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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2017

https://doi.org/10.24201/hm.v67i2.3489 

Reseñas

Rogelio Hernández Rodríguez, Historia mínima del Partido Revolucionario Institucional

Jaime M. Pensado* 

* University of Notre Dame.

Hernández Rodríguez, Rogelio. Historia mínima del Partido Revolucionario Institucional. ,, México: El Colegio de México, 2016. 291p. ISBN: 978-607-462-859-3.


En la historia moderna de México el Partido Revolucionario Institucional (PRI) es común y erróneamente descrito como un aparato monolítico que ha gobernado al país de manera estrictamente vertical “por más de setenta años”. Ya un cliché, esta idea se ha convertido en un mito oficial que algunos historiadores han cuestionado, pero pocos se han comprometido a analizar a fondo. El libro de Rogelio Hernández Rodríguez, Historia mínima del Partido Revolucionario Institucional es una recomendable excepción que nos ofrece en siete excelentes capítulos un puntualizado análisis de los diferentes personajes y grupos clientelares que han gobernado a México, desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929, cuando centenares de grupos políticos cuestionaron el mandato de Plutarco Elías Calles, hasta la derrota del PRI en el año 2000, cuando sus líderes pierden por primera vez las elecciones presidenciales al concluir el sexenio de Ernesto Zedillo. Al final del libro el autor incluye un relevante epílogo donde relata el “regreso condicionado” del PRI en 2012, cuando la élite gobernante pone en la presidencia a Enrique Peña Nieto.

El trabajo académico de Hernández Rodríguez se ha enfocado no en la historia social o cultural de México, que tanto ha dominado la discusión en las últimas décadas, sino en el estudio de las élites políticas e instituciones de poder. Desde esta perspectiva y con la prosa clara y directa que siempre ha caracterizado al trabajo del autor, Hernández Rodríguez se respalda en años de investigación para demostrar que el Partido nunca adoptó una ideología hegemónica ni llegó a convertirse en un organismo “todopoderoso”, como tantos insisten en la historiografía. Como bien lo documenta el autor, lo que distingue el éxito del Estado Partido es el pragmatismo­ que fue adoptado por las diferentes corporaciones que se pusieron al frente del poder gobernante. Comenzando paradójicamente con la administración presidencial de Lázaro Cárdenas, éstas fueron capaces de ver más allá de sus múltiples diferencias no solo para crear una eficaz maquinaria electoral sino también para comprometerse a la continua regeneración de sus activos militantes. Históricamente compuestas por variados grupos clientelares, las distintas corporaciones que gobernaron al país después del conflicto revolucionario hicieron todo lo posible por mantener su independencia; sin embargo, éstas aceptaron la subordinación ante un Poder Ejecutivo cada vez más autoritario y por medio de negociaciones, conflictos internos y choques violentos, obligaron al Partido a adoptar las diferentes demandas, funciones y prácticas que sus líderes presumían representar tanto en el ámbito local como en el regional.

Este sistema de poder se siguió fortaleciendo vertical y horizontalmente durante los siguientes sexenios. La élite gobernante lo usó para institucionalizar a los liderazgos caciquiles en diferentes partes del país y promover la militancia del Partido entre los gobernadores. Al mismo tiempo, la retórica revolucionaria que simultáneamente acompañó al sistema corporativista del Partido le dio al gobierno la oportunidad de girar hacia la derecha o la izquierda, según la necesidad de los tiempos. Al implementar quirúrgicamente los compromisos sociales del Estado o usar la represión, según la necesidad del momento, el Partido fue capaz de eliminar, contener e institucionalizar los diferentes radicalismos que surgieron durante el siglo xx. Consecuentemente, el sistema priista valorizó su indiscutible (pero limitado) presidencialismo, al grado de mitificar al Estado mexicano como “revolucionario” para algunos, o como “la dictadura perfecta” para otros.

De manera paralela, el libro señala con minucia los notables fracasos y limitaciones que igualmente caracterizaron la larga historia del Partido, desde sus distintos renombramientos en 1938 (Partido de la Revolución Mexicana, PRM) y 1946 (PRI) hasta la fecha. El carácter corporativista que dio tan buenos resultados al Estado, tanto en el sector campesino como en el trabajador, fortaleció la maquinaria electoral pero, como bien lo demuestra el autor, no garantizó una participación política capaz de atender a las nuevas necesidades de un México que desde la segunda guerra mundial se convirtió en cada vez más moderno, urbano e industrial, por un lado, y dependiente de un mundo incrementalmente interconectado económica y políticamente, por el otro.

También señalada con gran detalle por el autor cómo otra de las múltiples razones que impidió al Partido gobernar de una manera más eficaz al país, es la falta de un sistema de arbitraje interno, cuyas limitaciones democráticas fueron criticadas con voces cada vez más contundentes en los años sesenta. Carlos A. Madrazo, presidente del PRI que figura como uno de los personajes centrales del libro, intentó democratizar al Partido pese a su estrecha relación con el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Al promover las elecciones directas de los candidatos en 1965 (entre otras reformas presentadas en el libro), Madrazo articuló una crítica directa al presidencialismo. Pero el cegado autoritarismo que caracterizó al Estado mexicano durante estos años no solo marginó al tabasqueño y a sus simpatizantes, sino que cerró cualquier posibilidad de cambio democrático, y cuando éste se vio amenazado no dudó en apostar por el uso de la fuerza.

Para la élite gobernante el Partido no necesitaba reformarse. Empapados en el discurso nacionalista que acompañó los celebrados años del “milagro mexicano”, sus líderes no vieron la necesidad de crear nuevos canales capaces de expresar las crecientes inquietudes económicas y políticas de la sociedad. En palabras del autor, “la rigidez institucional” del Partido hizo que sus líderes fueran incapaces de ver la “necesidad de ponerse al día” (p. 112). En décadas anteriores el aparato corporativista había reconocido, y a veces atendido con cierto éxito, las necesidades de los trabajadores y campesinos, pero a partir de 1946 el Partido fracasó en atender las preocupaciones de las clases medias. A falta de la creación de innovadoras vías reales de expresión política e instituciones representativas concretas, los movimientos liderados por profesionistas, intelectuales y estudiantes durante los años cincuenta, sesenta y setenta, se vieron cada vez más frustrados hasta chocar violentamente con las fuerzas de un Estado al que se le hizo cada vez más difícil ocultar su carácter represivo.

Sin embargo, en su atinada descripción del Partido, Hernández Rodríguez no cae en romanticismos. Al examinar los límites democráticos que caracterizaron los diversos laberintos del poder gubernamental del Estado, el autor aprovecha para cuestionar otros mitos que tanto se han repetido en la historiografía mexicana. Por ejemplo, presenta al movimiento estudiantil de 1968 no como un “parteaguas” en la historia democrática del país, sino más atinadamente como una “oportunidad perdida”. El autor lamenta que, pese a la gran magnitud de sus manifestaciones y la indisputable energía de sus líderes, el movimiento limitó su potencial al no articular propuestas específicas capaces de exigir la democratización del sistema electoral.

Luis Echeverría Álvarez presentó su “apertura democrática” como respuesta a la crisis política y económica que caracterizó los primeros años de su administración. Al tratar de distanciarse de Díaz Ordaz, Echeverría presentó una nueva reforma que promovió la participación electoral de la juventud, permitió “un mayor grado de crítica en los medios de comunicación” (p. 140) e incorporó a muchos de sus críticos en su gabinete. Sin embargo, como bien lo señala Hernández Rodríguez, fue la represión estatal en contra de los “radicalismos” de la época la que realmente marcó el sexenio de Echeverría. En los próximos años el autoritarismo del Estado, cada vez más anacrónico, sería condenado desde dentro y fuera del Partido.

La elección presidencial de 1988 es otro momento histórico estudiado en profundidad en el libro de Hernández Rodríguez. Según el autor, la narrativa de estos acontecimientos también ha sufrido de cierto romanticismo por parte de los historiadores. La Corriente Democrática nació de las bases del PRI. Verla estrictamente como una corriente de izquierda es problemático. En realidad, como bien lo explica el autor, la Corriente representó a un sector priista que luchó en contra de la tecnocratización del Partido y del “desmantelamiento” de una ideología que histórica o retóricamente había estado “vinculada al compromiso social” (p. 163). La disputa interna por el liderazgo del PRI, que culminó en 1988, comenzó a desarrollarse de manera significativa seis años atrás, durante la administración presidencial de Miguel de la Madrid, cuando los militantes históricos del Partido se comenzaron a marginar políticamente reduciendo eventualmente sus cargos de relevancia y eliminando su “participación en cualquier puesto de decisión” (p. 162).

Al señalar a Cuauhtémoc Cárdenas como “perdedor” de las elecciones de 1988 los tecnócratas que siguieron gobernando al país posteriormente ya no dieron un paso atrás. Carlos Salinas de Gortari no sólo aceleró el proceso de privatización que caracterizó al periodo neoliberal y delegó puestos importantes del Partido a políticos no profesionales, sino que también abrió espacios significativos a militantes del Partido Acción Nacional (PAN), con quien negoció frecuentemente. “Sin ideología, sin contacto social y con candidatos sin experiencia,” Hernández Rodríguez explica el colapso del Partido: “el PRI enfrentó comicios cada vez más competidos frente a un PAN fortalecido no sólo por ser una oposición creíble sino porque la misma tecnocracia se había encargado de legitimarlo y revalorarlo con sus medidas económicas contra el papel histórico del Estado” (p. 169). Las tensiones con los militantes históricos del PRI aumentaron, ya que Salinas de ­Gortari los tachaba de responsables de las crisis económicas y políticas de los años setenta.

Ernesto Zedillo, si es cierto que fue mucho menos autoritario que su predecesor, continuó desmantelando el corporativismo. Caracterizado por su “pragmatismo exagerado” y “rígido legalismo” (pp. 222, 223), redujo el Poder Ejecutivo al grado de anular el papel de arbitraje del que tanto había gozado el presidente del país. Al final de su sexenio, el Poder Ejecutivo ya no contaba con la misma autoridad. Sin embargo, esto no significó la desaparición completa de la maquinaria electoral. Como bien lo documenta Hernández Rodríguez en su libro, ésta se mantuvo robusta a lo largo y ancho del país y con Enrique Peña Nieto volvió a poner al PRI al frente del Estado.

En suma, la Historia mínima del partido Revolucionario Institucional es un libro valioso que tiene el mérito de reconstruir las diferentes etapas que caracterizaron la evolución histórica del PRI. A través de sus páginas resalta una pluralidad de figuras que se pusieron al frente del Partido, a veces para fortalecer el Poder Ejecutivo y a veces para retar el poder del “Señor Presidente”. Entre estas figuras resalta la participación de Carlos A. Madrazo, pero Hernández Rodríguez también considera a otros influyentes líderes del Partido que aquí no han sido mencionados, como Alfonso Corona del Rosal, Lauro Ortega Martínez, Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo, Manuel Bartlett Díaz, Jorge de la Vega Domínguez, Roberto Madrazo, y sobre todo, Luis Donaldo Colosio, quien prometió ser el sucesor de Salinas de Gortari, pero quien, al igual que Madrazo, terminó su carrera con una muerte prematura (y cuestionable). Desde este enfoque el autor ofrece un valioso acercamiento a la esfera del poder del Partido, incluyendo sus tensiones internas, sus extraordinarios vínculos nacionales, sus paradojas ideológicas, y sus indiscutibles contradicciones, pragmatismos, abusos de poder, logros, límites y errores.

Sin embargo, pese a ser excepcional en todos los sentidos aquí señalados, algunos lectores lamentarán la falta de atención en el libro al contexto global que, como otros historiadores han demostrado, también influyó en la evolución histórica del Partido. En su propósito de examinar los cambios institucionales y conflictos internos del PRI, Hernández Rodríguez presenta la historia del Partido estrictamente desde una perspectiva nacional. El autor menciona importantes coyunturas internacionales, tales como la segunda guerra mundial y las crisis económicas de 1929 y 1973, pero no explica a fondo cómo estos y otros hechos trascendentes, que también influyeron en la historia global, impactaron la trayectoria histórica del Partido, en general, y su clientelismo, caudillismo y presidencialismo, en particular. Por ejemplo, Hernández Rodríguez habla con gran detalle de los turbulentos años sesenta y setenta, que abrieron paso a los tecnócratas que se pusieron al frente del gobierno en subsecuentes décadas, pero no se detiene a explicar el contexto de la Guerra Fría que, como otros historiadores han señalado, frecuentemente obligó a la élite gobernante a implementar ciertas reformas y rechazar otras. Sorprendentemente el autor tampoco considera el nivel de presencia que tuvo en México su vecino del norte antes y después del triunfo de la revolución cubana. Salvo algunas detalladas referencias sobre la prensa y el sector privado, el autor tampoco toma en cuenta el grado de influencia y la presión que tuvieron la Iglesia, la industria cultural, los intelectuales y el Ejército.1

No obstante, estoy seguro de que esta “mínima”, pero sofisticada y detallada historia del PRI, será lectura obligada para todos aquellos interesados en la historia contemporánea de México. Se trata de un aporte valioso, pues pese a las ricas monografías que se han publicado recientemente sobre temas relacionados, hacía falta una historia comprensiva del Partido Revolucionario Institucional que tome en serio el estudio del poder.

1Entre algunos trabajos que analizan al PRI más allá del contexto nacional o en relación con algunos de los temas y actores aquí señalados, se pueden mencionar los siguientes: Alexander Aviña, Specters of Revolution: Peasant Guerrillas in the Cold War Mexican Countryside, Oxford, Oxford University Press, 2014; Viviane Brachet-Márquez, El impacto de dominación. Estado, clase y ­reforma social, 1910-1995, México, El Colegio de México, 2001; Roderic Ai Camp, Political Recruitment across Two Centuries: Mexico, 1884-1991, Texas, University of Texas Press, 1995; Susan M. Gauss, Made in Mexico: Regions, Nation, and the ­State in the Rise of Mexican Industrialism, 1920s-1940s, Pennsylvania State ­University Press, 2010; Paul Gillingham y Benjamin Smith (eds.), Dictablanda: Politics, Work, and Culture in Mexico, 1938-1968, Durham, Duke University Press, 2014; Nora Hamilton, The Limits of State Autonomy: Post-Revolutionary Mexico, Princeton, Princeton University Press, 1982; Renata Keller, Mexico’s Cold War: Cuba, the United States, and the Legacy of the Mexican Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 2015; Alan Knight y Wil Pansters (eds.), Caciquismo in Twentieth Century Mexico, Londres, Institute for the Studies of the Americas, 2005; Soledad Loaeza, “Dos hipótesis sobre el presidencialismo autoritario”, Nueva Época, 28 (2013), pp 53-72; Julio Moreno, Yankee Don’t Go Home! Mexican Nationalism, American Business Culture, and the Shaping of Modern Mexico, 1920-1950, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2003; Tanalís Padilla, Rural Resistance in the Land of Zapata: The Jaramillista Movement and the Myth of the Pax Priísta, 1940-1962, Durham, Duke University Press, 2008; Olga Pellicer de Brody, México y la Revolución Cubana, México, El Colegio de México, 1972; Jaime M. Pensado, Student Unrest and the Authoritarian Political Culture during the Long Sixties, Stanford, Stanford University Press, 2013; Thomas Rath, Myths of Demilitarization in Postrevolutionary Mexico, 1920-1960, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2013; Jeffrey W. Rubin, Decentering the Regime: Ethnicity, Radicalism, and Democracy in Juchitán, Durham, Duke University Press, 1997; Peter H. Smith, Labyrinths of Power: Political Recruitment in Twentieth Century Mexico, Princeton, Princeton University Press, 1979; y Louise E. Walker, Waking from the Dream: Mexico’s Middle Classes after 1968, Stanford, Stanford University Press, 2013, entre otros.

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