por muertas y cuáles deberíamos mantener con vida” (pp. 85, 159). Esta decisión debe implicar no solo a historiadores, sino a los académicos de todas las áreas aludidas por Braudel dos párrafos atrás (yo añadiría a los filósofos). Al final de este capítulo, los autores rematan así su idealización de la Historia y de los historiadores: “[…] necesitamos hoy desesperadamente un árbitro capaz de desterrar el prejuicio, restablecer el consenso acerca de las verdaderas fronteras de lo posible […]ese árbitro, precisamente, puede ser la Historia en cuanto disciplina” (pp. 87, 162).

El último capítulo del libro es sobre big data, entendiendo esta noción sobre todo como la enorme masa de información digital que la tecnología cibernética pone hoy a nuestra disposición, “desde la decodificación del genoma humano hasta los miles de millones de palabras de los informes oficiales que las oficinas gubernamentales producen anualmente” (pp. 88, 164). En las ciencias sociales y las humanidades, big data representa oportunidades casi infinitas mediante bases de datos prácticamente ilimitadas. Es justamente la cantidad de información ahora disponible la que lleva a Guldi y Armitage a buscar, una vez más, a los únicos académicos que, según ellos, pueden manejarlos de manera sensata: “El mundo requiere autoridades capaces de hablar racionalmente de los datos en los que estamos todos inmersos, su uso, abuso, análisis y síntesis” (pp. 95, 176). Por supuesto, estas autoridades son los historiadores, quienes no sólo tienen la capacidad racional aludida, sino que además poseen la facultad de responder a los desafíos éticos que plantean las innumerables bases de datos que ahora tenemos al alcance de la mano y que, de manera un tanto paradójica, podrían representar un peligro: “El arbitraje de datos es una tarea que seguramente liderarán los departamentos de Historia de las principales universidades de investigación, pues requiere unos talentos y una formación que ninguna otra disciplina posee” (pp. 107, 196). Los historiadores, nos dicen los autores, deben reasumir “el papel público que tradicionalmente ocuparon y merecen volver a ocupar” (pp. 114, 208) las cursivas son mías: ¿qué es exactamente lo que los historiadores merecen y por qué?). Solo ellos están en condiciones de escribir “una buena y honesta Historia que arranque de su complacencia a los ciudadanos, a los responsables políticos y a los poderosos” (pp. 116, 211).8 Como resulta evidente a estas alturas, para Guldi y Armitage, la Historia y sus practicantes no conocen, ni quieren conocer, límite alguno.

Llegamos así a la Conclusión del libro. En ella los autores aluden, por enésima vez, a las supuestas necesidades de la sociedad actual, que parecen conocer con una claridad que no deja de sorprender (por lo menos a quien esto escribe). En este caso, afirmando que vivimos un momento en el que el público “vuelve a necesitar relatos a largo plazo” (pp. 121, 220). Para Guldi y Armitage lo que ellos denominan el “futuro público del pasado” está en manos de los historiadores, siempre y cuando conciban la historia como lo hacía el historiador (estadounidense) J. Franklin Jameson, es decir, como “la legítima herencia de millones de seres humanos” (pp. 125, 227). Es imposible saber a ciencia cierta lo que expresiones como ésta quieren decir. Sobre lo que no cabe dudar es sobre el papel que los autores adjudican a los historiadores. En el último párrafo del libro, Guldi y Armitage vuelven a reivindicarlos. Esta vez haciendo a economistas, abogados y politólogos los responsables de la crisis de gobernanza global, de la proliferación de mercados financieros no regulados y de las supuestas amenazas que representa el cambio climático. Para plantarle cara a desafíos como la desigualdad que provoca el capitalismo “necesitamos con urgencia la amplitud de ángulo y la visión de largo alcance que sólo los historiadores pueden proporcionar” (pp. 125, 227; las cursivas son mías). La oración final es otro golpe de efecto (un guiño más a la tradición marxista): “¡Historiadores del mundo, uníos! Hay un mundo por ganar, antes de que sea demasiado tarde” (pp. 125, 227).

Manifiesto por la historia no despertará a la historiografía occidental de su supuesto letargo, más bien pondrá en guardia a los lectores atentos respecto a los historiadores y a la idea que tienen de sí mismos. Esto se explica en parte por un aspecto que los propios autores señalan en más de una ocasión: la omnipresencia en su libro de la historiografía anglosajona, cuando no exclusivamente estadounidense. Al respecto, consigno algo bastante simple y tremendamente paradójico: en una época en que muchos historiadores elogian sin medida y dicen practicar la historia “atlántica”, “internacional”, “global”, etc., resulta que sus lecturas son, prácticamente, en un solo idioma: el inglés. The History Manifesto contiene 305 notas y, calculo, cerca de 1 000 referencias bibliográficas; de ellas, ni siquiera 20 están en un idioma que no sea la lengua de Shakespeare. ¿Creen los historiadores anglófonos aludidos que se puede aspirar seriamente a ser un “historiador internacional” cuando más de 95% de sus referencias están en inglés?9

Si a lo anterior se agrega una visión voluntarista, ingenua, pretenciosa y cargada axiológicamente sobre la Historia y los historiadores, la mesa está puesta para que Manifiesto por la historia no cumpla con las expectativas que sus autores depositaron en él. Al cerrar el libro, surgen dudas sobre la nueva longue durée, el “pasado breve”, la “historia futurista” (el término es mío), la historia milenaria como herramienta para lidiar con los problemas del presente (y del futuro), la historia “global”, la historiografía anglófona, la estadounidense y, para no extenderme más, sobre un gremio, el de los historiadores, que, contrariamente a lo que piensan Guldi y Armitage, es sólo un eslabón más en la cadena intelectual que puede contribuir a mitigar algunos de los problemas actuales y a diseñar las opciones para un futuro que, en buena lógica histórica, es bastante más impermeable al pasado y, por tanto, más impredecible de lo que Manifiesto por la historia plantea desde la primera página.

En cuanto a la identificación que los autores establecen entre la “buena historia” y la cobertura de cada vez más espacio (cronológico, geográfico y temático), concluyo esta reseña refiriendo una cita de Lynn Hunt que aparece en el libro. No obstante, Guldi y Armitage no extraen de ella todas las inferencias que, me parece, es posible extraer: “La escala del estudio depende de la pregunta a la que se trata de responder” (pp. 119, 217). Algo obvio, lo sé, pero considerando muchos de los presupuestos de Manifiesto por la historia y no pocas de sus intenciones, esta obviedad resulta bastante menos perogrullesca de lo que pudiera pensarse.

REFERENCIAS

“Histoire et Sciences sociales. La longue durée”, en Annales, Histoire, Civilisations, 13: 4 (oct.-dic. 1958), pp. 725-753 [ Links ]

The History Manifesto, Cambridge, Cambridge University Press, 2014 [ Links ]

The Limits of History, Chicago, The University of Chicago Press, 2004, p. 40 [ Links ]

1La versión original se titula The History Manifesto, Cambridge, Cambridge University Press, 2014; cabe apuntar que esta versión tiene sólo 125 páginas. En lo sucesivo, dentro del texto, la primera paginación corresponde a esta edición y la segunda a la edición en español. Existe también una versión electrónica: http://historymanifesto.cambridge.org/files/9814/2788/1923/historymanifesto_5Feb2015.pdf

2The Limits of History, Chicago, The University of Chicago Press, 2004, p. 40. Que los autores citen al propio Fasolt en su libro (pp. 85, 159) en apoyo de algunas de sus tesis resulta llamativo, por decir lo menos.

3El “por supuesto” de esta cita no deja de llamar la atención, por lo menos al autor de estas líneas: los autores afirman algo sobre la longue durée, pero muy bien puede ser que lo afirmado no se refiera a la larga duración…

4Sobre lo afirmado aquí por Guldi y Armitage, cabe apuntar que de los 12 “historiadores” mencionados anteriormente como ejemplos de la longue durée clásica, sólo cuatro eran historiadores de formación.

5Esta vez cito la versión en inglés porque la traducción al español suaviza el contenido y el tono de los autores.

6“Histoire et Sciences sociales. La longue durée”, en Annales, Histoire, Civilisations, 13: 4 (oct.-dic. 1958), pp. 725-753. El punto que planteo enseguida dentro del texto se puede leer en la página 727.

7Cabe señalar que a menudo los autores se refieren a un pasado “muy pretérito”, pues en repetidas ocasiones hablan en términos de miles de años.

8Cabe apuntar que también en este capítulo aparecen afirmaciones exageradas o inverificables. Un solo ejemplo: “La era de los fundamentalismos acerca del pasado y su significado está superada, ya sea que preconicen el apocalipsis climático, los genes de los cazadores-recolectores o el capitalismo predestinado para la minoría” (pp. 112, 204).

9Al respecto, lo único que puedo añadir es que en mi área de especialización (la historia político intelectual del mundo hispánico durante la llamada “era de las revoluciones”), y salvo un par de excepciones notables, lo mejor que se ha escrito sobre el tema durante el último cuarto de siglo no está en inglés (cabe agregar que no es escasa la bibliografía anglófona dedicada a dicha historia). Dudo mucho que mi caso sea una excepción. A esta cuestión lingüística, que es crucial, hay que agregar las enormes dificultades de conocer profundamente el contexto histórico, político, social, cultural e intelectual de los periodos históricos (cada vez más) amplios a los que son tan proclives los historiadores globales.

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