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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.4 Ciudad de México Abr./Jun. 2016

 

Reseñas

Óscar Mazín Gómez y José Javier Ruiz Ibáñez (eds.), Las Indias Occidentales. Procesos de incorporación territorial a las Monarquías Ibéricas

Nadine Béligand* 

* Université Lumière Lyon 2

Mazín Gómez, Óscar; Ruiz Ibáñez, José Javier. Las Indias Occidentales. Procesos de incorporación territorial a las Monarquías Ibéricas. México: El Colegio de México, Red Columnaria, 2012. 471p. ISBN: 978-607-462-393-2.


La historia de los encuentros imperiales, tal como se piensa a partir de la dimensión universal de las Monarquías Ibéricas, se interroga sobre las condiciones en las que se produce, a través de las circulaciones, una hegemonía imperial, sus éxitos así como sus fracasos. Las historias conectadas, que se inspiran de la historia comparada y en la World History, son de varios mundos y rebasan la estructura opresores (centro, metrópoli)/oprimidos (periferias, “colonias”); están vinculadas entre sí, comunican de una a otra y son antes que nada narraciones realistas de las interacciones, una descripción de las redes imperiales, de sus actores, y un discurso explicativo sobre la naturaleza de dichas conexiones.

Gracias a esa renovación historiográfica, algunos historiadores interrogan la génesis política de estos mecanismos. Así, la historiografía reciente de los procesos de incorporación de las “islas y Tierra Firme del mar océano” subraya que la pluralidad jurisdiccional en el seno de la Monarquía católica ha sido la norma; esto atestigua la expresión “monarquía de las naciones” o el adagio “Un rey, una fe, muchas naciones”.1 Para comprender dicho entramado imperial, es decir, captar las Monarquías Ibéricas en sus prácticas y desde sus legitimidades propias, conviene estudiar, por ejemplo, el gobierno, la administración, las construcciones sociales, las definiciones identitarias, la circulación de las personas, de los objetos, de las ideas y de las culturas políticas. En efecto, así como lo demuestra este libro, el poder de los reyes se estableció gracias a alianzas múltiples con los poderes regionales y locales que podían garantizar la fidelidad de sus sujetos. Es lo que se suele designar bajo el término “pacto” entre el rey y sus sujetos, pacto cuyos orígenes serían pacíficos, a semejanza de la “cesión voluntaria” del “imperio” azteca por Moctezuma al emperador Carlos V, decisión considerada como un acto formal de sumisión que permitió a Hernán Cortés argumentar que la transferencia de soberanía (traslatio imperii) no se había hecho con las armas.2 La integración de Nueva España y del Perú, sucesivamente incorporados en un eje común de decisión política, ha condicionado el desarrollo sociopolítico de una monarquía pluricéntrica,3 y ofreció también ocasiones de cooperación o de promoción de sus sujetos.

El libro editado por Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez constituye el resultado de las III Jornadas de Historia de las Monarquías Ibéricas, que tuvieron lugar en El Colegio de México en septiembre de 2007.4 En un momento en que las historias nacionales dejan de ser paradigmas, los autores llevan una reflexión acerca del estatuto jurídico y político de las posesiones españolas y portuguesas, alrededor de una pregunta central: ¿cómo se incorporan los diversos universos geopolíticos a las Monarquías Ibéricas del siglo XVI al XVIII? La mirada se fija primero del lado de las posesiones europeas de dichas monarquías: la Península ibérica, los Países-Bajos, Italia, para destacar la existencia de un marco cultural más o menos común al proceso de incorporación y para analizar en qué medida la incorporación de los reinos americanos ha sido -o no- “excepcional”, en un contexto por doquier plurijurisdiccional donde el conflicto era “la norma de gobierno”.

Basta con examinar los emblemas de Carlos V (y hasta Carlos III pese a algunos cambios, como la supresión de las armas de Portugal por Carlos II y la añadidura de las de los Borbones por Felipe V) para darse cuenta de que la tradición de incorporación procede de la Edad Media, cuando los territorios ocupados por los principados del norte de la Península fueron dotados de una entidad jurídica propia (por ejemplo Valencia, Jaén, Murcia, Granada); su herencia inmediata eran los reinos de taifas musulmanas. Las continuidades con Iberoamérica son sorprendentes: la dignidad de un territorio dependía de su antigüedad, de su distancia y de su estatuto; así la transición que imperaba entre la capital de una taifa-emirato a la capital de un reino también funcionó en el caso del “imperio” de los “aztecas” o en el de los “incas”. En todo caso, los procesos de incorporación son complejos, diversos, proporcionales también a la inmensidad geográfica de las monarquías. La incorporación se hace por unión dinástica (por ejemplo Castilla y León de Isabel y Aragón de Fernando), sucesión (por ejemplo Flandes, Nápoles), elección (en la monarquía visigoda), anexión o conquista (por ejemplo Navarra, Granada) o bien combinaciones de varios tipos (por ejemplo las dos Sicilias, heredadas y luego conquistadas) y bajo dos categorías: la agregación y la integración, cada una reflejando los fueros y privilegios de cada entidad, es decir, su grado más o menos significante. Los reinos americanos tenían una proyección menor en la Monarquía por ser territorios conquistados y tener “conciencia de conquista” (“Introducción”). Las Indias no carecen de derechos pero deben circular “desde su posición de origen”; más que reinos subordinados, son reinos cuya “ubicación administrativa” es distinta.

Así definida la relación específica entre los territorios americanos y la corona, los autores se acercan a las diversas formas de incorporación de los dominios europeos (cuatro artículos), así como de los dominios ultramarinos de España (tres artículos) y Portugal (un artículo) antes de abordar la cuestión de la movilidad y de la circulación en las Monarquías Ibéricas (tres artículos).

Adeline Rucquoi abre el libro con el artículo “Tierra y gobierno en la Península ibérica medieval”. Recuerda que para entender los procesos de integración territorial de la Monarquía española en la época moderna, es imprescindible estudiar el fenómeno en épocas precedentes. Y entendemos por qué al leer su oportuna contribución. Hasta la caída del califato de Córdoba en 1031, musulmanes y cristianos consideraban la Península como una entidad única llamada al-Andalus o Hispania, concepto que compartían los judíos. Los reinos de taifas que siguieron consagraron la división, hasta la unión, por el Conde de Barcelona, de los condados pirenaicos, que dieron origen a Cataluña y su unión con el reino de Aragón en 1137. En el siglo XIII, los avances cristianos en el sur de la Península configuraron nuevos espacios, como el reino de Valencia y otro de Baleares por el rey de Aragón; en los siglos siguientes añadieron Sicilia, Cerdeña y Córcega, el ducado de Atenas y finalmente Nápoles. Por su parte, el rey de Castilla, que ocupaba la mayor parte de la Península, se dedicó a fortalecer su hegemonía. Portugal delimitó su frontera con Castilla en 1286. Adeline Rucquoi muestra la progresiva fragmentación política entre varios reinos cuya “personalidad” se afirma en los siglos XIII a XV; sin embargo el ideal de unidad siguió siendo una constante pues todos se sentían “vinculados a España” (concepto funcional que no se emplea en el lenguaje común). El instrumento para llevar a cabo la unificación fueron los matrimonios (por ejemplo entre Castilla y León, que desembocó en la unión en 1230, entre Castilla y Aragón en 1469). Estos procesos de “integración territorial” no implicaron políticas de uniformización; las “coronas hispánicas medievales son un agregado de territorios que comparten un mismo soberano”. Para entender esa formación peculiar, la autora analiza la noción política de imperium, y los conceptos de tierra y naturaleza. Entre los romanos, el imperium (forma suprema de la potestas) se ejerce sobre los ciudadanos y, por extensión, sobre el territorio donde residen los ciudadanos. A cambio de la paz y de la libertad de comercio, el imperium exige de los ciudadanos que reconozcan el poder del emperador, paguen sus impuestos y acaten al culto oficial, culto a Roma y al emperador divinizado. Con todo, Roma no exigía uniformidad lingüística, fiscal o social dentro del territorio sobre el que ejercía su imperio. Sólo las elites sociales difundieron un tipo arquitectónico similar y se expresaban en latín y en griego, las lenguas de la cultura. Estas prácticas del poder fueron adoptadas por los visigodos; el rey Recaredo sentó las bases de un “imperio” sobre el espacio peninsular. Así, durante toda la Edad Media, los reyes hispanos consideraron que la naturaleza de su poder era de índole imperial. Dotados de un poder supremo que les venía directamente de Dios, no admitían superior en la tierra, pese a las tentativas de los papas, a partir de Gregorio VII (1073-1085). Una de las dificultades es la definición de “territorio” del rey. ¿Es un reino? ¿O una tierra? El rey se designa como “rey de la tierra”; el término “reino” por su parte designa el poder ejercido y no el territorio en sí. Y el poder se ejerce también sobre los hombres que habitan la tierra. En España, el vínculo primordial es el lugar de origen; los hombres son “naturales de la tierra” y cuando se exilian se “desnaturalizan”; por su parte, el soberano es el “señor natural” de esta tierra y su poder pertenece al campo del derecho natural que es derecho de orden divino. El pueblo que vive sobre la tierra “confiada” al rey es “natural” de ella y cada pueblo conserva sus diferencias. Puesto que el rey debe velar por la ortodoxia de su fe, se puede entender que la monarquía haya tomado la decisión de desterrar a los “naturales” que no querían abrazar la fe católica, única admitida después de la imposición del bautismo a todos (en 1492 y en 1502). Al fin y al cabo, el rey es un defensor fidei que vela por el bien de sus “naturales” y por lo tanto debe luchar contra el paganismo (en las islas Canarias y en América) y de la “herejía” luterana (en el norte de Europa).

La relación entre el “señor natural” y la tierra tiene modalidades distintas. En las “monarquías compuestas” o “monarquías de agregación” o “conglomerados dinásticos”, explica Francisco Xavier Gil Pujol, “Integrar un mundo. Dinámicas de agregación y de cohesión en la Monarquía de España”, el territorio queda vinculado al conjunto superior mediante una unión aeque principaliter (los súbditos de un territorio trasladaban su lealtad al nuevo príncipe en tanto se les respetaran sus leyes y privilegios) o bien mediante una unión accesoria; todas esas vías operaban por incorporación o agregación. La incorporación aparece en las bulas alejandrinas de 1493 y también en un decreto de Carlos V (1519) que establece la condición jurídica de sus nuevas posesiones atlánticas, invocando la donación pontificia y los méritos de primer descubrimiento y conquista. En su Gran Memorial (1624), el Conde-Duque de Olivares habla de “reinos que se han incorporado” y de “coronas agregadas a la de Castilla”. La realidad es que se podía jugar con las categorías; así muchos reinos originariamente de conquista se presentaron como incorporados por pacto o herencia, camino que les confería la condición de unidos aeque principaliter. El mejor ejemplo es el reino de Navarra, conquistado por Fernando el Católico (1512), presentado (en el siglo XVII) como reino unido aeque principaliter por haber sucedido una “restauración dinástica”. En cambio, en América, por ejemplo en México, el principio de la traslatio imperii admite la donación voluntaria; sin embargo, varios autores minimizan la conquista para hacer de las Indias Occidentales un dominio hereditario del monarca español. Para Gil Pujol, el principio de unión aeque principaliter se erigió como “rasgo constitucional distintivo de la España de los Austrias”, principio que pudo servir objetivos políticos diversos: asegurarse plazas, ganar precedencias. La cultura política de la época gustaba de la continuidad; Felipe V también tomó a Carlos V como modelo por sus aciertos en el gobierno “de tantos reinos […], tan distintos en su situación, tan diferentes en costumbres, leyes, trajes y lenguas”. La Monarquía había logrado gestar su cohesión.

Con todo, la noción de “rey natural” es más problemática. Los estados de Flandes querían un soberano “verdaderamente nativo”. En su artículo “La integración de los Países Bajos en la Monarquía hispánica”, José Javier Ruiz Ibáñez revela que la integración de los territorios de los Países Bajos fue un ejercicio de “negociación continua”.5 Pese a que las formas de incorporación a la monarquía fueran diversas (matrimonio, herencia, ocupación, devolución, aclamación), los territorios heredados y adquiridos conservaron su autonomía política. Fue para frenar la ofensiva del rey cristianísimo (Luis XI ocupó el ducado de Borgoña en el siglo XV) que los Países Bajos, punto de origen de la dinastía reinante, se aliaron con Maximiliano de Habsburgo; en contraparte, los reyes delegaron como sus representantes miembros más o menos directos de la casa real (por ejemplo Margarita de Austria, Clara Isabel Eugenia, o Maximiliano, Duque de Baviera); paralelamente, durante el reino de Carlos V, la nobleza flamenca vio su capacidad de decidir más y más disminuida, de ahí el descontento de Egmont o de Guillermo de Orange cuando Felipe II los apartó de las decisiones en Flandes. A partir de 1640, la alta administración recayó en nobles y militares (como Castel Rodrigo) y el “gobierno cotidiano” en ministros “naturales” (como Pierre Roose), situación que generó mayores “niveles de fricción” y un sentimiento antiespañol. Hubo que esperar al reinado de Carlos II para empezar a ver aparecer ministros de los Países Bajos en la administración europea. En definitiva, la negociación fue permanente y los pactos se dieron en todas las escalas; la sociedad local fue el actor de la evolución de la agregación de Flandes a los dominios del rey católico.

En el espacio italiano, estudiado por Gaetano Sabatini, “El espacio italiano de la Monarquía. Distintos caminos hacia una sola integración”, conviven reinos incorporados por sucesión (Sicilia, Cerdeña), elección y conquista (presidios de Toscana), sucesión y conquista (Nápoles) o devolución (el ducado de Milán, antiguo feudo imperial devuelto a Carlos V en 1535). Tras las guerras contra las “pretensiones francesas” en Italia, Fernando el Católico mantuvo el reino de Nápoles en la esfera aragonesa pero la creación, en 1556, del Consejo de Italia marcó el punto álgido de una segunda fase de incorporación y permitió consolidar las uniones militares y financieras creadas a raíz de los Tratados de Paz del Cateau-Cambrésis (1559). El Consejo de Italia estaba compuesto por españoles y “naturales de aquellos reinos”; tenía la facultad de nombrar los obispos del patronato regio según un principio de alternancia entre castellanos y asimilados, “naturales del reino de Nápoles”. El proyecto de crear un almirantazgo de Italia (dentro del proyecto de Unión de Armas del Conde-Duque de Olivares) fue rechazado por el virrey de Nápoles (el Duque de Alba) en 1627, porque sabía perfectamente que los grupos mercantiles estaban muy preocupados por las formas de control directo de la corona en las actividades comerciales; la deuda pública que financiaba los gastos militares era una forma de inversión financiera rentable para pequeños, medianos y grandes inversores. En otras palabras, el Duque de Alba se opuso al proyecto de Olivares para defender un sistema de integración que ya existía y funcionaba; los territorios italianos se habían organizado para responder a las estrategias de la corona en materia defensiva (sobre todo con el “camino español”) y eran sin duda una pieza central en la fortaleza de la Monarquía hispánica.

Hasta aquí sobresalen varias puntos comunes entre los territorios incorporados; la autonomía política de cada reino se combina con un control ejercido desde la cúspide de la Monarquía y de sus consejos, en materia fiscal, militar y religiosa. Esos rasgos, ¿acaso son compartidos por Portugal en el contexto de su expansión ultramarina? En su contribución “La expansión de la Corona portuguesa y el estatuto político de los territorios”, Pedro Cardim y Susana Münch Miranda vuelven a la diferenciación jurídica entre “unión principal” (aeque principaliter), que reconoce el estatuto de paridad a los territorios, y “unión desigualitaria”, que instaura una relación jerarquizada, típica de un escenario de conquista. En el caso portugués, los territorios no dejaron de crecer y fue necesario ajustar siempre el cuadro político administrativo, proceso que no siempre fue pacífico. Para complicar las cosas, el hecho de que el rey dejara de residir en Portugal (en 1583) fue resentido como una “despromoción” del reino. En ese contexto, ¿cómo proyectar en el mundo una imagen de soberanía universal? Cómo tejer alianzas, imponer la soberanía del “rey de reyes”, si el propio reino ocupa una “dignidad menor”. Los dominios ultramarinos por su parte eran considerados de menor dignidad (lo que implica una relación de sumisión) por su entrada tardía en las coronas ibéricas así como por la secundarización del espacio de “tierras nuevas”, desprovistas de formas de organización política, social y religiosa de tipo europeo. Es cierto que en el caso lusitano, la incorporación de territorios extraeuropeos es más antigua (Ceuta, 1415; Tánger, 1471). La creación de factorías en África, en India y en el océano Índico y la consecuente ocupación de parcelas territoriales costeras no implicó el sometimiento de la población. Salvo muy pocas excepciones (Ormuz por ejemplo, bajo el dominio eminente de la corona de Portugal, y sobre todo Angola, donde a partir del último tercio del siglo XVI la captura de esclavos en el hinterland llevó a emprender la guerra contra el reino de Ndongo y a establecer presidios como el de Ambaca), los espacios de implantación portuguesa son plazas donde predominan los contratos comerciales (por ejemplo en Ceilan, en la costa swahili, o en las ciudades mercantiles de Tete y Sena en el Monomotapa…). Las incorporaciones consisten en una serie de arreglos, au coup par coup, con los gobiernos locales (que tampoco son inmutables), con tintes muy diversos, llegando a situaciones muy contrastadas: la aceptación voluntaria de la soberanía portuguesa (en Timor, tras la conversión al cristianismo de los isleños), la precedencia de la iniciativa de los vasallos con la construcción espontánea, por mercaderes, de una factoría (Macao). En cambio, Brasil, conquista ultramarina, no responde a ese esquema porque no ha sido incorporado bajo el modelo del “universalismo castellano” (Gil Pujol). De hecho, las instituciones político administrativas portuguesas se implantan más tardíamente: a las capitanías donatarias (con poderes de hacienda y justicia) sucede el primer gobernador en 1549, cuando que la monarquía lusitana nombra un virrey para poder negociar a nombre del “rey de reyes” con los monarcas orientales desde 1505, lo que constituye así una red que no parece imponerse en el caso brasileño, pues su desarrollo está sobre todo ligado a la economía azucarera y a la misión jesuita. Como lo explican los autores, la materialización de la presencia ibérica en tierras ultramarinas era condicionada por diversos factores, dependía del “panorama civilizatorio” preexistente y sobre todo de los objetivos de la corona así como de las reacciones de los pueblos no europeos. A veces, la “convergencia de intereses” desembocó en formas de dominio compartido. También se debe subrayar el hecho de que, en Asia sobre todo, los portugueses tuvieron que adaptarse a un mundo a menudo hostil, y que su posición decayó significativamente, cuando empezaron a aparecer, en las aguas del océano Índigo, los navíos holandeses.

Si bien en el caso de Brasil la incorporación a la corona de Portugal se hace según modalidades fuertemente ligadas al comercio (Brasil es una etapa en la ruta hacia Asia), también debemos recordar que Brasil no es el territorio más lejano de Portugal: tres semanas bastan para alcanzar las costas de Pernambuco. La diferencia con las posesiones americanas de la Monarquía hispánica también tiene que ver con la percepción de lejanía y “extrañeza” de los reinos conquistados. Para abordar la cuestión de la incorporación de los territorios americanos, Bernardo García Martínez propone regresar al concepto “incorporación” del “imperio azteca” a la corona de Castilla. Su artículo “Nueva España en el siglo XVI: territorio sin integración, ‘reino’ imaginario” insiste en el hecho de que Moctezuma “no podía dar lo que no existía”’, es decir, un “imperio”; si Cortés presenta su conquista como la de un imperio es sólo en una óptica de valorarse a sí mismo. García Martínez recuerda que el mundo que presencia Cortés es un mosaico de más de un millar de pequeños estados (altepeme) integrados, en forma muy desigual, al sistema tributario de la Triple Alianza y en su mayoría totalmente independientes (Yucatán, la Mixteca, Michoacán…). La terminología también se examina; Moctezuma no era “emperador” sino “señor natural” (tlatoani), es decir, estaba dotado de una autoridad limitada a un Estado de tamaño mediano (en el caso de Moctezuma la ciudad de México y los pueblos circunvecinos); los reyes (“señores”, “caciques” en la terminología hispana) gobernaban por linaje y herencia. La Triple Alianza (Tenochtitlan, Tlacopan y Texcoco) ejerce sobre los pueblos de indios un dominio indirecto; entre otras cosas mantienen los señores locales en su lugar y sólo sobreponen un nuevo flujo tributario en beneficio de la Triple Alianza. De cierto modo, el autor muestra que los conquistadores utilizan una forma de gobierno indirecto que ya estaba en uso; al igual que Moctezuma, Cortés se apoya en los príncipes prehispánicos: la asociación personal prevalece sobre la asociación territorial. La encomienda induce la cesión de tributos a particulares, mas no pretensiones territoriales, al menos hasta la década de 1550, cuando las congregaciones contribuyen a “territorializar” la población alrededor de sus “gobernadores y justicias”. Es así como se logra erigir un “reino constitutivo” de la Monarquía.

Tal como García Martínez muestra que la conquista y la reorganización territorial crean el reino, Manfredi Merluzzi, para el caso peruano, llega a conclusiones parecidas (“Los Andes: la constitución del Perú virreinal”). Al interrogarse sobre la noción de “Perú virreinal”, muestra cómo la corona española, al necesitar el sustento y la colaboración de partes de la sociedad andina, tuvo que establecer alianzas con las elites indias. En el “Perú colonial” también, mosaico de “archipiélagos verticales”, la sociedad colonial se define sobre todo a partir de las congregaciones. México y el mundo andino fueron incorporados en el siglo XVI (y gracias a la territorialización del espacio político) sobre un modelo común pero en una realidad específica.

Precisamente porque la historia de la Monarquía, a riesgo de ser muy pobre, no se puede escribir prescindiendo de los territorios americanos, es importante tener presente que ésta no dejó de crear nuevos espacios políticos, como el virreinato de La Plata (en 1776), cuestión que analiza Griselda Beatriz Tarragó, “Espacio, recursos y territorio: la gobernación del Río de La Plata durante el reinado de Felipe V”. Sabemos que la creación del virreinato de La Plata permite la apertura oficial y definitiva de este espacio hacia la metrópoli, pero lo que no se había examinado es que el gobierno de La Plata se vuelve especialista en funciones militares. En otras palabras, en esa etapa de constitución de un nuevo virreinato, más que trazar (y es importante) una frontera con Brasil (desde el Tratado de Madrid, 1750), la Monarquía cambia de significado; de agregativa se hace absoluta bajo el impulso del reformismo borbónico y en el contexto de las guerras con otras potencias europeas. En suma, la cuestión de la incorporación de los territorios no se puede fijar en un tiempo histórico particular (el temprano siglo XVI) ni en una sola filosofía política porque es un proceso dinámico. La Monarquía hispánica experimentó múltiples experiencias discursivas e históricas; las coyunturas económicas (competencias, liberalización del comercio) y políticas (la frontera con Brasil, la Guerra de los Siete Años) y el reequilibrio mundial a raíz de la segunda “explosión planetaria” (que incluye Francia, Inglaterra, las Provincias Unidas) obligaron a la Monarquía a generar cambios de estrategias políticas emprendiendo reformas y rodeándose de hombres nuevos.

Eso significa que América no fue una periferia en la política monárquica sino también una pieza central, lo que demuestra el artículo firmado por Marcelo Carmagnani: “La organización de los espacios americanos en la Monarquía española (siglos XVI a XVIII”. Partiendo de la hipótesis de Immanuel Wallertesin sobre la periferización de América, y de la de Frédéric Mauro sobre la complementariedad y la competitividad entre América y Europa, y retomando la noción de Pierre Chaunu (y de Antonio García-Baquero González) de “espacio-tiempo”, Carmagnani opta por otro tipo de jerarquización, la de los espacios de producción que diseñan áreas conectadas entre sí, poniendo énfasis en la economía minera que anticipó la división político-administrativa. La idea central es que la expansión ibérica reorganizó todo el espacio; los centros coordinadores (México, Lima) estructuraban los intereses metropolitanos al mismo tiempo que daban vida a un hinterland del que dependían. Ese fenómeno de polarización llegó a crear espacios internos vinculados entre sí (Potosí y La Plata, Chile y Potosí). Concluye con la idea de que la monarquía “asocia” más que integra varios reinos.

La cuestión del espacio y de las sucesivas incorporaciones de territorios a la Monarquía se completa con la contribución de Bernd Hausberger, “La conquista misionera del noroeste novohispano, 1590-1620”. Sinaloa y Sonora fueron integradas progresivamente a la Monarquía bajo otra modalidad, la cual hizo sus pruebas en otras latitudes como Brasil y Paraguay. Espacio marginado, el noroeste de la Nueva España, “español sólo en teoría” porque la tierra apenas estaba colonizada, ha sido progresivamente incorporado gracias a los jesuitas. En esa región, la integración ha sido “el producto de la práctica” y resulta de la conjunción de dos universalismos, el imperial y el católico monoteísta. La misión (concepto que implica la expansión dinámica de las fronteras de un sistema religioso), respaldada por los presidios y la comercialización, por los jesuitas, de los excedentes producidos, se realizó dentro de una categoría que el autor califica de “sistema altamente represivo”: la sedentarización de las poblaciones y la lucha contra las rebeliones de los “bárbaros”. Ese ejemplo es muy ilustrativo de la incorporación bajo el modelo de estatuto desigualitario que se evoca en la primera parte de la obra colectiva: la incorporación por relación asimétrica también fue uno de los recursos de la Monarquía para consolidar sus fronteras. Otro punto interesante: la misión jesuita fue subordinada completamente al rey, los jesuitas siendo, en ese caso, “sirvientes de la Monarquía”.

Para concluir esa serie de trabajos, la contribución de Nelly Sigaut, “La circulación de imágenes en fiestas y ceremonias y la pintura de Nueva España” sugiere que la fiesta fue un espacio de creación de nuevas tradiciones visuales. La autora se pregunta cómo las “Indias de Castilla”, territorios de conquista, pudieron relacionarse con la de arte. Recuerda que la pintura española estaba en relación con la de Flandes e Italia y que la naturaleza del capital visual era una acumulación iconográfica. Si bien en un determinado lugar de la península Ibérica los artistas podían impregnarse de una producción artística variada, ¿en qué medida ese capital pudo modificar la producción? Apoyándose en el carácter policéntrico de la Monarquía hispánica, Sigaut considera que el binomio centro-innovación/periferia-subordinación cultural es relativo ya que el centro puede ser a la vez la periferia. Sigaut desplaza el paradigma centro-periferia por otro, el de “tradición” (“una manera de pensar”) “local”, que aparece en México en la década de 1630 y que revela en el arte un “patrimonio heredado” que combina a la vez repertorios, pintores y sobre todo el capital visual de la fiesta, específicamente la fiesta barroca donde “todo se reconcilia y se unifica”: la escenificación de los aconteceres (en relación con la Monarquía y con el reino), sumados a los festejos del ciclo litúrgico, conformaron una tradición artística. La autora propone el ejemplo de la pintura de la conquista de México que se inspira en la entrada y el paseo del estandarte real. Así, el arte novohispano barroco no es en nada periférico sino centrado en la cultura visual que se ha desarrollado in situ; la fiesta cubrió el déficit de acumulación de novedades visuales que abundaban en la Península y desembocó en el desarrollo de un verdadero centro de producción de imágenes.

Le toca a Thomas Calvo “pisar huellas” en un epílogo que dedica a la cuestión de las continuidades y rupturas: “Pisando huellas. El devenir de la soberanía: de conquistas, rupturas y revoluciones, siglos (XVI-XIX)”. Recuerda que la lejanía de los “naturales de la tierra” implica ciertas singularidades: la ausencia del sistema señorial stricto sensu y de Cortes, la inexistencia de guerras, fenómeno esencial en la Europa moderna, así como la difícil distinción entre el poder y su encarnación (el soberano) en una cultura donde lo religioso y lo profano no se distinguen. Pero no todo es ausencia, las herencias probablemente son más fuertes, más enraizadas y duraderas. Calvo recuerda que Castilla aporta a América “el arte de conquistar”: en el mausoleo de las honras de Carlos V en México en 1559, Moctezuma y Atahualpa, “emperadores de este Nuevo Mundo”, son representados “hincados de rodilla, tendidas las manos tocando en el cetro con rostros alegres”, otra manera de recordar el “arte imperial”: el de armonizar, componer un mosaico. Otra herencia es una imagen heredada del humanismo del Renacimiento y difundida en el Nuevo Mundo: el soberano “distribuidor de bienes y de honores, preocupado de todos y todo”. Las herencias coexisten con procesos de “naturalización”: Felipe II, rey de Portugal, es “iconográficamente portugués”; Guaman Poma de Ayala describe a Felipe III como “el Inca” y percibe el lazo profundo que existe entre el carácter universal de la Monarquía y la religión: un universalismo jerarquizado, siguiendo la tradición andina, entre los de “arriba” (Castilla y Roma, cabeza del reino) y los “de abajo” (la corte de Lima). Última herencia, la “sombra del rey” que provee la mayoría (93%) de los cargos de la “maquinaria imperial”, puestos así al alcance de las elites locales. El siglo XVII fue el de las distorsiones y las rupturas, específicamente los años 1690-1710, marcados por un retroceso del “contrato colonial” (los cargos de alcaldes mayores y corregidores6 fueron provistos en Madrid a favor de cortesanos y otros peninsulares) y el “dar honras y cargos a los indios de América”, que tal vez favoreció el “despertar” de las elites indígenas en el siglo posterior. El cambio dinástico originó varios titubeos (como el rechazo del retrato del nuevo rey) e introdujo símbolos nuevos. Mas las referencias fueron distintas de un reino a otro y no predominó la continuidad: en las honras de Felipe IV, la nobleza incaica del Cuzco encabeza la procesión; en México en cambio, en la década de 1700, la figura de Carlos V reaparece en muchos cuadros y Códices indígenas. ¿Acaso fue la expresión de una nostalgia? ¿Será porque la nueva dinastía secularizó el retrato del rey? ¿Que al carácter sagrado del monarca sucedió la imagen de la familia real? Otra ruptura mayor significó la modernización del aparato de Estado; el reformismo tuvo tanto impacto que el Alto Perú se sublevó en los años 1780-1781. Si la pax hispanica duró dos siglos (1550-1750) es porque el soberano supo superar su ausencia física, construyendo alianzas y edificando las bases de un consenso, todo esto apoyado en un lenguaje simbólico, pese a la primera distanciación nítida de los años 1690-1710, preludio a los aconteceres del siglo siguiente. En América latina, concluye Calvo, “las rupturas y las revoluciones se nutren de continuidades”.

Decir que la lectura de este libro es fundamental sería una litote. Los historiadores de las Monarquías Ibéricas estudiaron por lo general cada uno de los conjuntos (Europa, América, Asia, etc.) en forma separada; algunos incluso plantearon el paradigma en términos de centros y periferias. En ese sentido pegaban los rasgos de la colonización contemporánea sobre los siglos XVI y XVII; Madrid y Lisboa eran vistos como centros políticos de donde emanaban las evoluciones que se derramaban en el conjunto de sus periferias, desde Andalucía hasta Filipinas. Ese cuadro historiográfico muestra cuánta falta hacía estudiar las estructuras de las Monarquías Ibéricas: ¿cómo es que los diferentes territorios que las componían cabían juntos? Es una historia completamente diferente la que propone este volumen. Más que describir las Monarquías Ibéricas como estados protonacionales o coloniales, los autores muestran que eran multiterritoriales. La cohesión de los territorios ibéricos no estaba asegurada solamente por la coerción; la aseguraba la lealtad al rey y a la religión católica, y también el hecho de que esas construcciones políticas podían dar a todos oportunidades nuevas (sociales, económicas, culturales o políticas).

Fuera de Las Vecindades de las Monarquías Ibéricas,7 que constituye una prolongación natural de este libro, tal vez quede por escribir otro, sobre las negociaciones entre las elites americanas y las Monarquías Ibéricas. Para “reconciliar” y “unificar” todo, así como en su momento lo hizo la fiesta barroca.

1Francisco Xavier Gil Pujol, “Un rey, una fe, muchas naciones. Patria y nación en la España de los siglos XVI-XVII”, en Bernardo José García García y Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño (coords.), La monarquía de las naciones. Patria, nación y naturaleza de la monarquía de España, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2004, pp. 39-76.

2John H. Elliott, Empires of the Atlantic World. Britain and Spain in America, 1492-1830, New Haven, Londres, Yale University Press, 2006 [traducción española: Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830), Madrid, Taurus, 2006].

3Pedro Cardim, Tamar Herzog, José Javier Ruiz Ibáñez, Gaetano Sabatini (eds.), Polycentric Monarchies: How did Early Modern Spain and Portugal Achieve and Maintain a Global Hegemony?, Eastbourne, Sussex Academic Press, 2012.

4Las Jornadas fueron organizadas y patrocinadas conjuntamente por El Colegio de México, la Red Columnaria, AECID, el Centro de Estudios Históricos Carso y la Universidad de Murcia.

5Óscar Mazín Gómez, Gestores de la Real Justicia. Procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid, México, El Colegio de México, 2007.

6Thomas Calvo, Vencer la derrota. Vivir en la sierra zapoteca de México (1674-1707), México, El Colegio de Michoacán, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 2010.

7José Javier Ruiz Ibáñez (coord.), Las vecindades de las Monarquías Ibéricas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2013.

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