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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2016

 

Reseñas

Celeste González de Bustamante, “Muy buenas noches.” México, la televisión y la Guerra Fría

José Alberto Moreno Chávez* 

* Escuela Nacional de Antropología e Historia

González de Bustamante, Celeste. “Muy buenas noches.” México, la televisión y la Guerra Fría. Kanarski, Jan Roth. México: Fondo de Cultura Económica, 2015. 314p. ISBN: 978-607-162-411-6.


Aunque la televisión mexicana ha sido, desde mediados del siglo XX, la productora por excelencia de programación en América Latina, la mirada de los historiadores hacia ella ha sido escasa. Probablemente el tema de la historia de la televisión y sus productos se ha considerado frívola, cuando no procaz; prejuicios que han nutrido una verdadera historia negra en torno al aparato doméstico, fabricando más anecdotarios que verdaderas historias. Con intenciones opuestas a las de los anecdotarios, el estudio de Celeste González de Bustamante nutre a la historia de la televisión mexicana desde una visión crítica a partir de la función política y social de los noticieros transmitidos entre los inicios de la década de los cincuenta y 1970.

Valiéndose de dos conceptos clave, hibridez cultural y encuadre, la autora encuentra un marco híbrido para entender la problemática de los noticieros mexicanos durante la Guerra Fría. La hibridez cultural hace referencia a prácticas que al provenir de dos culturas distintas provocan una tercera forma cultural, ejemplificada en el encuentro entre la novedosa producción de noticieros televisivos en Estados Unidos con la tradición periodística mexicana, los cuales engendraron -primeramente- noticieros en donde se leían los diarios (el ejemplo preciso era Leyendo Novedades) y que avanzó hacia formas más sofisticadas, como 24 Horas, con un lenguaje particular tanto en la preparación de las notas como en la selección de las imágenes para transmitirse. Así el encuadre se entiende como la particularidad con la que se transmite una noticia, dejando al descubierto énfasis por parte del locutor, la interacción entre voz e imágenes a la par del mensaje. De esa manera, las noticias en México acerca de la Guerra Fría presentaban un marco híbrido desde donde se narraba la Guerra Fría con particularidades locales, aunque fueran noticias internacionales.

Regida por un arco desde el pionero Noticiero General Motors hasta 24 Horas, la cronología resguarda a su vez la tensión que provocaba la Guerra Fría en las sociedades de la posguerra. En ello la autora tiene un acierto. La revisión histórica reciente de la Guerra Fría la ha resituado -sin disminuir la tensión principal entre la llamadas superpotencias- en una serie de conflictos a niveles varios de enfrentamiento o tensión, dentro de los cuales América Latina fue una parte activa y central del conflicto. Los trabajos seminales de Daniela Spenser, Greg Grandin y Gilbert M. Joseph acerca de la relevancia geopolítica durante la Guerra Fría, encuentran buen eco en el libro de González de Bustamante, cuyo eje es entender la manera en que los noticieros mexicanos transmitieron ciertos episodios del conflicto entre superpotencias y comprender a su vez el papel de México dentro de la Guerra Fría desde sus horizontes mediáticos.

Dentro de los aspectos que definen a la guerra moderna está la propaganda y la Guerra Fría fue un acto propagandístico por excelencia; ante ello la importancia de también encontrar en los medios los trazos del conflicto. Igualmente, entender la manera en la cual se transmitió a los televidentes en México ofrece nuevas lecturas sobre el papel del gobierno mexicano en él y de los medios locales para transmitir visiones precisas y discursos políticos. Como los noticieros mexicanos lo transmitían, a los gobiernos mexicanos (desde Miguel Alemán Velasco hasta Gustavo Díaz Ordaz, presidentes en los que se centra el libro) les gustaba dar una perspectiva del país como un gobierno pacífico y amigo de todas las naciones sin importar su tendencia ideológica. Tales mensajes pacifistas aseguraban la neutralidad diplomática mexicana entre las audiencias, aunque la realidad era que la diplomacia mexicana no operaba ni tan neutral ni tan alejada del Departamento de Estado. Si bien el interés de Celeste González no es develar el doble juego de la diplomacia mexicana durante la Guerra Fría, el análisis de los noticieros lo hace.

A partir de seis estudios de caso (que comprenden del segundo al séptimo capítulos) la autora se adentra en el marco híbrido que representó la transmisión de la Guerra Fría en México. Sin embargo, la profundidad de los análisis es disímbola. Como explica Celeste González en la introducción: la fuente televisiva en México es difícil de consultar por políticas internas de Televisa (empresa que resguarda la mayoría de las fuentes que consultó), porque el archivo ha perdido documentos en desastres (como el terremoto de 1985), y porque algunos se dañaron dada la fragilidad de los materiales de grabación o por descuido de empleados. La suma de estos factores hace difícil consultar las fuentes televisivas mexicanas: en muchos casos se perdieron las imágenes pero sobrevivieron los guiones de los noticieros. Es muy complicado para el investigador dedicado a la televisión prescindir de las imágenes, especialmente para el análisis a partir del encuadre, ya que se prescinde de facto del elemento que hace a la televisión un medio de comunicación audiovisual. Esta cuestión de documentos fragmentados (lo cual no es extraño para ningún historiador) provoca la diferencia en el análisis de cada caso; no obstante, el trabajo de archivo, por parte de la autora, es muy destacado.

Una virtud de Muy buenas noches es comprender que la historia de la televisión -en México y en cualquier otro sitio- está inmersa en un proyecto especial de modernidad que emergió después de la segunda posguerra y que la situaba como un concilio entre la tecnología y la vida cotidiana. Dentro de esta condición, la televisión se presentó como el aparato doméstico que llevaría diversión a la intimidad de los hogares; diversión que necesitaba de tiempo libre y atención por parte del espectador. En el primer capítulo, Celeste González deja claro que la introducción de la televisión fue considerada un problema cultural y educativo por ciertos intelectuales (Carlos Chávez, director del INBA y Salvador Novo, como los más destacados) y miembros del gobierno, que veían ese tiempo dedicado a la televisión como un tiempo perdido. A pesar de lo que relata la leyenda negra, los orígenes de la televisión en México fueron más bien confusos: tanto por parte de los primeros concesionarios (que a los mencionados se les sumaba el ingeniero Guillermo González Camarena, inventor de la transmisión a color), quienes competían salvajemente por poco auditorio y escasas ganancias, como por parte del gobierno, quien tampoco tenía muy claro para qué servía el nuevo aparato y habían otorgado las concesiones de onda a particulares para desarrollarlo.

No obstante la confusión inicial, los vínculos entre los concesionarios y el gobierno dejaron en claro que una de las funciones esenciales de la televisión en México era transmitir la realidad nacional; realidad siempre mediada por la Secretaría de Gobernación y una reglamentación con un amplio margen de interpretación jurídica que daba cauce a la censura gubernamental y a la autocensura editorial. Al igual que con la prensa escrita o la información radial, los noticieros televisivos tenían un margen muy corto para ejercer el derecho a la libertad de expresión; sin embargo, y en reciprocidad ante la renuncia del ejercicio, el gobierno retribuía a los concesionarios con negocios y a los periodistas y conductores con pagos periódicos -el infame “chayote”-, con lo que se aseguraba lealtad al sistema. De esa manera, la transmisión de la realidad nacional era una construcción narrativa en la que participaban tanto el gobierno como los medios de comunicación, aunque éstos fueran negocios privados. Es importante resaltar esta condición: el gobierno mexicano no necesitaba poseer una televisión pública, la televisión privada estaba dispuesta a transmitir sus mensajes sin que existieran vislumbres de crítica u oposición.

La historia de la construcción de una realidad mediática es el tema central del libro, y en especial la construcción de una Guerra Fría para los televidentes locales. Sin caer en posmodernismos, Celeste González de Bustamante deja claro que la televisión mexicana produjo una versión propia del conflicto, aunque ésta no se alejara de la perspectiva de Washington y menos aún de la de Tlatelolco (sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores), produciendo una hibridación cultural y una adaptación local de los significados de la Guerra Fría. Esta perspectiva contradice las anteriores, que situaban la transmisión de noticias internacionales como parte de un sistema de imperialismo cultural. La autora prueba que la Guerra Fría visualizada desde México tuvo elementos particulares que a la postre funcionaron para legitimar el autoritarismo interno y la ausencia de democracia. En particular se confrontaba a un mundo “exterior” invariablemente en guerra frente a un México que -supuestamente- era un oasis de paz y ausencia de conflicto. Así, los televidentes de los noticieros entre 1950 y 1970 se exponían a un mundo caótico de enfrentamientos entre la Unión Soviética y Estados Unidos, donde la primer potencia mantenía el papel de villano invariablemente, y donde México era un símbolo de paz y prosperidad; condiciones supuestamente alcanzadas porque el régimen político las había logrado en beneficio del pueblo mexicano.

La modernidad fue otro de los elementos mediáticos que encontró eco en la transmisión de la Guerra Fría. El régimen buscaba dar a México una imagen de modernidad tecnológica y bienestar generalizado. Esta visión iba acompañada de un discurso de política exterior, desde el cual se ubicaba al presidente como una figura clave en el mundo de la posguerra, y en especial como un líder latinoamericano por excelencia y un actor internacional en simetría con el presidente de Estados Unidos. Aunque en realidad el poder de los presidentes mexicanos en la escena internacional era asimétrico frente a Estados Unidos y los intereses diplomáticos mexicanos en América Latina siempre estaban en un segundo plano, los noticieros transmitían una imagen muy distinta. En consecuencia, la autora analiza el presidencialismo desde su vertiente mediática como formador de la imagen de grandes líderes, en especial de cara al vértigo de la Guerra Fría.

González de Bustamante hace evidente que el protagonismo de la diplomacia mexicana tuvo un fuerte aliado en los noticieros, los cuales exageraban los adjetivos elogiosos a las visitas al extranjero y reuniones internacionales por parte del presidente. Igualmente, los noticieros tendían a cubrir de manera más amplia y halagadora las visitas de los mandatarios y oficiales estadounidenses que la de sus pares soviéticos. No dudaba en mostrar a un México amigable para ambos bandos ideológicos, aunque se fuera más amable con las visitas de Washington. Este hecho puede tener varias lecturas, ya fuera porque los Azcárraga simpatizaban más con Estados Unidos (y sus productos) o bien porque el gobierno mexicano buscaba mostrar un “doble juego” ante las superpotencias. Aquí disiento de la autora: si bien el discurso mexicano durante la Guerra Fría fue mostrar una neutralidad “amigable” para ambos bandos, el presidente y la Secretaría de Relaciones sabían que eran parte de la esfera de influencia estadounidense en su primer círculo y que si bien podían mostrar ante los medios y los discursos públicos una neutralidad equilibrada, ésta no era posible en la realidad. Incluso, se puede pensar que durante la Guerra Fría México no fue un país neutral, fue un buffer state (“Estado colchón”), término diplomático que se refería a los Estados en donde podían operar los servicios estadounidenses de manera amplia sin que ello involucrara expresamente al gobierno local en un bando dentro de la Guerra Fría. Por ello, su condición de buffer state hacía que la cobertura internacional en México se deslizara hacia Estados Unidos, aunque también se cubriera de manera neutral a los países tras la Cortina de Hierro.

Mostrar un México moderno a la audiencia local no es un tema evidente, todo lo contrario: requirió de una excelente estrategia mediática para convencer a los televidentes de que su entorno lo era. Celeste González mantiene la tensión de la transmisión de un México moderno a lo largo de la obra como un leitmotiv: ya sea en los festejos de la independencia, en el sufragio femenino o en la preparación de los Juegos Olímpico de 1968, la imagen de la modernidad siempre está tocando a la puerta. ¿Qué significaba la modernidad mexicana? Sin duda lo eran las grandes obras urbanas y el avance tecnológico. Ser modernos se significaba por medio de ambos aspectos, que cumpliendo su ciclo teleológico configurarían a un mexicano feliz en un entorno tecnológico provisto por el régimen. De esa manera logros políticos como el voto femenino (analizado de manera somera en el capítulo 2) o las demandas sindicales y las manifestaciones estudiantiles no eran parte de esa modernidad transmitida desde la televisión.

En síntesis, el libro “Muy buenas noches.” México, la televisión y la Guerra Fría es un muy buen texto para entender la formación de los noticieros en el México de la Guerra Fría. No obstante, se puede pensar que el material más rico para analizar la política mediática mexicana hubiera estado en las notas locales; por supuesto que esto no es la intención de la autora, quien deja claro que busca en las notas mexicanas sobre los conflictos de la Guerra Fría un nuevo marco conceptual, el cual logra con creces. Sin embargo, hay partes en el libro en donde se extraña una investigación más profunda de ciertos episodios: uno es el papel de las mujeres en las noticias, que hubieran necesitado de mayor presencia y se sostienen como tímidos bemoles. Igualmente -y ese era un problema de la fuentes, ya descrito- hubiera faltado ver las notas. Pienso que para analizar, por ejemplo, los noticieros conducidos por Jacobo Zabludovsky, era primordial ver cómo el conductor presentaba las notas, tanto porque Zabludovsky era un verdadero artífice del lenguaje corporal, como por su uso de los tonos de voz para dar importancia a una noticia o reducirla; documentos que habrían dado otras lecturas a las fuentes. También opino que los vínculos entre la política y la televisión, si bien presentes a lo largo del texto, en algunas ocasiones se pierden dentro de las noticias y en especial en coyunturas específicas, como el enfrentamiento entre “alemanistas” y “henriquistas” o las propias peleas entre Echeverría y los Azcárraga. De cierta manera, el texto da la visión de que el régimen priista tenía conflictos exclusivamente con obreros o estudiantes pero no en su interior. Quizá no era el objetivo de su investigación, pero bien hubiera valido la pena hacer mayor énfasis en las disputas dentro del régimen y en la manera en que éstas eran encubiertas al público mediante noticias internacionales, condición que se dibuja pero no se profundiza. No obstante, el libro de Celeste González de Bustamante es un acercamiento valioso para abrir la historia de la televisión mexicana, tema que ha sido muy poco abordado por los historiadores mexicanos y que debería tener una importancia ineludible para comprender la segunda mitad del siglo XX.

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