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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2016

 

Reseñas

Antonio Rubial García, El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804)

Jessica Ramírez Méndez* 

* Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Rubial García, Antonio. El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804). México: Universidad Nacional Autónoma de México, Fondo de Cultura Económica, 2010. 516p. ISBN: 978-607-021-564-3.


Cuando pensamos en México y en el territorio que lo constituye, somos capaces de dibujar en nuestra mente la forma que tiene; asimismo a esa noción podemos agregar el territorio que “perdimos”, aquello que se vendió y que ya no nos pertenece. Sin embargo, pocas veces hacemos el ejercicio a la inversa; es decir, no solemos preguntarnos cómo áreas tan distintas no sólo han logrado permanecer unidas, sino que reconocen elementos comunes.

En principio la respuesta podría parecer evidente; es decir, que la configuración actual fue una herencia del virreinato. Pero, ¿cuáles fueron esos elementos aglutinantes y tan eficientes que aun en los momentos más complejos del siglo XIX, ya durante el proceso de independencia o el de la Revolución, el territorio se mantuvo como uno? Precisamente este libro nos explica cómo se gestaron las identidades que permiten que todavía hoy nos concibamos como parte de algo mayor, como lo es México.

En el periodo virreinal se configuraron las raíces de nuestra cultura actual, una cultura mestiza que agrupó lo castellano y lo indígena; así se gestaron los símbolos de nuestras identidades colectivas, los cuales se concretaron en diversas “patrias” creadas tanto por criollos como por indígenas. Esas últimas, sin renunciar a sus localismos, generaron una conciencia territorial más amplia, la de América septentrional. El paraíso de los elegidos es, como lo dice el título del libro, una lectura de la historia cultural de la Nueva España, la cual nos aproxima al complejo entramado de formación identitaria para entender, por un lado, el proceso de independencia que tendría como consecuencia la formación de la nación y, por el otro, la unidad territorial que México ha mantenido desde entonces hasta la actualidad.

Ante un mundo tan ininteligible, el autor abordó la configuración de esas identidades a partir de la red corporativa de la época y de los símbolos que promovían, es decir, mediante sus aparatos de representación, los cuales se conformaban a partir de las necesidades de una conciencia grupal. Pero el texto no se queda en los emisores de los mensajes, sino que también se aproxima a los receptores de esos discursos, ya que para que el aparato de representación funcione debe ser comprendido y aceptado por quienes lo reciben.

Para lograr su objetivo, Antonio Rubial estructuró el relato en dos planos, el temporal y el espacial, mismos que al sobreponerlos dan como resultado las características y por lo tanto los símbolos bajo los que se gestaron las identidades. Para abordar el primer plano, el autor propuso una periodización que da cuenta de las transformaciones que fueron teniendo los símbolos a lo largo del periodo virreinal; es esta periodización la que rige el capitulado del libro. Así tenemos la era medieval renacentista, la manierista, la barroca y la ilustrada. En cuanto a la dimensión espacial, el texto se mueve en cuatro ámbitos: el imperial, el local, el protonacional y el regional. En cada una de las cuatro etapas en las que el autor divide el periodo virreinal conviven las cuatro esferas espaciales de pertenencia, es decir, las identidades se construyeron en cuatro dimensiones que no eran excluyentes, sino que convivieron, se nutrieron unas de otras y fue precisamente una de ellas la que dio como resultado nuestra identidad como mexicanos.

La primera de las etapas, que el autor llama medieval renacentista, abarca los primeros años después de la conquista, de 1521 a 1565. Por ello, los que participaron activamente en la gestación de las identidades fueron los principales actores de esa época: los frailes, los conquistadores y el cabildo de México; a ellos se sumaron los indios nobles de Tenochtitlan, Tlatelolco, Texcoco, Tlaxcala y Tzintzuntzan, que estaban en el proceso de asimilar el cristianismo para adecuarlo a la realidad nativa. Los temas y símbolos generados por los “testigos presenciales” mostraban América como un paraíso, la conquista como una hazaña querida por Dios como premisa para la evangelización y el pasado indígena como demoniaco. Esto se representaba ante todo en la fiesta del pendón, la cual conmemoraba la conquista de Tenochtitlan, en los textos fundadores en los que se vertía la visión del conquistador -las Cartas de relación de Hernán Cortés- o la de los frailes con la historiografía mendicante.

La segunda etapa, la manierista (1565-1640), se desarrolló en un momento de transición por el desplazamiento de los grupos privilegiados -frailes, descendientes de conquistadores y nobles indígenas- y la aparición de nuevos actores sociales -los jesuitas-, a la par que se consolidaba la colonización del área de Mesoamérica y con ello las ciudades, de ahí que en este periodo figuren los cabildos catedralicios, la universidad y los ayuntamientos. En gran medida son precisamente los cambios en los grupos de poder los que explican los temas y símbolos de la época: el discurso de una edad dorada, de la misión como respuesta al fortalecimiento del episcopado y la conquista meritoria para los descendientes como contraataque a la desaparición de sus encomiendas. También fue en este periodo cuando se forjó la concepción en un pasado prehispánico desdemonizado presentando al indio como el “pagano civilizado”; para ello se concibió el bautizo como pacto y el pasado indígena como premonición del cristianismo. Estos temas fueron difundidos en las fiestas de las reliquias, los pictogramas indios, la pintura mural conventual que reforzó la enseñanza dogmática y en las relaciones de méritos mediante las que pretendían proteger lo que se les estaba arrebatando.

En la etapa barroca, de 1640 a 1750, comenzó a conformarse una “república de las letras”, es decir, intelectuales responsables de las cátedras universitarias y de los púlpitos urbanos, los cuales inspiraron aparatos festivos y programas iconográficos. A este grupo se sumaron los hacendados, los mercaderes y los caciques mestizos quienes, en conjunto, estuvieron representados en sus respectivas corporaciones -ayuntamientos, consulado, provincias religiosas, cabildos catedralicios, gremios y cofradías-. A partir de ellas generaron y mantuvieron un costoso aparato de representación manifestado sobre todo en la fiesta, el teatro, la poesía, etc., el cual sirvió para simbolizar su pacto con las autoridades peninsulares. Así, esta época fue la del pactismo pero también la de la autonomía, en la que se gestó una conciencia de pertenecer a una entidad distinta a España. De ahí el contraste entre un universalismo manierista y un barroco que fomentaba los localismos, las patrias urbanas y las regiones; esto también explica que fue en este periodo cuando, por ejemplo, fray Agustín de Vetancurt inauguró el género de la crónica urbana misma, que comenzó a rebasar los localismos para generar una conciencia territorial novohispana. En ella se consolidaron los símbolos identitarios alrededor del espacio y del tiempo novohispanos y de sus héroes, santos e imágenes milagrosas. Una de las más importantes fue la promoción del culto guadalupano.

La era ilustrada, que abarca de 1750 a 1821, se vio marcada por la nueva política de los borbones. Éstos reestructuraron las relaciones entre la metrópoli y las colonias destacando la división y privilegios entre los peninsulares y los criollos, lo cual fortaleció los sentimientos de identidad de los segundos. Además coartó la injerencia política que hasta entonces habían tenido las entidades corporativas, lo cual minó las bases de las autonomías regionales. Aunado a ello, las provincias religiosas, gremios, cofradías y comunidades indígenas estaban en decadencia, lo cual trajo como consecuencia el debilitamiento de los ámbitos de representación que mantenían el ordenamiento del Antiguo Régimen.

Así, en esta época los símbolos que se habían gestado en etapas anteriores sirvieron para consolidar los sentimientos de orgullo local, al tiempo que se iban imponiendo algunos otros desde la capital, que terminarían por forjar una idea de nación; es decir, paralelo a los discursos regionales se generaron alusiones a una realidad más amplia, la de la América septentrional. De hecho, en el siglo XVIII el término América comenzó a sustituir la denominación de Nueva España. Además, como reacción a tales cambios, se exacerbó el uso de la cartografía, santos y sabios novohispanos; también, como parte de la necesidad de cohesión se uniformó el pasado prehispánico tomando a los mexicas como el elemento común de todo el territorio; igualmente se pusieron las bases para el rompimiento entre la cultura barroca basada en una visión religiosa y corporativa frente a la ilustrada, una cultura elitista, secularizada, racionalista e individualista.

Esto es lo que daría cabida a las concepciones que en algunos casos aún siguen vigentes. Entre 1808 y 1821 muchas cosas cambiaron y afectaron el valor simbólico de algunas figuras: Hernán Cortés fue satanizado como instrumento de la dominación española; la fiesta del pendón cayó en agonía; Moctezuma y la Malinche se convirtieron en emblemas de la traición. Frente a ellos Cuauhtémoc se exaltó como el héroe de la resistencia y como símbolo del mundo prehispánico y, por último, la cristianización fue considerada el único acontecimiento memorable y rescatable de tan nefasta época.

Como puede percibirse, las características de los cortes temporales propuestos por Antonio Rubial se nutrieron del desarrollo de las identidades que podrían englobarse en cuatro dimensiones: la imperial, la local, la regional y la protonacional. Las cuatro fueron apareciendo paulatinamente, insertas en una compleja red corporativa, se influyeron mutuamente y forjaron las bases emotivas del sentido de pertenencia que se consolidó con el nacionalismo del siglo XIX.

La imperial fue enarbolada por virreyes y obispos, conquistadores y religiosos. Fueron esos actores sociales los que promovieron la idea de que los novohispanos pertenecían a una entidad universal representada por la monarquía y una Iglesia católica. De ahí que entre sus símbolos estuviera el rey. Pero en la primera década del siglo XIX, la idea imperial de una España que existía en ambos lados del Atlántico se volvió irreconciliable con una política borbónica que consideraba a los reinos americanos colonias y que promovía la inequidad y la explotación.

Otra dimensión fue la local, generada sobre todo por los cabildos civiles y eclesiásticos. Sus símbolos fueron santos específicos, imágenes propias y los escudos distintivos. En este nivel se formaron los primeros sentimientos patrios a la luz de las ciudades forjando símbolos identitarios. En la creación de este sentimiento patriótico temprano destaca la ciudad de México, seguida de Puebla y Tlaxcala; no obstante, se fueron sumando otras ciudades: Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas, Valladolid, etc. Así, perteneciente sobre todo a un ámbito urbano, sus forjadores fueron principalmente corporaciones como el ayuntamiento, la universidad y el cabildo eclesiástico. Si bien cada localidad creó sus propios símbolos -sus escudos de armas- poco a poco fueron aceptando algunos provenientes de la capital del virreinato.

La dimensión regional, por su parte, se estructuró sobre todo a partir de las provincias religiosas pues su espacio de actuación rebasaba la extensión de las ciudades. Así, con símbolos como los padres fundadores, lograron aglutinar extensiones mayores que no se reducían al ámbito urbano. Aunque todas las órdenes participaron en esta construcción, probablemente la que generó una conciencia de una dimensión territorial mayor fue la Compañía de Jesús, sobre todo por su doble participación desarrollando actividades tanto en las misiones norteñas como en las ciudades que albergaban los colegios de la orden.

La más tardía en aparecer fue la dimensión protonacional, generada sobre todo por el cabildo de México y las provincias religiosas. En el siglo XVII esta dimensión se integró en el contexto de la inserción de América como el cuarto continente, dejando atrás las cargas de salvajismo. No obstante, no fue sino hasta el siglo XVIII que la dimensión territorial de América se consolidó por medio de la cartografía, de la expansión del culto a la virgen de Guadalupe, la imposición de un pasado prehispánico común (el mexica), de la exaltación de hombres y mujeres sabios y santos como signos de orgullo para todos los novohispanos y de la confrontación de lo americano frente a lo europeo. Así, la palabra “patria”, que definía a la ciudad donde se había nacido, comenzó a utilizarse para denominar a todo el territorio y, junto con ella, apelativos como el de mexicano.

Así pues, a partir de estas cuatro capas superpuestas que se fundieron con los procesos temporales, este libro nos aproxima a la configuración de las identidades que nos permiten explicarnos no sólo muchas de las características del virreinato, o el inicio y desarrollo del proceso de independencia, sino que dan cuenta de los aspectos que nos han mantenido unidos y también de aquello que se ha modificado generando rupturas y continuidades aún en la actualidad.

Precisamente el texto, aunque complejo, intenta presentar el tema de forma estructurada y apelando a las imágenes. Aunque es un libro que no tiene más de una veintena de imágenes, cada una de sus páginas nos evoca y nos transporta hacia ellas acompañadas de sus significados; sea por la descripción de un biombo, de una pintura, el relato de una fiesta, la peregrinación a un santuario […]. Evidentemente, para lograr tal reconstrucción, Antonio Rubial consultó fuentes ricas y variadas, mismas que van desde pinturas, grabados, códices, escudos de armas, mapas y planos hasta una variedad de textos escritos que incluyen sermones, crónicas, procesos inquisitoriales, entre otros. A más de ello, conjunta elementos de otros de sus trabajos, como La santidad controvertida, y más de una decena de artículos en torno a la conformación de identidades. Ello nos habla de que la obra es un trabajo maduro, que ha estado presente en las líneas de investigación del autor por más de dos décadas. De hecho, aunque el autor se centra en el bagaje simbólico de las elites criollas e indígenas, me parece que rebasa su objetivo insertándose en las manifestaciones culturales que hacen posible la existencia de una sociedad. Es decir, no sólo es una invitación para dejar de pensar la independencia como la confrontación de dos patrias -la criolla y la peninsular-, más presente en el discurso que en el plano real, sino para pensar en las muchas patrias y cómo todas ellas lograron construir puntos de encuentro que configuraron al México independiente como un todo y a la vez como una coexistencia de múltiples identidades.

En ese sentido, este libro rebasa la curiosidad y la aproximación a los acontecimientos del pasado; es en toda su extensión la presentación de procesos históricos de larga duración, convirtiéndolo así en parte del debate y de problemas tan actuales como el resquebrajamiento de elementos identitarios; éstos, tan necesarios para las sociedades que buscan entenderse, reconciliarse con su ámbito cultural presente e histórico. Este libro se inserta pues en las necesidades presentes, entre las que resulta fundamental entender los procesos de generación y cambio de las identidades, encargadas de la cohesión social. Al respecto basta decir que fue publicado en 2010 y reimpreso en 2014, y que son aproximaciones como estas las que nos muestran que homogeneizar bajo el yugo del poder y quebrantar las bases sociales ha llevado a la confrontación, y que es sólo el respeto a la superviviencia del otro -sea porque nos identificamos con él o porque reconocemos la riqueza de su diferencia- lo que nos permitirá seguir unidos.

Con todo, en palabras del autor, para la mayoría de los mexicanos su país es el mejor y más bello del mundo y sus habitantes conforman un pueblo señalado entre todos los de la tierra. Con la extendida frase “como México no hay dos” los mexicanos seguimos considerando que vivimos en “el paraíso de los elegidos”.

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