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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2017

 

Reseñas

Romain Bertrand, Le long remords de la conquête. Manille-Mexico-Madrid. L'affaire Diego de Ávila (1577-1580)

Thomas Calvo1 

1El Colegio de Michoacán, México

Bertrand, Romain. Le long remords de la conquête. Manille-Mexico-Madrid. L'affaire Diego de Ávila (1577-1580). París: Seuil, 2015. 566p. ISBN: 978-202-117-466-3.


Era inevitable que Romain Bertrand , investigador del Centro de Estudios y de Investigaciones Internacionales (CERI), Sciences Po, París, especialista en Indonesia y en Asia del Sureste, acabara topándose con el imperio español, por lo menos de Filipinas a Nueva España. Se trata aquí de dar vida a un estudio de caso, como lo haría la microstoria italiana, pero con un tejido colonial, es decir, que abarca varios espacios y universos, esencialmente alrededor del Pacífico: todo ello implica dominantes (vencedores) y dominados (vencidos), católicos, paganos e islamistas, cada uno restituido a partir de sus propias palabras y gestos: "a partes iguales" en la medida de lo posible.1

En 1577, el niño novohispano Diego Hernández de Ávila tiene apenas 11 años. Vive desde hace dos años con un tío, un religioso del convento de San Agustín de Cebú (islas Bisayas), en el corazón del archipiélago filipino. Diego tiene relaciones más que cercanas con una joven india filipina, que practica con él varios sortilegios. Esto llama la atención; se abre una encuesta, la cual toma matices insospechados ya que cae en manos del propio gobernador de las islas en Manila, Francisco de Sande. La mujer, Inés Sinapas, es torturada y condenada a muerte; al niño lo mandan de regreso a México, con una condena de diez años de galeras.

La intervención del gobernador da un tinte político a un asunto que debería moverse entre creencias y prácticas locales y occidentales. ¿Por qué? Los sortilegios de Inés hicieron que el joven Diego tuviera alucinaciones. En un sueño visitó los infiernos, donde los demonios le dijeron que había un lugar reservado para Sande: es una descripción precisa, imaginativa; sin duda el niño recordó las enseñanzas del tío agustino.

El testimonio de Inés, aun mediatizado por los traductores, los clérigos y el propio gobernador quien participó en su interrogatorio durante la sesión de tortura, es mucho más complejo, nos remite a la cultura de las Bisayas de la segunda mitad del siglo XVI, entre influencias procedentes del sur, malaya e islámica, y del norte, es decir, hispana y católica, y con un fondo propio, pagano. Bajo las hechicerías y demás brujerías endemoniadas que perciben los españoles que rodean a Inés en esos instantes de intenso dolor, Bertrand hace aflorar los vestigios de la religión bisaya. Esencialmente sus sacerdotisas, las babaylan, con sus trances; son mujeres poseídas por el diwata, en relación con los anitos, genios locales protectores, y utilizadoras de tibores, objetos rituales y de ofrenda de origen chino. Lo anterior tiene su atractivo, hasta para los españoles que son grandes consumidores de manganito, un ritual de desembrujamiento. Todo esto sale a la luz en el último y más largo capítulo de la obra: "El silencio de las brujas". Es el más novedoso para nosotros en materia de aportación directamente histórica: poco sabemos de esas redes y saberes tejidos en el sureste asiático. Es el discurso del método del autor: leer los documentos occidentales como palimpsestos cuando no se puede recurrir a los vernáculos. Su dominio de uno y otros universos le permite llegar a conclusiones amplias: en el siglo XVI el pensamiento en Asia del Sureste es de tipo "analógico", como ocurre en Europa y Nueva España (p. 284).

Solo queremos añadir que desde México (Nueva España), no debemos considerar ese universo como alejado de nosotros, como puro exotismo: únicamente apto para comparar mestizajes o procedimientos coloniales, sin otras relaciones o cercanías. Resulta que si en Filipinas hay que esperar a 1620 para disponer de firmas en caracteres filipinos no latinizados (pp. 233 y 459), Paulina Machuca, investigando sobre Colima, los encuentra desde 1600-1604, procedentes de "indios chinos" (filipinos).

El gobernador Sande nos remite a otro ruido, el de la conquista. Rumor que por lo demás se está extinguiendo cuando él, hombre del rey, llega a Filipinas como gobernador (1575-1580). Entonces empieza, bajo la batuta de los religiosos, el profundo remordimiento que se come las conciencias: "Ya nadie, en las Indias, puede ignorar que un latigazo o una estocada es un paso hacia el infierno" (p. 11). Esto da origen a sentimientos encontrados, una inestabilidad emocional que el recién llegado Sande sabe aprovechar. Como letrado luchará en varios frentes, contra los conquistadores, contra los religiosos, contra la incertidumbre y la ambigüedad de un universo extremadamente frágil. Hidalgo, aunque sea simplemente de ejecutoría, emprenderá el combate con sus propias armas: la defensa de su honor y linaje terminará como caballero de la orden de Santiago; su participación en la clientela de Juan de Ovando; su lealtad fue el juez implacable en el complot de los Cortés; y su moral flexible es tan corrupto como los demás. Así entendemos mejor lo que representan para él, lo mismo que los sueños de Lucrecia para Felipe II por las mismas fechas,2 las visiones de Diego. Más cuando el niño y su entorno (religiosos, pobladores) expanden el relato hasta entre los pajes del gobernador, provocando escándalo y risa: es todo lo que no puede soportar Francisco de Sande, muy atacado desde otros frentes.

Independientemente de si somos especialistas en el imperio español o no, etnohistoriadores o no, ¿qué nos puede aportar esta obra de Romain Bertrand? En primer lugar una reflexión sobre el manejo de los relatos de vida que se apegan a "lo excepcionalmente normal" (p. 307), o simplemente de las vidas no olvidemos que el término biografía es reciente. Aquí, en la introducción y en la conclusión, enmarca su propósito: los personajes le interesan porque son "personas socialmente determinadas [...]. Son los avatares de 'tipos de hombres' específicos" (p. 27). Pensándolo todo, al final del camino, vuelve: "si el ministerio del historiador puede teñirse de afecto o de despecho, no debe jamás depender únicamente (seulement) del atractivo ligado a la anécdota de un carácter, porque le corresponde relacionar cada discurso a la capa profunda de enunciados de donde procede, y esto dado, reinscribir cada palabra en el lugar de donde surge" (p. 312). Todo historiador dedicado a cazar vidas podrá estar de acuerdo con sus propias apreciaciones. En lo personal, me adhiero a la meta taxonómica, social finalmente: no trabajamos de gratis. Subrayo el "lugar", sea precisamente social, político, cultural o geográfico, y lo más habitual, entretejido. Ya Bertrand había dado indicaciones anteriormente: "sobre todo la intención no es tomar la palabra que corresponde a los actores, se trata más bien de habitar con la misma intensidad cada uno de los lugares de su palabra" (p. 25).

Discuto el adverbio "únicamente" citado más arriba; entiendo que para el rigor y la honestidad de Romain Bertrand , la empatía es ante todo una concesión, un moindre mal: tal vez no sea yo tan honesto y riguroso, pero veo en ella un mal nécessaire, de donde surge la ocasión, la pregunta, y esa "intensidad" que él mismo tanto anhela. Después, sí es cierto, hay que domeñar la simpatía. Pero aprecio, al fin, que Bertrand no la mande al baúl de los trastes inservibles.

"La capa profunda de enunciados." Aquí está el secreto del arte del autor, que ha encontrado su forma original de escribir la historia algo que muchos buscamos. Es un comentario fino, por capas sucesivas, de hechos y sobre todo de textos reveladores, sin nunca perder pie, siempre concreto: "el descubrimiento" y la conquista fueron sobre todo asuntos de escribanos, "la Conquista absorbió un número considerable de volúmenes de papel: Legazpi y sus escribas consumieron por lo menos 63 resmas aproximadamente media tonelada entre 1564 y 1570" (pp. 20-21). En medio de un bosque de circunstancias y de almas disímiles, esto da firmeza a la pisada, que por lo tanto se puede aventurar en terrenos muy deleznables, tratando de ir de lo exterior a lo interior de las vidas, aquí sobre todo la del gobernador, el único con un universo delimitado y avasallador, rico en referencias. Leer las páginas dedicadas a "sondear el corazón y los riñones" (como se dice en Francia) de Francisco de Sande es como tener la sensación, entre escalofrío y excitación, de bordear abismos, de poder a todo momento errar, caer o alcanzar una cima de verdad, que por lo demás sabemos ilusoria. La serenidad de Bertrand le evita el encierro y le da la seguridad que nos seduce. Y sabe seguir todos los senderos: Sande es a la vez extremeño y producto del Imperio hasta su extremidad más lejana, Manila; es hidalgo y letrado, leal a su rey y fiel a su linaje.

Serenidad, o firmeza de una demostración bien construida y bien documentada: en realidad esto dice poco, si no se llega a lo esencial de esta demostración de escritura histórica. Es una escritura literaria, con una erudición asumida y relegada. ¿Qué quiero decir? Hay aquí dos escrituras y dos lecturas posibles: una para los legos, otra para los expertos (pertenezco a las dos categorías). La primera se limita al texto, suficiente en sí mismo, atractivo, con un lenguaje claro e inventivo, eficaz. La segunda integra las notas, detalladas, profundas, con amplios conocimientos, pero voluntariamente relegadas al final del libro: es otro placer, son otras vetas de saber.

Si hay un placer de la lectura, hay al principio, un placer de la escritura: la que conduce el autor a insertar en medio de su libro un breve poema en prosa donde las nieblas del lago de Como se juntan con las de la Conquista: es una forma nueva de licencia histórica, si no es que poética. Con ello volvemos a la empatía ya recordada, es parte del largo recorrer del historiador, quien caminó aquí a partir de los acantilados de la vieja Hispania y los desiertos de la Arabia felix, pasando por los estrechos de Malacca y la bahía de Acapulco, para llegar al archipiélago filipino: es parte del regalo que recibe el lector, junto con los mapas claros y las imágenes sugerentes.

El verdadero misterio en todo esto: ¿simpatía hacia quién? ¿El Niño evanescente, la india Inés disuelta en el ácido hispano? Y por qué no, el temible Francisco de Sande, surgido de un tiempo donde soñar era también hacer teología y política.

1Romain Bertrand, L'histoire à parts égales. Récits d'une rencontre Orient-Occident (XVIe-XVIIe siècle), París, Seuil, 2011.

2Richard Kagan, Los sueños de Lucrecia. Política y profecía en la España del siglo XVI, Madrid, Nerea, 1991.

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