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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2017

 

Reseñas

María Sierra, Enemies within: cultural hierarchies and liberal political models in the Hispanic world

José María Portillo

Sierra, María. Enemies Within: Cultural Hierarchies and Liberal Political Models in the Hispanic World. Newcastle upon Tyne: Cambridge Scholars, 2015. 235 pp.p. ISBN: 978-144-388-365-8.


En buena medida, la modernidad no ha sido sino un largo y complicado proceso de emancipación. Comenzó con postular y procurar la emancipación de un sujeto individual, el ciudadano, y otro colectivo, la nación. Este segundo sujeto fue asociado a la soberanía política por el constitucionalismo que surgió de las revoluciones de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El primero lo fue a una soberanía social que le transfirió el dominio absoluto de la propiedad, le liberó de constreñimientos corporativos y le otorgó, con mayores o menores restricciones, el derecho de voto y representación. Para ambas formas de soberanía fue esencial concebir esos sujetos, la nación y el individuo, como emancipados, es decir, en el lenguaje jurídico del momento, como libres e independientes.

La aporía esencial de la modernidad consiste, sin embargo, en que esa emancipación no se refirió, ni mucho menos, ni a todas las naciones ni a todos los individuos. En un ecosistema sociopolítico que desconocía el principio de nacionalidad, la condición de nación no se medía más que por la capacidad de afirmarse en el espacio del ius gentium. En él, como ya explicó a su manera Carl Schmitt, contaban únicamente las comunidades perfectas que formaban el espacio del derecho y no las imperfectas que estaban en el espacio de la libre disposición de las primeras. Dicho de otra manera, la nación española, la mexicana o la chilena podían proclamar su emancipación y dar por hecho que en ellas quedaban inclusos pueblos que tradicionalmente habían sido considerados naciones diferentes. Cuando los constituyentes mexicanos de 1823 se refirieron a la nación mexicana como “seis millones de hombres que hablan un mismo idioma, que profesan una misma religión, que con pequeñas diferencias tienen costumbres semejantes”, sabían positivamente que algo más de la mitad no eran hombres, que buena parte de ellos no hablaban el idioma en que estaba escrito ese texto y que la mayoría practicaba costumbres sociales totalmente diferentes de las que podían verse alrededor del zócalo de la Ciudad de México. Lo relevante es que la nación mexicana, como cualquier otra de las que surgieron entonces asociándose a la soberanía, estuviera eclipsando desde sus primeras formulaciones todas esas otras identidades.

La soberanía social de los individuos que proclamó la Constitución y que desarrollaría luego el derecho civil se sustentó, a su vez, sobre un principio tan sagrado como el del derecho a la propiedad, que se vinculaba con la proclamación de la igualdad. Ambas condiciones constituían al individuo emancipado, es decir, el que podía gestionar sus propios intereses y no debía reconocer en otro propietario forma alguna de soberanía (de ahí que el lenguaje de la fraternidad se impusiera con tanta naturalidad). Pero, al igual que ocurrió con las naciones, también fueron una mayoría las personas que no tuvieron ese reconocimiento entre iguales. Lo mismo que las naciones se reconocían a sí mismas en el espacio del ius gentium, los individuos libres e iguales lo hacían en el del derecho civil. Cualquier repaso a los códigos y legislaciones civiles del siglo XIX nos devuelve enseguida la imagen de un restringido universo de iguales, de personas reconocibles como individuos libres e independientes y un amplio número de dependientes, es decir, de no emancipados.

El libro que dirige María Sierra, profesora de la Universidad de Sevilla, tiene el enorme interés de explorar este segundo universo. La historiografía se ha ocupado ampliamente del mundo de los emancipados, de los que hacían uso del ágora y, así, dejaron amplio rastro de su actividad en la prensa, los libros o las actas parlamentarias. Ha sido bastante menor la atención historiográfica a ese universo paralelo e interconectado por lazos de dependencia donde habitaba una mayoría de las sociedades euroamericanas del siglo XIX. Como explica María Sierra, el libro, producto de un proyecto de investigación, tiene como propósito explorar las vías por las que el discurso dominante de los emancipados representó a los diferentes tipos de personas del otro universo como potenciales amenazas para la supervivencia de la comunidad nacional y su civilización. Mujeres, inmigrantes, personas de otras razas y culturas, por sí o por su vinculación -real o fabricada también- a ideologías consideradas disolventes, como el socialismo, el comunismo o el anarquismo, fueron representados por el discurso dominante y con acceso al ágora política y la soberanía nacional como “enemigos internos”, y tratados en consecuencia. De ello se ocupa Enemies Within.

Los seis ensayos que conforman la publicación se ocupan de dos modalidades de enemigos interiores de la civilización definida por el discurso dominante: por un lado, aquellas personas y grupos sociales que ya estaban allí en el momento en que fueron definidas las naciones y construida su imagen de civilización (indígenas, mujeres, negros y gitanos) y, por otro, aquellos que cayeron también en esa categoría por asociar a su condición de extranjeros la de faltarles un requisito esencial de acceso al otro universo, la propiedad. Se les presta aquí atención analizando los casos de los dos espacios donde más numerosa fue la inmigración en todo el hemisferio occidental en el siglo XIX, Estados Unidos y Argentina.

En el caso de las personas y grupos sociales con los que los constructores de naciones y Estados convivían tradicionalmente, la estrategia más común fue la de manipular la identidad del otro asignándole un genérico fabricado por la cultura dominante. Así, el texto que firman María Antonia Peña y Rafael Zurita explica cómo la cultura de la república criolla peruana rara vez reconoció -si-quiera visualizó- la diversidad de culturas originarias. Todas ellas cabían dentro del genérico “indios”, lo que permitió diseñar políticas dirigidas prácticamente de manera individual a cada indígena como si no formara parte de alguna nación, pueblo o cultura específica.

Que ello tenía consecuencias prácticas muy evidentes puede constatarse en el apartado que dedican a su reflejo en la política fiscal y tributaria peruana del siglo XIX. Era coherente con esta visión la idea, ampliamente compartida por las culturas criollas (y por las coloniales), de que en el caso de los varones indígenas su emancipación debía derivarse de su literal pérdida de identidad: “[…] la emancipación y libertad de esos infelices [se dará] el día que se civilice al indio […]”. No dejan de recordar oportunamente estos autores uno de los mecanismos más habituales para hacer efectivo el principio, como fue la exigencia del alfabetismo en la lengua de la cultura dominante para poder tener participación electoral.

Sería, por ello, interesante prestar atención también a cuestiones más relacionadas con las formas de contacto y de aislacionismo cultual. Podría comenzarse por la lengua, pues algo tan dado por obvio como la existencia de una “lengua nacional” en Perú (o en Bolivia u otros espacios andinos) sencillamente no correspondía con la definición constitucional de la nación peruana. Que ello tuvo consecuencias prácticas de largo alcance pudieron comprobarlo las mismas élites criollas peruanas cuando el compromiso nacional se mostró enormemente débil en la guerra del Pacífico, siendo uno de los escollos principales la inexistencia en muchos casos de una lingua franca entre oficialidad y tropa.

Una aportación relevante de este conjunto de estudios es que no se limitan a establecer la visión del universo de los dependientes desde el de los emancipados, sino que buscan también las formas en que desde estos espacios se trató de contestar, criticar y cuestionar esa composición social. Como ha podido verse también para otros casos, los procesos de emancipación más allá del ciudadano convencional de las naciones reconocidas por el ius gentium tuvieron más que ver con procesos de autoemancipación que con concesiones desde arriba.1 A este respecto, el volumen que comentamos presenta dos interesantes aportaciones. La primera tiene que ver con el cuestionamiento de la relación necesaria entre ideología y reclamación de emancipación. Cristina Ramos analiza la vida y la obra literaria de tres escritoras centroamericanas (Pepita García Granados, Amelia Denis y Rafaela Contreras) para detectar distintas formas de transgresión (incursión en la pública república de las letras, intervención en la opinión pública en materias directamente relacionadas con el orden social establecido, interacción con el público por medio del debate). Lo relevante es que estas formas de transgresión no estaban necesariamente vinculadas a determinadas ideologías ni situaciones sociales. De hecho, las formas más transgresoras de las que analiza este capítulo corresponden a una mujer, Josefa García Granados, de ideología y parentela conservadora, lo que debería contribuir a matizar algunas asunciones habituales en la historiografía.

Parece entonces sensato plantear, como hace Cristina Ramos, la identidad no como una relación unívoca sino como una sucesión de capas que la historiografía debe ir develando. Si a estas tres escritoras les acomunaba su condición femenina y, sobre todo, la reflexión crítica sobre la misma, las demás capas de identidad (ideológica, social, nacional, etc.) divergían notablemente. Como sabemos bien, no es, por supuesto, sino una realidad que se repetía en distintas latitudes (confróntense al efecto los casos de la española Emilia Pardo Bazán y la peruana Clorinda Matto).2

Los otros dos textos que en este libro se ocupan de las personas y gente que no formaron parte del exclusivo mundo de los ciudadanos emancipados, ilustran un punto que resulta de notable relevancia para el estudio del liberalismo. Como es bien sabido y la historiografía repite sistemáticamente, el liberalismo se configuró en el siglo XIX como una ideología que se fundamentó en la igualdad a partir de una clara conciencia y asunción moral de la desigualdad. Para la filosofía moral liberal ese hecho fue relativamente sencillo de establecer. Contestar argumentos tempranos en favor de una inclusión del espacio doméstico en el espectro de los privilegios derribados por el constitucionalismo fue tarea que los intelectuales liberales despacharon con displicencia y vinculando su argumentación a la necesidad de preservar otros espacios de exclusión. Tanto John Adams en su correspondencia con su mujer, Abigail Adams, o un tan conspicuo liberal como Muñoz Torrero en las Cortes de Cádiz, contestaron a esos argumentos señalando que romper con la exclusividad política de los emancipados daría entrada en el ágora a un torrente de indeseados.

Cosa distinta era establecer la desigualdad entre iguales. Es eso lo que tempranamente hizo el liberalismo peninsular español respecto de los “españoles americanos” y la consecuencia fue la creación de ágoras independientes en América. Tanto Pilar Pérez-Fuentes como María Sierra en los capítulos que firman en este libro entran en sendos casos de desigualdad entre supuestos iguales que resultan de especial interés. El mecanismo antes aludido de generar identidad deliberadamente ignorante de las especificidades e historias vinculadas a las distintas razas o condiciones sociales fue, como señala Pilar Pérez-Fuentes, un pilar del discurso nacionalista cubano. Negar el odio de razas negando la existencia misma de las razas tenía, como en el mexicano Vasconcelos, la finalidad de imaginar una comunidad nacional en la que la raza no fuera un dato y cuyo fundamento no fuera en principio otro que el mestizaje.

Es algo que en el continente americano se había ensayado ya ampliamente respecto de la población indígena. En Cuba no había este tipo de población desde el siglo xvi, pero sí se generó una bolsa de “iguales” a los que dar tratamiento desigual en el momento en que, casi de manera simultánea, se abolió definitivamente la esclavitud (1880, mediante la imposición del régimen de patronato) y se promulgó la independencia (1898). El texto de Pérez-Fuentes analiza cómo se activaron en la isla mecanismos discursivos que sirvieron para reelaborar la identidad negra y adaptarla a la nueva situación.

Se trató, por un lado, de hacer desaparecer la especificidad, como queda indicado, cuando se trataba de articular un lenguaje de nación, pero, al mismo tiempo, de reactivarlo e incluso potenciarlo cuando se trataba de analizar las costumbres sociales. Aspectos como la educación, la vestimenta, la sexualidad y hasta el habla se convirtieron en otros tantos marcadores de identidad con los que ir construyendo un discurso de desigualdad entre iguales. Al igual que había ocurrido respecto de otros grupos sociales que difícilmente encajaban en la igualdad entre iguales, la metáfora preferida para definir al buen ciudadano fue la familiar (el buen padre de familia). Se trata de un recurso que desde la Ilustración se había usado repetidamente y que en el contexto cubano finisecular adquirió renovada importancia.

Es interesante desde el análisis de las identidades y de estos procesos de inclusión y exclusión en el espacio de la política constatar el uso reiterado de las imágenes tópicas del excluido como imagen nacional. Estereotipos relativos a culturas nativas americanas (como la piedra del sol mexicana), imágenes tópicas (como los indios con plumas y flechas) o figuras femeninas (como amazonas o mulatas) han servido como marcas nacionales de los distintos países americanos. Monedas, billetes, pabellones nacionales en exposiciones universales o marcas comerciales los han utilizado profusamente.3 Es algo que, como constata María Sierra al analizar el caso de los gitanos en la España decimonónica, resulta ciertamente paradójico. No es sólo que lo gitano se haya convertido en una de las imágenes más estereotipadas de lo español, sino que también ha gozado de cierta aureola legendaria positiva (amor a la libertad, bravura, masculinidad y feminidad desbordantes). Sin embargo, como argumenta convincentemente la autora, este proceso corre paralelo a otro de extrañamiento de la sociedad.

Es interesante constatar con María Sierra cómo la cultura liberal (en este caso la española) procedió a ello haciendo uso de un discurso científico y sociológico y dejando de usar mecanismos legales. Es, por lo tanto, un caso paradigmático de orientalización por medio de la cultura al mismo tiempo que la elaboración legal tendía a su normalización nacional. Dicho de otro modo, el caso estudiado en este capítulo permite entender el complejo proceso de construcción de modelos cívicos mediante su contraste anticívico. En ambos casos se trata de constructos culturales, de elaboraciones a partir de una muy determinada idea de civilización. Es esta idea la que en los modelos más perfilados del Estado liberal informaron precisamente las legislaciones relativas a la participación política, permitiendo así desplegar (como en la ley electoral española de 1890) un lenguaje de inclusión que, por vía cultural y específicamente de interpretación de la civilización, resultaba en manifiesta exclusión. El caso que se analiza en este capítulo no deja lugar a dudas.

Completan este volumen dos trabajos que estudian, como se anticipó ya, los casos de aquellos enemigos interiores que vinieron del exterior. Se trata de sendos ensayos sobre Argentina (Mara Bonaudo y Diego Mauro) y Estados Unidos (Susana Sueiro).

Se trata de dos casos en los que paradójicamente la inmigración hizo la nación para luego pasar a ser denostada como uno de los factores más fuertes de disolución de esa misma nacionalidad. Bonaudo y Sueiro analizan las leyes de inmigración argentinas desde los años sesenta hasta comienzos del novecientos, así como la imagen cultural del inmigrante en el imaginario argentino.

Lo que interesa a los autores poner de relieve es cómo el proceso selectivo de la inmigración se fue especializando no solamente en el plano legal sino sobre todo en el cultural. Si el punto de partida en los años sesenta -una vez consolidada constitucionalmente la nación- fue la necesidad de suplir la barbarie interior con la civilización importada, y de ahí el clima cultural favorable a la inmigración eurocristiana, el de llegada a finales de siglo fue el de un rechazo de esa misma inmigración eurocristiana que no añadiera además el factor decisivo de la propiedad (lo que era ciertamente una minoría). El discurso dominante del liberalismo se adaptó así desde una contraposición entre civilización y barbarie a otra entre defensores de la sociedad y enemigos de la misma.

Algo similar ocurrió en Estados Unidos, como explica Susana Sueiro estudiando el caso de los inmigrantes latinos del sur de Europa. El texto de Sueiro es caleidoscópico en el sentido de que muestra varios prismas de un mismo proceso. Por un lado, presta atención a la experiencia de los inmigrantes y sobre todo al contraste entre expectativa y realidad de la emigración, lo que empezaba a producirse en el viaje mismo. Por otro, analiza cómo una actitud cultural nativista reconstruyó literalmente la imagen del inmigrante latino como enemigo social, una vez que la nación se consideró ya hecha y cerrada. Si con el tiempo ese espectro se irá especializando en la inmigración chicana -la más numerosa, con mucho, del espacio latino- a finales del xix y comienzos del XX tuvo como objetivo más claro al inmigrante del sur de Italia. Diferenciado de los italianos del norte (y usando justamente las teorías racialistas de un italiano, Cesare Lombroso), el italiano del sur representaba perfectamente la idea de enemigo en términos de civilización.

En definitiva, de eso trata este libro, de explicar cómo el liberalismo, además de una ideología (con sus variantes), fue también (y diría que, ante todo) una cultura y una idea de civilización. Es al considerarlo desde este punto de vista, como hacen las autoras y autores de Enemies Within, que se pueden explicar algunas de sus aporías principales y especialmente la que combinó igualdad y desigualdad e inclusión y exclusión sin causar mayores problemas morales.4

José María Portillo, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

1Véase para el caso de la emancipación de esclavos en la otra América, William A. LINK y James J. BROOMALL, Rethinking American Emancipation. Legacies of Slavery and the Quest for Black Freedom, Nueva York, Cambridge University Press, 2016.

2Francesca DENEGRI, El abanico y la cigarrera. La primera generación de mujeres ilustradas en el Perú, 1860-1895, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1996; Susan KIRKPATRICK, “Emilia Pardo Bazán: la ambigüedad de una mujer moderna”, en MANOLO PÉREZ LEDESMA e Isabel BURDIEL, Liberales eminentes, Madrid, Marcial Pons, 2008. Precisamente Isabel Burdiel trabaja actualmente en una biografía de Emilia Pardo Bazán que resultará de enorme interés para esta perspectiva.

3Un análisis respecto a América Latina en Rebecca EARLE, The Return of the Native. Indians and Myth-Making in Spanish America, Durham, Duke University Press, 2007.

4Bartolomé Clavero ha prestado especial atención a estas aporías del liberalismo desde el análisis de su expresión constitucional: El orden de los poderes. Historias constituyentes de la trinidad constitucional, Madrid, Trotta, 2007; Happy Constitution. Cultura y lengua constitucionales, Madrid, Trotta, 1997.

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