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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2017

 

Reseñas

Jessica Ramírez Méndez, Los carmelitas descalzos en la Nueva España. Del activismo misional al apostolado urbano, 1585-1614

Olivia Moreno Gamboa1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, México

Ramírez Méndez, Jessica. Los carmelitas descalzos en la Nueva España. Del activismo misional al apostolado urbano, 1585-1614. México: Conaculta, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015. 323p. ISBN: 978-607-484-655-3.


El libro de Jessica Ramírez estudia el proceso de trasplante de la Orden del Carmen Descalzo a la Nueva España de 1585 a 1615, años en que tuvo lugar la fundación de sus seis principales conventos y de la provincia religiosa de San Alberto. La autora toma distancia de las aproximaciones clásicas (Mariano Cuevas y Dionisio Victoria Moreno) que definieron dicha provincia en función "de los grandes logros evangelizadores de las primeras órdenes religiosas o los jesuitas", y propone en cambio "problematizar en sus particularidades", profundizar en sus transformaciones, en sus dinámicas de asentamiento y en el significado de sus fundaciones con miras a comprender el papel de la orden en los tres siglos de vida colonial.

La obra inicia con un capítulo introductorio sobre el nacimiento de la rama descalza en España, en el contexto de la Contrarreforma y los esfuerzos de Felipe II dirigidos a sujetar a las órdenes monásticas y mendicantes de viejo cuño. Jessica Ramírez explica que desde tiempos de los reyes católicos hubo un enorme interés por reformar las órdenes regulares, aun antes de celebrarse el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI. De manera que el regreso a la observancia, a un estricto apego a la regla, fue un proyecto continuo hasta el reinado de Felipe III. El interés de la corona española por la reforma religiosa no respondía únicamente a la influencia del humanismo y la devotio cristiana; aquella fue vista como un instrumento de control social y eclesiástico y, sobre todo, como un medio para fortalecer la potestad real frente al poder papal que disputaban por conducir la reforma católica. En este complejo escenario la autora destaca la figura y la autoridad de Felipe II, quien prácticamente logró arrebatar a la Santa Sede la reforma de las órdenes religiosas en España, valiéndose de un poderoso instrumento: el Regio Patronato.

El patronato no sólo permitió a Felipe II decidir qué tipo de reforma se llevaría a cabo en sus dominios, sino también "controlar [las] estructuras internas de las órdenes religiosas con la finalidad de limitar sus privilegios y su autonomía". De este modo, los dictados de Trento respecto de la reforma de los regulares en España estuvieron sujetos a la voluntad de su monarca. Cabe apuntar que Felipe II no veía con buenos ojos la fundación de nuevas órdenes, pues ello significaba alimentar los vínculos con Roma. Por esta razón, explica la autora, casi no se crearon nuevas órdenes en la Península, prefiriendo el monarca reformar las que ya existían­ y reorientar sus actividades para impulsar la evangelización de las Indias. ¿Por qué entonces Felipe II sí favoreció el desarrollo del Carmen Descalzo? En primer lugar, Jessica Ramírez explica que esta no necesariamente fue vista como una orden nueva, sino como una rama reformada de la antigua mendicante calzada. En efecto, el Carmen Descalzo nació de la reforma teresiana y, al igual que otros movimientos de renovación religiosa, perseguía la perfección espiritual por medio de la oración, la disciplina y la meditación, lo que equivalía a un retorno a la regla primigenia. También contaron su origen castellano (libre de influencias externas, sobre todo romanas) y la admiración personal que Felipe II sentía por la madre Teresa de Jesús, líder espiritual del movimiento descalzo. Otro factor importante que le valió al inicio el respaldo del monarca fue que entre los carmelitas descalzos el ejercicio del espíritu no se oponía con un apostolado activo en el mundo. Así, esta nueva orden se erigió con un doble cometido, contemplativo y misional, vistos como indispensables en la reconstitución del orbe católico.

El apoyo de Felipe II fue decisivo en la creación de la primera provincia religiosa del Carmen Descalzo en España (1570) y su elevación a congregación (1587) por Sixto V. Pero este reconocimiento le significó sujetarse a los mandatos del concilio tridentino, así como a la política eclesiástica del monarca, quien veía como tarea prioritaria la evangelización de los territorios ultramarinos. Luego, en lugar de una vida de clausura y contemplación, Felipe II esperaba que los carmelitas descalzos se lanzaran a misionar en zona de infieles, y con este cometido autorizó su traslado a las Indias en 1585.

Mientras tanto, dentro de la provincia castellana ya se habían desatado los primeros choques derivados de dos formas de concebir el carácter y los objetivos de la orden: por un lado, entre aquellos frailes que se decantaban por la vida contemplativa dentro de los conventos; y por el otro, los que se inclinaban por el activismo misional en tierra de "infieles". A esta última facción pertenecían los primeros carmelitas que pasaron a la Nueva España en 1585, pese a la oposición de su provincial, fray Nicolás de Jesús María Doria (1585-1594), partidario del recogimiento. Con todo, su traslado fue aprobado por el rey y el Consejo de Indias, quienes además coadyuvaron a la veloz acaso apresurada conformación de la provincia religiosa de San Alberto, la única que tuvo el Carmen descalzo en Nueva España.

Fue así que los hijos de Santa Teresa se insertaron inicialmente en la política eclesiástica de Felipe II, quien esperaba servirse de las órdenes nuevas para reforzar la jerarquía eclesiástica en Indias y, al mismo tiempo, lograr "un estrecho control sobre la Iglesia" en esos dominios. Sin embargo, como demuestra la autora a lo largo del libro, una vez asentados en Nueva España los carmelitas fueron desarrollando sus propios intereses al cobijo de la sociedad virreinal; intereses que en ocasiones se oponían a los deseos del monarca y los obispos.

El rápido desarrollo de la provincia de San Alberto, que en 1596 (apenas una década después de haber desembarcado los primeros 12 en Veracruz) ya contaba con cinco fundaciones en el centro del virreinato, fue posible, de este lado del Atlántico, gracias al consenso del virrey Marqués de Villamanrique y del arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras, como muestra la autora al tratar el establecimiento de la orden en la capital de la Nueva España.

En esta parte del libro Jessica Ramírez ofrece una aproximación novedosa al tema, pues hace del espacio urbano un elemento interpretativo y no un simple telón de fondo. De este modo es posible comprender la inserción de la orden carmelita en el orden parroquial de la capital y en un momento de fuertes pugnas jurisdiccionales entre los dos modelos de Iglesia: por un lado el mendicante (que defendía la división urbana en dos repúblicas, la de indios y la de españoles), y por el otro el diocesano (con la catedral como centro del culto y un rosario de parroquias seculares a su alrededor, sin distinción étnica ni social). Aquí, la autora deja ver claramente cómo la ubicación de los carmelitas al oriente de la ciudad, en la abandonada doctrina indígena de San Sebastián, respondió sobre todo al interés del arzobispo por frenar la intromisión de los franciscanos en esa zona (cuya administración tocaba, según la mitra, a los clérigos de la parroquia española de Santa Catarina). El prelado preveía que la estancia de los carmelitas en la ermita de San Sebastián fuera corta, pues el plan original era que de la capital pasaran a misionar al norte del virreinato y a las Filipinas, tal como había acordado con el monarca.

Pero mientras esto sucedía, los carmelitas se convirtieron en doctrineros, impartiendo sacramentos a los indios de aquel barrio en calidad de coadjutores (curas auxiliares) del párroco de Santa Catarina. Su inserción en el orden episcopal y subordinación al clero secular iban en consonancia con la política regia de secularización de la Iglesia indiana. En un principio, con tal de ganar un lugar en la ciudad y consolidar su provincia novohispana, los descalzos colaboraron con las autoridades virreinales. Pero los proyectos que emprendieron al poco de asentarse en San Sebastian auguraban ya un cambio de dirección.

A la edificación de un templo más grande, en sustitución de la pequeña y destruida ermita, siguió la construcción de un convento independiente donde pudieran vivir de acuerdo a su regla, en celdas individuales, y fundar un noviciado a mediados de la década de 1580. Fue entonces cuando manifestaron abiertamente su descontento por "la ruptura de la clausura y la inasistencia al coro" a que los obligaba la cura de almas. Y es que una fracción de la orden, encabezada por el provincial fray Juan de Jesús María, se preparaba para retornar a la contemplación, no sin la oposición de algunos hermanos que veían en San Sebastián "el único reducto de activismo entre los indios que tenía la Orden" y la oportunidad de compaginar la vida contemplativa con el trabajo misional por el cual el rey los había enviado a Indias.

El triunfo de la facción claustral y el abandono de la ermita de San Sebastián en 1607 no resolvieron empero las divisiones dentro de la provincia. Además, a ésta vino a sumarse el disgusto del monarca por una medida tomada sin su beneplácito, que resultó en la pérdida de las limosnas que les daban a cambio de sus servicios parroquiales. A ojos del monarca la orden se apartaba de la misión pactada, por lo que en adelante le fue retirando su apoyo.

El regreso a la clausura no significó que los carmelitas estuviesen dispuestos a perder los privilegios ganados en Nueva España. Al igual que las demás órdenes religiosas -advierte Ramírez-, el Carmen Descalzo procuró mantener "su influencia en la sociedad y, sobre todo, su independencia respecto del prelado diocesano". Una vez asentada inició un rápido proceso de adaptación al mundo novohispano; un mundo, como bien se sabe, que ofrecía a los regulares grandes ventajas políticas y económicas.

En el obispado de Puebla los descalzos también contaron con el apoyo del prelado Diego Romano (1578-1606) para fundar dos casas: una en la Angelópolis y otra en Atlixco. Cabe aclarar que este apoyo fue extensivo a los jesuitas y a los franciscanos descalzos o dieguinos, pues con la presencia de estas nuevas familias religiosas el obispo pretendía debilitar el poder económico y la influencia de los mendicantes, toda vez que la corona recién había puesto en suspenso el proceso de secularización (1585). Así, en 1586, la orden tomó a su cargo la ermita de Nuestra Señora de los Remedios, donde el gremio de sastres tenía su cofradía. El Ayuntamiento les dio solares y agua para su mantenimiento. Al poco tuvieron necesidad de erigir casa y noviciado (que ya funcionaba en 1588), y para 1600 iniciaban la construcción del convento de Atlixco, en la villa española de Carrión, donde podrían encontrar el apoyo de ricos fieles.

De este modo, los obispos de México y Puebla "otorgaron a las nuevas órdenes un espacio en las ciudades para que se mostraran entre la población con una actividad evangélica desde la oración y las letras, y no bajo la cura de almas". Pero al igual que el monarca tras el abandono de San Sebastián, el obispo Romano retiró su apoyo a los carmelitas en cuanto éstos dieron las primeras muestras de insubordinación. En Puebla la ruptura entre el prelado y la orden fue tan grave que Romano impidió la fundación de un desierto carmelitano en el obispado.

En líneas generales, lo acontecido en las ciudades de México y Puebla se reprodujo también en Valladolid y Guadalajara, donde el Carmen Descalzo fundó dos nuevos establecimientos con el apoyo del cabildo y del obispo, respectivamente. Estos conventos dieron a la provincia de San Alberto el número de casas necesario para independizarse de la metropolitana, lo cual suscitó fuertes conflictos con las autoridades peninsulares, que lucharon por frenar su expansión hacia el septentrión novohispano y su ímpetu evangelizador. Es probable, dice la autora, que a ello se debiera también que los carmelitas no lograran finalmente establecerse en Nuevo México y pasar a Filipinas y California.

Hacia el primer cuarto del siglo habían triunfado en la orden el apostolado urbano, la clausura, el estudio y la vida contemplativa. En Nueva España, la fundación del convento de Querétaro (1614) señala precisamente esta reorientación y lo que la autora califica como un "retroceso territorial" de la provincia, que se replegó hacia el centro del virreinato y las villas españolas. Bajo esta misma línea la autora interpreta la transformación del objetivo fundacional del Santo Desierto o yermo carmelitano en los montes de Santa Fe o Cuajimalpa. Contrariamente a lo que afirman otros estudiosos, que atribuyen al yermo una función exclusiva de retiro y oración, Jessica Ramírez demuestra que la finalidad de tal recogimiento era preparar espiritualmente a los religiosos que saldrían a las misiones. No obstante, este propósito se fue diluyendo a medida que la orden se alejaba del ideal de activismo evangélico, manteniéndose sólo el contemplativo.

Por fin, la inserción de los carmelitas descalzos en la sociedad novohispana se completó con la fundación del Colegio de San Ángelo, que por problemas de jurisdicción con otras órdenes y la oposición del definitorio general, terminaría fundándose fuera de la Ciudad de México, en el pueblo de San Jacinto, en Coyoacán, donde alejados del bullicio y los "peligros" del mundo los estudiantes podrían dedicarse al estudio y la oración.

Fruto de una década de cuidadosa investigación, sustentada en fuentes inéditas de primera mano procedentes de acervos nacionales y extranjeros, así como en una amplia revisión de la historiografía clásica y actual, el libro de Jessica Ramírez estudia las primeras tres décadas de presencia del Carmen Descalzo en Nueva España en el contexto de la Contrarreforma, la expansión hispánica en América y los primeros intentos por secularizar la Iglesia en Indias. Si bien representa un valioso esfuerzo de síntesis histórica, no por ello tiene la pretensión de ser un trabajo cerrado. Por el contrario, la autora advierte que aún queda mucho por hacer en relación con el estudio de las órdenes religiosas en el periodo colonial, en particular sobre la que se ocupa este trabajo.

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