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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2017

 

Reseñas

Macrina Rabadán Figueroa, Cuetzala: su mural y su historia

Engracia Loyo

Rabadán Figueroa, Macrina. Cuetzala: su mural y su historia. México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Artificio Editores, 2015. 173 pp.p. ISBN: 978-607-843-412-1.


Según Peter Burke, en las últimas décadas los historiadores han recurrido al microscopio, que les ofrece una alternativa al telescopio y permite el reingreso en la historia de personas concretas o de experiencias locales.1 Quienes hoy en día se dedican “al oficio de historiar” se centran cada vez más en episodios o circunstancias que son sólo una parte mínima de su sociedad o de su tiempo; han recuperado la vida cotidiana, la historia de pequeñas localidades y, como señala otro historiador en un libro de nueva aparición, han cambiado “la historia de bronce” por “la historia de barro”, la historia desde abajo.2

Este giro ha enriquecido también la historiografía mexicana y ha descubierto lo oculto o desconocido. La microhistoria, la historia regional, la de la patria chica, con frecuencia ha relegado la perspectiva centralista para mostrar a México como un mosaico de regiones, pueblos y culturas. Ha hecho evidente que no sólo cada entidad o cada estado es diferente entre sí, sino que las diversidades pueden ser abismales entre una región y otra, entre municipios y localidades. Dentro de un mismo poblado a menudo se enfrentan grupos con ideologías e intereses distintos y, no pocas veces, contrapuestos. Como lo ha comprobado recientemente el historiador Ben Fallaw, por ejemplo, y como lo corrobora el presente libro, la historia política y social de Guerrero es una en la Costa Chica, y otra en la Costa Grande, la Tierra Caliente o la Región de la Montaña. Cada zona tiene sus características particulares, sus propias peculiaridades.3

La obra de Macrina Rabadán proporciona un elemento más para comprender y acercarnos a la historia nacional desde un enfoque local, y constatar las variedades y también las semejanzas en el país. A pesar de grandes diferencias encontramos muchas similitudes y patrones comunes repetidos una y otra vez. El libro es una pieza indispensable de este enorme escenario multicolor y una aportación a esta nueva historia hecha de fragmentos y retazos; rescata y difunde la memoria de Cuetzala, Guerrero, y permite al lector adentrarse en la gesta de este pequeño gran pueblo, hoy cabecera municipal, de un poco más de 8 000 habitantes, una de cuyas riquezas son sus árboles frutales y otra su mural, objeto de este texto. Cuetzala, “zapatista durante la revolución”, no obstante la lucha de sus habitantes, sólo vio el cambio en la propiedad de la tierra en el cardenismo. A pesar de los esfuerzos de sus vecinos, tuvo luz eléctrica en los años sesenta del siglo XX, y aún hoy es de difícil acceso.

En Cuetzala, como el título anuncia, se entretejen muchas historias: la de un mural plasmado en el local de una escuela, y las varias que relata el propio mural y que se desarrollan en una etapa crucial de la vida nacional, las tres décadas entre la Revolución y el cardenismo. El mural cuenta los avatares de un pueblo, de una familia, de una escuela, de dos grandes pintores, del Partido Comunista en México, y fundamentalmente, los de un aguerrido y valiente grupo de agraristas, habitantes de este Cuetzala, y de su lucha por el derecho a la tierra y a una vida más justa, de los obstáculos librados y los enemigos enfrentados para triunfar.

El libro tiene muchos méritos: atrapa al lector desde el primer momento y se lee con gusto y facilidad. Es difícil dejarlo de lado, sin duda porque está escrito con amor y admiración por este pueblo, por esta lucha, por esta familia, los cinco hermanos Rabadán, y en particular los maestros Epigmenio y Macrina, tía de la que la autora lleva orgullosamente el nombre. Otro valor del trabajo es su metodología: además de escudriñar y explorar archivos personales y locales, valerse de cartas, leyendas, relatos y entrevistas a los protagonistas, la autora recurre a la cultura visual, un medio para recuperar el pasado cuya importancia se hace evidente día a día. Para revivir la memoria de este pueblo, además de las fuentes mencionadas, analiza cada una de las imágenes del mural, y desentierra y recrea la historia detrás de cada fragmento o panel. La obra se divide en ocho apartados, de acuerdo con la secuencia de los paneles que la escritora reconoce en el mural, dándoles vida: “El Señor de Cuetzala”, “La lucha por la tierra”, “Los agraristas y sus líderes”, “Robo al santo”, “El ejido y la resistencia conservadora”, “El programa progresista de los ejidatarios” “El Partido Comunista” “Los pintores”. Ella misma destaca la importancia de su método:

Desde la perspectiva historiográfica ha resultado muy enriquecedor el ejercicio de acompañar una propuesta iconográfica, la del mural de Cuetzala, con un investigación en archivos poco o nada utilizados hasta ahora, en una dinámica que permite apreciar mejor los contextos, al indagar en ellos las tensiones, los matices, y demás aspectos que encierran las historias y sus personajes.4

El primer apartado del libro tiene como tema el mural, obra de Antonio Pujol y José Antonio Gómez Rosas El Hotentote, realizado en 1938 en la escuela primaria llamada entonces Carl Marx (por cierto, en Wikipedia hablan de un mural cercano al palacio municipal pintado por Siqueiros y Luis del Arenal; supongo que es un gran error de información). Si bien es una obra posterior a la época dorada del muralismo, continúa con la tradición impulsada en los años de José Vasconcelos, de plasmar imágenes en los muros de las escuelas. Como ejemplo tenemos los de la Escuela Nacional Preparatoria y su anexo, los de la propia Secretaría de Educación y los de la Escuela de Agricultura de Chapingo, entre otros, así como los de numerosas escuelas en ciudades y poblados rurales. La mayoría de estas obras ha desaparecido. El mural de Cuetzala, aunque ajeno a este esfuerzo oficial, es uno de los pocos que sobreviven para dar testimonio de una época y una lucha.

La autora comienza su relato con la leyenda que envuelve el origen de Cuetzala, y en los primeros apartados destaca la participación del pueblo en la revolución zapatista aunque, señala, el movimiento agrario y el reparto de tierras, como en muchos otros lugares del país, llegó con el cardenismo. Con una frase reveladora, “Ahí comienza la injusticia”, denuncia el despojo a los campesinos de una de sus pocas riquezas, los árboles frutales, y da cuenta de su resistencia pacífica mediante la formación de comités agrarios. Como en muchas otras localidades, la petición de tierras enfrentó a los agraristas con el grupo afectado, los terratenientes, sus aliados y la Iglesia católica; desató la guerra contra ejidatarios, maestros rurales y autoridades locales, y trajo consigo desprestigio y persecución a los líderes. La escritora hace un recuento pormenorizado de las amenazas y actos de violencia contra los beneficiados con la reforma agraria. Asimismo hace un balance de las obras que los agraristas realizaron a favor de la comunidad, y de la oposición que esto suscitó. En esta contienda por la tierra y por la comunidad se entreteje la historia de los miembros de una familia de sencillos trabajadores del campo, los Rabadán, convertidos, gracias a su formación autodidacta, esfuerzo y compromiso con la sociedad, en luchadores sociales y dirigentes, en autoridades municipales, en maestros. Entre ellos destacan los citados maestros Epigmenio y Macrina, esta última secretaria de Organización y Propaganda del Frente Femenil de Cuetzala y prominente diputada.

El texto rescata, asimismo, la labor de apoyo de un bloque de jóvenes revolucionarios y sus triunfos y fracasos en su esfuerzo por modernizar el pueblo: lograron establecer la línea telefónica pero no introducir energía eléctrica sino décadas después. Tampoco tuvieron éxito en su intento de instalar una brigada sanitaria ejidal, ni en la construcción de la carretera de Cuetzala a Chapa.

Resulta de especial interés el apartado sobre la escuela y los maestros, muchos de ellos con escasa escolaridad pero forjados en la lucha cotidiana. El texto nos recuerda que en México cada maestro hace su escuela, lo que es particularmente cierto en la tercera década del siglo pasado, cuando comenzó la expansión de la escuela federal al medio rural. En esos años miles de pequeñas escuelas unitarias vieron la luz en el campo y buen número de maestros dieron testimonio de una gran mística de trabajo y un inmenso amor por la enseñanza y por sus alumnos. El libro de Rabadán muestra la escuela como centro de la comunidad, responsable de promover la salud y la higiene, la introducción de agua al poblado, y de reunir a los campesinos para discutir y resolver sus problemas en conjunto. Sus páginas recuerdan al maestro, guía de la comunidad, que lo mismo gestionaba tierras que alfabetizaba, ayudaba a reforestar, a abrir caminos, emprendía campañas para combatir vicios o crear nuevos hábitos, organizaba festivales, cooperativas, sindicatos, y hacía las veces de médico, veterinario o consejero matrimonial. El maestro como líder y alma de la escuela y el pueblo, y sus múltiples quehaceres, tal como lo revelan documentos, archivos y memorias, cobra vida en este libro; se vuelve real.

Esta labor magisterial, como ilustra el presente trabajo, es particularmente notable en los años de la educación socialista, durante el gobierno cardenista, cuando la puesta en marcha de la reforma dependió, como reafirma la autora, de numerosos factores y circunstancias: la ideología y preparación de los docentes, la religiosidad de la comunidad, la actitud del párroco, la relación de las fuerzas políticas locales, terratenientes y hombres de poder, con el gobierno central. Pero sin duda, uno de los factores clave del éxito o fracaso de la nueva escuela fue la actuación de los maestros y su interpretación de la nueva educación: para algunos, la educación socialista era una gesta por una sociedad más justa en la que se enfrentaron fuerzas diversas. Para otros, significaba una contienda sin tregua contra la Iglesia católica y contra la religión, una guerra iconoclasta, “antifanática”, que no pocas veces despertó la animadversión de los padres de familia y del cura del lugar. En varias escuelas, entre ellas la de Cuetzala, se cantaba La Internacional y ondeaba la bandera rojinegra; en otras se leían textos que mostraban una sociedad dividida en clases antagónicas. A numerosos maestros, como los de la familia Rabadán, la educación socialista les permitió librar una lucha por los derechos de los habitantes, lucha alentada por la propia SEP, que los convirtió en gestores del reparto agrario y los llevó a organizar a los trabajadores para defenderse a sí mismos y, en consecuencia, les atrajo la hostilidad de hacendados y patrones. Con frecuencia pagaron este compromiso con su propia vida; los testimonios de maestros mutilados, desorejados, llenan muchas páginas. La lista de asesinados es extensa. En Cuetzala no parecen haber sufrido este martirio. La presente obra no menciona si hubo ataques contra la religión o contra la Iglesia, quema de santos, o violaciones a los recintos sagrados o de los días santos, como en otros lugares (fuera de utilizar el atrio de la iglesia como campo de deporte). Tampoco se refiere a una encarnizada persecución contra los maestros que haya puesto en peligro su vida, como en otras regiones del país. Queda aquí una duda, un interrogante.

Uno de los últimos apartados del libro es una crónica del Partido Comunista en México. La investigadora señala:

[…] nos hemos acercado de manera distinta al tema de comunismo en México, que generalmente se aborda desde una perspectiva general y doctrinaria, la impronta vertical del estalinismo, por ejemplo, que no considera su incidencia en procesos locales como doctrina inspiradora de planes concretos de individuos que buscan el mejoramiento de la vida de su comunidad.5

Muchos de los vecinos de Cuetzala, y en particular varios miembros de la familia Rabadán, pertenecieron al Partido Comunista (PC). La autora hace una breve historia de su desarrollo en el México posrevolucionario y destaca su desfase de las líneas políticas marcadas por la URSS, y su tránsito de una línea radical para formar frentes populares contra el fascismo, a su alianza con el cardenismo en pro del proyecto de “unidad a toda costa”. Numerosos maestros, entre ellos muchos guerrerenses, fueron integrantes del PC, formaron “frentes únicos” contra la carestía de la vida y a favor los más necesitados. Varios de ellos impartieron clases en Normales Rurales y Escuelas Regionales Campesinas, lo que ayuda a comprender la radicalización de algunas de estas instituciones hasta nuestros días. Por ejemplo, el nombre del secretario del Comité Seccional del PC en Guerrero, Hipólito Cárdenas, está ligado a la Regional de Ayotzinapa. La militancia de Epigmenio Rabadán en el Partido, según la autora, explica la presencia del mural y la autoría de Pujol.

El libro ofrece también una vívida semblanza de los autores del mural. La del mexiquense Antonio Pujol nos adentra en la Guerra Civil Española y en la participación de artistas mexicanos en ella. Pujol, junto con Siqueiros, formó parte de las Brigadas Internacionales. Discípulo de Rivera, amigo de Frida Kahlo, de Rufino Tamayo, autor del mural en el mercado Abelardo Rodríguez, Pujol consideraba que el arte debería estar al servicio de la lucha social, y utilizó su talento, como muchos otros miembros de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), integrantes después del Taller de la Gráfica Popular, como arma contra el fascismo, el imperialismo, la guerra y la explotación de los trabajadores.

La figura de José Antonio Gómez Rosas Hotentote, el otro autor del mural, no desmerece junto a la del aguerrido Pujol. Egresado de la Escuela Nacional de Artes plásticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Hotentote destacó por sus telones para piezas de teatro, por sus figuras políticas y sátiras, y por sus murales en el Salón México.

Por último, tres anexos enriquecen el texto. El primero es un informe de labores del año escolar de 1937 del director de la escuela federal del lugar, Epigmenio Rabadán (1938), muestra elocuente de los programas de estudio de una institución en donde se buscaba poner en práctica la educación socialista. El segundo anexo proporciona una lista de los integrantes del ejido de Cuetzala del Progreso, en Guerrero (1938), y el tercero saca a la luz una carta de Antonio Pujol a Macrina Rabadán, la tenaz combatiente, que nos muestra una faceta diferente de ella y exalta su bondad, gentileza, sus dotes como ama de casa y sus múltiples virtudes. Sin duda, el libro despertará interés en el lector por saber más sobre esta valiosa mujer, este heroico pueblo con una historia ejemplar, y por conocer este bello y olvidado mural, parte del patrimonio artístico de México.

Engracia Loyo, El Colegio de México

1Peter BURKE, ¿Qué es la historia cultural?, Barcelona, Paidós, 2006, p. 63.

2Alan KNIGHT, La revolución cósmica. Utopías, regiones y resultados, México 1910-1940, México, Fondo de Cultura Económica, 2015, p. 51.

3Ben FALLAW, Religion and State Formation in Postrevolutionary Mexico, Durham, Duke University Press, 2013, pp. 101-157.

4RABADÁN, Cuetzala, p. 146.

5RABADÁN, Cuetzala, p. 146.

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