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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.4 Ciudad de México Abr./Jun. 2017

 

Reseñas

Alena Robin, Las capillas del vía crucis de la Ciudad de México. Arte, patrocinio y sacralización del espacio

Antonio Rubial

Robin, Alena. Las capillas del Vía Crucis de la Ciudad de México. Arte, patrocinio y sacralización del espacio. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2014. 309 pp.p. ISBN: 978-607-026-076-6.


Hasta hace cuatro décadas, los temas sobre la religiosidad eran poco atractivos para los historiadores que se dedicaban al periodo colonial o al siglo XIX; esos trabajos sólo los escribían los prehispanistas. Para las otras etapas de nuestra historia interesaban más los aspectos políticos o económicos; se había impuesto una visión muy sesgada de lo que era importante, e incluso en ediciones de Crónicas, como la que se hizo en Michoacán en 1980, de fray Diego Basalenque, se eliminaron todas aquellas noticias que se referían a milagros o vidas de santos. Con la única excepción de Edmundo O’Gorman, un visionario que se dio cuenta de la importancia de los temas religiosos, sólo algunos historiadores del arte, como Francisco de la Maza, se ocupaban de ellos. Desde la década de los ochenta, con las nuevas corrientes que estudian la historia cultural, la situación ha cambiado y son cada vez más los investigadores que desde la literatura, el arte, la filosofía, la etnohistoria, la antropología o los estudios de género se dedican a trabajar las diversas manifestaciones religiosas coloniales, tanto en los ámbitos indígenas como en las ciudades donde convivían españoles, indios, negros y mestizos.

Cada vez es más común la interdisciplina y la inserción de enfoques artísticos, literarios o religiosos en los estudios antropológicos o sociales y viceversa. El libro aquí reseñado es uno de estos productos que combina la historia del arte con la historia cultural y social. Su tema de estudio es una práctica muy extendida en el mundo católico de la Contrarreforma, el Vía Crucis, y su efecto en una muy peculiar arquitectura, la serie de capillas que se construyeron en la Ciudad de México para llevarla a cabo.

Como nos informa la autora: “La definición tradicional del Vía Crucis es el camino recorrido por Cristo después de la sentencia de Pilatos hasta llegar al monte Calvario, donde ocurrió su crucifixión, muerte y sepultura”. Para guiar esta práctica se escribieron numerosos devocionarios en Europa y en América que servían para la meditación sobre los pasos o estaciones de la Pasión, dentro de un contexto procesional que obligaba al practicante a moverse entre una y otra y a detenerse en cada paso. Para reconstruir tal práctica, la autora utilizó crónicas religiosas franciscanas, textos devocionales del Vía Crucis y series de pinturas del tema. El libro se divide en dos partes que describen respectivamente la evolución y el desarrollo de la devoción y las capillas, hoy desaparecidas, que esta práctica inspiró.

En la primera parte, la autora construye una interesante relación histórica de la práctica, iniciada alrededor del siglo XV como parte de un proceso de exaltación de la emotividad vinculada con los estragos de la peste negra. Sin embargo, no fue sino hasta la Contrarreforma que los pontífices encauzaron dicha devoción hacia la meditación moral y la transformación de las costumbres. Fue sobre todo Inocencio XI quien concedió en 1686 numerosas indulgencias a los peregrinos que hicieran esa práctica en Jerusalén, donde los franciscanos tenían el control, y la extendió a todos los lugares en los que esta orden tuviera templos, convirtiéndose en su monopolio. Un fraile franciscano reformado, Leonardo de Porto Mauricio (1676-1751), tuvo un papel fundamental en la propagación de la devoción en Europa; levantó en el Coliseo romano las estaciones del Vía Crucis y más de 500 en otros lugares, pronunció sermones y escribió obras sobre el tema, traducidas a varios idiomas, en las que se explicaba a los fieles las meditaciones sobre las 14 estaciones. Según nos explica la autora, en palabras de Porto Mauricio: “Es, en la verdad, el Vía Crucis un contraveneno del vicio, un freno de las pasiones rebeldes, un estímulo del corazón, para que las almas abracen el vivir virtuosamente”. Gracias a sus actividades, la práctica fue promovida por los obispos, el clero secular y los padres del oratorio de San Felipe Neri en todo el orbe y para el siglo XVIII los franciscanos perdieron, muy a su pesar y no sin pelear, su monopolio sobre ella.

En México, el rezo del Vía Crucis había sido introducido desde principios del siglo XVII y ya un obispo, Juan Pérez de la Serna, se quejaba de los excesos que se cometían durante las tumultuosas procesiones de Vía Crucis que se llevaban a cabo en la Ciudad de México en la segunda década de la centuria. En Puebla, ciudad donde se construyeron capillas para su ejercicio antes que en México, los franciscanos y sus terciarios ya habían extendido su uso desde mediados del siglo y en la capital del virreinato comenzaron a construirse dichas capillas desde 1684.

Por estas fechas el cronista fray Agustín de Vetancurt mencionaba, en su Teatro Mexicano, que en la capilla de San José de los naturales los viernes de Cuaresma los indios hacían las estaciones del Calvario, y él mismo escribió en náhuatl un texto para acompañar dicha práctica. También en estos años, y a lo largo del siglo XVIII, los franciscanos de los colegios de Propaganda Fide introdujeron esta devoción en el Bajío y el norte gracias a sus institutos de Querétaro y Zacatecas. En el sureste el colegio de Guatemala solo reforzó una práctica muy difundida por los franciscanos desde el siglo XVII, según informa y describe el cronista de esa provincia, fray Francisco Vázquez. Para el siglo XVIII se había extendido el rezo del Vía Crucis en los conventos de religiosas y una de ellas, sor María de San José, cofundadora de los conventos de Santa Mónica de las ciudades de los Ángeles y de Oaxaca, escribía unas estaciones que decían estar inspiradas por la misma Virgen. Por último, a mediados de esa centuria le dio una gran difusión, también con publicación de ejercicios de meditación, el sacerdote del oratorio Felipe Neri de Alfaro, quien desde su santuario de Atotonilco, cercano a San Miguel, fortaleció su difusión en todo el Bajío.

Para entonces la práctica incluía la presencia de imágenes frente a las cuales se detenía el fiel, actos de flagelación durante la procesión, hincarse y besar la tierra y a veces pequeños sermones dirigidos por un sacerdote. Esto, como afirma la autora, “activaba el vínculo entre la obra plástica y la obra impresa con la recitación en voz alta del acto de contrición, la descripción de lo acontecido en cada estación y la oración relacionada con lo ocurrido en cada paso”. Con esta guía el fiel podía después realizar la práctica de manera privada. En los textos se insistía en que no era necesario saber leer para poder realizar la práctica, pues ésta podía hacerse contemplando las imágenes y meditando sobre ellas.

De la devoción original derivaron otras, como los ejercicios dedicados a la Virgen de los Dolores, en los que el recorrido se hacía en sentido inverso al de los Vía Crucis tradicionales, acompañando a María desde el Calvario hasta el Cenáculo, meditando en los recuerdos de la Virgen de los acontecimientos recién pasados. Varios de estos Vía Crucis marianos, desde el siglo XVII, se basaban en los textos de sor María de la Antigua y, en el siglo XVIII, en la Mística Ciudad de Dios de la madre sor María de Ágreda, monja concepcionista cuya obra fue muy difundida por los franciscanos, en especial por los de los colegios de Propaganda Fide. También en el siglo XVIII la práctica se mezcló con la devoción jesuítica al Sagrado Corazón y de su existencia nos quedan varios cuadros.

La segunda parte del libro trata sobre las capillas construidas en la capital para llevar a cabo dicha práctica y en recuerdo e imitación de las que tenían los franciscanos en Jerusalén. Tanto en México como en Puebla y en Guatemala existen menciones en la primera década del siglo XVII de la presencia de rutas procesionales que salían del convento mayor de San Francisco, terminaban en un “Calvario” fuera de la ciudad y estaban marcadas por estaciones (peanas, nichos con pinturas o capillas de adobe) a lo largo de la ruta. Estas primeras manifestaciones plásticas de la práctica coincidieron con la creación de las hermandades terciarias franciscanas en dichas ciudades, a cuya imitación surgieron en otras urbes y villas menores como Guadalajara, Querétaro, Tehuacán, Acámbaro y Ozumba. A fines de la centuria fue notable en las tres primeras ciudades que las estaciones fueron totalmente remodeladas y convertidas en capillas de cal y canto con pinturas e incluso retablos. En los biombos y vistas de la ciudad, que se han datado a fines de la centuria, éstas aún no aparecen, pero según los documentos ya existían, por lo que la autora llega a la interesante conclusión de que los biombos deben por tanto ser datados en épocas más tempranas, es decir, a mediados de la centuria.

En la Ciudad de México, la primera mención que se hace de tales construcciones es una licencia para iniciarlas en 1684. A lo largo de las páginas de la obra, la autora reconstruye no sólo cómo eran esas edificaciones sino todas las redes sociales implicadas en su construcción, decoración y mantenimiento. Descubre, por ejemplo, la fuerte presencia de mercaderes, todos terciarios franciscanos, como mecenas de las capillas: Joseph de Retes Lagache y su sobrino Joseph Sáenz de Retes, Dámaso Saldívar, Domingo de Cantabrana, Cosme de Mendieta, Domingo de la Rea, Juana de Villaseñor, monja capuchina y viuda de Francisco Canales. La autora pone especial énfasis en Domingo Ferral, comerciante con negocios en Filipinas, quien no sólo concluyó a su costa edificaciones y su decoración alrededor de 1706, en especial la capilla del Calvario, sino además dejó rentas para abastecerla de cera, aceite, misas, predicador, trompetero y vigilante, además de dinero para fundar un convento de monjas anexo a dicha iglesia, proyecto que se frustró. Todos estos personajes, o sus antecesores, habían participado activamente como mecenas de los conventos de religiosas de la ciudad y eran muy cercanos a los franciscanos, además de ocupar cargos en la mesa directiva de la hermandad de los terciarios. En cuanto a los maestros de obras que las idearon Robin menciona a Marcos Antonio Sobrarías, Cristóbal de Medina y Vargas, Diego Rodríguez, Manuel de Herrera, al retablista Pedro Maldonado y al pintor Antonio Rodríguez, padre de los hermanos Rodríguez Juárez.

En lo que ella denomina la franciscanización del espacio urbano, las capillas, que comenzaban en San Francisco y terminaban atrás de San Diego, en la suntuosa capilla del Calvario, construían un discurso que hermanaba las misiones franciscanas en Tierra Santa, de cuyos lugares esos frailes eran custodios, con la misión que ellos mismos habían iniciado en Nueva España a partir de la capital del virreinato. Se situaban en un lugar, además, que era espacio de esparcimiento y la entrada principal de la ciudad, la Alameda.

En la última parte del libro, la autora señala las múltiples quejas de las autoridades municipales y religiosas sobre la falta de decoro durante las procesiones y actos de la Semana Santa. Los gritos y empujones, la venta de viandas y bebidas, los excesos de los armados romanos y de los nazarenos, los abusos de las matracas que rompían el silencio debido al luto por la muerte de Cristo. Y tales excesos se vivían más intolerables al caer la noche, tiempo en que se añadían además insolencias y faltas a la moral. Tales excesos y la necesidad de modernizar la vialidad hacia el recién abierto Paseo de Bucareli terminaron por asestar el golpe mortal al conjunto de capillas que fueron finalmente destruidas entre 1825 y 1831 en su mayoría, salvo la del Calvario que lo fue en 1861.

Estamos así ante un trabajo que va más allá de la historia del arte que se ha hecho tradicionalmente. Las relaciones de mecenazgo, el papel de las corporaciones, los vínculos y redes sociales que la autora describe y la pormenorizada reconstrucción de la devoción y sus prácticas insertas en un ámbito trasatlántico, que incluye la Europa imperial hispánica, sus virreinatos en América y Tierra Santa, hacen de este libro un estudio que muy bien podríamos insertar dentro de la nueva historia cultural.

Antonio Rubial, Universidad Nacional Autónoma de México

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