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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 no.1 Ciudad de México Jul./Set. 2017

https://doi.org/10.24201/hm.v67i1.3444 

Artículos

Reindigenización y economía en los Andes, c. 1820-1870, desde la mirada europea

“Reindigenización” and economy in Los Andes, c. 1820-1870, since the European perspective

Adrian J. Pearce* 

*University College London


RESUMEN:

Una tendencia llamativa en la historiografía reciente de los Andes en el siglo XIX es aquella que describe el fenómeno de la reindigenización. Este fenómeno primero se entendió de forma exclusivamente demográfica, cuando se observó que el siglo XIX representó el único periodo desde la conquista española en el siglo XVI en que el proceso nacional del mestizaje se detuvo durante varias décadas, y la población indígena no solo creció fuertemente en términos absolutos, sino incluso se recuperó marginalmente como proporción del total. En los últimos anos, los estudios de la reindigenización han ido más allá del aspecto demográfico, para explorar lo que el historiador estadounidense Paul Gootenberg llamó sus “repercusiones importantísimas históricas y antropológicas”. Así, los historiadores han comenzado a explorar las consecuencias de una mayor presencia indígena en la vida nacional, en los campos político, cultural, y económico. Con base en el Proyecto amplio del autor sobre la reindigenización en los Andes bajo la república temprana, este artículo busca contribuir a estos debates con una nueva mirada a la dimensión económica de la reindigenización en Perú y Bolivia, fundamentada sobre todo en los relatos de viajeros.

Palabras clave: Reindigenización; economía; Los Andes; siglo XIX

ABSTRACT:

A striking tendency in recent historical writing on the nineteenth- century Andes is that which discusses the phenomenon of reindigenisation. This phenomenon was first understood exclusively in demographic terms, when it was noted that the nineteenth century represented the only period since the Spanish conquest in the sixteenth century when the process of national mestizaje was halted across several decades, and the indigenous population not only grew strongly in absolute terms, but even recovered marginally as a proportion of the whole. In the past few years, studies of reindigenisation have gone beyond the demographic aspect, to explore what historian Paul Gootenberg called its “compelling historical and anthropological implications”. Thus, historians have begun to explore the consequences of a greater indigenous presence in national life, in the political, cultural, and economic spheres. Drawing on the author’s current wide-ranging project on reindigenisation in the early-republican Andes, this article aims to contribute to these debates with a fresh look at the economic dimension to reindigenisation in Peru and Bolivia, based primarily on travellers’ accounts.

Keywords: Andes; economic; 19th Century; Peru; Bolivia; “Reindigenización”

Una tendencia llamativa en la historiografía reciente de los Andes es aquella que se interesa por lo que algunos estudiosos llaman la “reindigenización” de la región durante el siglo XIX. Este fenómeno se entendió primero en términos demográficos, cuando se observó que el primer medio siglo después de la independencia fue el único periodo desde la conquista española en que la población indígena del Perú dejó de disminuir como proporción del total, y hasta se recuperó modestamente. Es decir, durante las décadas después de la independencia, la población autóctona de los Andes no sólo experimentó un crecimiento fuerte en términos absolutos, sino que el proceso aparentemente inexorable del mestizaje nacional se detuvo e incluso se echó para atrás marginalmente. Como consecuencia, Perú se volvió más indígena bajo la república temprana de lo que había sido durante la colonia tardía; el país se reindigenizó, en grado mínimo pero llamativo (no hubo ningún otro proceso ni momento comparable en la historia andina, ni antes del siglo XIX ni después).1 Además, las investigaciones en curso han demostrado que si bien la reindigenización perdió su fuerza en el ámbito nacional a partir de la década de 1870, cuando el mestizaje una vez más llegó a predominar bajo el impacto de los procesos de la moderna globalización en grandes zonas del país (sobre todo la sierra central y sur) la presencia indígena siguió creciendo durante algunas décadas más, hasta tan tarde como la década de 1940.2 Y si bien el caso de Bolivia es menos conocido que el del Perú, procesos análogos parecen haber afectado también a ese país.3

En años recientes, las investigaciones acerca de la reindigenización en los Andes del siglo XIX han ido más allá de la dimensión puramente demográfica, para empezar a explorar lo que Paul Gootenberg ha descrito como sus “poderosas implicaciones históricas y antropológicas”.4 Es decir, los historiadores hemos empezado a analizar las repercusiones que una mayor presencia indígena tuviera para la vida nacional de la región en su conjunto. Las obras de alcance amplio, sean específicamente sobre los pueblos indígenas, sean sobre la transición de la colonia a la república, casi inevitablemente se han volcado de forma fructífera con la presencia mayor nativa en la vida nacional, aun cuando no la consideran explícitamente como producto de los procesos reindigenizantes.5 Los trabajos sobre la fuerza y la influencia de los indios en la política nacional durante este periodo empezaron en la década de 1980, con la obra de Tristan Platt acerca de las comunidades indígenas frente al Estado en Bolivia.6 La contribución principal más reciente en el área de la política es la de Cecilia Méndez, el título mismo de cuyo libro, La república plebeya, ofrece un buen indicio de su postura acerca del papel de los indígenas en la vida política peruana durante el periodo antes de la década de 1850.7 En otra publicación, yo mismo hice un primer intento por analizar las repercusiones de la reindigenización para la vida cultural, con énfasis en el uso de las lenguas nativas (sobre todo el quechua y el aymara).8 Y la economía, también, ya rindió una serie de estudios, por autores que incluyen notablemente a Erick Langer y Carlos Contreras, que tienden a colocar al indígena en un lugar mucho más céntrico dentro de la historia económica andina de estos años. Los escritos de estos autores y de otros historiadores económicos se discuten con detalle en las páginas que siguen, pero en el fondo, se preocupan por unas cuantas cuestiones clave: el papel de los indios en el sustento de las economías nacionales en los Andes durante el siglo XIX temprano; la expansión y diversificación de sus actividades económicas durante este periodo; su retención de recursos y activos económicos clave, y sobre todo de las tierras, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo; y la prosperidad modesta que algunos indígenas y comunidades nativas parecen haber logrado para sí como resultado de todos estos procesos.

El presente artículo busca contribuir a los debates recientes sobre la economía en Perú y Bolivia a principios de la república, al aplicar la bibliografía teórica de la reindigenización a un cuerpo distintivo de fuentes primarias: los relatos de observadores europeos o descendientes de europeos en la región. Numerosos observadores y viajeros, la mayoría de Europa y Estados Unidos, pero algunos también del Perú mismo, dejaron relatos de sus recorridos por los Andes durante la primera mitad del siglo XIX, de los que se analizó una veintena de ejemplos para la investigación actual. A pesar de todos sus defectos de racismo y estrechez cultural de perspectiva, los relatos de los observadores europeos pueden arrojar una luz poderosa sobre la realidad social detrás de las percepciones teóricas de la literatura histórica. Estos autores (en especial los extranjeros) se sintieron atraídos por el mundo indígena como parte de lo exótico andino: de lo que hizo distinto a los Andes, y así merecedor de comentario. Aun cuando manifestaron prejuicios contra los pueblos indígenas, o simplemente carecieron de gran receptividad acerca de ellos, como demasiadas veces fue el caso, estos individuos viajaron por un mundo fuertemente indígena, tanto en términos demográficos como culturales. No pudieron dejar de dar testimonio de este mundo nativo, y la mayoría sintió predisposición de escribir acerca de ello (si no por otro motivo, por el posible interés de sus lectores). Los viajeros extranjeros fueron atraídos por las manifestaciones más visibles de la cultura indígena: los festivales y fiestas, la religiosidad autóctona, los rituales que evocaban a los incas o al pasado andino más profundo, el atuendo tradicional, etc. Pero conscientemente o no, como una parte central de sus relatos o de forma más casual, también trataron de forma bastante extensa la vida económica nativa y sus interacciones con los sectores no nativos y con el comercio extranjero. Como veremos, sus obras resultan ser una fuente rica para la economía andina rural y serrana durante este periodo, para el peso y la participación en ella de los pueblos indígenas, y para las relaciones entre los indígenas y las economías mucho más allá de los Andes.

Desde la perspectiva mexicana, el interés de este tema es, en mi opinión, doble. Por un lado, la reindigenización en los Andes representa un caso con pocos paralelos en otras regiones de América, y que queda en claro contraste con la experiencia mexicana durante el mismo periodo. Hacia finales de la época colonial, cerca de 60% de la población del actual territorio mexicano se registró como indígena, casi todos ellos hablantes de lenguas propias -una cifra prácticamente idéntica que la peruana para las mismas fechas. Sin embargo, para el censo de 1900, tan sólo 13% de la población mexicana seguía hablando lenguas indígenas, cuando en el Perú la parte indígena de la población siguió siendo de arriba de 50% (y se registró como todavía de 46% en una fecha tan tardía como 1940).9 Es decir, mientras el Perú en el siglo XIX fue testigo de una estabilidad demográfica notable del mundo indígena, en México, la misma centuria vio un proceso directamente inverso, de fuerte desindianización a nivel nacional. En segundo lugar, y aunque parezca sorprendente, a pesar de su manifiesta importancia, esta desindigenización mexicana del siglo XIX carece prácticamente de estudios históricos, más allá de algunos trabajos realizados sobre todo en el ámbito regional.10 Como lo ha subrayado Juan Pedro Viqueira, quizá el historiador que más ha llamado la atención sobre el fenómeno, es tal la ignorancia sobre el mismo

[…] que no sabemos ni siquiera en qué momento tuvo una mayor intensidad: si fue resultado de la abolición de las diferencias jurídicas decretada en el momento de la Independencia; si se produjo principalmente después de las leyes de Reforma; o si la expansión de las haciendas fue el principal motor del cambio.11

Es decir, si faltan estudios que sustenten cualquier cronología más fina de la desindianización en México, faltan igualmente para echar una luz sobre los procesos y factores que lo provocaron: sean de migración interna (mestizos para los pueblos de indios, indios para las haciendas y las ciudades), epidemias, el papel de las haciendas o de los factores económicos en sentido más amplio, o el desempeño de la política y de las políticas de Estado. El caso andino, tan contrastante, por lo tanto, quizá ofrezca a los historiadores mexicanos a la vez pistas para entender la propia experiencia histórica de su país y un ejemplo de la investigación sobre este tema en otro país americano, donde las indagaciones en esta área ya llegaron bastante más lejos.

LOS INDIOS Y LA ECONOMÍA EN PERÚ Y BOLIVIA BAJO LA REPÚBLICA TEMPRANA

Debemos primero repasar las interpretaciones históricas acerca de los indios y la economía en Perú y Bolivia bajo la república temprana, y cómo estas interpretaciones han ido cambiando en años recientes. La independencia en ambos países se siguió por un periodo de estancamiento y crisis económicas. Este periodo empezó con las largas guerras de la independencia misma, excepcionalmente destructivas de recursos (fueran humanos, animales o materiales). El legado de las guerras se agravó después durante varias décadas de inestabilidad política crónica, acompañada por otros episodios bélicos tanto domésticos como exteriores, que duraron hasta bien entrada la década de 1840. Así, en el Perú, entre 1821 y 1845, hubo un cambio de gobierno cada año en promedio, así como no menos de seis cambios de constitución política, y las rivalidades interminables entre los distintos caudillos culminaron con el episodio violento de la Confederación Perú-Bolivia de 1836-1839. Divididos políticamente, y geográficamente remotos, las repúblicas andinas quedaron aisladas de los mercados mundiales, mientras que las inversiones extranjeras cayeron en picada después de tan sólo unos años en la década de 1820. El comercio exterior decayó -bien con las repúblicas vecinas, con Europa, o con los mercados en auge de Estados Unidos- y no se recuperó mucho antes de mediados de siglo. Como veremos más adelante, las haciendas orientadas hacia la agricultura comercial cayeron en crisis y en muchos casos se abandonaron del todo mientras sus dueños se refugiaron en las ciudades o en el extranjero. La minería -el sector económico predominante durante la colonia, tanto como fuente de ingresos fiscales como base del comercio de exportación hacia España- experimentó una crisis parecida, de daños a la infraestructura, falta de inversión, y abandono por parte de los dueños (aun cuando el centro más importante del Perú, Cerro de Pasco, tuviera mejor suerte antes de 1850 que después de esta fecha).12 El caos político y la debilidad fiscal dejaron al Estado en ambas repúblicas -en gran parte- sin la capacidad de intervenir en apoyo o de la agricultura comercial o de la minería de exportación. El resultado, entonces, fueron varias “décadas perdidas” para la economía de la región. En el Perú, la recuperación comenzó tan sólo con los inicios de la economía del guano después de 1840 (con sus características únicas y su fuerte orientación hacia la costa), mientras que en Bolivia la crisis duró aún más tiempo.

Hasta hace poco, la república temprana se entendió como un periodo igualmente traumático en términos económicos para los indígenas andinos. Por un lado, la carga colonial del tributo se restableció después de la independencia, si bien bajo una terminología republicana modernizada, junto con los regímenes del trabajo forzoso. Por otro lado, se aprovechó de una ideología liberal triunfante para lanzar un asalto sobre la base misma de la comunidad indígena, sus tierras comunales. Viendo las comunidades tradicionales como anacronismos ineficaces, y buscando transformar a los nativos en minifundistas independientes republicanos, en 1824 Simón Bolívar decretó de propia mano el traspaso a los indios de la propiedad plena de sus tierras, incluyendo el parcelamiento de todas las tierras de comunidad.13 Sin embargo, no se impuso ningún impedimento a la venta subsiguiente de estas tierras; y junto con la liberación de las élites regionales de la sierra de cualquier control real, se dio lugar a una erosión rápida del mundo indígena tradicional. En un artículo influyente publicado en 1970, Jean Piel escribió que “en su credulidad, pasividad, e ignorancia, los campesinos de las comunidades estaban en un lugar defensivo débil frente a la redistribución de las tierras”.14 Frederick Pike comentó que

[…] las comunidades indígenas después de la independencia fueron sujetos al asalto sistemático de los terratenientes blancos y mestizos […]. Los indios pronto perdieron sus tierras ante los criollos y mestizos de la sierra, y también ante aventureros oportunistas de la costa. Como resultado, desaparecieron muchas comunidades indígenas.15

La consecuencia fundamental fue quizá sorprendente, pero quedó fuera de toda duda: durante las décadas que siguieron a la independencia, “el indio estuvo en peores condiciones de lo que jamás estuvo bajo el régimen español”.16

Un indicio de que la experiencia de los indígenas andinos durante la república temprana fue menos traumática de lo que sugería la tradición historiográfica ya descrita vino mucho antes de las investigaciones más recientes sobre la historia económica de la región. En 1952, George Kubler publicó un estudio sobre la población nativa del Perú entre 1795 y 1940 (fecha del segundo censo demográfico republicano). Luego, en 1991, Paul Gootenberg publicó un largo artículo sobre la demografía peruana durante el mismo periodo, que refrendó el análisis principal de Kubler, mientras lo enriquecía de modo importante. Las conclusiones principales de estas obras fueron sorprendentes. Kubler indicó que la población indígena del Perú creció de forma notable durante los primeros tres cuartos del siglo, incluso subiendo ligeramente como proporción del total. Así, los indios habían constituido poco menos de 58% de la población en 1795, pero para mediados de la década de 1850, constituyeron más de 59%, y mostraron poco retroceso hasta tan tarde como 1876 (fecha del primer censo republicano).17 Mientras, Gootenberg sugirió que la población indígena del Perú constituyó 61.3% del total en 1795 (cuando los indios eran unos 759 000). Para 1827, esta proporción había subido hasta 61.6%, y para 1876 había caído muy poco, hasta poco menos de 58%.18 Estos estudios estuvieron de acuerdo en que la población indígena del Perú se mantuvo estable en términos proporcionales, y quizá hasta creció marginalmente, durante la primera mitad del siglo XIX. Esta conclusión resultó muy llamativa, ya que indicó que el periodo temprano republicano fue el único durante el que la población indígena del Perú se mantuvo firme ante el proceso de mestizaje nacional en curso desde la conquista española. Así, el medio siglo o más a partir de la década de 1790 quedó como el único periodo desde mediados del siglo XVI en que la población del Perú experimentó algún grado de reindigenización, un fenómeno que sólo empezaría a debilitarse después de 1870. Mientras tanto, para Bolivia, el estudio clave encontró que una mayor proporción de los indios pasaron a vivir en comunidades tradicionales durante este periodo, aun cuando la población indígena misma cayó como resultado de las enfermedades, las sequías y las hambrunas.19 Por supuesto que la población indígena del Perú pudo haber crecido aun en circunstancias generalmente adversas a los pueblos autóctonos del país. Pero en realidad, las investigaciones recientes sobre este tema tienden a apoyar la noción de que el crecimiento demográfico reflejaba circunstancias generales positivas para los indios andinos en estos tiempos.

Quizá siempre hubo cierta tensión inherente en la noción del periodo subsiguiente a la independencia como negativo simultáneamente para el Estado y la economía de exportación, y para los pueblos indígenas de los Andes. El punto clave que debe subrayarse aquí es la debilidad relativa, durante varias décadas, del Estado republicano, y su capacidad limitada para imponer su voluntad sobre la población indígena mayoritaria. Este proceso se podría concebir, de hecho, como una retirada parcial del Estado de las provincias principalmente indígenas, sobre todo en la sierra, que se manifestó en una capacidad menguada de apoyo a sus agentes, o de fomentar o favorecer los sectores económicos con los cuales se relacionaba de forma más estrecha. Al final, esta debilidad fue fiscal, ya que la larga crisis en la minería, y sobre todo en la agricultura comercial, privó a los estados andinos de algunas de sus fuentes más importantes de ingresos por impuestos. En Perú, donde la situación se agravó por la turbulencia política y los conflictos endémicos entre caudillos, los déficit presupuestarios fueron típicamente de 30% antes del advenimiento de los ingresos del guano a finales de la década de 1840.20 Al nivel coercitivo más básico, esto necesariamente se tradujo también en la debilidad militar, ya que los historiadores concuerdan en que las fuerzas armadas de principios de la república fueron insuficientes para garantizar la defensa autónoma del Estado.21 Pero entre las consecuencias más llamativas de la debilidad fiscal del Estado durante este periodo estuvo su impacto en las relaciones con los pueblos nativos, ya que, con las otras fuentes de ingresos muy reducidas, el Estado pasó ahora a depender cada vez más del tributo de los indios (ahora rebautizado como contribución personal). Así, el tributo rindió cerca de 40% de los ingresos totales del Estado en Perú antes de la llegada de los ingresos por guano; al nivel provincial, en el Cuzco rara vez rindió menos de 50% durante el periodo de 1826 a 1845 (y a veces mucho más).22 Los historiadores sustentan que esta dependencia del tributo dio a las comunidades nativas un poder considerable en sus negociaciones con el Estado y sus representantes. Emplearon este poder sobre todo para defender sus tierras comunales de la expropiación o depredación por los actores exteriores. En la exposición más influyente de este argumento, Tristan Platt sugirió que en el norte de Potosí, en Bolivia, los indios pasaron a entender su relación con el Estado en los términos de un “pacto recíproco”, en que el pago del tributo y el trabajo forzoso garantizaron el respeto de las tierras de comunidad.23 Así, la debilidad fiscal del Estado fue lo que dio lugar a la capacidad llamativa de las comunidades indígenas de retener la mayoría de sus tierras por lo menos hasta la década de 1870, si no más tarde.

Es posible que los indios se beneficiaran de ciertas ventajas inherentes en términos económicos a principios de la república. Por ejemplo, la capacidad de sacar provecho de los recursos comunitarios quizá permitiera una recuperación más rápida después de las guerras de independencia, mientras que el peso relativo del tributo cayó con el tiempo, en la medida en que la población indígena creció más rápido que el impuesto y los pagos se hicieron casa vez más en moneda devaluada.24 Pero la base de la prosperidad indígena fue sin duda el factor más fundamental del control ininterrumpido de las tierras. Ya queda claro que los decretos liberales de la década de 1820 que “privatizaban” las tierras de los indios tuvieron un impacto más bien escaso y que, por lo general, las comunidades indígenas retuvieron el control de sus tierras hasta bien entrada la segunda mitad del siglo. En el contexto del bajo valor de la tierra y una economía rural deprimida, y quizá aún más importante, del poder relativo que llegaron a ostentar las comunidades indígenas con motivo de la dependencia del Estado de los recursos fiscales que ellas generaban, las tierras de los indios se conservaron, y en algunos casos hasta crecieron.25 Otro factor clave en este proceso fue que la hacienda -principal competidor y depredador de las tierras de indios- entró en crisis como consecuencia de la desestabilidad económica general de principios de la república. Aisladas de los mercados rentables de exportación, incapaces de atraer suficiente mano de obra indígena, y en ausencia del respaldo fuerte del Estado, las haciendas ahora no sólo dejaron de expandirse a costa de las tierras de indios, como lo habían hecho durante la colonia, sino que de hecho se contrajeron en varias regiones. Por ejemplo, en una sección titulada “Las haciendas languidecientes”, en su libro sobre la provincia de Azángaro, Nils Jacobsen encontró pocas evidencias de cualquier expansión de las haciendas antes de la década de 1850.26 En la región del Cuzco, el número de haciendas cayó a casi la mitad, de 647 en 1785 a 360 en 1845.27 Algunas de las evidencias más claras de este proceso se relacionan con Bolivia: en Cliza, en Cochabamba, la proporción de las haciendas abandonadas creció de tan sólo 0.6% en 1838 a 63.0% en 1877. En Mizque, “el número total de haciendas cayó de 129 (con ninguna abandonada) en 1838, a 78 (con 45 abandonadas) en 1877”.28

Todos estos factores en conjunto, sugieren que las circunstancias en que se encontraron los pueblos indígenas durante el siglo XIX fueron muy diferentes de aquellas que se describían hasta hace poco. En muchas regiones las comunidades indígenas sobrevivieron relativamente intactas las primeras décadas republicanas, y retuvieron el control de la mayoría de sus tierras comunitarias. Sus relaciones con el Estado y los representantes de ello tuvieron lugar dentro del contexto de la relativa debilidad de estos últimos y de las limitaciones que impuso la dependencia de los presupuestos nacionales del trabajo de los indios. El peso del tributo probablemente cayó en términos relativos, en parte debido a que el crecimiento de la población excedió el aumento del impuesto, mientras que la dependencia del estado del tributo para sus ingresos ayudó a conservar las tierras comunitarias. La tenencia de las tierras garantizó a los indios la productividad agraria mínima necesaria para sobrevivir, y probablemente algo más. Hay evidencias abundantes, de hecho, como veremos, de que los indios producían un superávit de productos agrícolas suficiente para sostener el comercio vibrante de los mercados urbanos durante todo este periodo. Mientras, el control de otros recursos clave, incluida la producción comercial de lanas de camélidos, sostuvo un comercio que llegó hasta muy lejos de la sierra andina. Todo esto debe formularse en términos muy cautelosos, ya que ofreció para los indios tan sólo un alivio relativo de los aspectos más opresivos de la época colonial. Los indígenas andinos siguieron siendo una mayoría perseguida y empobrecida durante este periodo, todavía sujeta a distintos abusos y exacciones arbitrarias (entre ellas, la temida recluta de servicio en los ejércitos de los caudillos). Sin embargo, el alivio a que dio lugar la crisis del Estado y de la economía de exportación parece por lo menos haber sido suficiente para permitir la reproducción social del mundo indígena a un ritmo razonablemente alto, a la vez que ofreció un mínimo de prosperidad a por lo menos algunos indios y comunidades indígenas. Esta visión radicalmente diferente de la experiencia de los indios la recapitula uno de sus historiadores más notables, Brooke Larson, de la siguiente manera:

El caos de las guerras de independencia dislocó las economías regionales y catalizó el cambio social y cultural, dando lugar a un proceso prolongado de fragmentación política y económica, o hasta de balcanización. Pero no destruyó ni la producción ni el comercio regional de los indios, y tampoco desató el latifundismo en contra de las maltratadas comunidades de indios. El periodo después de la independencia mostró indicios de la actividad económica campesina en los mercados interregionales, las ferias y los peregrinajes anuales, la industria arriera, la producción artesanal, algunos centros mineros, y hasta en el comercio de lanas. Las reformas liberales de las tierras sí intensificaron las disputas de tierras entre los andinos, pero hay pocas evidencias de pérdidas masivas antes de la década de 1870. Además, las ambigüedades de la política tributaria republicana permitieron algunas maniobras legales para la defensa de los derechos derivados de la colonia. En resumen, los indios en gran parte de la sierra sur siguieron controlando importantes extensiones de tierras […].29

Paul Gootenberg, que fue el primero en alentar a los historiadores a analizar la reindigenización más allá de su dimensión puramente demográfica, concluye en términos parecidos:

Durante el primer medio siglo de gobierno republicano en el Perú, ni los decretos liberales, ni la condición de tributario, afectaron significativamente a las comunidades indígenas. Aisladas naturalmente y protegidas por el colapso de la política, las comunicaciones y los mercados nacionales durante la era del caudillismo, las comunidades indígenas quedaron mayormente libradas a sí mismas. Ningún ejército de funcionarios locales entró a sus pueblos y el hacendado local quedó reducido a una posición de primero entre iguales. Los indios quedaron así liberados de las opresiones tradicionales (o cada vez más intrusivas) del régimen colonial, y gozaron, aunque sólo fuese por omisión, de un pequeño respiro de las presiones ejercidas por el mercado del emergente capitalismo.30

Ahora interroguemos “la mirada europea” para evidencias acerca de la economía indígena y las condiciones económicas de los indios durante el primer medio siglo republicano.

LOS INDIOS Y LA ECONOMÍA EN LA MIRADA EUROPEA

Las actividades económicas de los indios, y el lugar de los indígenas en las economías nacionales de Perú y Bolivia, se analizan aquí en tres secciones. Estas secciones enfocan, primero, el peso de los indios en la economía nacional en general; segundo, los pueblos indígenas en la agricultura y el comercio; y, por último, los indios y la minería.

El peso de los indígenas en la economía nacional

Erick Langer fue de los primeros historiadores en presentar un argumento fuerte y con base amplia a favor del peso de los indios en las economías nacionales de Perú y Bolivia durante las décadas posteriores a la independencia. Langer presentó este argumento en términos bastante llamativos, al proponer que la primera parte del siglo XIX representó “un periodo del dominio de las economías étnicas andinas sin precedentes desde mediados del siglo XVI”. Esto fue así porque, en el contexto de la crisis del sector de las haciendas y de las economías de exportación de la región, “tanto las economías domésticas como de exportación de Bolivia y la sierra peruana durante la primera mitad del siglo XIX se volvieron altamente dependientes de lo que podrían llamarse las ‘economías étnicas’ de las comunidades indígenas”.31 Es decir, los indios andinos no sólo se beneficiaron de cierto alivio de la pobreza más extrema durante estas décadas, sino que además, las economías nacionales en sí se mantuvieron en pie por el trabajo y la productividad indígenas, quizá en mayor grado que en cualquier momento desde principios de la colonia. Esto fue así en todos los sectores principales, sea de la agricultura, el comercio o la minería, porque:

El comercio de los indios fue crucial para las economías de la región andina. Las actividades mineras dependieron fuertemente de los bienes y los animales de carga que los indios proveían. Las ferias prosperaron únicamente donde la región indígena circundante ofrecía suficientes productores y consumidores […]. En gran parte, los ritmos de la agricultura y los ciclos de la trashumancia durante principios del siglo XIX determinaron cómo y cuándo tuviera lugar el comercio con los no indígenas, a causa de las estrategias andinas altamente desarrolladas de provisión de bienes de subsistencia. Los mercados urbanos durante este periodo eran muy pequeños, aun en comparación con los de la época colonial, y el comercio más allá de los centros urbanos, dominado por los indios miembros de comunidades, proporcionaba el sustento de las economías andinas.32

Sectores importantes de las economías peruana y boliviana, entonces, se reindigenizaron en cierta medida durante el periodo posterior a la independencia, en la medida en que la agricultura comercial y las industrias de exportación nonativas permanecieron sumidas en la crisis, mientras que el trabajo y la productividad de los indios ganaron mayor peso en términos relativos (e incluso absolutos).

La opinión predominante entre los viajeros de origen europeo en los Andes del siglo XIX fue que los indios estaban muy lejos de ser capaces de mantener las economías nacionales en pie. El tópico sorprendentemente generalizado entre estos observadores, de hecho, consideró a los andinos como gente irremediablemente perezosa e irresponsable. Según esta perspectiva, los indígenas de la sierra manifestaban una oposición inherente al trabajo, fuera en beneficio propio o ajeno; preferían más bien pasar sus días en un ocio muchas veces embriagado. Dado esto, la única manera de extraer el trabajo y la productividad de los indios pasaba por el uso de la fuerza, y un trato duro (incluso violento) lograba mucho más que la amabilidad o la persuasión suave. Esta actitud casi generalizada reflejaba los prejuicios culturales profundos de los blancos y los mestizos más prósperos, sostenidos de forma ininterrumpida desde la época colonial (cuando tales prejuicios ocuparon un lugar central en los discursos hegemónicos acerca de los pueblos indígenas). La actitud es más llamativa en la medida en que contrastaba con la realidad de una economía nacional decimonónica que manifiestamente dependía del trabajo indígena, cuando no de su participación activa. Se expresó de la manera más ruda por el escritor criollo Santiago Távara, quien en Obragillo, a apenas 100 km de Lima, al comienzo de su viaje a la Amazonía peruana en 1867, comentó:

[…] triste cosa es entrar, aunque sea de ligero, en el estudio de las costumbres de nuestros pueblos del interior, la mayor parte sumamente atrasados! Desde luego no hay sociedad. Los indios entregados al ocio o a una indolencia inexplicable, son indiferentes a la naturaleza y al resto de los hombres […] Los indios, a fuer de ignorantes y oprimidos, parecen estúpidos e idiotas.33

Esta misma actitud la compartían la mayoría de los viajeros extranjeros en el Perú, quienes sin duda la adquirían o por osmosis de los criollos o por un conocimiento meramente superficial de los pueblos indígenas que encontraban en el trascurso de sus viajes. Un turista francés, a finales de la década de 1880, Marcel Monnier, por ejemplo, se sintió con derecho a caracterizar a los nativos andinos como:

[…] una raza por si misma ociosa. La falta casi absoluta de iniciativa y de decisión, tal es el rasgo característico del indio. Ya se trate de cumplir con un deber, de realizar una tarea prometida, de pagar una deuda, su determinación será rara vez espontánea. No cederá sino ante la necesidad. Será menester que una voluntad extraña sustituya a la suya, prevalezca sobre su indolencia, le diga la resolución a tomar, lo anime y lo dirija así como el viento hincha a la vela inerte.34

Irremediablemente vagos y carentes de cualquier ética de trabajo, para la mayoría de los observadores de extracción europea, los indios constituían una base singularmente inadecuada para la prosperidad y el progreso nacionales -un peso muerto, “inerte” en términos económicos, y que tenía poco que ofrecer a la república.

Entre los observadores extranjeros, sin embargo, hubo algunos que tuvieron otra perspectiva acerca de los peruanos indígenas, su capacidad de trabajo y el papel (real o potencial) que desempeñaban en la economía nacional. Muchas veces, estos fueron individuos que habían pasado más tiempo en la región (hasta unos años en algunos casos), y por lo tanto habían tenido la oportunidad de lograr un mejor conocimiento de los indios. Un caso llamativo fue el del británico Archibald Smith, quien pasó diez años en el Perú y tuvo una hacienda en Huánuco durante tres de ellos, en la década de 1830. Smith escribió explícitamente tanto sobre la capacidad inherente de trabajo duro de los indios peruanos, como sobre los factores que habían operado para suprimir esta capacidad durante tanto tiempo:

Los indios cristianizados de la dinastía Inca, cuya lengua nativa es el Quichua […] se dicen ser una raza indolente; pero hemos tenido la oportunidad de saber que sus esfuerzos aumentarán en la medida en que se aumenta la perspectiva de mejorar su condición, y que en general, sus labores sólo se llevan de manera perezosa cuando son forzosos o poco productivos para ellos mismos. Hemos tenido amplia oportunidad de saber que cuando trabajan por tarea y están seguros de los pagos, trabajan notablemente bien. En sus propias granjitas son excelentes trabajadores; y si no se les cayera encima tan a menudo los enemigos de la industria, los frutos de ello se verían en el aumento de su prosperidad. Son los que los tiranizan quienes los acusan de pereza, duplicidad, y perversión natural de disposición. De tales personas nos podemos permitir preguntar, ¿alguna vez ofrecieron al indio algún estímulo racional a la honestidad y la industria?35

La actitud de Smith queda clara: los indígenas andinos eran tanto capaces del trabajo duro como predispuestos a hacerlo, y se dedicarían a ello dada la oportunidad; sólo los había disuadido un estado rapaz y una sociedad que, a largo plazo, los había privado sistemáticamente de los frutos de sus labores.

Tal actitud no distaba mucho de un reconocimiento del verdadero papel que los indios desempeñaban en la economía nacional. Y en efecto, encontramos aún en los relatos de observadores europeos poco perspicaces el reconocimiento de que, cuando menos, las industrias principales en el Perú y Bolivia dependían de una fuerza laboral casi exclusivamente indígena (por lo menos en la sierra y la Amazonía). Contemplando la relación entre pueblos indígenas y estados republicanos en los Andes, Marcel Monnier percibió el papel clave de los indios en el ejército, igual que en la economía:

Chile les debe la élite de su ejército, esos batallones indígenas cuyo valor contribuyó tan poderosamente al éxito de sus recientes campañas [de la Guerra del Pacífico ] Bolivia y el Perú el minero, el mulero, el vaquero, el robusto y paciente peón de hacienda, el buscador de plantas, los millares de brazos que cosechan la coca, la quinina, la cera y la cochinilla, y esos audaces marineros cuya piragua, atravesando los rápidos, trae caucho a las factorías del Marañón o del Ucayali.36

La afirmación más tajante sobre el papel actual y el potencial futuro de los indios de la sierra en la economía, sin embargo, provino de otro viajero francés, Adolfo de Botmiliau, quien atravesó el sur del Perú durante el momento cúspide de la reindigenización, en la década de 1840. La narrativa de Botmiliau quedó marcada por su encuentro con indios prósperos e industriosos, entre otros lugares en la gran feria de Vilque, cerca de Puno (que se tratará después). Su relato transmite con claridad cómo un viajero extranjero sin prejuicios pudo haber mirado razonablemente a los indígenas andinos durante este periodo clave. Aquí vemos a indios que poseían enormes rebaños de camélidos, que producían cosechas y vendían sus productos a los mercaderes de la costa para su exportación al extranjero, incluso a Europa, y quienes en última instancia tenían una clave importante del desarrollo futuro del país:

Esta élite de los indios de la sierra cuenta entre sus principales riquezas los numerosos rebaños que vagan en el altiplano del Collao. Es ella la que cultiva los escasos valles entre las montañas. Es ella la que provee a los negociantes de la costa de la mayor parte de los productos del país que éstos últimos exportan enseguida a Europa. Es entre ella, por fin, en la que se encuentra quizá uno de los gérmenes más fecundos de las fuerzas vitales llamadas a desarrollarse un día en el Perú.37

Veremos en las secciones siguientes que más observadores que sólo Smith, Monnier y De Botmiliau resultaron capaces de percibir el peso de la población indígena en los sectores clave de la economía andina -igual que la prosperidad relativa que acumularon como resultado.

Los indios, la agricultura y el comercio

Una aportación reciente importante a la literatura de la reindigenización económica es un artículo de Carlos Contreras, publicado en 2011 con el elocuente título, “Menos plata pero más papas”.38 En este trabajo, Contreras primero analiza las perspectivas actuales acerca de la economía agrícola en el Perú a ambos lados de la independencia, que se basan principalmente en los registros (fragmentarios y deficientes) del diezmo eclesiástico sobre la agricultura y el pastoreo. Durante por lo menos 30 años antes de 1820, las exportaciones agrícolas hacia las colonias españolas vecinas acapararon más de la mitad de las exportaciones peruanas en su conjunto, y excedían en su valor incluso a la plata. Desde este último año, sin embargo, estas exportaciones parecen haber colapsado, para quedar luego en niveles muy bajos hasta después de 1850. Este colapso se ha explicado haciendo referencia a la pérdida de los mercados regionales de exportación, cuando la emancipación de España llevó a la creación de nuevas barreras aduanales, así como los conflictos frecuentes con los países vecinos, junto con la crisis del sector de haciendas que ya se ha mencionado. Y esta misma crisis de la agricultura comercial de exportación ha tenido un papel central en el aumento de la percepción de una crisis y un estancamiento más amplios en la economía peruana, por lo menos durante la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, Contreras observa que, en las provincias del interior, incluyendo la sierra indígena, la crisis de la agricultura que se vivía en la costa, o era menos grave, o simplemente no existía. Si bien a base de unos datos algo limitados, provincias serranas como Huanta y Parinacochas “no parecen haber sido afectadas por la emancipación, o muestran incluso una mejoría”.39 Es decir, que ya existen evidencias de que la agricultura indígena de la sierra sobrevivió a la “crisis” de la república temprana relativamente intacta, y quizá hasta prosperara. Puede ser que Perú exportara menos plata (y productos agrícolas), pero parece que produjo más papas (y otros productos de consumo doméstico y de subsistencia). Contreras indica, además, que hace unos años Manuel Burga ya hizo algunas observaciones parecidas.40

Una vez más, los observadores de mirada europea en los Andes decimonónicos pueden arrojar una luz útil sobre estas cuestiones. Para empezar, estos observadores muchas veces expresaron su admiración por la riqueza inherente y el potencial agrícola de las regiones por las que pasaban. Los Andes se describen en estos relatos como un paisaje agrícola de manejo intensivo, explotado sistemáticamente por los pueblos que lo habitaban.41 Los viajeros también se mostraron conscientes de que este paisaje era capaz de rendir la más amplia gama de productos agrícolas y otros: el distinguido viajero británico, después presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, Sir Clements Markham, observó que:

[…] tales son las riquezas de la Sierra del Perú, que es capaz de autoabastecerse de los productos de todos los climas: así, los valles rinden suficiente cantidad de azúcar para el consumo de los habitantes, y también son capaces de producir abundancia de uvas, café, chocolate, arroz; y el algodón se cultiva en las quebradas más profundas de la montaña; y cosechas extensas de trigo, cebada, maíz, y papas se producen en las laderas de los Andes; mientras que las lanas de alpacas y vicuñas fácilmente vestirían a los habitantes con las telas más finas.42

Lo que es más -y de relevancia central para nuestros propósitos aquí-, estos observadores fueron plenamente conscientes de que fue la población indígena y ninguna otra la que la cultivaba este paisaje y cosechaba sus ricos y variados productos -fuera por cuenta propia o ajena. Otro viajero célebre, el naturalista suizo, Johann Jakob von Tschudi, por ejemplo, afirmó sin ambigüedad, y refiriéndose a los años de alrededor de 1840, que “la agricultura está exclusivamente en manos de los indios, que tienen sus chacras propias o cultivan las de los mestizos por un sueldo muy bajo”.43 Pocos de estos narradores, sin embargo, se mostraron conscientes de forma tan explícita de la expansión de la agricultura andina desde la independencia como lo fue Archibald Smith. Desde la perspectiva de su hacienda en Huánuco, Smith fue casi único en su capacidad de percibir cómo la crisis política y económica del mundo de los criollos y mestizos adinerados desde las guerras de emancipación había permitido una expansión correspondiente tanto de la agricultura como de la población indígena. El énfasis de Smith en las consecuencias para los indios de “unos pocos años de paz sin perturbar, y la exención de las exacciones indebidas” por parte del mundo no indígena, es en especial pertinente a una lectura “reindigeneizante” de este periodo:

Los indios por lo general son un pueblo agrícola, ya que viven más de los cultivos que del simple pastoreo o cualquier otra ocupación. Muchos de los pueblos modernos del clima templado del interior fueron hasta hace pocos años fincas grandes, propiedades de los europeos o sus descendientes criollos; pero los labradores, liberados durante la revolución como consecuencia de la incautación de los bienes y propiedades de sus amos fugitivos o arruinados, han seguido cultivando las tierras para su propio mantenimiento, hasta que paulatinamente sus familias se han multiplicado hasta formar pueblos, y a lo largo asumieron el carácter importante de municipios. Con unos pocos años de paz sin perturbar, y la exención de las exacciones indebidas, los pueblos pequeños pueden así crecer y volverse pueblos importantes, donde sea que su ubicación les ofrezca posibilidades suficientes de cultivos.44

Aquí, por lo tanto, tenemos una confirmación primaria poco común del argumento principal de la bibliografía teórica reciente, de que la crisis de la economía criolla podría en efecto haber representado una oportunidad, más que un reto, para la economía de subsistencia de los indígenas, incluso hasta dar impulso al crecimiento demográfico andino.

La prosperidad del medio rural en los Andes a mediados del siglo XIX se percibe claramente en las descripciones contemporáneas de los mercados, semanales o de todos los días, que protagonizaron la vida en los pueblos principales de la sierra. Debemos hacer hincapié en dos puntos clave respecto a estos mercados: que prosperaron indiscutiblemente a lo largo de las décadas de mediados de siglo (el periodo de supuesta crisis económica en las repúblicas andinas), y que se organizaron principalmente por y para la población indígena. Es decir, mientras sin duda atraían un público considerable urbano y no indígena, estos mercados por lo general sostuvieron el comercio entre y en beneficio de los indios -quizá algo obvio, pero en el contexto del trabajo presente, que de todos modos merece la pena subrayarse. Ni siquiera hacía falta entrar en un pueblo andino durante este periodo para ser consciente de lo vibrante del comercio que allí tenía lugar. El viajero y gerente de minas británico Edmond Temple se dio cuenta del tamaño del comercio indígena con Potosí cuando todavía estaba en la carretera fuera de la cuidad (su relato se publicó en 1830):

El campesinado, con recuas de burros y rebaños de llamas hermosas, se veía ir y venir, algunos caminando lentamente hacia la ciudad, cargados de frutas, verduras, maíz indio, harina, carbón, leña, y otras necesidades; algunos volviendo del mercado con paso rápido después de deshacerse de sus bultos, y apresurando el paso muchas leguas dentro de los valles fértiles del país para reabastecerse. Los indios, hombres y mujeres, con aves, leche, huevos, y productos variados de consumo, les alegraban los viajes.45

Las descripciones de estos observadores subrayaron de forma reiterada el carácter fuertemente indígena tanto de los mercados andinos como de los bienes que en ellos se compraban y vendían. Dos ejemplos deben bastar para mostrarlo, entre los muchos que se conservan en los relatos de viajes. Sir Clements Markham ofreció una descripción excelente de uno de los mercados más conocidos, el de Ayacucho, a principios de la década de 1850, en la que el carácter indígena queda una vez más manifiesto:

En la mañana temprana la plaza presenta una apariencia sumamente animada y pintoresca. Se cubre de enormes parasoles, construidos con un palo clavado en la tierra, que apoya el marco del techo, con estera de paja. Debajo de éstos se sientan las muchachas indias con sus frutas, vegetales, telas, zapatos, y otras mercancías extendidas a la venta, mientras numerosas personas de ambos sexos pasan de un lado a otro, entre el laberinto de parasoles inmensos. La vestimenta de las mujeres es agraciada, y de los colores más brillantes […] Los hombres por lo general se visten de un chaleco azul rudo y unos pantalones negros de lana, con sandalias de cuero de llama sin curar, alzados por los lados, y atados con tiras de cuero. Mucha de la gente del mercado viene a pie de distancias considerables, las mujeres con sus bebés a lomo en unos bultos llamados ccepi y los hombres jóvenes con bastones en que apoyarse mientras suben y bajan las quebradas penosas.46

Un relato en particular extenso de un mercado urbano andino a mediados de siglo es el del italoperuano Antonio Raimondi, quien presenció la feria semanal de Huancayo en 1866. Huancayo representó algo así como un caso aparte, si tomamos en cuenta la noción de Paul Gootenberg de que la sierra central fuera una zona en que “la renaciente indianidad fue pronunciada”. De hecho, Gootenberg también ha subrayado cómo “el floreciente centro de intercambio indígena de Huancayo contrastaba marcadamente con el decadente pueblo hispano de Jauja”.47 La narrativa de Raimondi, que una vez más evoca el carácter fuertemente indígena del mercado, merece así citarse en extenso:

Costumbre muy singular de Huancayo, es la feria, que tiene lugar todos los domingos en la plaza y en la calle principal, feria a la que concurren casi todos los habitantes de los pueblos inmediatos, viniendo algunos hasta de la Montaña. En estos días, Huancayo ofrece una actividad y animación sorprendentes: la congestión de personas es tal, que sin exageración puede decirse que la población se triplica, siendo tan compacta la masa de gente que hay dificultad hasta para caminar. En esta feria se encuentran los artículos más variados; así, mientras por un lado se ve a vendedoras de carne de vaca y carnero, productos que abundan en la plaza de Huancayo, cerca de éstas se observan otros indios que venden cueros y pellejos frescos de los animales que han sacrificado. En otros sitios, las fruteras presentan delante de sí gran variedad de frutas, tanto de los lugares inmediatos como de los cálidos valles más lejanos, pudiéndose obtener, según las estaciones, manzanas, nísperos, melocotones, plátanos, chirimoyas, naranjas, paltas, piñas, etc. Cerca de las fruteras, se ve a las vendedoras de raíces alimenticias, tales como papas, yucas, camotes, ollucos o papas lisas, mashua o isaño, oca, etc. En otro punto, algunas indias tienen delante de sí montones de harina de cebada tostada, llamada en el país máchica y que forma uno de los principales alimentos de los indígenas. En otros lugares, algunos indios hacen su pequeño comercio con cal preparada, esto es, calcinada y molida y pronta para emplearse en el blanqueo de las casas. Más allá, se ven montoncitos de sal gema de color gris, que se vende con el nombre de Sal de Huamanga y que traen del departamento de Ayacucho. Algunos indígenas venden las materias que sirven como condimento o para dar color a las comidas, tales como el achiote, palillo, ají, etc. A todo lo largo de la calle principal, se encuentran en hileras los mercaderes de telas de algodón y de lana; los negociantes en granos, tales como maíz y cebada; los vendedores de zapatos; los comerciantes en sombreros del país, fabricados con lana de oveja, alpaca y vicuña; los que venden cueros y suelas del país y además la corteza de un árbol de la montaña que llaman Chinche y que sirve para curtir. Por último, tampoco faltan vendedores de pan, de sogas de cabuya, de herramientas, de botellas vacías y mil otras fruslerías que sería inacabable mencionar.48

Huancayo en la década de 1860, entonces, sostenía un comercio vibrante y abundante en productos agrícolas y de otro tipo; definitivamente, “menos plata pero más papas” (y una vasta gama de otros artículos).

Los mercados como los de Huancayo o Ayacucho representaban los focos locales de las economías andinas, donde los productos agrícolas y algunos artículos artesanales se vendían en general para consumirse dentro de la misma región de producción o las provincias inmediatas. Pero vinculando estas economías locales con otras regiones mucho más extensas -así como se vinculaban la agricultura y el pastoreo indígenas con cuestiones más amplias de comercio y del transporte- hubo una expresión mucho más espectacular de la economía andina reindigeneizante de las décadas posindependencia: las ferias comerciales anuales. Según dos de sus historiadores más notables, Erick Langer y Viviana Conti, estas ferias anuales “reaparecieron una vez que las economías de la región empezaron a recuperarse, quizá para fines de la década de 1830 en el sur de Bolivia y algo más tarde en otras partes”.49 Se establecieron varias de estas ferias, incluidas las de Vilque, Pucará, y Achoma en el sur del Perú, y la de Colcha en Bolivia, junto con otros ejemplos menores. Llaman la atención por dos motivos, más allá de su riqueza, a veces sorprendente. Primero, articularon el comercio a lo largo de inmensos territorios de América del Sur, y de hecho más allá de esta región. El diplomático y arqueólogo estadounidense Ephraim George Squier comentó de la feria de Vilque que tuvo “asistencia de gente de una distancia de mil millas -del Cuzco, al norte, hasta Tucumán y las provincias del Plata, al sureste”.50 El comercio que se articulaba por las ferias anuales, entonces, fue de otra clase que el de los mercados urbanos como Huancayo.51

En segundo lugar, las ferias andinas del periodo aproximadamente entre la década de 1830 y la de 1870 o algo más tarde sostuvieron un comercio que quedaba mayoritariamente en manos indígenas, y que no pudo dejar de contribuir a la prosperidad de las comunidades de indios. El caso ejemplar es el de la industria de lana de los Andes del sur, basada en la producción anual de los camélidos (llamas, alpacas, y vicuñas) y las ovejas. Las comunidades indígenas del sur del Perú y del altiplano boliviano eran dueñas de rebaños inmensos de estos animales, algo que los visitantes decimonónicos no pudieron dejar de observar. Por dar tan sólo un ejemplo, el naturalista francés, Francis de Castelnau, atravesando el altiplano a mediados de la década de 1840, comentó de forma repetida sobre los rebaños inmensos de camélidos con que se encontraba, y que incluso obstruían las calles de La Paz.52 Las comunidades nativas retuvieron el control de la mayoría de estos rebaños, y por lo tanto de las ganancias de las ventas de lana, por lo menos hasta la década de 1870; así, como lo comenta Michael Gonzales, hacia mediados del siglo los pueblos indígenas “disfrutaban de un monopolio de las existencias de lana de alpaca, tenían más ovejas que los hacendados, y eran dueños de cerca de la mitad de las tierras”.53 Charles Walker ha sugerido que en el Perú, el comercio de las ferias anuales, junto con las ventas directas en las ciudades del sur, especialmente Arequipa, significaron que los productores indígenas pudieran eliminar a los mercaderes intermediarios, reteniendo el control tanto del comercio como de la mayoría de las ganancias. Así, “las ferias unían a los productores locales con los mercados regional, nacional, e internacional, permitiendo que los indios esquivaran a los compradores monopolísticos”.54 Y el control indígena del comercio de las ferias tenía otras consecuencias más amplias, entre ellas, según Langer, el predominio en ellas de las normas y prácticas indígenas del intercambio comercial -lo que podría llamarse un modo indígena de comerciar.55

Parte de la evidencia más llamativa a favor de la reindigenización económica a mediados del siglo XIX proviene de los relatos de los viajeros acerca de las ferias comerciales. Y el más impresionante de todos estos relatos trata de la que fue sin duda la más importante de las ferias, la del pueblo pequeño de Vilque, cerca de Puno, no muy lejos del lago Titicaca. Las exportaciones totales de lanas del Perú ya valían cerca de 2 250 000 sólo entre 1837 y 1840, mientras que las exportaciones de lanas de la sierra tan sólo a Gran Bretaña alcanzaron unos 650 000 en 1839, con lo cual el valor del comercio que se hacía en Vilque en la década de 1840 “pudo alcanzar los dos millones de pesos”.56 Adolfo de Botmiliau fue testigo de la feria en su momento de mayor riqueza, en 1846, y quedó atónito por la experiencia -por la gran masa de gente peleándose por el espacio en el que de costumbre era sólo un pueblito de la sierra, por el comercio que atraía a personas de todo el sur del Perú, Bolivia y el noroeste argentino, y por los productos de lujo más finos de Europa que se vendían en este remoto lugar al lado de fardos de lana, coca y mulas. Botmiliau escribió de la feria de Vilque, que fue:

[…] la más considerable del Perú y quizá aun de toda la América del Sur y a la que afluyen las poblaciones, no sólo de los departamentos vecinos, Arequipa, Moquegua, y el Cusco, sino también de Bolivia y de las provincias argentinas, en particular del Tucumán. Durante quince días, Vilque, que apenas cuenta con algunos centenares de habitantes, ve elevarse su población hasta diez o doce mil almas. Asimismo, las casas son demasiado estrechas para contener a la multitud de viajeros. Los unos se diseminan por los alrededores; van a buscar en las chacras alojamiento para pasar la noche mientras los otros se envuelven en sus ponchos y duermen extendidos en el umbral de las puertas, en las esquinas de las calles y aun en medio de la plaza pública […] La plaza de Vilque, de ordinario tan desierta, estaba obstruida por tiendas hechas de tablas y levantadas con todo apuro para las necesidades de la feria. Las mercaderías más finas, así como las más ordinarias de Europa y de América estaban expuestas unas cerca de otras en un extraño desorden. Al lado de sacos de cacao y de hojas de coca se exhibían relojes de Ginebra y joyas de París. Nuestros paños, nuestros terciopelos y nuestras sedas, se ofrecían a las miradas en groseros bayetones que se fabrican en el Cusco. A veces una sola tienda comprendía todos esos diferentes productos […]. La multitud que se aglomeraba en las calles ofrecía un panorama completo y pintoresco de los diversos vestidos de la sierra […]. La provincia de Tucumán envía todos los años muchos millares de [mulas], los cuales son muy solicitados por los peruanos para los viajes y el transporte de las mercaderías a través de las cordilleras. A un kilómetro del Pueblo se reúne a esas mulas en tropas de quinientas o seiscientas o a veces más […].57

Además, Botmiliau subrayó la riqueza que se manifestaba y que cambiaba de manos en la feria, una vez más principalmente entre los indios. Miró cómo “los indios pasaban gravemente delante de todas esas riquezas, miraban, admiraban, regateaban y a menudo una mujer que tenía sólo un pedazo de bayeta sobre los hombros compraba sortijas de brillantes de 50, de 60 pesos (250 a 300 francos), o pendientes de perlas más ricos aún”.58

Para contextualizar, debe notarse que durante estos años, los trabajadores indígenas del centro minero de Cerro de Pasco, en la Sierra Central, ganaban un peso neto por semana.59 Las mujeres indígenas que Botmiliau dijo haber visto en Vilque, por lo tanto, hicieron alarde de una auténtica riqueza, dando el equivalente de un año de salario minero en compras de lujo.

Vilque fue la más grande de las ferias, pero los viajeros encontraban otras mientras recorrían las carreteras y los caminos andinos. El escritor francés Paul Marcoy describió la feria de Pucará, al norte del lago Titicaca, como “junto con la de Vilque, una de las más importantes del Perú”. Quedó en especial impresionado por la gama de bienes europeos que se vendían en la feria, entre ellos “la porcelana y la loza, el gres y el cristal, los paños y las sedas, los tejidos de lana y de algodón, y todos los artefactos variados que la cuchillería, la quincallería, la juguetería y otras ramas de la industria europea inventan y hacen cotidianamente para acelerar la marcha de la locomotora humana […]”.60

Marcoy incluyó en su libro un grabado espléndido de la feria de Pucará, que muestra los muchos grandes toldos y otras estructuras montadas en el llano delante del pueblo, junto con una escena activísima de comerciantes, mulas y llamas innumerables.61 Por último, Thomas Hutchinson, un viajero británico de principios de la década de 1870, dejó un informe sobre una feria que resulta de interés adicional por su ubicación en el norte del Perú, en Guadalupe, en el valle de Jequetepeque, al norte de Trujillo, muy lejos de la economía de lanas de la sierra sur. Llama la atención que Hutchinson quedara tan impresionado por las mismas características que tanto impactaron a los testigos de las ferias del sur: el carácter abrumadoramente indígena del hecho, el intercambio de productos abundantes locales por bienes extranjeros importados, y una zona de influencia comercial que se extendía por una vasta región (en este caso, hacia tan al norte como el Ecuador). De los caminos serranos arriba del pueblo, Hutchinson escribió:

[…] cuadro muy bonito en los pasos de las montañas era el desfile de Nativos -hombres y mujeres- montados a caballo, a mula, o en asnos, que iban camino de la feria de Guadalupe. Se vestían de varios colores fantásticos: los que iban a divertirse se vestían de todos los colores del estilo más animado; mientras que los de negocios, que guiaban mulas cargadas de ponchos, papas, queso, tabaco, y productos serranos para venderse, llevaban el traje sombrío comercial […]. Así bajaban los visitantes de la feria en tropas de docenas y veintenas, desde Cajamarca, Chachapoyas, Chota, Jaén, Seladin [sic: presumiblemente Celendín ], trayendo gran variedad de productos para venderse -cuerdas hechas de pasto, papas, quesos, galletas (estas últimas de Cajamarca y muy apreciadas), bolsas de silla de montar, sombreros, mantas de caballo, rebozos, tabaco, ponchos, polainas, hierbas medicinales, y muchos otros artículos para intercambiar por bienes extranjeros. Desde tan al norte como Sechura y Piura- y hasta al noroeste desde Quito, la capital del Ecuador- vienen a la feria de Guadalupe.62

Descripciones como éstas, más allá de su interés inherente, también se vinculan con cuestiones más amplias acerca de la participación de los pueblos indígenas durante este periodo en el comercio a larga distancia. Observaré aquí, aunque sea brevemente, que entre las investigaciones más sólidas sobre este tema se encuentran, una vez más, las de Erick Langer, referentes sobre todo a las comunidades indígenas de Oruro en Bolivia.63 Langer estudia unas comunidades que después de la independencia se volvieron “muy activas en el comercio con el mundo al exterior de Bolivia, como importadores y exportadores, transportistas de la mayoría de los bienes comerciales, y contrabandistas”. Estas comunidades vendían el algodón de las provincias peruanas sureñas de Moquegua y Tacna a mercaderes de Cochabamba en Bolivia, y contrabandeaban la plata y el oro de Bolivia hacia Argentina y también Perú (en forma de mineral, moneda, o lingotes). Sus actividades, por un lado, representaban una continuidad con las redes comerciales coloniales, pero su “participación extensa en estos circuitos fue mucho mayor de la que había ocurrido antes, y las alianzas entre la plebe indígena (no sólo los kurakas o jefes de comunidad, como había sido el caso durante el periodo colonial) y los intereses criollos de libre comercio eran nuevas en la época siguiente a la independencia”.64

Es decir, el ejemplo de estas comunidades de Oruro podría indicar que hubo una expansión más amplia del involucramiento indígena en el comercio de larga distancia durante este periodo, incluso mayor que el que de por sí implicarían las grandes ferias anuales. Y Langer añade otro argumento sugerente, de que el aumento de la prosperidad dentro de algunas comunidades llegó a provocar el incipiente cambio social, en la medida en que las diferencias de riqueza agravaron las tensiones dentro y entre las comunidades, y los individuos más prósperos empezaron a eludir las responsabilidades tradicionales (tales como el sistema de cargos o puestos comunitarios).65 Se han detectado fenómenos análogos más allá de las fronteras de Bolivia: Jacobsen encontró un debilitamiento directamente comparable de las estructuras tradicionales entre las comunidades indígenas densamente pobladas de Piura, en la costa norte del Perú, en estos años, con una exacerbación comparable de la “diferenciación económica interna”.66

Por último, al margen de la agricultura y el comercio, queda por tratar la cuestión de la producción indígena artesanal. Los observadores europeos de los Andes de la república temprana por lo general desdeñaban las manufacturas indígenas, considerándolas de pobre calidad y hechas meramente para cubrir las carencias inmediatas, por falta de surtidos alternativos.67 Sin embargo, algunos individuos se mostraron más conscientes de una producción artesanal importante entre los indios, que se destinaba tanto al comercio como al uso propio. El más agudo de estos observadores fue Johann von Tschudi, en los años alrededor de 1840, quien primero observó que la contribución principal indígena a la producción artesanal comercial era de textiles y equipamiento de montar: “en particular se trata de ponchos y frazadas de lana, lana teñida, estribos de madera, sillería y herraduras”.68 Empero, en una sección más extensa, Von Tschudi describió una gama mucho más amplia de productos, que abarcaban también la herrería artística, cuyo precio podemos suponer se calculaba según su alta calidad; los cuadros de la escuela cuzqueña, lamentablemente infravalorados por el mismo Von Tschudi, y los textiles de lujo, que se comparaban con lo mejor de los productos europeos; mientras que también alababa el equipamiento de montar de los indios, mucho más barato y superior en calidad que el que se hacía en la costa:

En los pueblos mayores y en las ciudades, los indios suelen ocuparse en la artesanía y alcanzan en ella un alto grado de perfección, ya que no les falta ni dotes ni habilidad mecánica. Sobre todo los orfebres, son muy hábiles y elaboran los trabajos más refinados y delicados, que pueden compararse con los mejores trabajos de las capitales de Europa. Los recipientes y figuras de filigrana, elaborados por los cholos de Ayacucho, siempre han gozado de gran celebridad en España. En Jauja se hacen trabajos en cuero, como sillería, riendas, etc., que destacan por ser mucho más elegantes y por lo menos tres veces más baratos que los que se hacen en Lima. Muchos indios en el Cuzco y en las provincias aledañas se dedican a la pintura en óleo, que no son obras maestras […]. Los indios de Tarma y sus alrededores tejen telas de excelente finura. Hay ponchos de lana o de hilo de vicuña por los que se paga entre 100 y 120 táleres y que exceden en calidad a las telas europeas […]. Los tejidos más valiosos que elaboran son los de lana de vicuña, alpaca y vizcacha, pero también otros muy estimados son de algodón y de seda. Llama la atención que los indios de cada provincia ejerzan un tipo de artesanía diferente y descuiden las demás.69

En otros momentos durante sus viajes, Von Tschudi volvió a comentar este aspecto, y algunos ejemplos de las manufacturas indígenas resultan más sorprendentes que otros. La producción de equipo de montar, ya mencionado, era de esperar, dado el control indígena durante todo este periodo de la industria arriera, tan vital al comercio y el transporte andino; si bien la experiencia de Von Tschudi, de que los herreros sólo se encontraban en “las aldeas mayores de indios”, no deja de llamar la atención (y debe haber presentado desafíos logísticos considerables a los viajeros jinetes).70 Pero Von Tschudi también detectó un comercio muy poco conocido pero aparentemente importante de papas secas, exportadas desde la sierra a la costa tanto para consumirse allá como para exportarse como alimento duradero en los barcos:

La chochoca o papa seca consiste de papas cocidas y luego peladas, dejadas expuestas al hielo durante algunas noches. Las papas, preparadas de este modo, pueden conservarse en lugares secos durante muchos años sin malograrse. Los indios suelen exportarlas a la costa, donde son muy populares. También se la lleva en los barcos como provisiones valiosas. Los peruanos tienen una predilección por estas papas secas, en particular, por el moray y encuentran en ellas un agradable alimento de fácil digestión.71

Lo que es más, en varias provincias, entre ellas Jauja, Von Tschudi observó que se habían desarrollado economías locales basadas en los huevos de gallina como medio de intercambio. Por un lado, este fenómeno fue un símbolo claro de la crisis de la economía monetizada en provincias durante las décadas después de la independencia, pero, por otro, en sí significó un superávit de producción indígena de huevos, que sostuvo exportaciones anuales muy importantes a Lima:

En muchas regiones, como por ejemplo en la provincia de Jauja, los huevos de gallina sirven de moneda, al calcular una cantidad de 48 a 50 piezas por un táler. En el mercado y en las tiendas, los indios compran la mayoría de sus productos de mayor necesidad con esta moneda frágil. Uno compra aguardiente con algunos huevos, otro les da para índigo y un tercero para cigarros. Los dueños de las tiendas empacan los huevos en pequeñas cajas para enviarlas a Lima. Sólo desde Jauja llegan anualmente varios miles de cargas a la capital.72

Los indios y la minería

Los observadores europeos pocas veces dejaron de interesarse por la minería en los Andes republicanos, y fue imposible que ignoraran el hecho de que la minería dependiera casi por completo de la mano de obra indígena. En Cerro de Pasco, mayor y más próspero de los centros peruanos, el botánico y explorador alemán Eduardo Poeppig, escribió en 1829: “predominan ante todo los indios y ellos son los únicos que realizan los pesados trabajos en las minas”.73 Una década después, Von Tschudi estuvo de acuerdo en que “los mineros […] se componen exclusivamente de indios”, y una vez más, que “la clase trabajadora de los mineros se compone exclusivamente de los indios”.74 De la misma manera, Von Tschudi escribió de las minas de Yauli en Junín que el asentamiento tenía una población de “entre unos 1 200 y 1 400 indios […]. En su mayoría son mineros”;75 mientras que en Hualgayoc, cerca de Cajamarca, el alemán residente en el Perú, Heinrich Witt, observó una mañana de domingo de 1842 que la plaza estaba llena de indios esperando el pago de sus labores de las últimas semanas en las minas, ingenios, y otros lugares.76 De hecho, como Carlos Contreras nos recordó no hace mucho, Cerro de Pasco fue una excepción durante este periodo a la regla del control y explotación casi exclusiva por parte de los indígenas de las minas, que por lo general habían sido abandonadas por los empresarios criollos y extranjeros durante las guerras de independencia o poco después.77 Este control indígena se extendía a las minas de mercurio de Huancavelica, que durante estos años fueron explotadas principalmente por una fuerza laboral compuesta por indios y mestizos pobres; un informe de 1839 se refirió a “todas las minas y puentes donde trabajan los mineros y pallaquean infinidad de indios”. En 1847, esta fuerza laboral se estimó en 500 hombres, “todos indígenas”.78 Von Tschudi presentó una descripción detallada de las prácticas mineras indígenas en Yauli y en Huaipacha, no muy lejos, donde indica cómo las familias de indios buscaban mineral en las minas abandonadas, antes de procesarlo en hornos alquilados, empleando excrementos de camélido recogidos en la puna como combustible.79

En esta sección, trataré de manera somera dos aspectos de la participación indígena en la minería en las décadas de 1830 y 1840. Estos son, primero, las evidencias que se encuentran en los relatos de los europeos o sus descendientes de lo que hoy en día entenderíamos como la “agencia” de la fuerza laboral indígena -la capacidad de la misma fuerza laboral de fijar sus propios términos y condiciones de trabajo; y en segundo lugar, lo que parecen ser unos padrones inusuales de acumulación y consumo entre los indios en los asentamientos mineros. La mayoría de las descripciones de la minería en el Perú de principios y mediados del siglo XIX se refieren a Cerro de Pasco, que como ya se vio, fue poco común durante este periodo al tener unos dueños y una clase empresarial criollos y extranjeros. Las descripciones foráneas subrayaron de forma repetida las condiciones extremadamente duras para los trabajadores indígenas de las minas de Cerro de Pasco, al igual que la violencia y la degradación moral que se veían como parte de la esencia de este asentamiento desolado y feo. Por lo tanto, es aún más sorprendente que las evidencias de la “agencia” indígena sean especialmente abundantes para Cerro de Pasco. Esta evidencia empieza con la observación repetida de que la población de Cerro de Pasco subía o decaía de forma dramática según la riqueza o pobreza del ciclo minero -lo cual confirmaba que la mano de obra indígena era en su mayoría libre y asalariada, y que sólo trabajaba en las minas cuando existía un incentivo económico para hacerlo. Así, Eduardo Poeppig comentó que, en el momento de su visita en 1829, la población de Cerro de Pasco era tan sólo de 5 000 habitantes, cuando en el pasado había llegado a alcanzar los 14 000; pero “cuando […] se descubrió un yacimiento aún más rico en otro distrito minero, Huallanca, todo el mundo abandonó Cerro, y no pocos dueños de minas se vieron en serios apuros u obligados a pagar salarios excesivamente altos”.80

Archibald Smith escribió de modo parecido a finales de la década de 1830 que

[…] la población de Cerro de Pasco es en alto grado migratoria, ya que se aumenta y disminuye según las minas son altamente productivas, o en estado de pobreza e inundación por falta de drenaje adecuado […] El número de habitantes quizá nunca baje de los cuatro o cinco mil, y se ha visto hincharse hasta tres veces este número.81

Y Von Tschudi insistió en este punto, observando que mientras existía una fuerza laboral “atada” en Cerro de Pasco, la mayoría de los indios trabajadores (aquellos que fueron capaces de aumentar la población del pueblo tres veces) llegaban por su libre voluntad durante los periodos de auge de la producción; escribió que los labradores indígenas

[…] se subdividen en dos clases: en aquellos que trabajan en la mina durante todo el año por haberse endeudado con los dueños de las minas, inscritos como mineros; y otros, los llamados “maquipuros”, que vienen al Cerro atraídos por las boyas. Ellos son oriundos de provincias más lejanas y regresan a su lugar natal cuando los metales ya no rinden lo suficiente.82

Como ha comentado José Deustua, “el trabajador temporal en Cerro de Pasco, por lo tanto, era un campesino, un operario de la tierra, que contemplaba a la minería tan sólo como un trabajo estacional”.83 Por muy duras que fueran las condiciones en las minas, por lo menos muchos de los trabajadores indígenas eran libres de decidir si trabajar en ellas o no, abandonarlas y trasladarse a otros centros si las condiciones económicas dejaban de ser satisfactorias o las perspectivas en otros centros eran más alentadoras. Estas fueron condiciones muy diferentes que las de sus antepasados, atrapados por la mita forzosa en Huancavelica (la “mina de la muerte”) o en Potosí.

Los mineros de Cerro de Pasco eran notorios por tumultuosos y difíciles de controlar, características que la historiografía moderna vería como otra prueba más de su “agencia”. Desde luego, existen pocas evidencias de estructuras rígidas de poder o mecanismos punitivos ineludibles en las relaciones entre blancos e indígenas durante estos años. El robo por los indios de minerales valiosos fue algo endémico, que aumentó los ingresos de los mineros mientras disminuía los de los dueños de minas. Varios visitantes escribieron acerca de la práctica y los mecanismos tanto del robo de minerales por los labradores, como de los intentos de los empresarios y sus mayordomos por erradicarlo.8484 Lo tumultuoso indígena fácilmente podría volverse violento, y los blancos del pueblo muchas veces temían por su seguridad, especialmente por las noches y cuando los indios se emborrachaban (por ejemplo los domingos). Eduardo Poeppig escribió que en el momento de su visita, en 1829, “la inseguridad en las calles era muy grande después de la puesta del sol”, mientras que Von Tschudi observó que cuando tomaban alcohol, “los indios se muestran extremadamente alegres, pero también muy peligrosos, ya que buscan disputas y pleitos con los blancos o entre su gente”.85

Pero no necesitamos ir hasta el extremo de la violencia para detectar otras evidencias de la agencia indígena, o de la capacidad de negociación relativamente fuerte de los indios frente a los blancos sobre la cuestión clave de pagos y salarios. Archibald Smith, al escribir de Cerro de Pasco como lo conoció a finales de la década de 1830, describió con detalle cómo los trabajadores indígenas explotaban las prácticas prevalecientes en las minas para asegurarse de los mejores ingresos posibles, fuera el estado de la producción el que fuera: “el trabajador de minas puede escoger, por las leyes del distrito minero, una de dos formas de pago. Puede tener cuatro reales […] por día como tasa fija; o puede elegir retener cierta proporción del mineral que trae de la mina y lleva hasta la superficie”.

La porción del minero consistía en

[…] un bulto de mineral llamado “mantada”. La porción diaria de un trabajador puede que valga poco o nada. Cuando lo primero, se dice que la mina está en “boya” o “bolla”, es decir, un estado de una rica producción, cuando el trabajador plebeyo naturalmente insiste en que le paguen en metal; y luego, cuando la mina no produce buenos minerales, o tales que paguen bien, el trabajador […] reclama sus cuatro reales por día, y de ninguna manera comparte el mal negocio de su empleador. En la boca de la gran mina, llamada la mina del Rey, se ha conocido en nuestros días a trabajadores que se rehúsan a recibir ochenta dólares por su mantada, que abundaba en pedazos de polverilla y maciza, o mineral rico con plata nativa o casi pura.86

La libertad de trabajar o no trabajar, y de elegir el mejor modo de remuneración por sus labores; una mano de obra volátil que sólo podía retenerse con pagos y condiciones relativamente generosos, son características que parecen indicar cierto grado de agencia nativa en las relaciones laborales, incluso en Cerro de Pasco, y aun cuando muchas veces todavía prevalecían condiciones atroces para los mineros.

Un último elemento sugerente en los relatos de los observadores europeos acerca de la vida en Cerro de Pasco se refiere a lo que parece haber sido una especie de consumo conspicuo peculiar por parte de los trabajadores indígenas. La evidencia de auténtica riqueza entre gente indígena en estos años por supuesto que no se limita a los centros mineros; ya vimos que Adolfo de Botmiliau fue testigo de ejemplos de ello en la feria de Vilque. Sin embargo, este aspecto es aún más llamativo entre la población de Cerro de Pasco, aunque también más difícil de interpretar o de analizar con confianza. Tanto Eduardo Poeppig como Johann von Tschudi informaron sobre esta cuestión en términos parecidos: indicaron que los mineros a veces gastaban grandes sumas de dinero (más de un año de salario) en artículos que no necesitaban, aprovechaban muy poco, o hasta miraban con abierto desdén. Los bienes implicados por lo general se describían como textiles finos, destinados al mercado blanco o extranjero en Cerro de Pasco, pero a veces incluían bienes de lujo de otro tipo. Poeppig observó que, de hecho, el gasto excesivo entre los indígenas fue reflejo de una cultura de despilfarro entre los dueños de minas blancos, con lo cual “igual que su patrón blanco, también el minero indio es un derrochador sin freno”. Pero en el caso de los trabajadores indios,

[…] su falta de civilidad le induce entonces a hacer alardes de despilfarro que repelen por el sello de brutalidad y escándalo. Antes no fue cosa rara, cuando en una mina se descubría repentinamente una veta muy rica, ver a sus trabajadores indios dirigirse, a toda prisa, cargados de sacos llenos de pesos de plata, a las tiendas para comprar para sí y sus mujeres las telas bordadas de oro y los hermosos terciopelos que antaño servían para confeccionar los distinguidos vestidos de los españoles más ricos, manifestando a la vez en forma escandalosa su disgusto sobre los precios que les parecían demasiado bajos. Sin recuperar su estado ecuánime recorrían entonces, durante varios días, las calles, al son de su música discordante, no terminándose la fiesta antes de haberse gastado el último peso […] Terminados los días de abundancia, el indio solía arrojar los bordados andrajosos a la basura, poniéndose de nuevo sus modestos trajes de lana, para, doblemente endeudado con el dueño de la mina, reanudar impasiblemente su labor en la profundidad del socavón.87

El párrafo relevante en la versión de Von Tschudi se lee de forma bastante parecida:

Los vendedores de artículos de lujo procedentes de Europa siempre hacen buen negocio con los obreros de las minas más ricas, ya que un ridículo afán de imitación que suele mostrar el indio en estado medio ebrio, le empuja hacia el despilfarro de su dinero en objetos que no necesita y que le sirven sólo para unas horas. Fui testigo ocular cuando un indio se compró un fino abrigo de tela que le costó 92 táleres españoles. Se lo puso, se emborrachó en la pulpería más cercana, se revolcó en los excrementos de la calle para luego botar el abrigo sucio y roto. Ejemplos parecidos ocurren a diario. Un relojero me contó que un día le visitó un indio para comprar un reloj de oro. Él se lo dio con la advertencia de que su precio era de 12 onzas de oro (204 táleres españoles), lo que probablemente sería algo caro para él. El cholo lo tomó, pagó el dinero señalado, lo arrojó al piso y se alejó con las palabras que no necesitaba esta cosa.88

Ambos relatos son problemáticos, desde varios puntos de vista. Poeppig informaba acerca de prácticas de las que había oído hablar, pero que no había presenciado en persona (si bien este no fue el caso de Von Tschudi). La semejanza entre las dos versiones podría llevar a sospechar que ambos simplemente repetían “leyendas urbanas” acerca de la falta de responsabilidad y sentido monetario de los indios que circulaban entre los blancos en Cerro (y sin duda otros lugares). Existe un consenso más amplio sobre que efectivamente, los trabajadores indígenas no buscaban acumular fondos, y que, por lo tanto, sus gastos igualaban sus ingresos; Von Tschudi comentó en el párrafo arriba citado que “también los cholos que vienen de zonas muy lejanas […] vuelven a su tierra y a sus familias, tan pobres como estaban en el momento de su partida”. Pero, de suponer que existe algo de certero en estos relatos, puede que tengan un significado mayor, aunque resulte excepcionalmente difícil advertir este sentido. ¿Tuvo Von Tschudi razón al detectar un “afán de imitación” de los blancos entre los trabajadores indígenas de Cerro de Pasco? ¿O el disgusto del comprador en la versión de Poeppig ante los precios demasiado bajos que se pedían en las tiendas de lujo, o el reloj de oro comprado y tirado al suelo en la relación de Von Tschudi, indican un replanteamiento más agresivo por parte de los trabajadores indígenas de las relaciones indios blancos? No lo podemos saber. Pero cuando menos, estas narrativas parecen subrayar la capacidad de los indígenas en las minas de obtener buenos salarios a cambio de sus labores, en dinero o mineral, por los pagos o los robos -de por sí, seguramente un reflejo de las relaciones laborales relativamente equilibradas y de la “agencia” indígena en las minas durante este periodo.

CONCLUSIONES

La “mirada europea” representa una fuente rica de información acerca de las actividades económicas de los pueblos indígenas y el papel de los indios en las economías nacionales de Perú y Bolivia en el siglo XIX. Con todas sus deficiencias y aspectos problemáticos -derivados principalmente de la capacidad imperfecta de los observadores foráneos de percibir el mundo indígena, más allá de sus propios prejuicios y preconceptos- los relatos aquí aprovechados describen con detalle una amplia gama de actividades y prácticas indígenas, necesariamente muchas veces en el campo económico. Así, en estas obras, vemos a los indios cultivar el paisaje andino produciendo vegetales y frutas, mantener grandes rebaños de animales para lana y carne, involucrarse en la producción artesanal para uso propio y el comercio, y vender sus bienes y productos en los mercados urbanos, al nivel regional, y en las ferias anuales, con zonas de influencia comercial aún más amplias. Los vemos como prácticamente la única fuerza laboral en los campos y las haciendas, en las minas, y en el transporte de bienes tanto por toda la sierra como entre sierra y costa. Y en todas estas áreas, somos testigos de sus interacciones con el mundo no indígena y con circuitos económicos que muchas veces se extendían mucho más allá de sus tierras serranas. Los relatos de europeos, estadounidenses y peruanos de ascendencia europea tienden a apoyar los argumentos de un corpus de literatura histórica reciente que se ha resumido aquí en el marco de la “reindigenización” -una literatura que se interesa por el mayor protagonismo de lo indígena en la vida nacional durante aproximadamente el “medio siglo” después de la independencia. Ofrecen evidencia primaria sobre el papel de los indígenas en el sostenimiento de las economías nacionales durante este periodo, la expansión y diversificación de sus actividades económicas, y su control ininterrumpido de los recursos claves (sobre todo la tierra). La prosperidad que se ganaron los indios como resultado de todos estos procesos fue por lo general modesta, más un alivio de la penuria absoluta que la auténtica riqueza (si bien existen evidencias de una capacidad real de acumulación entre los indios durante estos años). Sea como fuera, sin duda contribuyó a mantener el crecimiento rápido de las poblaciones indígenas que, al detener durante unas décadas el proceso aparentemente imparable de mestizaje nacional, primero hizo que los historiadores pensaran en los términos de una reindigenización, hace más de 60 años.

La conclusión más amplia de este trabajo busca subrayar que una crisis del Estado y de la producción comercial después de la independencia no necesariamente significaba tiempos difíciles para los campesinos, y, al contrario, podría incluso llevar a un periodo de alivio o respiro de lo peor de la opresión colonial. Y para finalizar, observaré que esta conclusión es válida para regiones más allá de los Andes. Hace ya 30 años, en su libro sobre las bases sociales de la violencia agraria en México desde el siglo XVIII al XX, John Tutino identificó el mismo fenómeno, que llamó “descompresión agraria”. Lo describió en términos muy parecidos a los que (como hemos visto) emplean los autores que se preocupan por los casos peruano y boliviano:

La decadencia de los ingresos nacionales, junto al parecer con el alivio de la hambruna devastadora, sugieren que el colapso económico de los años después de la independencia consistió principalmente en una reducción de la producción comercial -las actividades más propensas a registrarse en las cuentas nacionales. Aparentemente, hubo un aumento de la producción de comestibles para el consumo familiar, más allá de la economía comercial. Si esto fuera cierto, luego, mientras la economía comercial colapsaba, la economía de subsistencia se fortalecía -revirtiendo las tendencias de los últimos años coloniales. Para la década de 1840, las élites terratenientes del centro de México se quejaban del exceso de producción -y de la falta de consumidores […] Ya que los élites se enfrentaban a dificultades económicas mientras los habitantes de los pueblos retuvieron el control de recursos importantes, las relaciones entre ellos cambiaron de forma modesta pero significativa, a favor de los habitantes de los pueblos.89

Mientras la economía de subsistencia en México puede que evitara la crisis de las décadas posindependencia, sin embargo, y las relaciones entre campesinos y élites experimentaran algún cambio hacia el reequilibrio, estos procesos no llevaron a ninguna reindigenización sustancial. De hecho, como vimos en la introducción del presente artículo, en claro contraste con el caso andino, en México el siglo XIX fue el periodo clave de la desindigenización, percibida de forma notable por el abandono masivo del uso de las lenguas indígenas. El hecho de que las condiciones políticas y económicas en México y en Perú a principios y mediados del siglo XIX fueran tan parecidas, y que sin embargo la experiencia de los pueblos indígenas de ambos países en el mismo periodo fuera tan diferente, con la desindianización como fenómeno social dominante en el primero y la reindigenización en el segundo, no puede dejar de llamar la atención de los historiadores. Y quizá el caso andino aliente a los estudiosos mexicanos a analizar estos procesos en su propio país, como tema de investigación histórica cada vez más urgente.

Agradecimientos

Quisiera agradecer a los dos lectores anónimos de este artículo, así como a Juan Pedro Viqueira por las conversaciones fructíferas que tuvo conmigo acerca de los fenómenos de indigenización y desindianización y su historiografía en México.

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2Véase en especial Thurner, From Two Republics, pp. 129-130, 190-191 (enfocado en la provincia de Ancash).

3Una contribución importante aquí es la de GRIESHABER, “Survival of Indian Communities”.

9Juan Pedro Viqueira, “El fantasma de las razas en la historia de México”, publicado originalmente como “Reflexiones contra la noción histórica de mestizaje”, Nexos, 389 (mayo 2010), pp. 76-83. GOOTENBERG, “Población y etnicidad”, cuadro 9, p. 38.

10La excepción principal, aunque con un enfoque algo diferente que el tomado aquí, es REINA (ed.), La reindianización de América, que incluye unos ocho ensayos sobre México. Entre los pocos estudios regionales existentes, Chiapas ha recibido una atención privilegiada: véanse VIQUIERA, “Indios y ladinos, arraigados y migrantes”; ORTIZ HERRERA, “Lengua e historia”, y OBARA-SAEKI, Ladinización sin mestizaje.

11Juan Pedro Viqueira, “El fantasma de las razas en la historia de México”, publicado originalmente como “Reflexiones contra la noción histórica de mestizaje”, Nexos, 389 (mayo 2010), p. 13.

20 KLAREN, Peru, p. 144.

22 WALKER, Smoldering Ashes, pp. 188-189, 203-204; también WALKER, “Los indios en la transición”, p. 11.

27 WALKER, Smoldering Ashes, pp. 205-206.

29 LARSON, “Andean Highland Peasants”, pp. 621-622; traducción del autor.

34 MONNIER, De los Andes hasta Pará, p. 167; también pp. 164-165.

35 Smith, Peru as It Is, vol. 2, pp.146-148.

42 MARKHAM, Cuzco, p. 84. Véase la p. 85 de esta obra para la admiración de Markham (avant le mot) por el “archipiélago vertical” andino, cerca de Abancay.

43 TSCHUDI, El Perú, p. 307.

44 SMITH, Peru as It Is, vol. 2, pp. 148-149.

45 TEMPLE, Travels, vol. 1, pp. 282-283. Temple fue testigo del mismo fenómeno al acercarse a La Paz: véase el vol. 2, p. 60.

46 MARKHAM, Cuzco, pp. 63-64. Para otra descripción del mercado de Ayacucho véase GIBBON, “De Ayacucho a Abancay”, pp. 77-79.

47 GOOTENBERG, “Población y etnicidad”, p. 47. Para el padrón poco común de tenencia de tierras y economía indígena en el valle del Mantaro, véase también LARSON, “Andean Highland Peasants”, esp. pp. 638- 639; KLAREN, Peru, p. 142.

48 RAIMONDI, El Perú, pp. 11-12.

50 SQUIER, Peru, p. 376.

55Sobre este punto, véase LANGER, “Indian Trade and Ethnic Economies”, pp. 20-21.

59 TSCHUDI, El Perú, p. 285

62 HUTCHINSON, Two Years in Peru, vol. 2, pp. 176, 184.

67Véase, por ejemplo, SMITH, Peru as It Is, vol. 2, pp. 79-80.

68 TSCHUDI, El Perú, p. 306.

69 TSCHUDI, El Perú, p. 311.

70 TSCHUDI, El Perú, pp. 219 -220.

71 TSCHUDI, El Perú, p. 309.

72 TSCHUDI, El Perú, p. 306.

74 TSCHUDI, El Perú, pp. 279, 285.

75 TSCHUDI, El Perú, p. 233.

76 WITT, Diario 1824-1890, vol. 1, p. 376.

79 TSCHUDI, El Perú, pp. 233-235.

80 POEPPIG, Viaje al Perú, pp. 107-8. Huallanca está en Ancash.

81 SMITH, Peru as It Is, vol. 2, pp. 3-4.

82 TSCHUDI, El Perú, pp. 279; para la triplicación de la población durante tiempos de auge, véase la p. 285.

83Sobre este tema DEUSTUA, The Bewitchment of Silver, pp. 81-85.

84Véase por ejemplo POEPPIG, Viaje al Perú, p. 110; TSCHUDI, El Perú, pp. 280, 287.

85 POEPPIG, Viaje al Perú, p. 109; TSCHUDI, El Perú, pp. 285-286.

86 SMITH, Peru as It Is, vol. 2, pp. 11-13.

88 TSCHUDI, El Perú, p. 286.

89 TUTINO, From Insurrection to Revolution, cap. 6, citas en pp. 229 y 235. Agradezco a Charles Walker y Peter Guardino esta referencia.

Recibido: 23 de Marzo de 2015; Aprobado: 20 de Abril de 2016

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