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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2016

 

Dossier

Movilidad social en la historia de México

Social Mobility in Mexico's History

Pilar Gonzalbo Aizpuru* 

* El Colegio de México.


¿Por qué ocuparse de la movilidad social en el pasado y qué trascendencia puede tener para el conocimiento del transcurso de la vida durante varios periodos de nuestra historia? Es justo preguntarlo y mi compromiso es intentar demostrar y demostrarme que, efectivamente, no es tiempo perdido el empleado en averiguar si la sociedad mexicana, desde su nacimiento como virreinato y hasta tiempos recientes, estuvo abierta o cerrada a cualquier forma de cambio social, quiénes pudieron estar comprometidos en esos procesos y qué consecuencias tuvieron para la evolución de una comunidad autónoma, con personalidad propia, que los novohispanos involuntariamente crearon, los mexicanos del siglo XIX quisieron hacer más libre y justa, y los del XX lograron insertar en una modernidad siempre cambiante dentro del entorno de un mundo en permanente proceso de cambio.

La movilidad social es uno de los elementos clave para reconocer la estructura y funcionamiento de una sociedad, y no se conoce hasta hoy ninguna que haya sido absolutamente igualitaria en el pasado, mientras que en todas ha existido algún tipo de estímulo o justificación legitimadora de las diferencias.1 Los rasgos de personalidades destacadas o las ocasionales coyunturas favorables, en algunos casos, pueden explicar el ascenso social de un individuo o familia en particular, pero es más difícil identificar situaciones específicas en las que las circunstancias impulsaron la prosperidad colectiva o la decadencia de un grupo. Aun en los casos afortunados en que disponemos de amplia documentación, sabemos que siempre es arriesgado juzgar con nuestros parámetros el ascenso o descenso en el aparente cambio de categoría. ¿Acaso podemos saber qué consecuencias tendría, en la vida cotidiana de un individuo, el ser noble empobrecido o plebeyo enriquecido? ¿En qué momentos pudo comprarse con dinero el reconocimiento social? ¿Hasta qué grado de parentesco alcanzaban los beneficios o las cargas derivadas de un estatus familiar privilegiado? Y ¿qué decir del aumento en progresión geométrica de las cifras correspondientes a las clases medias y obreras avecindadas en los complejos urbanos de los dos últimos siglos?

Los textos seleccionados en este volumen tratan de una variedad de posibilidades y, sobre todo, de las peculiaridades de sus respectivos entornos. Lentos y excepcionales cambios durante los primeros siglos, contradictoria combinación de arrebatos liberales y prejuicios aristocráticos durante el XIX, y un ansia generalizada de mejoría y reconocimiento en la última centuria. Por lo que se refiere a este periodo de rápida urbanización, podemos intuir que la mudanza personal o familiar de un barrio pobre a otro señorial, o de un viejo cuarto destartalado a una amplia vivienda moderna, sugieren el ascenso de un individuo exitoso en algún terreno. Pero no es suficiente para acreditarlo; faltaría conocer los comentarios de los vecinos, las bromas sobre costumbres y apariencias, las viejas amistades desdeñadas y los nuevos encuentros esquivados, la complejidad de las nuevas relaciones y el trato igualitario de la segunda generación. Y queda el desafío de penetrar en lo que pudieron ser las representaciones colectivas relacionadas con la opulencia o la pobreza, la marginación o la eminencia. Ya en el terreno de los prejuicios y las apariencias, no se puede eludir el cambio en la apreciación de gustos, modales y costumbres que no dejaron de preocupar a quienes aspiraron al reconocimiento de una distinción heredada por generaciones o recientemente adquirida.2

Las fuentes son tacañas en datos relativos a los niveles de confort en los hogares y de distinción en las personas destacadas por algún motivo. Los habitantes de la urbe o del campo, el extranjero o el inmigrante, ya fuera trabajador o aventurero, comerciante, terrateniente o burócrata, tuvieron distintos niveles de aceptación social a lo largo de los siglos y según sus especialidades y su fortuna; sin desdeñar la importancia de los grados de escalafón en la burocracia, el monto de ganancias del negociante y la importancia en extensión, calidad y rendimiento de las tierras del propietario. La complejidad de la búsqueda de la presencia cuantitativa de personas en procesos de movilidad es abrumadora; pero el historiador, por más que valore las cifras, no es su esclavo absoluto, ya que dispone de otras fuentes, que pueden responder a diferentes preguntas, porque también son diversos los problemas que construye. La movilidad social, con enfoque de la historia cultural y de la vida cotidiana, puede relacionarse con las representaciones que los individuos tenían de su propia importancia dentro de su ambiente, con las aspiraciones de prosperidad de grupos intermedios y con las expectativas del rescate de la pobreza de los más miserables.3 Los méritos a valorar y los signos externos a considerar, en la época colonial, en el México independiente y en los años críticos de la posrevolución mediando el siglo XX, son muy diferentes y en cada uno los diversos periodos permiten múltiples interpretaciones.

En los artículos escogidos, no han dejado de considerarse, en la medida de lo accesible, estas variantes propias del tiempo y de las diversas coyunturas, de modo que se ofrece un panorama de cambios sociales y de la imagen que de ellos se forjaron a lo largo de los siglos los habitantes de algunas regiones del territorio que hoy es México. Con las reservas propias de cada caso, advertimos los elementos que pudieron influir en el aprecio que logró una persona, familia o corporación. Como resultado, podemos aportar un cuadro aproximado de méritos y defectos que promovieron la generalización de una opinión favorable o adversa acerca de determinadas personas, profesiones o situaciones.

Puesto que los textos incluidos a continuación tratan de varias épocas, es oportuno mencionar que siempre, en nuestro actual territorio y en los más próximos vecinos, ha existido cierta forma de movilidad, pero que sólo por breve tiempo y en particulares circunstancias ha podido ser masiva y plenamente reconocida. No sobra subrayar la diferencia entre los incidentes afortunados o desdichados de un individuo solitario (el minero fabulosamente enriquecido o el rico heredero desprestigiado y arruinado) y el reconocimiento de un oficio o una profesión cuyos altibajos arrastran consigo a numerosos profesionales o asociados (como la milicia, la abogacía o el periodismo en sus momentos de auge). Por otra parte, si en sociedades estratificadas la movilidad es difícil, pero nunca imposible, del mismo modo hay que reconocer que en las más modernas, liberales e igualitarias, el ascenso es aceptado, pero nunca fácil. Por tanto, a lo largo de estas páginas, la referencia a la elevación o decadencia social de grupos o individuos en los más dispares regímenes, no pretende ser un descubrimiento sorprendente sino la confirmación de algo que antropólogos y sociólogos ya han expresado. Lo que buscamos y esperamos mostrar es cómo una sociedad en particular, la mexicana, y no una concepción abstracta de sociedad, ha propiciado o dificultado los cambios favorables o contrarios, cuáles han sido los cauces y cuáles las consecuencias en ambos casos.

La afirmación de que la sociedad del México virreinal respondía a una rígida organización jerárquica parece irrebatible porque así lo indica cuanto sabemos de su sistema político y de sus presupuestos de orden social. Pero también es obvio que había excepciones, y no lo es menos que los criterios no eran fijos ni inamovibles. Referirnos al origen étnico como categoría fija no responde a la realidad, puesto que la división españoles e indios fue insuficiente desde fecha temprana, con la proliferación de otras calidades, además de que hubo señores con presunción de linaje acreditado en ambos grupos, y gente común, ya fueran plebeyos de cualquier calidad o tributarios indios y mulatos libres, más los siempre presentes esclavos negros o pardos. En la población indígena nunca desapareció por completo la distancia entre nobles (pipiltin) y vasallos (macehualtin), y las calidades intermedias acogieron igualmente a los más humildes pordioseros y a dueños de empresas, maestros artesanos o acomodados propietarios. Desde luego, tampoco la riqueza era mérito suficiente para ser respetado, porque de poco servía si había sido obtenida en actividades menospreciadas, como los obrajes o las tabernas. La procedencia geográfica (de España en el mejor de los casos) apenas se consideraba ventajosa cuando iba acompañada de influencias, amistades, parentesco bien considerado o méritos personales. Para una búsqueda cuidadosa de destacadas biografías individuales, o de profesiones respetadas o rechazadas, resultaría insuficiente la clasificación derivada de la organización estamental, que podía definir el orden jerárquico previsto por las leyes, pero no explicaría las causas de prosperidad o decadencia de personas, comunidades y ocupaciones.

El carácter sagrado del orden sacerdotal influyó decisivamente en el prestigio que rodeó a los eclesiásticos durante el periodo virreinal e incluso hasta el siglo XX, pero había diferencias entre el clero secular y el regular. Mientras en aquél se gestaban ambiciones y se obtenían prebendas, la orden franciscana proporcionaba el valor moral correspondiente a un prestigio ajeno a ambiciones terrenas. El texto de Francisco Morales muestra la compleja composición social de los frailes y novicios incorporados a la orden en el siglo XVII, como un reflejo de la movilidad en el conjunto de la sociedad novohispana. Otro cauce de ascenso, tradicionalmente reconocido, eran los grados en estudios superiores, en los cuales, según la investigación de Rodolfo Aguirre Salvador, se imponía la inercia del linaje familiar y las relaciones con personajes influyentes, por encima de los méritos académicos.

Y ¿dónde quedaron estos criterios cuando el antiguo virreinato se convirtió en estado independiente? Podemos apreciar cambios en la mentalidad, pero nunca fechas precisas en que se decretase la nueva flexibilidad en las categorías sociales.4 Sin embargo, no hay duda de que en la historia de México se produjo un cambio trascendental en todos los terrenos, en torno al primer cuarto del siglo XIX. Por las características del nuevo gobierno y la inestabilidad política que repercutió en la sociedad, este periodo fue en particular propicio para ascensos y caídas de nivel social e incluso para la creación de grupos intermedios antes inexistentes. Sin duda es también un momento privilegiado para identificar la forma en que evolucionó la sociedad y cómo se fragmentaron las antiguas categorías, más o menos estables.

Anne Staples ofrece el panorama cambiante de los nuevos rangos de respetabilidad y aprecio. El nacimiento del país independiente, las crisis políticas y los conflictos bélicos, que afectaron la vida pública a lo largo del siglo XIX, aunados a la influencia de la mentalidad liberal y modernizadora, propiciaron la movilidad, a veces más aparente que real, pero que, a la larga, sin derribar a los grandes y opulentos representantes de la élite, impulsó el ascenso de una clase media y media-alta, apoyada en la fortuna y en la popularidad más que en el linaje. Por otra parte, podría considerarse que el paso de virreinato a nación independiente y republicana debió ser el funeral de la nobleza, pero, como muestra Verónica Zárate, la realidad no fue tan simple, ya que entre los nobles hubo algunos que eligieron el exilio, pero más numerosos los que se incorporaron al nuevo régimen y conservaron su preminencia, por su entusiasta adhesión al sistema, por su mejor preparación intelectual o porque supieron conservar y aumentar su fortuna. En muchos aspectos y ya impedidos de hacer alarde de sus títulos nobiliarios, los nobles siguieron siendo fieles a la idea de que la nobleza tenía razón de ser, aunque en la nueva sociedad ejerciesen su responsabilidad directiva desde posiciones eminentes en el estado republicano.

La revolución mexicana pretendió modificar mucho más que la forma de gobierno, y sin duda ejerció una notable influencia en los cambios sociales que se produjeron a lo largo de varias décadas; pero no fue la única fuerza que los impulsó, porque el acelerado proceso de industrialización, el crecimiento de las ciudades, el avance imparable de la globalización, la expansión de las comunicaciones y el impacto de la modernidad en las costumbres, transformaron el panorama de las relaciones sociales y la imagen que los mexicanos tenían de sí mismos. Mary Kay Vaughan habla de la influencia del cine en el México de mediados del siglo XX, cuando la juventud aprendía a comportarse según lo que veía en la pantalla, admiraba el valor de los héroes y la capacidad de superación de hombres y mujeres, a la vez que descubría la posibilidad de rebelarse contra un destino de pobreza y mediocridad. Más que una moda temporal o una desconcertante visión de otros mundos, calaba en el ánimo de los espectadores la idea de que esos mundos también eran accesibles para ellos. Aurelio de los Reyes ofrece otra perspectiva, al mostrar la evolución en los criterios de estabilidad y movilidad social a partir del cine mexicano que refleja los procesos de cambios de mentalidad. Películas filmadas entre los años 1936 y 1960 muestran la evolución de prejuicios y prácticas relacionadas con nuevas formas de convivencia familiar, la aceptación del feminismo y del trabajo femenino, y actitudes de tolerancia propias de una sociedad mayoritariamente urbana. Las películas del siglo XX, como la prensa del XIX, se convierten así en un espejo social, fiel a la dinámica propia de la modernidad.

1Kingsley Davis y Wilbert E. Moore (eds.), “Some Principles of Stratification: A critical Analysis”, en David B. Grusky (ed.), Social Stratification. Class, Race and Gender in Sociological Perspective, Boulder, Colorado, Cornell University, 2001, pp. 65-73.

2Pierre Bourdieu, La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 2002, pp. 105 y 169.

3Ya hace más de un siglo que Émile Durkheim se refirió a las representaciones colectivas, diferentes, aunque siempre cercanas a lo que consideraríamos la realidad. Más recientemente, Roger Chartier ha subrayado la aportación a la cultura de esos sistemas de percepción que no sólo se refieren al mundo exterior sino a la propia situación personal, dentro de esas “divisiones de la sociedad (que no son de ninguna manera reductibles a un principio único)”. Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1995, p. iv.

4Michel Foucault, Las palabras y las cosas, México, Siglo Veintiuno editores, 2007, p. 57.

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