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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v67i3.3539 

Reseñas

Coralia Gutiérrez Álvarez, Movimientos sociales en un ambiente revolucionario. Desde el altiplano oriental hasta el Golfo de México. 1879-1931

Romana Falcón* 

*El Colegio de México

Gutiérrez Álvarez, Coralia. Movimientos sociales en un ambiente revolucionario. Desde el altiplano oriental hasta el Golfo de México. 1879-1931. ,, México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, 2013. 262p. ISBN: 978-607-487-578-2.


Las cavilaciones sobre los orígenes, la naturaleza y los alcances de las revoluciones son tan añejas como, al menos, el pasado escrito de la humanidad. El concepto de revolución es, probablemente, el más antiguo de la ciencia política, de los pocos que se puede situar desde antes de los griegos y, si uno lo entiende como disrupción del orden social, resulta ser de las nociones teóricas más originales del acontecer político. Los griegos desarrollaron una teoría del cambio social en donde la revolución desempeña un elemento que, en ocasiones, era de decaimiento, pero, en otras, tenía una naturaleza positiva, de desarrollo. Ello constituye el legado griego más importante en su estudio.

Tres siglos antes de Cristo, Aristóteles fundamentó su análisis del cambio político en una observación contundente: que la mayor parte de los estados estaban fundados sobre ideas erróneas e incompletas de la justicia, lo que naturalmente conduce al descontento y, en última instancia, a la rebelión. De ahí que la raíz de las rebeliones y las revoluciones se nutra del descontento que provoca la forma injusta como se reparten las ganancias y los honores, así como la predominancia excesiva de algunos pocos que gozan de un poder desproporcionado.1 Estos desequilibrios que provocan la desigualdad y la injusticia son universales e intemporales; en torno a ellos, y a lo largo de siglos, se han escrito centenares de libros, tratados, artículos y discusiones académicas y políticas.

La obra que Coralia Gutiérrez coordinó permite adentrarse, desde diversas perspectivas, en algunas de estas apasionantes preguntas: ¿por qué los seres humanos suelen soportar por larguísimos periodos un statu quo, aun cuando sufran diversos agravios? Y la otra cara de la moneda: ¿por qué en otros momentos son capaces de jugarse la vida empuñando las armas para intentar transformar su vida y su entorno? ¿Qué sucede con la gente del común durante esos acontecimientos extraordinarios? ¿Qué son los cambios de régimen provocados con el poder de las armas? ¿Qué exacciones y crisis sociales conlleva la naturaleza de dichos movimientos? ¿Cuáles son su costo y sus beneficios, si es que los hay?

Esta obra -en cierta medida un diálogo con otro texto editado por Raymond Buve y Heather Fowler-2 se centra en un escarpado corredor: el accidentado terreno en las faldas e inmediaciones de cuatro grandes volcanes: Popocatépetl, Ixtaccíhuatl, Malintzin y el Pico de Orizaba y, más detalladamente en la Sierra Nevada, desde Calpulalpan hasta Huejotzingo y Atlixco siguiendo, en buena medida, el tendido del antiguo Ferrocarril Interoceánico.

Este texto colectivo analiza la naturaleza de varios movimientos sociales en el contexto de las diversas y contradictorias revoluciones mexicanas que se iniciaron en 1910 en el amplio corredor Puebla, Tlaxcala y Veracruz. Lógicamente, sus autores no pueden responder al porqué y al alcance de esta revolución -que, como cualquier otra gran transformación basada en una rebelión social, ha sido objeto de una historiografía contradictoria y compleja. Pero sí abre un abanico de reflexiones y matices gracias a la diversidad de microrregiones y unidades de estudio -pueblos, ciudades, fábricas, ranchos y haciendas-, y a sus variados actores sociales -obreros, campesinos, mujeres, peones, aparceros, indígenas, molenderas, escogedoras del café, textileras, revolucionarios, grandes propietarios, empresarios, inversionistas, autoridades locales y federales, entre otros.

Varios de los autores analizan estructuras y procesos centrales: formas de tenencia y posesión de recursos naturales, los profundos cambios que provocaron las comunicaciones ferroviarias, las labores en fábricas y haciendas, la consolidación de una franja de economía capitalista en pleno corazón de México, la modernización de algunas grandes fincas agrarias a finales del siglo XIX y la construcción de fábricas, en especial por mano española y francesa, que influyeron sobre la tenencia de la tierra y el agua, así como la división y el desmembramiento de las propiedades privadas con el reparto agrario de la revolución. También incorporan una buena dosis de aspectos sociales y culturales que caracterizaron a obreros y pueblos comuneros, en especial sus reacciones ante la inserción de nuevas ideologías y religiones -como el metodismo, el magonismo y el maderismo-, lo que tuvo lugar, como se aclara en la introducción, “en forma más rápida que cualquier otra parte del centro y sur del país” (p. 9). Es con tales elementos que estos seis capítulos nos aproximan a la naturaleza de los movimientos sociales en los ambientes revolucionarios. Por ponerlo en una nuez, busca conocer

[…] las experiencias de lucha de distintos sujetos sociales; pueblos, familias, mujeres, trabajadores y trabajadoras del campo y las fábricas, parceleros, profesores, hacendados, industriales. ¿Cómo vivieron la revolución? ¿A qué retos, peligros y oportunidades se enfrentaron? ¿Qué estrategias utilizaron para sobrevivir? (p. 16).

Centro mi atención en una faceta que permite colocar al libro como heredero de las reflexiones clásicas sobre las disrupciones del orden, una arena vital entre filósofos, politólogos e historiadores: la naturaleza de la justicia y los ultrajes. Paradójicamente, los momentos de irrupción violenta no suelen coincidir con los de mayor pobreza o desigualdad. Como examinó de manera magistral Barrington Moore, las ofensas no acostumbran llevar a la participación revolucionaria.3

Quienes ocupan los últimos y amplios escalones de la pirámide social -en México y en todo el mundo- no suelen tener las condiciones apropiadas para proponerse grandes cambios estructurales, suelen entonces limitarse a buscar estrategias para que el sistema los agreda lo menos posible. Más aún, durante los grandes rompimientos del orden, la mayoría de los pobladores están un tanto a la deriva de los hechos definitorios, padeciéndolos y buscando resquicios para ampliar sus márgenes de autonomía. Son, según el clásico dixit de Luis González, los “revolucionados”.

Un aspecto vital que antes no solía reconocerse y que esta obra prueba, es que los grupos populares emprenden controversias tanto centradas en asuntos materiales de la explotación -tierras, aguas, arrendamiento, salarios, duración de las jornadas, etc.- como en torno a moral, valores y símbolos. Parte importante de sus organizaciones, movilizaciones y hasta de sus silencios se fundamenta en lo que consideran “justo”, “injusto”, “decente”, “humano”. En diversas formas y grados, los capítulos de este texto tocan tales aspectos nodales durante la era revolucionaria.

Antes de señalar las partes de esta obra, debe mencionarse que fue elaborada con todo el rigor de las ciencias sociales; es decir, contrastando un amplio material original con ideas generales e hipótesis. En conjunto, estos autores consultaron veinte archivos y, casi todos, de lo que constituye la cantera de la microhistoria y la historia social: no tanto los grandes repositorios documentales como el Archivo General de la Nación, sino los pequeños archivos que guardan el acontecer en las regiones y pueblos.

Tres porciones equilibradas integran el libro. La primera, “Propietarios y agraristas”, contiene dos capítulos. El primero, muy novedoso, donde Facundo Arias trata el fraccionamiento de ciertas haciendas y ranchos en el noroeste del valle Puebla-Tlaxcala durante el porfiriato, tema hasta ahora prácticamente ignorado. Aporta elementos puntuales y originales para constatar “el renacer” de los pueblos en dicho proceso. Estudia el dinámico mercado de tierras en este amplio valle, algunas disputas por el agua y, lo más original: el fraccionamiento de haciendas que permitió a algunos pueblos ampliar su territorialidad. Sin embargo, él mismo matiza los hallazgos al mostrar cómo, en estos mismos años, otras comunidades perdieron sus bienes raíces y acabaron por ser englobadas por las haciendas. Resalta, además, la importancia que entre estos pueblos tuvieron las profundas rebeliones agraristas acaecidas durante el siglo XIX en el Altiplano Central: los alzamientos de Chalco-Amecameca, el de Texmelucan encabezado por Alberto Santa Fe y, más adelante, los encabezados por los hermanos Serdán, la revolución agraria de Domingo y Cirilo Arenas y la Confederación Social Campesina Domingo Arenas.

Raymond Buve escribe el siguiente capítulo resumiendo su profundo conocimiento de los vaivenes agraristas tlaxcaltecas entre el maderismo, el zapatismo y el carrancismo, y demostrando las pugnas y contrapuntos con las facciones revolucionarias. Reflexiona sobre una pregunta muy difícil de responder: ¿por qué los numerosos y bien organizados movimientos sociales contestatarios fueron poco exitosos hasta antes de la Revolución, y por qué -no obstante que no había muchos agravios por despojos de tierras en Tlaxcala, ya que la disputa entre pueblos y haciendas más bien se centraba en el agua- se originó en este pequeño estado una movilización por la tierra que, con excepción de la morelense, fue la principal de la revolución en el centro y oriente del país? Los actores son analizados con lupa y el autor nos habla de los artesanos, obreros, obreros-parceleros, aparceros, comerciantes en pequeño, así como estudiantes que iban y venían de Tlaxcala a Puebla y se juntaban a dialogar y también a conspirar en clubes antirreleccionistas. Y más tarde, para ingresar y salir de las diversas facciones revolucionarias que se disputaban el territorio y que emitieron no pocos decretos de gran radicalidad como fue uno, de fines de 1913, para la restitución de tierras que los pueblos consideraban usurpadas. Buve también nos presenta una historia de larga duración como muestran las paradójicas semejanzas entre el gobernador porfirista por excelencia en esta pequeña entidad -Próspero Cahuantzi- y el líder revolucionario Domingo Arenas: ambos eran indígenas de clase baja, estaban a favor de la alfabetización, buscaban transferir tierras de las haciendas a los pueblos y atacaban a los hacendados que maltrataban a sus peones (pp. 76-77).

La segunda parte, “Pueblos y trabajadores en un entorno de guerra”, tiene dos capítulos de gran originalidad: uno de Gómez Carpinteiro sobre el sufrimiento, la violencia, el desencanto y el no desencanto de una “desventurada población”. Gómez dio voz a los dilemas morales de las poblaciones subalternas. Tres son los hilos con que se teje esta intrincada historia acaecida en San Felipe Teotlacingo, Puebla: la entrega de tierras que hizo un revolucionario a los moradores como un “acto de justicia”, a la vez que una táctica para apuntalar sus objetivos políticos personales; la denuncia formal y petición de apoyo de una mujer de nombre Paula Pluma, quien tuvo el valor de acudir al cuartel más próximo a denunciar a las tropas arenistas por la violencia sufrida por su marido, por ella misma y por un vecino que le había dado cobijo. La tercera hebra es la visión moral con que algunos ancianos de San Felipe se enfrentaron a las formas de autoridad empotradas desde afuera: sus reparos a recibir unos terrenos en concreto, a aceptar su “ilegal posesión”, ya que no consideraban que fueran del pueblo y, por lo tanto, podrían ser reclamados con justicia en un futuro. De estas maneras, busca escribir en la línea de lo que el gran antropólogo Guillermo Bonfil llamó las “historias que no son todavía historia”,4 porque fueron, y siguen siendo, soslayadas y ocultadas (pp. 103-105, 132).

Por su lado, Coralia Gutiérrez nos cuenta sobre quiénes participaron y quiénes padecieron la revolución en una moderna hacienda: la de Guadalupe, un complejo universo social que, además de agricultura y un aserradero, tenía un molino de harina, tres fábricas de telas, una de muebles y otra de loza. Centra su atención en una textilera -la de San Félix- entre 1913 y 1914 y examina con detenimiento el enjambre de valores en conflicto de los operarios durante la huelga de noviembre de 1914. Muestra cómo aumentó el potencial conflictivo cuando esta propiedad fue monopolizando tierras y aguas de pueblos vecinos. Miles de obreros vivían en, o estaban relacionadas con, este complejo agroindustrial que resultaba ser un mundo en sí mismo: con sus casas para empleados y obreros, panadería, carnicería, casino y tinacal, y donde se les permitía sembrar mediante una módica renta y se les concedían, en ocasiones, derechos sobre pastos y leña. Así se fue conformando un tipo de obreros que, aun cuando tenía fuertes nexos con la tierra y con sus pueblos, “vivir en la hacienda y cultivar una parcela formaba parte de su identidad” (p. 140). Incluso los miembros de las familias campesinas se iban integrando a esta organización laboral y hasta cierto punto paternalista de la hacienda.

No obstante, la falta de respeto y de valoración hacia los trabajadores se convirtió en una de las causas principales del descontento entre los textileros en Puebla. Con todo esto, en la región fue encontrando eco la organización contestaria, tan prolífica durante el siglo XIX. De hecho, hubo entre estos obreros quienes se sumaron de inmediato a la oferta de Aquiles Serdán y al movimiento armado antiporfirista. Después se incorporarían al zapatismo e incluso algunos llegarían a ser generales zapatistas, como fue el caso de Benigno Centeno (pp.139-144).

Durante el porfiriato aquí se formó un coctel explosivo: actitudes y hechos concretos del poco respeto que experimentaron estos obreros en el espacio fabril, a lo que se sumaron añejas vetas hispanofóbicas y la creciente conflictividad entre numerosas comunidades colindantes con la hacienda, que se veían lastimadas por su creciente monopolio de recursos territoriales y acuíferos. Gutiérrez dedica numerosos pasajes a la compleja dialéctica humillación/dignidad; entre otros, la “amarga carta” que, en 1903, escribieron los obreros de la fábrica San Félix acusando a sus empleadores de humillarlos y explotarlos por “tener la desgracia de ser pobres” (p. 143).

La Revolución no significó una mejora inmediata para los obreros textileros que tuvieron que seguir nadando a contracorriente por la intransigencia de empresarios y administradores. En la hacienda Guadalupe, por caso, en el verano de 1913, los obreros “juntaron arrojo y dignidad para pedir que se suprimiera la palabra ‘agitador’ en los documentos de las negociaciones con los empresarios”. Aunque su petición no fue aceptada quedó registrado su propósito de no preservar para la posteridad una imagen deformada de su movimiento (pp. 147-150). Y en la ardua negociación de sus condiciones de trabajo, en septiembre de 1914, demandaron una jornada de ocho horas a fin de que ellos y sus hijos tuvieran tiempo para ilustrarse, junto con un aumento de 75% de sus salarios. También enfatizaron su vena nacionalista: solicitaron que, en tanto se dictase una ley obrera, respetasen sus derechos y que “por honor a la patria” garantizasen que el personal fuese “integrado por ciudadanos mexicanos” tan competentes y honrados como cualquiera: “pues sabido es que los extranjeros […] por instinto o malevolencia, nos dan un trato tan indigno, que no es posible soportarlo teniendo el orgullo de llevar el honroso nombre de mexicanos” (pp. 156-157).

La última parte, “Luchas en espacios controvertidos anarcosindicalistas, constitucionalistas, comunistas y agraristas en el mundo del trabajo”, incluye un artículo de Heather Fowler sobre la movilización obrera y la cuestión de género. Al analizar a los batallones rojos del mundo textil en Orizaba, prueba cuánto había penetrado la ideología anarquista en la conciencia de algunas mujeres, así como la profundidad de ciertos cambios. En efecto, los líderes de la Casa del Obrero Mundial (com) y los “obreros intelectuales” habían adoptado una ideología basada en la emancipación del individuo, la unión libertaria entre mujeres y hombres, la autonomía del artesanado, tendientes a la eliminación de la familia patriarcal, la Iglesia, el Estado y la propiedad privada. En febrero de 1915, como parte de un intento desesperado por robar impulso a los movimientos zapatista y villista, y después de emitir la Ley Agraria de enero de 1915, que inició la reforma agraria constitucionalista, un grupo minoritario entró en tratos con Carranza: la COM, que prometió reclutar a batallones rojos en las fábricas.

Fowler nos descubre cómo la revolución propició ideologías y acciones radicales relativas sobre todo a la igualdad de género y en contra del clero. Como un botón de muestra: unos textileros de Río Blanco y de Orizaba, después de obtener el permiso para usar ciertas iglesias como cuarteles, tanto mujeres como hombres, “comenzaron a saquearlas y profanarlas” destruyendo altares para usarlos como leña mientras que las obreras fabricaron una inmensa bandera roja con tela de un altar: “El hecho de que tanto obreras como obreros participaran en la destrucción de los bienes de la iglesia, sugiere que la propaganda de la COM había penetrado en la conciencia de las mujeres, conduciéndolas a unirse a la campaña para destruir los símbolos de la opresión en los espacios públicos” (pp. 181-182).

Por cierto, la COM fue relativamente incapaz de ganarse a los textileros de Orizaba pero, paradójicamente, ello les permitió reclutar a numerosas mujeres que laboraban en pequeños talleres artesanales. La autora compara el papel de los anarcosindicalistas y de la CROM en la movilización de las molineras de nixtamal, con sus difíciles condiciones laborales: a pesar de que era habitual la jornada nocturna no se les pagaba y como muchas veces dormían junto a los molinos los dueños tenían un control casi absoluto sobre su vida. Reluce aquí el apoyo del legendario Herón Proal (pp. 200-201).

Y, por último, el texto de Ariadna García, al explicar las agrupaciones de obreros y campesinos en Metepec, Atlixco, muestra cómo en 1919 un grupo de obreros utilizaron su desempleo para argumentar y legitimar el “tomar posesión de la Hacienda de Buenavista” (p. 219). Da a conocer a detalle los movimientos populares: sus confluencias y contrapuntos en Puebla; el dominio de la CROM durante la era de institucionalización postrevolucionaria y las dificultades a que se enfrentaron obreros y campesinos por el reconocimiento de sus sindicatos, por hacer valer sus derechos laborales frente a patrones y hacendados, así como sus conflictos con los llamados trabajadores “libres”. La autora detalla cómo los operarios tuvieron que remar a contracorriente cuando las pugnas entre obregonistas y callistas incidieron en el sindicalismo en Atlixco y “propiciaron la desaparición de la hermandad que existía entre los obreros y campesinos adheridos a distintas facciones y dejando en su lugar una serie de violentos enfrentamientos” entre agraristas, cromistas y comunistas (pp. 235-236).

Esta obra, en su conjunto, provee importantes observaciones en cuanto a la naturaleza del proceso revolucionario, al que no endiosa sino, por el contrario, lo ve críticamente pues muestra muchos de sus límites y desviaciones. Testimonia algunos de los avances que trajo consigo el remolino revolucionario -como fue la mejora en ciertas condiciones de vida de las escogedoras del café en Veracruz o bien el amplio reparto de tierras en Tlaxcala, que dio a los pueblos algo de recursos y autonomía. Pero, a la vez -y acaso este sea su mérito más original-, muchas de estas investigaciones tienen la virtud de puntualizar las lógicas en que operaron las nuevas formas de dominación -o más bien la resignificación de las anteriores. Con ello, el régimen revolucionario y el postrevolucionario fueron montando un control centralizado y autoritario aun cuando se tratara, como señala Gómez Carpinteiro, de “una lógica de la dominación centrada en conceptos universales de bienestar y progreso” (p. 133).

Asimismo, casi todos los capítulos muestran las complejidades del proceso revolucionario que, como cualquier otro, estuvo lleno de luchas intestinas y matanzas entre quienes se vieron envueltos en la tolvanera. Y sí que fueron brutales las desavenencias internas, como prueba el asesinato de Domingo Arenas llevado a cabo en 1917 por una decisión zapatista, y el de su hermano Cirilo en 1920, ya desarmada la División Arenas, en esta ocasión, por órdenes carrancistas.

En suma, este no es un libro sobre la revolución en sí; es algo más amplio y diferente: es un caleidoscopio sobre el origen y significado de algunas movilizaciones sociales englobadas en la tensión entre viejas estructuras de pueblos, fábricas y ciudades inmersos en un ambiente revolucionario. Más que interesarse en las grandes facciones, batallas y hechos definitorios, busca comprender la experiencia concreta de mujeres y hombres del común cuando vieron trastocada su vivencia acostumbrada: los rigores de la guerra civil, los avatares de la autonomía local y, en parangón con las líneas trazadas desde los análisis clásicos del cambio violento, el sentido de los agravios y de la justicia antes, durante y después del torbellino iniciado en 1910. Estas preocupaciones van en el sentido historiográfico de las últimas décadas, cuando ha decaído el interés por las grandes revoluciones, en coincidencia con el fin del mundo bipolar, la caída del bloque socialista, la debacle del comunismo real y la desilusión con revoluciones concretas en China, Cuba, etcétera.

Creo que su valor principal es el detalle y el cuidado con que sus autores exploran las experiencias a ras de tierra; aparecen hombres y mujeres de carne y hueso, tanto de aquellos que participaron en la revolución, por caso en el movimiento arenista, o bien la lucha encarnizada dentro de las facciones revolucionarias, las organizaciones obreras a veces unidas entre sí, otras en conflicto abierto. También aparecen quienes simplemente vivieron la revolución, esto es, la mayoría de los que habitaban en esta franja volcánica entre la ciudad capital y el puerto de Veracruz. Tampoco se deja de lado a quienes la padecieron: el miedo que producían las batallas, las ocupaciones, las humillaciones y las conductas atrabiliarias de numerosos revolucionarios envueltos en sus brutales disputas. A fin de cuentas, matiza esas visiones estereotipadas y homogéneas que de manera acrítica estaban a favor o en contra de la revolución.

REFERENCIAS

ARISTÓTELES, Política, v, 11, 1302 a lb-1302b5 [ Links ]

Barrington MOORE, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996. [ Links ]

Guillermo BONFIL BATALLA, “Historias que no son todavía historia”, en Carlos PEREYRA et al. (coords.), Historia ¿Para qué?, México, Siglo Veintiuno editores, 1980, pp. 227-245. [ Links ]

Raymond BUVE y Heather FOWLER-SALAMINI (eds.), La Revolución mexicana en el oriente de México (1906-1940), Madrid, Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos, Iberoamericana, Veurvert, 2010. [ Links ]

1ARISTÓTELES, Política, v, 11, 1302 a lb-1302b5

2Raymond BUVE y Heather FOWLER-SALAMINI (eds.), La Revolución mexicana en el oriente de México (1906-1940), Madrid, Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos, Iberoamericana, Veurvert, 2010.

3Barrington MOORE, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996.

4Guillermo BONFIL BATALLA, “Historias que no son todavía historia”, en Carlos PEREYRA et al. (coords.), Historia ¿Para qué?, México, Siglo Veintiuno editores, 1980, pp. 227-245.

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