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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2017

 

Reseñas

Erika Pani, Historia mínima de Estados Unidos

Gregory Downs* 

Traducción:

Adriana Santoreña1 

* University of California, Davis.

Pani, Erika. Historia mínima de Estados Unidos. México: El Colegio de México, 2016. 271p. ISBN: 978-607-462-877-7.


Como un rascacielos visto desde el otro lado de la calle, Estados Unidos es tan vasto que resulta a la vez imposible de pasar por alto y peculiarmente difícil de ver. Si bien la presencia de Estados Unidos pesa desde hace mucho sobre los habitantes del continente americano y, durante el último siglo, del mundo, la estructura y las proporciones actuales del país -su alcance y sus límites- siguen siendo difíciles de estimar. Los historiadores de Estados Unidos, tanto en América como en otros lugares, luchan por capturar el país de carne y hueso, no como un representante excepcional de tipos ideales ni como un poder hegemónico peculiarmente cínico, sino, como Thomas H. Bender lo articuló hace una década, como un “país entre países”, representante no de virtudes ni de vicios, sino de las transformaciones históricas que han dado forma al mundo.

En su inusualmente buena Historia mínima de Estados Unidos de América, Erika Pani resuelve con gallardía el reto de reducir la historia de un país vasto y poderoso a un libro elegante y coherente de 261 páginas. Pani, doctora en Historia por El Colegio de México y profesora investigadora en la misma institución, despeja algunos mitos del excepcionalismo estadounidense que a menudo han impedido tanto a sus admiradores como a sus críticos verlo como un país real. Con una claridad admirable, Pani retrata a un Estados Unidos que es, al mismo tiempo, “un modelo a seguir y un nuevo imperio depredador”, “una fuente de capitales -de lazos comerciales-, de oportunidades de negocios y de ‘modernidad’, y también de dependencia y expoliación”, “el materialismo más craso” y “la tierra prometida” (p. 14).

Pani supera con éxito tres importantes dificultades para reducir la historia de Estados Unidos al formato breve y coherente que esperan los lectores de las historias mínimas. La más evidente es el desafío constante de reducir una historia amplia, y a menudo contradictoria, a una longitud manejable. ¿Cómo reducir la historia de Estados Unidos a un volumen breve y legible sin ser reduccionista? ¿Cómo eliminar el detalle sin quitar partes cruciales del contexto? ¿Cómo simplificar sin demasiada simplificación? Prestando atención cuidadosa, aunque a menudo necesariamente breve, a las diferencias regionales, Pani captura un Estados Unidos que en muchos momentos no estuvo unido, sino que fue un conglomerado poco definido de prácticas culturales e intereses económicos encontrados. Nunca es el toque de Pani más certero que cuando aborda la centralidad de lo que los estadounidenses llaman “Occidente”. Al ubicar en el centro del relato la lucha por controlar y desarrollar los vastos espacios entre las Grandes Llanuras y el océano Pacífico, Pani sigue los mejores estudios recientes de historiadores estadounidenses, como Steven Hahn, Patricia Nelson Limerick, Richard White y muchos otros.

En segundo lugar, el énfasis que pone la autora en Occidente como clave del desarrollo de Estados Unidos la salva de caer en la teleología que demasiado a menudo estructura los estudios de habla tanto inglesa como española sobre la historia de ese país. Si bien los historiadores estadounidenses no dudan en reconocer el problema de trabajar históricamente a partir de la costa del Atlántico hacia el oeste -y de convertir la historia de Estados Unidos en una competencia entre los modelos de desarrollo puritano y de las plantaciones-, esa estructura narrativa sigue ejerciendo una obstinada influencia sobre la literatura. Pani socava la centralidad de la historia puritana concentrando la atención en Occidente, pero también ubicando a los estados del Atlántico medio -en particular Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania- en el corazón del desarrollo político temprano de Estados Unidos. Partiendo de la mezcla de la esclavitud con la producción de pequeña escala, y de la tolerancia religiosa con las interacciones cosmopolitas con múltiples imperios, Pani cuenta la historia de una nación que evoluciona no sólo a partir de la competencia entre Nueva Inglaterra y Virginia, sino del desarrollo de regiones que, a largo plazo, terminan por parecer más prototípicamente estadounidenses que las regiones más al norte o al sur.

En un plano más amplio, el énfasis de Pani en Occidente como un terreno disputado y competido la conduce hacia una resolución exitosa de una de las preguntas historiográficas más espinosas y discutidas de la época: ¿cómo escribir la historia de estados nacionales específicos sin asumir que los estados nacionales, y ni qué decir de la constelación particular de los ya existentes, es el fin universal de la historia? En fechas recientes, los académicos que practican enfoques transnacionales han criticado perspicazmente la centralidad de los estados nacionales en los estudios históricos y han volteado a ver los fenómenos extranacionales o no nacionales que dan forma al desarrollo histórico. Sin embargo, su solución más común -seguir la circulación de personas, objetos e ideas- muestra de manera más clara lo que los estados nacionales no controlan, en lugar de lo que hacen. Hasta ahora, la crítica a las historias basadas en las naciones no ha sido capaz de lidiar con la longeva importancia de los Estados nacionales.

En mayor medida que buena parte de los académicos, dentro y fuera de Estados Unidos, Pani navega elegantemente por este problema, superando en varias ocasiones las fronteras nacionales para mostrar la centralidad del capital extranjero, el movimiento de personas y la política internacional en la conformación del ­desarrollo de Estados Unidos, además de demostrar el débil y contingente control del país sobre sus distintas regiones. Prestando una cuidadosa atención a las transformaciones económicas y a la inmigración en particular, Pani socava las viejas suposiciones según las cuales Estados Unidos se desarrolló -para bien o para mal- en buena medida a partir de sus propios procesos internos. Y, no obstante, reivindica con tino la importancia del Estado nacional en la conformación de la política tanto local como internacional. Pani tiene buen ojo para el complejo desarrollo constitucional de Estados Unidos y el longevo equilibrio del po­ der local y central sobre la vida diaria de los estadounidenses, ya sea en cuestiones vinculadas con la religión a fines del siglo XVIII, con la esclavitud en el XIX, o con el aborto en décadas recientes. La autora captura adecuadamente el papel de los “procesos históricos transnacionales y compartidos”, así como de “aquellos procesos que han llevado a propios y extraños a pensar que Estados Unidos es, a un tiempo, una nación excepcional”, en particular “la construcción de un orden político republicano, representativo, constitucional y federal” (p. 16).

La centralidad de la raza en la historia de la nación estructura el relato y ofrece una segunda línea narrativa a seguir -junto con la historia de la lucha por Occidente- conforme avanza a lo largo de los siglos. Como Pani argumenta atinadamente, Estados Unidos ha sido moldeado por prácticas y, en particular, ideologías raciales, de formas que vuelven imposible discutir el desarrollo democrático, la construcción del estado y la cultura sin hacer referencia al papel constitutivo de la raza y el racismo. En discusiones sobre el trato a los indios, africanoamericanos, asiáticos, europeos orientales y del sur, y a los así llamados latinos, Pani muestra cómo las ideologías raciales moldean la forma en que la gente se incorpora o no a la vida política y cultural del país.

Pani comienza con un fino recuento de las colonias como producto de las rivalidades imperiales del mundo atlántico, y no tanto del excepcionalismo puritano. Mediante un cuidadoso examen de las distinciones entre los asentamientos ingleses y otras empresas imperiales, y volteando hacia las acciones de los indios en la conformación del desarrollo colonial, la autora retrata un grupo de colonias en la periferia del imperio que dan pocas señales de su futura importancia, aun cuando logran crear un alto estándar de vida para sus habitantes libres y blancos. Al mismo tiempo, narra el desarrollo de la esclavitud en la bahía de Chesapeake. En su segunda sección, intitulada “Revolución y Constitución”, Pani relata hábilmente la importancia que tuvo la Guerra de los Siete Años para estimular la ruptura revolucionaria con Gran Bretaña. En este capítulo, ofrece un repaso vigoroso y hábil de las tendencias historiográficas antes de presentar su propio relato vivificante.

El foco de Pani sobre las formas de gobierno moldea su ­retrato de principios del siglo XIX. Ante los retratos teleológicos que se apresuran hacia la guerra civil y tratan todos los hechos de las décadas precedentes como un simple preludio, Pani argumenta persuasivamente que los avances democráticos de principios del siglo XIX son significativos por sí mismos. En particular, captura la importancia de la expansión hacia el oeste y de la transformación económica para el desarrollo de un sufragio expandido y de un proceso de conversión de territorios en estados autónomos. La sección de Pani “Guerra civil y reconstrucción” parte de retratos más recientes que enfatizan la centralidad de la esclavitud en la gestación de la guerra, así como de las extensas promesas y decepciones últimas de la reconstrucción.

Las dos últimas secciones que Pani presenta, “América transformada” y “De gigante reacio a superpotencia”, son quizá las mejores. La primera, que gira en torno a la transformación de la economía estadounidense en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, no sólo muestra la centralidad de la industrialización y la inmigración, sino también la importancia de las áreas rurales y de Occidente en la conformación del crecimiento tanto de la economía industrial como de la población inmigrante. Las primeras alusiones al poder de Estados Unidos sobre sus vecinos se materializan en el último capítulo, cuando Pani narra la forma lenta, en ocasiones incluso agonizante, en que el país pasó de ser un poder hegemónico hemisférico a ser una superpotencia global. Aquí, la reserva que muestra la autora en los primeros capítulos, en los que evita enfatizar demasiado la fuerza del país, le otorga una enorme credibilidad cuando analiza los extraordinarios poderes de Estados Unidos en plena mitad del siglo XX y los fines, a menudo inmorales, y en ocasiones contradictorios, que con ellos ha perseguido. Su conclusión se mueve de manera necesariamente breve por el remolino de acontecimientos de los últimos 16 años: la disputada elección presidencial del año 2000; los ataques terroristas del 11 de septiembre; las guerras en Afganistán e Iraq; la recesión económica, y la elección del presidente Barack Obama. Si bien Pani describe la importancia de estos acontecimientos por sí mismos, su larga lente histórica le permite capturar la forma en que aun los acontecimientos más dramáticos quedan subsumidos en un conjunto (hasta ahora) imperecedero de prácticas políticas formales e informales que, incluso en plena crisis extrema, han mantenido la estabilidad, en parte gracias al papel perdurable y a menudo ignorado de la autonomía local. “La evolución de su arquitectura política también ha sido peculiar”, escribe Pani.

Partidos políticos y tribunales domesticaron la participación de una sociedad civil activa en la cosa pública, canalizando energías y desactivando conflictos. El sistema político dibujó los espacios de acción de un Estado que, con un restringido aparato burocrático, logró normar la ocupación de un continente, que, careciendo de un verdadero ejército, logró movilizar a más de tres millones de hombres en el contexto de una escisión nacional al mediar el siglo XIX; cuya intervención en las dos guerras mundiales del siglo XX resultó determinante, y que se erigió en líder del “mundo libre” para combatir el “comunismo” durante casi 50 años (p. 260).

Si bien el toque analítico de Pani es consistentemente confiable, el libro se ve un tanto debilitado por algunos errores evitables. Éstos van desde detalles menores -como escribir mal el apellido de Jay Cooke- (p. 138) hasta otros algo más sustanciales, como la inexactitud en los datos de población total y población esclavizada de la Confederación, que la lleva a reducir el número de ­habitantes en casi dos terceras partes (p. 133), y la confusión entre los boicots de autobuses de Birmingham y Montgomery (p. 239).

Con todo, este libro es un triunfo, no sólo entre los estudios sobre Estados Unidos publicados en México, sino también en comparación con los publicados en el propio Estados Unidos. Pani logra retratar esa nación como producto del “cambio accidentado” (p. 259) y como “menos excepcional y portentosa de lo que pretende la vigorosa mitografía nacionalista” (p. 260).

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