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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2017

https://doi.org/10.24201/hm.v67i1.3448 

Reseñas

Mariano Bonialian: China en la América colonial. Bienes, mercados, comercio y cultura del consumo desde México hasta Buenos Aires

Carlos Martínez Shaw* 

*Universidad Nacional de Educación a Distancia/RAH

Bonialian, Mariano. China en la América colonial. Bienes, mercados, comercio y cultura del consumo desde México hasta Buenos Aires. prólogo de Josep Fontana, Ciudad de México: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2014. 264p. ISBN: 978-987-691-283-9.


Con este nuevo libro, Mariano Bonialian prosigue el ambicioso proyecto de investigación que iniciara a partir de la publicación de su excelente trabajo El Pacífico hispanoamericano. Política y comercio asiático en el Imperio español (1680-1784), editado en 2012 por El Colegio de México y del que dimos cuenta en una recensión anterior. Allí ya nos ponía en contacto con una realidad señalada anteriormente por algunos otros autores (como Margarita Suárez), pero no desarrollada plenamente hasta entonces en un ámbito cronológico tan dilatado. Ahora, aquella primera aportación avanza con la presencia de tres nuevos estudios justamente reunidos en un único volumen porque son todos ellos piezas de una misma demostración: la significación del ingreso de productos de origen chino en los mercados de la América del Sur entre 1573 (fecha de la primera expedición comercial desde las Filipinas hasta México) y 1784 (fecha inmediatamente posterior a la firma del Tratado de Paz de Versalles y en la que también concluía su primer libro).

En el prólogo Josep Fontana, el gran historiador catalán subraya las mayores novedades de la obra: la constatación de la realidad de un espacio comercial del Pacífico hispanoamericano [que, pidiendo disculpas por la inmodestia, fue el objeto de mi trabajo de 2007 titulado precisamente El sistema comercial español del Pacífico (1765-1820) y que sigue siendo el objeto principal de la investigación llevada a cabo desde entonces junto con la historiadora Marina Alfonso Mola] y la aportación de numerosos testimonios inéditos sobre la presencia continuada de productos de procedencia china en todos los mercados de la América española durante ese espacio de más de dos siglos de duración.

El nuevo trabajo de Mariano Bonialian se basa en una surtida panoplia de documentación inédita, exhumada de diversos archivos españoles, mexicanos, peruanos y argentinos, junto con los datos extraídos de la atenta lectura de los numerosos memoriales e informes que salieron a lo largo de los años de la pluma de los mercaderes, los funcionarios, los arbitristas y los proyectistas españoles interesados en estas cuestiones. Todo este material dota de una sólida base a la argumentación principal que sirve de columna vertebral a la obra y a las afirmaciones no por más concretas menos interesantes que se desgranan a lo largo de los tres capítulos en que se articula el volumen.

El primero de esos capítulos trata especialmente de señalar las etapas en que pudiera dividirse el fenómeno general de la penetración de los productos orientales en Perú a través principalmente de la llegada a Acapulco del galeón de Manila y de la distribución de parte de su cargamento hacia el sur del continente americano. Dichas etapas (enunciadas en la página 29) vienen marcadas por una serie de hechos que les son particulares y que explican su individualización dentro del proceso, de modo que mediante su explicitación el autor nos ofrece la oportunidad de dialogar sobre sus aseveraciones.

El primer periodo se extendería entre 1580 y 1640 en cifras redondas, ya que en realidad la expedición inaugural del tráfico entre Manila y Acapulco se produciría en 1573. Varios rasgos lo caracterizan, singularmente la fortaleza de la plata potosina (siendo este metal esencial para la ruta del galéon o nao de China) y la autorización del comercio entre el puerto mexicano y el virreinato peruano. Sin embargo, este comercio legal no duraría más que 20 años, hasta la permission de 1593, que lo prohibía de forma taxativa, lo cual no impidió la continuidad del mismo durante las décadas siguientes en un régimen calificado de contrabando por las autoridades pero que aquí se prefiere caracterizar como de semiclandestinidad por el cúmulo de connivencias que evitaron su interrupción, al menos hasta finales de la década de los treinta del siglo XVII.

El inicio de la segunda etapa (1640-1680) resulta muy difícil de dilucidar. En un excelente artículo Margarita Suárez ha señalado la extremada dificultad que surge a la hora de explicar por qué los comerciantes limeños fueron aceptando de manera tan natural la prohibición a partir de la década de los veinte y hasta la completa anulación del tráfico en torno 1639, contentándose con mantener el tráfico con Panamá sustentado en la llegada de los barcos metropolitanos a Portobelo y en la negociación de los productos europeos. En realidad, la respuesta no es sencilla y tampoco Mariano Bonialian alcanza a dar una explicación satisfactoria sobre esa desconexión del mercado mexicano de productos asiáticos a lo largo de casi medio siglo.

La tercera etapa (1680-1740) puede parecer en realidad una continuación de la anterior, pues en esos años el tráfico entre México y Perú continúa igualmente cerrado por las prohibiciones oficiales. Sin embargo, el autor se esfuerza por destacar la preferencia de los mercaderes limeños por garantizarse los intercambios por la ruta semiclandestina novohispana o mediante el recurso a los barcos franceses que llegan por el Cabo de Hornos entre 1698 y 1725, como demostrara en su día Carlos Malamud. Concomitante con ello se advierte su desinterés por las mercancías europeas llegadas por la vía del Caribe a Panamá, lo que terminará ocasionando el cierre de las ferias de Portobelo, estudiadas en su día por Enriqueta Vila.

Si el análisis del periodo anterior no es muy explícito, tampoco lo es la caracterización del siguiente (1740-1779), en que a juicio del autor el activo comercio sudamericano del Pacífico por las rutas de la etapa precedente “se adormece” de nuevo. Se precisarían más datos para justificar esta falta de vitalidad, aparte de la lógica señalización del triunfo de los registros sueltos (que acabarán para siempre con el sistema de galeones para el ámbito caribeño y, por tanto, peruano) y la progresiva apertura de los puertos del mar del Sur a la navegación europea a través del Cabo de Hornos. En cualquier caso, parece contradictoria esta situación con el hecho de que sea precisamente en estas fechas cuando Domingo Marcoleta, el funcionario radicado en Buenos Aires, hable del funcionamiento en Lima de una auténtica “feria de Pekín”.

El último periodo (1779-1784), caracterizado por la reactivación del viejo comercio entre Acapulco y El Callao (con escalas frecuentes en Guayaquil y Paita), sólo se explica por una situación estrictamente coyuntural, el estallido bélico entre España (con Francia) e Inglaterra con ocasión de la rebelión de las Trece Colonias de América del Norte. El cuadro de la página 79 (reproducido del precedente libro del autor) da cuenta de esta situación, pero sería necesario ir más allá, para analizar la continuidad (o no) de este proceso para los años siguientes, cuando el decreto de libre comercio de 1778 está en todo su vigor. En todo caso, inmediatamente después, a partir de 1785, la irrupción de la Real Compañía de Filipinas en dicho ámbito alterará las coordenadas en ese espacio comercial, alumbrando un nuevo escenario.

El segundo capítulo del libro también está plagado de novedades. Bastaría detenernos en el espléndido mapa elaborado por el autor (página 99) para calibrar el alcance de sus aportaciones, pues ahí se reconstruyen las rutas de penetración de los géneros chinos por toda América, a partir de Acapulco, siguiendo una primera ruta septentrional que lleva a Veracruz y de ahí a La Habana (y España), con sendos ramales a Caracas y Cartagena de Indias, y una segunda ruta meridional, a su vez escindida en la vía costera que desde Panamá lleva a Guayaquil, Paita, El Callao y Valparaíso, y en la vía interior que penetra hasta Quito y desde Lima avanza por el Alto Perú (La Paz, Oruro, Potosí), Tucumán (Jujuy, Salta, Tucumán, Córdoba) y Buenos Aires.

Ese triunfo de la seda china se explica con todo pormenor. Por un lado, se señalan sus razones: la falta de competencia por parte de la producción americana y española, la baratura de los precios en buena parte debida a la generalización del fraude fiscal en la introducción de los géneros asiáticos y el prestigio adquirido por las sederías chinas de mayor calidad. Por otro lado, se establecen sus características, que nos deben obligar a abandonar la idea de un caro exotismo como cualidad esencial, ya que muchos de los textiles importados eran de calidad ordinaria y estaban destinados al consumo popular, lo mismo que ocurría con las piezas de porcelana, unas sí usadas como signos suntuarios, pero otras al alcance de un público más amplio, de menor capacidad adquisitiva.

El tercer capítulo nos sitúa en el extremo del área de distribución de los géneros asiáticos: las provincias de Tucumán y del Río de la Plata. Aquí es el análisis de los inventarios privados lo que nos indica, por un lado, la sorprendente difusión de este tipo de productos de origen remoto y, por otro, la profusa variedad de objetos y de calidades, ya sean artículos textiles, cerámicos o de otra índole. El autor se propone un estudio dentro de los límites de la historia económica que tenga en cuenta las condiciones de producción, comercialización y consumo, lo que realiza de modo perfectamente solvente (el consumo es una variable macroeconómica más), pero también se siente tentado por la historia cultural. Y así, nos habla de cuestiones tales como “la metamorfosis de los bienes” para referirse a la “occidentalización de lo oriental”, es decir, a los encargos a las manufacturas chinas de productos adaptados a los gustos occidentales, y a la “orientalización de lo occidental”, es decir, a las chinoiseries fabricadas ya en Europa y América, que a veces pueden adoptar formas auténticamente sincréticas, como la conocida talavera poblana, donde se combinan la tradición española, la artesanía mexicana y la decoración oriental. O también de un shift en los gustos de los consumidores hispanoamericanos que, prendados de los objetos orientales a todo lo largo de los siglos XVII y XVIII, empiezan a finales de esta última centuria a oponerles la cerámica producida en Meissen o los tejidos hechos en Inglaterra. En esta línea, su aproximación se acerca a los excelentes estudios reunidos por Verónica Hyden- Hanscho, Renate Pieper y Werner Stangl sobre los intercambios culturales y los patrones de consumo en el siglo XVIII, o por Bethany Aram y Bartolomé Yun-Casalilla sobre la circulación de mercancías en el Imperio español, o también a los trabajos ejemplares de Alberto Baena o de Cinta Krahe sobre la presencia de objetos artísticos orientales en España y en la América española.

Se pueden poner algunas objeciones al libro reseñado. La principal es cierto desorden en la cronología, ya que son demasiados los saltos en el tiempo a la hora de la utilización de las pruebas documentales, por lo que no sabemos si una afirmación afecta a todo un periodo o sólo a la fecha concreta del testimonio en cuestión, lo cual produce en ocasiones cierta desazón en el lector. También hay que señalar obligadamente el excesivo peso en la argumentación de las apreciaciones cualitativas y de los datos sueltos y, en consecuencia, el evidente déficit en la cuantificación, que sería conveniente reducir en sucesivas investigaciones, en el caso de que los archivos lo permitan. Hay algunas aseveraciones precipitadas y, por tanto, equivocadas, como, por citar el ejemplo que me ha parecido más llamativo, aquella sentencia sobre la “bancarrota de la Carrera de Indias” en los 40 primeros años del siglo xviii, cuando según el autor sólo habrían llegado a América dos armadas (en 1707 y 1726), ya que en realidad la relación perfectamente contrastada de Antonio García-Baquero para sólo los años comprendidos entre 1717 y la crisis bélica iniciada en 1739 nos indica la presencia de 11 flotas a Nueva España y Tierra Firme: 1717, 1720, 1721, 1723 (dos), 1725, 1729, 1730, 1732, 1735 y 1737. Por último, habría que hacer un mayor esfuerzo en la identificación de los géneros asiáticos y evitar algunos errores, como el de la catalogación de los imaris, que no son productos chinos, sino piezas de porcelana producidas en Japón, en la región de Arita, y exportadas desde el puerto de Imari, al que deben su nombre.

Todas las aportaciones separadas (aunque nunca desconectadas entre sí) del libro, sin duda de una extraordinaria riqueza (que naturalmente no cabe enumerar con detalle en una recensión), confluyen hacia unas conclusiones finales en que vuelve a subrayarse el papel jugado por la producción oriental en la configuración en el Pacífico de un espacio comercial dominado por los mercaderes hispanoamericanos que adquiere una significación singular, velada hasta ahora casi siempre por una atención prioritaria al sistema comercial del Atlántico. Historiadores como Mariano Bonialian son los que han contribuido a la nueva percepción del universo de los tiempos modernos como un crisol de diversos elementos económicos y culturales procedentes de las cuatro partes del mundo y, en este caso, a concebir el espacio imperial español como un continuum que no abarca sólo las dos orillas del Atlántico, sino que alcanza el Extremo Oriente a través del Pacífico. Esto sin duda contribuye a ofrecer una visión más compleja y más real de la geografía económica y cultural de la Edad Moderna.

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