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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2017

 

Reseñas

Esteban Sánchez de Tagle, Del gobierno y su tutela. La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el Cabildo de México , México

F. Javier Guillamón Álvarez1 

1Universidad de Murcia, España

Sánchez de Tagle, Esteban. Del gobierno y su tutela. La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el Cabildo de México. México: Conaculta, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2014. ISBN: 978-607-484-511-2.


Hace ya años que Esteban Sánchez de Tagle publicó Los dueños de la calle,1 donde se describía con todo lujo de detalles el empeño de empedrar la muy noble y leal Ciudad de México.

El momento histórico correspondía a la reforma borbónica en América y los actores se repartían entre la corte metropolitana y la celosa ciudad americana. Pues bien, la actividad reformista cobra protagonismo en tanto que produce un impacto singular en la rutina gubernamental. Esteban Sánchez de Tagle en su nuevo libro, Del gobierno y su tutela. La reforma de las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México, retorna al estudio del régimen local en la época virreinal replanteando el sujeto histórico que ya no es esclavo del paradigma estatal, al contrario, el protagonismo se encontrará en los mismos conflictos, cuyo denominador común es su carácter jurisdiccional. Parece que busca un vocablo que se adapte a este fenómeno jurisdiccional; tanto es así que más que hablar de absolutismo ilustrado yo lo calificaría jurisdiccionalismo ilustrado. Este replanteamiento es consecuencia del sentimiento que a veces tienen los historiadores ya consagrados de tener una cuenta pendiente con su investigación inicial. Por eso este libro es el mejor ejemplo del reseteo investigador comprometido con la dinámica jurisdiccional, superando el tan manido paradigma estatalista y sin renunciar a la historia política de la Monarquía Hispánica, ahora revisitada bajo el prisma de la historia jurisdiccional en tanto que entidad compuesta y agregativa. Esto supone el reconocimiento del derecho como sujeto histórico y su permanencia dentro de la monarquía absoluta en su tránsito ilustrado. Efectivamente, ¿el rey crea o dice el derecho existente? (iuris diccio), ¿es instancia pasiva o activa? Sea como fuere, lo que se busca es describir y luego interpretar el funcionamiento del gobierno dentro de la esfera del despliegue del poder. En la defensa y la reforma de la Hacienda parece que se destacan y oscurecen las pautas tradicionales de la justicia gubernativa por mor de la tecnificación administrativa consagrada en el reinado de Carlos III. Es así como Sánchez de Tagle revisita, vuelve a interpretar una documentación donde la visión judicial y su lógica procesal generan una periodización y una nueva ordenación que permiten comprender la granada respuesta a las reformas verdadera ingeniería jurisdiccionalista, más que sugerente; tanto es así, que nos encontramos ante un desafío historiográfico de primer orden en relación con el reformismo ilustrado.

El titular de la corona declara la monarquía, siendo el monarca justo juez, pater familia y espolinador de leyes, y a quien siempre se puede impetrar directamente para remediar los asuntos de derecho devenidos de la defectuosa canalización de las órdenes reales. Se trata del famoso "obedézcase pero no se cumpla", a la que los reformadores más osados respondieron con el "obedézcase y guárdese" para evitar la retórica que justificaba la resistencia permitida en el Antiguo Régimen aun acatando y obedeciendo. Decía Tomás y Valiente que resistir es compartir porque se reconoce el vínculo pero invocando los derechos del reino contra su patrimonialización por oficiales reales que quieren convertirlo en "colonias", pues la constitución del reino sólo contempla al rey como justo juez. Estamos ante la conocida tensión entre autonomía versus soberanía. De manera que las representaciones hechas por el cabildo no son sino asuntos de derecho, de ahí la recurrencia al contencioso que tanto denostaban los reformistas más activos. El derecho supletorio lo otorgaban Las Partidas de Alfonso X, que contemplaban al rey como espolinador legal, celador y respetuoso de las competencias jurisdiccionalistas propias de un régimen compuesto, plural, desigual, corporativo, etc., que reclama una dirección jurisdiccional y no reservada o ejecutiva. Pues bien, todo esto, como es de esperar, funcionaba todavía más en la lejana América.

Por tanto, la preexistencia de un orden está detrás del conocido paradigma del siglo XVIII respecto a jueces y magistrados versus la vía ejecutiva de fomento y policía diseñada por las secretarías de Estado y su consiguiente respuesta en forma de parsimonia jurídica, dilación, espera o como quiera llamársele a las decisiones retardadas. Llama la atención, no obstante, que el funcionamiento administrativo normal no se contrapuso frontalmente al judicial, sólo pugnó con él. Un ejemplo lo tenemos en la política de incorporación iniciada con los reyes católicos y asumida como programa de gobierno por los reyes Borbones; su resultado no es que fuera un fracaso sino la consecuencia lógica de que la resistencia a las reformas se convertía en una readaptación del viejo orden; precisamente el reformismo carolino debe entenderse como adecuaciones, las cuales miden el grado reformista. La resistencia no es tanto un freno como una realidad que la propia corona toleraba pues ésta se legitimaba por el derecho y entendía las funciones administrativas como las propias de un ente jurídico. Campomanes, dentro de este mundillo jurisdiccional, preconizó siempre la celeridad, sin más; esto es, mejorar la gestión en un balanceo constante entre lo gubernamental judicial y la consecución de objetivos de defensa, hacendísticos y de patronato eclesiástico.

En este libro asistimos a esta ceremonia de decisiones retardadas, con respuestas que achican espacios, aprovechan cualquier resquicio legal y fuerzan la restauración del orden tradicional. Sin duda todo esto obligó a la política reformista a avanzar lentamente, de la ley a la ley. Desde luego no es tan fácil deslindar lo gubernativo de lo judicial en una sociedad que no contemplaba la separación de poderes, separación que "ni se la espera", ya que la soberanía no es compartida y la tiene sólo el monarca. Sánchez de Tagle nos da las claves para volver al reto historiográfico que intenta entender la tensión jueces /ejecutivos en el siglo XVIII, pues el discurso reformista siempre estuvo limitado por la lógica del derecho generado en el sistema polisinodial. Si cabe, el papel de América es más que ilustrativo, pues en este siglo estuvo llamada a disfrutar de una política adecuada a sus circunstancias y muy diferente a la practicada en la metrópoli.

Consecuente con lo dicho anteriormente el reconocimiento del rey como instancia más alta eso quiere decir absoluto, justo juez que garantiza el discurso pactista, en suma, la superioridad orgánica por excelencia, no supone sometimiento. En América las trasformaciones sociales avanzaron menos que en la Península; sin embargo, la sociedad criolla encontró en esta tensión su papel mediador. Las respuestas despertaron la tradición autonómica en América, siempre tan acomodada a discutir las órdenes y a ejercitar su derecho de autogestión. Las élites criollas estaban convencidas de que esa capacidad provenía de las mismísimas leyes castellanas. Ni qué decir tiene que las reformas indianas del siglo XVIII reforzaron con insistencia la autoridad de la metrópoli, y eso es precisamente lo que provocó la principal reacción criolla. Cuando los reformadores practicaban el apremio de "guárdese y cúmplase" querían eludir la obediencia dialogada que llevaba al inevitable retardo, esto es, el derecho a un proceso previo y que hacía que las cosas se contendieran en diferentes instancias a la vez. La defensa de este "pase previo" convertía la desobediencia en derecho a súplica, vamos, a no cumplir, de ahí que se hiciera realidad el concepto barroco de que servir era no cumplir, ya que no había rebeldía, sino lealtad institucional. Este escorzo barroco desesperaba a los reformistas que vieron no solo cómo se imposibilitaba la continuidad reformista, sino también que sus propias armas de control provocaban el desgobierno por mor de una resistencia que utilizaba reiteradamente la vía judicial. Creo que esta realidad de la estructura de la monarquía con resultados perplejos fue la que impelió al Conde de Floridablanca a diseñar un bypass reformista compatible con la tradición y a la vez sobrepasarla, con resultados más que inciertos; me refiero claro está a la creación de la Junta Suprema de Estado, a la erección de la Superintendencia General de Policía, y en fin, al sustrato ideológico de gestión derivado de la Instrucción Reservada.

Una vez pasada revista a los virreinatos de Cruillas, Croix, Bucareli, Gálvez, Revillagigedo, Mayorga, etc., resalta Sánchez de Tagle la tensión entre teoría y praxis; precisamente esta última justifica el tratamiento de la documentación utilizada referida a la muy noble y leal Ciudad de México, en tanto que sujeto titular de su jurisdicción territorial, siempre retadora ante superintendentes, visitadores, comisionados, fiscales, etc., en defensa de su autogobierno. Llama la atención y califica como "noticias sorprendentes" la febril política reformadora llevada a cabo por el virrey Conde de Fuenclara que se produce en la ciudad 25 años antes de la llegada de Gálvez, y singularmente su ordenamiento de 1747 que rezuma las ideas de Ensenada acerca del saneamiento de las haciendas locales como condición inicial para reestructurar la Hacienda. Efectivamente, el adeudo, el "endrogamiento" o como quiera que se le haya llamado al crónico endeudamiento municipal, afectó igualmente aquende y allende la línea. Sin embargo, aunque las reformas peninsulares no estaban pensadas para América, aquí también se radicalizó la idea del mal gobierno y la corrupción locales, consecuente con la venalidad de cargos públicos. Fuenclara fue quien nombró a un discutido personaje, Domingo Trespalacios, como responsable de una junta fiscalizadora de los propios y arbitrios de la ciudad, una superintendencia que cumplía casi los mismos objetivos que le dio Carlos III a la Contaduría General de Propios y Arbitrios creada en 1760 con dependencia más o menos directa del Consejo de Castilla. Este personaje resulta clave en este estudio ya que sirve al autor para distinguir dos momentos de reforma: la originaria de Ensenada, en orden como hemos dicho a sanear la Hacienda mediante la drástica reducción de la deuda, y la que representa Gálvez, más escorado a la mera recaudación, y que justifica la oposición de Trespalacios al reformismo sin respeto al orden tradicional, desde su nuevo puesto de fiscal del Consejo de Indias.

Desde luego el mejor momento para tomar el pulso al curso de las reformas coincide con la visita de Gálvez, que provocó la mejor expresión de resistencia mediante la mencionada ingeniería jurisdiccionalista. Esto se observa al examinar las decisiones tomadas por Croix y por el no menos discutido visitador parcial de la capital mexicana, José Antonio de Areche, vigilante incansable de la corporación urbana mientras Gálvez se encontraba en las provincias internas. Los pasos dados por Croix son muy sugerentes porque ilustra la supresión del ínterin jurisdiccional esto es, evitar las formalidades judiciales, para lo que contó con el apoyo necesario de la Real Audiencia, celadora oficial del derecho dando pasos ejecutivos en nombre, no del derecho, sino de las instrucciones reservadas. Al hilo de esto conviene recordar dos momentos que enfatizan esta visión ejecutiva: la de Carlos III al tiempo de la expulsión de los jesuitas razones que guardaba en el real ánimo y lo redactado por Floridablanca en la Instrucción Reservada sobre la gestión de la maquinaría política sustentada en una soberanía opuesta tanto a la republicana como a la propia del orden tradicional.

Sin duda la ciudad acató todas las disposiciones pero recurrió a la "Real Intención y Piedad del Rey", celadora de la ley real de Castilla, y esto al margen de que la Corte apoyara sin miramientos la visita de Gálvez y de su ad later Areche. La ciudad sabía que las disposiciones venían de las secretarías y no del Consejo de Indias; esto les daba una oportunidad y se prestaban a aprovecharla. Las "representaciones" al Rey buscaban salvar el honor corporativo de la ciudad, no rechazando directamente las conflictivas decisiones sino buscando la simple exención; es por ello que suplicar al rey era una distinguida forma de vinculación con la Monarquía, para que su titular se dignase exceptuar o lo que es lo mismo que la ciudad no estuviese comprendida en dichas disposiciones. Este derecho se legitimaba en valores privilegiados derivados de la condición de "Grande de España" que gozaba la imperial, noble y leal corporación; por eso buscan la tutela del rey como dispensador máximo y único que podía sancionar la exención.

Resulta sobremanera interesante la segunda parte del libro, que versa sobre la implantación de seis regidores honorarios para el cabildo de la capital mexicana, tema que está relacionado con la erección de los diputados y personeros del Común implantados por el famoso auto acordado de 5 de mayo de 1766, tras las conflictivas jornadas contra el ministro Esquilache. Esta disposición estaba pensada para la Península y no para América. Igualmente ocurría con la proliferación en distintas ciudades castellanas de regidores añales nombrados por sufragio universal, masculino e indirecto. Lo interesante es volver a recordar la mencionada distinción entre la Península y América, quedando demostrado lo que en otras ocasiones he señalado: son mundos distintos con necesidades diferentes, pero existía una lógica correlación que llevó a determinados "reformistas" a interpretar de forma peculiar el sentido que quería dar el legislador. Como es sabido, el corregidor y el superintendente fueron autoridades superpuestas al gobierno del cabildo; el primero, pese a los intentos de los regidores novohispanos por conseguir su consumo, pervivió, pero fue adaptado convenientemente, y el segundo tenía un radio de acción que se limitaba al ramo hacendístico fundamentalmente. La tensión entre imperio y jurisdicción se volvía a manifestar, lo cual influyó en el diseño de la manera de resistir.

El plan de Areche contemplaba la erección de dichos regidores honorarios como una manera de contrarrestar a los 17 regidores perpetuos, dándoles además la posibilidad de ejercer una mayoría cualificada. Esto para los perpetuos era una flagrante incuria, por lo que activaron el mecanismo del ínterin, esto es, el "mientras" se resolviese lo que hacían contencioso. Areche contestaba así: "el virrey vio con admiración y gusto la providencia dada por S. M. en Madrid sobre el nombramiento de personeros para el servicio del común y otros con que posteriormente se ha enriquecido aquella Corte en su gobierno", haciendo referencia a que Croix antes de ser nombrado virrey había sido capitán general de La Coruña y bajo cuyo mandato se establecieron en aquella ciudad. No importaba que la medida contara con el apoyo de la metrópoli, el cabildo se dispuso a suplicar apelando a un ínterin que el virrey simplemente rechazó. Pero es aquí donde aparece la más clara inercia del viejo sistema que terminará por desvirtuar la mayoría de las disposiciones virreinales, no tanto por la resistencia regimental como por la desidia gubernamental generada por el desgobierno que se avecinaba. Efectivamente, Gálvez a su vuelta de Sonora concedió una prerrogativa a todas luces inconsecuente: permitió que los flamantes regidores honorarios fueran elegidos por la misma ciudad, con lo cual si en la Península los diputados y personeros del común, nombrados por el común de vecinos compromisarios, tendieron a asimilarse a los regidores, en América este fenómeno cabe entender que se produjo de inmediato. Y es que Gálvez se limitó a admitir que la providencia interventora era embrollada y autoritaria, por lo que dirigió sus miradas recaudatorias a los mismísimos pueblos de indios. De esta manera el reglamento para el arreglo de los propios de la capital quedó totalmente desvirtuado. La ciudad prosiguió con su estrategia de judicializar la cuestión buscando "un mientras no fuera escuchada". Sánchez de Tagle pasa revista a varios pedimentos hechos por la ciudad en orden a vindicar el viejo estilo al tiempo que se daba rienda suelta al orgullo criollo. Como resistir era compartir, pasaron, con respuesta orgullosa, directamente al ataque, conocedores de que en el Consejo de Indias encontrarían un clima que favorecería a los regidores perpetuos. El orgullo criollo denunció la patrimonialización del reino que lo convertía en colonia. Este discurso pretendía echar una columna de humo sobre la poca estimación social que los regimientos por su condición venal tenían. Así lo reconocía el propio mercado privatizado al minusvalorar su precio y la escandalosa abstención de los regidores.

La llegada del virrey Bucareli en 1772 desautorizó todo lo ideado por Areche. En un último pedimento el Regimiento se sirvió suplicar a S. M. "que no haya diputados y personero en esta Ciudad de México, mucho menos con la denominación de regidores honorarios"; regidores honorarios privilegiados además y que según ellos ni un centavo aportaban a la Hacienda por sus oficios pidiendo la exención por "ser corte metropolitana y cabeza de la América Septentrional". De manera que el cabildo reiniciará una resistencia activa en la Representación de 1771, en la que se exponía la necesidad de reactivar el carácter autónomo de su gobierno utilizando para ello a los letrados novohispanos como ariete, siempre dispuestos a litigar por el derecho de los nacidos en el reino del autogobierno y demostrando además sus habilidades jurídicas para desmontar todo lo acaecido durante la visita de Gálvez y el gobierno de Croix. América había dejado de ser un territorio con minoría de edad y "podía demostrar haber tomado estado para entrar en asuntos de la mayor enormidad" (carta de la ciudad a Carlos III escrita en 1771). Se trataba de restaurar el estatuto jurídico pleno del reino versus la consideración de América como mero patrimonio del monarca. De manera que la vinculación a la Monarquía debía contar con deberes, honores y fidelidades, y por supuesto con una obediencia dialogada, deudora de gracia y beneficio.

El final del "sainete" que nos cuenta Sánchez de Tagle es muy significativo: la súplica debía ser atendida judicialmente y restaurarse el viejo orden regido por las leyes, reales cédulas, autos acordados y ordenanzas, y no por la arbitrariedad de los burócratas peninsulares; esto es, el gobierno no debía ser "gubernativo" sino "judicial", que era tanto como decir que se obedecería al Consejo de Indias y no a la secretaría de Estado.

Poco se sabe sobre la actuación y qué pensaban estos regidores honorarios. El mero hecho de que un par de años después los regidores de Puebla de los Ángeles reclamaran el nombramiento de regidores honorarios al igual que en México, nos da una pista: no estarían lejos de sus intereses. En la Península, recordaba Domínguez Ortiz, un tonelero nombrado diputado del Común comenzó a usar espada y peluca como los regidores para de esta forma intentar borrar su origen plebeyo. Todo un síntoma. Si interesantes son las referencias a Gálvez y Croix, Areche, Bucareli, entre otros, no lo son menos las referentes a Arriaga, personaje siempre escurridizo al que sorpresivamente se le supone contrario al Consejo de Indias, o a la actuación del mencionado antiguo superintendente Trespalacios viejo puntilloso que nos recuerda el estilo del fiscal del Consejo de Hacienda, Francisco Carrasco, Marqués de la Corona, ducho en el conocimiento del cabildo novohispano al que desde su cargo de fiscal del Consejo de Indias le echó una mano firme para la restauración de la constitución tradicional de la monarquía compuesta y agregativa.

Finalmente el proceso quedó inconcluso, el rey no compareció, no hubo restitución, tampoco una sanción clara de una orden que obligara mientras se esperaba la respuesta del rey. Esto, lejos de ser frustrante define muy bien el timing reformista: unos promueven, otros aplican, otros resisten e impugnan, resultando todo esto algo más que un mero reflejo de la tensión entre el Consejo de Indias y los ministros secretarios, entre el poder de los magistrados y los ejecutivos de la vía reservada. Las reformas se adaptaban por mor de una resistencia que las desvirtuaba y con frecuencia las convertía en provecho propio. Cuando el virrey Flórez dispuso que las elecciones de regidores honorarios las volvería a hacer él personalmente, el consistorio se quejó porque se le despojaba de "esta quasi posesión", y Sánchez de Tagle remarca este quasi porque la posesión nunca fue sancionada. Todo se desarrollaba "en vía de mientras", nos dice.

De nuevo en 1792 fue devuelto este derecho al cabildo. La desconcertante resolución acerca de las averiguaciones podemos considerarla como un paradigma del gobierno: "justificado como está el deficiente manejo y distribución de las Rentas de aquella ciudad, sólo puede resultar la ruina de muchas familias distinguidas, sin conseguirse el reintegro a las rentas públicas de las cantidades malversadas". En conclusión, el viejo sistema gozaba de muy buena salud y aprovechó las inercias para resistir compartiendo. La realidad resultaba más tozuda ciertamente que el paradigma estatalista, definitivamente frágil. De acuerdo con lo hasta aquí dicho, nos preguntamos por qué Floridablanca hizo el bypass de gobierno a que antes nos referíamos. Entre los teóricos de la reforma como Ensenada y Esquilache, las iniciativas despóticas de Gálvez, Croix y Areche, los "trágala" de Arriaga, Carrasco y Campomanes, Floridablanca buscó hacer un traje administrativo a la Monarquía. Supo el conde murciano hacer el mejor diagnóstico de la Monarquía Hispánica; otra cosa fue que su fe en la corona cegara los caminos de la razón, por lo que terminó practicando la impotencia y la represión.

Y es que el proyecto reformista para la Ciudad de México estaba condenado a ser limitado no tanto por contradicción como por disociación: las componendas, los obstáculos, la marcha atrás y adelante, los esfuerzos por vigilar y controlar a una élite encargada sólo de medrar con las propias reformas, todo esto, digo, queda muy bien retratado por Sánchez de Tagle. Entre rey y reino, gana el reino, gana un corporativismo que supo denunciar la deriva patrimonialista y supo también esperar a que las inercias restauraran las cosas. Qué mejor colofón a lo dicho que recordemos con Sánchez de Tagle que Carlos III concediera en 1776 un delirante título de regidor honorario de la Ciudad de México, concedido en de juro de heredad. Y es que los cambios siempre han sido resultado del conflicto más que del proyecto reformista. En Cádiz la retórica antinobiliaria no fue óbice para que el propio Congreso concediera títulos de Grandeza a perpetuidad y ¡exento del pago de lanzas! Esta es la historia inverosímil de la naturaleza compleja del mundo político del Antiguo Régimen. Desde el principio al final el lector disfrutará intelectualmente de sus páginas. Vale.

1México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1997.

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