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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2016

 

Reseñas

Christophe Granger (dir.), À quoi pensent les historiens? (Faire de l’histoire au XXI e siècle)

Roberto Breña* 

*El Colegio de México. México.

Granger, Christophe. À quoi pensent les historiens? (Faire de l’histoire au XXI e, siècle). París: Éditions Autrement, 2013. 317p. ISBN: 978-274-673-298-8.


À quoi pensent les historiens? fue pensado como una especie de secuela de dos libros publicados en Francia el siglo pasado (el primero de ellos un clásico de la historiografía francesa): Faire de l’histoire (1974) y Passés recomposés (1995); el primero dirigido por Jacques le Goff y Pierre Nora; el segundo por Jean Boutier y Dominique Julia. Por diversos motivos, empezando por la mayor cercanía cronológica, el libro que nos ocupa tiene una filiación más directa con Passés recomposés; de hecho, su atractivo título (¿“En qué piensan los historiadores”?) es el mismo de la introducción que Boutier y Julia escribieron para el libro que dirigieron. No sólo eso, estos dos autores contribuyeron al libro que nos ocupa con un breve prefacio, que sigue a la introducción del director, Christophe Granger.

Siempre es difícil reseñar obras colectivas, y de un tiempo a esta parte lo es aún más tratándose de libros que intentan dar una visión panorámica sobre la disciplina de la historia. En este caso, la empresa pareciera facilitarse un poco porque, en principio, el libro está dedicado exclusivamente a la historiografía francesa (algo aparentemente sencillo tratándose de una historiografía tan ensimismada o nombriliste como la francesa) y porque, además, Granger se propuso circunscribirse al siglo XXI. Ahora bien, como era de esperar, ninguno de estos dos cometidos se cumple cabalmente. El asunto se complica todavía más porque, como escriben Boutier y Julia en el prefacio mencionado, si hubiera que elegir un solo adjetivo para referirse a la historia francesa de la última década del siglo XX la palabra más adecuada sería la de “incertidumbre” (p. 26); un aspecto que está lejos de haberse atenuado en lo que va de esta centuria. Para terminar con las dificultades, no puedo dejar de mencionar la jerga historiográfica y las construcciones rebuscadas a las que son afectos no pocos historiadores franceses. El resultado es un libro que, más allá de sus aciertos, proporciona un panorama menos claro del que cabría esperar de una publicación de esta naturaleza, además de que su lectura resulta por momentos cansina.

À quoi pensent les historiens?, que consta de 14 colaboraciones (una de ellas del propio director) y 17 colaboradores (pues contiene tres trabajos coescritos), está dividido en tres partes: “oficio”, “Competencias” y “Mutaciones”. Uno de los grandes atractivos del libro es que todos los autores son historiadores jóvenes. Estamos pues ante un libro que prescinde por completo de las “vacas sagradas”, algo que no puede más que agradecerse, sobre todo tratándose de la historiografía francesa, tan proclive a la hagiografía autorreferencial. El resultado es parcial, como no podía ser de otro modo si tomamos en cuenta que sólo son 14 las colaboraciones, un número claramente insuficiente para dar una visión integral de la historia como disciplina en el caso de una de las historiografías más ricas del mundo actual. En todo caso, el lector está frente a una nueva generación de historiadores, quienes iniciaron su andadura académica en los años noventa, cuando, nos dice Granger, la historiografía francesa estaba en “crisis”. Al respecto, cabe decir que son tantas las supuestas crisis que ha vivido la disciplina, que valdría la pena repensar un término que desde hace tiempo no resulta muy útil para acercarnos a la historia.

En su interesante introducción, Granger plantea algunas de las razones que explican la “inestabilidad” de la disciplina y las dificultades que asedian al oficio de historiador en la Francia de hoy. Menciono algunas de las más importantes. En primer lugar, la lógica gerencial de algunas de las reformas europeas de los últimos años en materia de educación superior y el enfoque económicista que ha tendido a imponerse no solo en las universidades privadas, sino también en las instituciones públicas. En segundo, la “fiebre memorialista” que ha invadido la disciplina y que ha desdibujado los contornos entre memoria e historia, a tal grado que por momentos la segunda parece confundirse con la primera. En tercero, la lectura victimista y localista que se desprende con frecuencia de dicha fiebre, así como los excesos identitarios a los que reiteradamente conduce. En cuarto lugar, la divulgación (vulgarisation) de la historia y el atractivo que los libros de historia ejercen en la actualidad entre el público en general. A este respecto, lo problemático es la reacción de algunos historiadores que han optado por acotar la disciplina rigurosamente, de manera que no pierda un ápice de legitimidad. otros, más inteligentes quizá, buscan la manera de tener acceso a parte de ese gran público sin perder el rigor que, sin duda, debe caracterizar al trabajo historiográfico. En quinto, el número considerable y creciente de nuevos temas y nuevas cuestiones, entre las que Granger destaca la historia del medio ambiente, la historia de las emociones y, de manera crítica, lo que uno de los colaboradores del libro, Romain Bertrand, llama “la tentación del mundo”, es decir, la historia global, cada vez más abarcadora, tanto en términos geográficos como cronológicos. En sexto, una serie de cambios en lo que respecta a las herramientas de trabajo; entre ellos, la manera en que los archivos han sido sometidos a una revisión crítica, la cual, sugiere el autor, debiera implicar un nuevo modo de acercarse a ellos y de utilizarlos. Algo similar ha sucedido con las imágenes, la cuantificación y el relato, aunque en estos casos cabe hablar más bien de una reevaluación.

Granger menciona otro aspecto de la historia en el siglo XXI que ha contribuido en cierto sentido a complicar el panorama de la disciplina, pero que en última instancia lo ha hecho más interesante: el pluralismo epistemológico. En esta parte, el autor menciona la Alltagsgeschichte alemana, la micro-storia italiana y lo que él denomina el “giro crítico” de los Annales (de fines del siglo pasado), así como la transición de las estructuras a los actores como eje de la inteligibilidad histórica y, por último, el notable influjo en la disciplina de la sociología pragmática de Luc Boltanski. Es aquí donde Granger plantea que los historiadores del siglo XXI están volviendo a cuestionarse sus modos de razonar o haciéndose preguntas historiográficas tan elementales como ¿qué es una prueba? “En resumen, en un momento en el que es difícil no percibir una devaluación de sus certidumbres, los historiadores han removido los criterios de cientificidad de los conocimientos que producen” (p. 18). Es bajo el paraguas esbozado en los párrafos anteriores que Granger da paso a los colaboradores del libro. Cada uno de ellos, nos dice para cerrar su introducción, describe su parcela de conocimiento histórico y, al mismo tiempo, “sus métodos, sus dudas, sus enigmas y las relaciones que mantiene con sus predecesores”; en suma, “la historia tal como se practica en este nuevo siglo” (p. 23).

En el libro, el lector encontrará colaboraciones sobre la relación de la historia con las ciencias sociales y con la literatura. Asimismo, se topará con textos sobre las mutaciones que ha sufrido durante los últimos lustros la comunidad académica francesa dedicada a la historia y sobre el lugar que ocupan los historiadores franceses en el espacio público contemporáneo. También encontrará artículos dedicados a los “archivos” del siglo XXI (que se parecen cada vez menos a los que existieron durante casi todo el XX), a la historia visual o de las imágenes, a los nuevos usos de la cuantificación, a la historia global, a los estudios de género y, por último, a las ya mencionadas historia de las emociones e historia del medio ambiente. El libro contiene también un trabajo dedicado exclusivamente a los “dilemas” historiográficos del centenario de la primera guerra mundial.

Al final de esta reseña señalaré las que pueden considerarse “lagunas” temáticas del libro que nos ocupa; por lo pronto, destaco algunos textos que, por distintos motivos, llamaron mi atención. En primer lugar, el de Claire Lemercier y Claire Zalc sobre los nuevos usos de la cuantificación. Este artículo, a diferencia de casi todos los que lo preceden, es muy claro en sus objetivos y en su forma. las autoras señalan que la cuantificación no debe ser un fin en sí mismo, sino una herramienta más, la cual, además, no necesariamente tiene implicaciones ideológicas, como se afirma a menudo. Para ellas, ya es tiempo de poner fin a la disyuntiva cuantitativo/cualitativo, así como a la identificación entre historia cuantitativa y series temporales. la cuantificación, nos dicen, es una herramienta que puede llevar a cambios sustantivos en la investigación en curso: “un objetivo de cuantificación puede, en efecto, incitar poderosamente a reflexionar sobre la substancia y el sentido de nuestras categorías o de las fuentes” (p. 146). Este resultado sólo puede darse si los historiadores emplean tal o cual método no porque lo consideran el mejor en el amplio campo de la historia o porque es el único que aprendieron en la universidad, sino porque es el que mejor se adapta a sus fuentes y a las preguntas que intentan responder; en esa medida, el método elegido es contingente.

La contribución del director del libro, Christophe Granger, es un ensayo sobre el arte de contar y sobre la dilución de las fronteras narrativas, entre las que el autor destaca lo que denomina “la forma cinematográfica de la historia”, por su extraordinario poder de narración (histórica). El autor se detiene en el libro Slaves on Screen de Natalie Zemon Davies y plantea que obras como ésta fecundan el trabajo de los historiadores. Enseguida, se refiere a otra historiadora, también muy conocida, Arlette Farge, quien lleva dicha dilución aún más lejos; concretamente, hasta el terreno de la ficción (con su libro La nuit blanche, 2002). Un terreno que ya había sido explorado por Simon Schama en Dead Certainties (1996) y más tarde por Patrick Boucheron en Léonard et Machiavel (2008). Entremedias, nos dice el autor, Phillipe Artières y Dominique Kalifa llevaron la tensión entre historia y ficción aún más lejos en Vidal, le tueur des femmes (2001). Sin ignorar los diversos riesgos implícitos en obras como las mencionadas, Granger pone entre paréntesis los purismos disciplinarios (por cierto, una de las premisas que recorren el libro de parte a parte) y plantea que títulos como los mencionados contribuyen a construir un conocimiento distinto del pasado, pues representan otras maneras de intelección del mundo. Estas nuevas propuestas interpretativas le parecen válidas a Granger, aunque sólo sea porque muestran de forma novedosa esa incertidumbre que yace en todo relato histórico y porque ponen en evidencia que todo lenguaje historiográfico es un lenguaje deformado. Por supuesto, se puede estar en desacuerdo con el enfoque adoptado por el autor (de hecho, quien esto escribe tiende a estarlo); sin embargo, creo que en aspectos como éste (ser una invitación persuasiva a ampliar nuestra perspectiva respecto a las diversas alternativas para relatar la historia y “ponerla de manifiesto”), reside gran parte del interés de este artículo.

En su texto sobre la historia global, el ya citado Romain Bertrand, especialista en historia de indonesia, nos da una visión muy distinta de la que estamos acostumbrados los lectores de habla hispana sobre los “primeros contactos” entre los europeos (en este caso holandeses) y los nativos (en este caso “indonesios”). Además, plantea una coincidencia cronológica muy interesante entre los mundos europeo y asiático de principios del siglo XVI en lo que se refiere al pensamiento político o, más específicamente, a lo que él denomina, de manera inadecuada desde mi punto de vista, una “coyuntura constitucional”. Una coyuntura que puede parecer improbable, pero que no lo es tanto si tenemos en cuenta las transformaciones sociales que vivieron ambos mundos en aquella época (véanse pp. 194-195). Al final, Bertrand expresa su profundo escepticismo vis-à-vis la historia global, tan de moda entre los académicos anglosajones, pues, desde su punto de vista, pasa alegremente por encima de los siglos y los continentes, con el mundo entero como su obsesiva y elusiva tentación.

En su artículo sobre los estudios de género, Delphine Gardey presenta varios ejemplos que muestran la renuencia de parte de la comunidad historiográfica francesa a conceder a la historia de las mujeres y a la historia de género un lugar en la mesa de la legitimidad académica. Es conocida la renuencia que existe en Francia a emplear el término “feminista”, lo que no significa, sin embargo, que la perspectiva feminista no esté presente en el mundo editorial y académico francés, como lo muestra fehacientemente Clio, la primera revista gala dedicada a la historia de las mujeres (fundada en 1995). En su texto, Gardey reacciona frente a las acusaciones que se hacen con frecuencia a la historia de las mujeres en el sentido de imponer a la historia criterios sexuales, de contribuir a la fragmentación de la disciplina y de recurrir a lo que se considera un exceso de teorización. Una recriminación, esta última, con la que, por cierto, es común toparse en el medio historiográfico latinoamericano, tan renuente a reconocer que la historiografía (entendida sobre todo como reflexión del quehacer histórico) es parte integral de la disciplina, como este libro, por cierto, lo muestra meridianamente. Volviendo al texto de gardey, ésta escribe: “Mi proyecto no es refundar la historia, y menos aún reeducar a los colegas, sino permitir la proliferación de espacios epistémica y políticamente creativos” (p. 217). después de reconocer implícitamente su deuda con varias feministas estadounidenses, la autora concluye: “[...] yo reivindicaría lo heterogéneo, lo diverso, lo inestable, lo frágil [...] Hay mucho que inventar en la escritura (de la historia) y en la conversación con los mundos que he evocado rápidamente, otras posibilidades de relatar, otras formas de narración, otras estrategias para rendir cuenta y estar en deuda con sujetos (múltiples) de la historia” (p. 224).

La última colaboración del libro, a cargo de grégory Quenet, se ocupa de la historia del medio ambiente. El autor reconoce de entrada que la academia francesa llegó con mucho retraso a este campo, pues sus comienzos se ubican en la academia estadounidense de los años setenta, en donde ha alcanzado un notable desarrollo. lo anterior, a pesar de antecedentes galos tan importantes como Montaillou, village occitan de le Roy ladurie e Histoire de la France rurale de duby, ambos de 1975; o, en menor medida, de los Annales (más concretamente, Braudel). Ahora bien, los Annales sí contribuyeron de modo importante a un debate que la historia del medio ambiente ha recuperado; a saber, la supuesta separación entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu (a veces referidas en su voces alemanas: Naturwissenchaften y Geisteswissenchaften). Sin embargo, como señala Quenet, aunque los historiadores del medio ambiente nunca citan a dilthey, Rickert o Simmel, es claro que las cuestiones planteadas por muchos de ellos refieren a una historia del medio ambiente que pretende superar la supuesta oposición entre ambas culturas científicas. dicho muy brevemente, para la historia ambiental no existe una separación significativa entre la naturaleza y el hombre. En la parte final de su texto, Quenet se refiere a las contribuciones de las escuelas india, británica y canadiense del medio ambiente y escribe: “la plasticidad de la historia del medio ambiente es uno de los factores de su dinamismo, de su capacidad para inventar nuevos objetos en diálogo con un contexto cambiante, produciendo nuevas categorías para describir a la naturaleza” (p. 254).

À quoi pensent les historiens? concluye con una brevísima sección que el editor tituló “los ‘clásicos’ de la historia en el siglo XXI” (pp. 259-261). Se trata de una lista de 35 títulos, todos ellos publicados a partir de 2000, que, desde la perspectiva de Granger, tienen altas probabilidades de convertirse en “clásicos”. A menudo se dice que es injusto o improcedente señalar lo que a un libro le falta. No obstante, en este caso, es la propia lista de Granger la que nos sirve para detectar algunas de las lagunas del libro que nos ocupa. En primer lugar, la historia económica, que apenas hace acto de presencia. En segundo, la historia de los imperios. En tercero, en cuanto a historia intelectual, la historia de la Edad Media. En la lista, los campos de la historia que prevalecen, además de los que se pueden inferir por lo que acabo de señalar, son la historia social, la historia de las imágenes y la historiografía propiamente dicha. En donde la diversidad brilla por su ausencia, en un libro que enfatiza las diversidades de todo tipo, es en las lenguas en las que fueron publicadas las 35 obras de la lista en cuestión: 20 en francés, 13 en inglés, 1 en italiano y 1 en alemán. Sin embargo, enseguida debe aclararse que de los libros que aparecen en francés, 9 fueron publicados originalmente en inglés, lo que lleva el total de libros en inglés a 22. de ellos, 17 fueron publicados en Estados Unidos. de aquí, por cierto, esa extendida creencia en la autosuficiencia que es posible percibir en un número considerable de académicos estadounidenses y que tiene su punto de arranque (y de llegada diría yo) en una tendencia muy evidente a leer(se) únicamente en su idioma y, por tanto, como lo señalan Boutier y Julia en el prefacio mencionado (p. 21), a privarse de toda una serie de recursos intelectuales. En cualquier caso, a juzgar por el libro que nos ocupa y por la lista de Granger en particular, para los historiadores franceses la historiografía en castellano simplemente no existe o, más simplemente aún, es de mala calidad (o, por lo menos, de calidad insuficiente). Por último y sin entrar en matices y aclaraciones, señalo un dato respecto a otro tipo de diversidad y a otro tipo de disparidad: si bien casi la mitad de las colaboraciones de À quoi pensent les historiens? fueron redactadas por mujeres, en la lista de Granger solo aparecen seis historiadoras.

Como casi siempre con libros que, de una u otra manera, intentan cubrir el inabarcable campo de la historia, el resultado es insatisfactorio o, mejor dicho, parcialmente satisfactorio. Por la empresa misma, pero también porque la fragmentación y diversificación de la disciplina histórica, que este libro no sólo evidencia sino que reivindica explícitamente, convierten a dicha empresa en una labor propia de Sísifo. Por cierto, la introducción de Granger que comentamos adelanta esta imposibilidad de completud. En cualquier caso, cierro esta reseña volviendo a la difícil situación que atraviesan actualmente los jóvenes historiadores franceses. Esta dificultad se explica no sólo por motivos ya apuntados, sino también por lo que cabría denominar el “institucionalismo conservador” de la academia gala, que, como lo refiere Granger, tiende a inhibir el surgimiento de nuevas actitudes historiográficas y el desarrollo de nuevos enfoques. En cuanto a la falta de salidas profesionales de cierto nivel para muchos de los egresados o la precarización en el empleo que señala el autor, se trata de problemas que, en un contexto muy distinto, enfrentan los egresados de las licenciaturas y los posgrados en historia que existen en México. Por tanto, también a ellos podrían estar dirigidas las líneas finales de dicha introducción, concretamente cuando el autor afirma que si bien la historia es una ciencia y un régimen de veracidad, con reglas colectivas y con reglas de dominación muy reales, es también un lugar para la “alegría despreocupada” (insouciance), pues se trata de un oficio que conlleva una serie de placeres singulares, los cuales pueden llenar la existencia de todo historiador. Entre esos placeres, Granger destaca uno muy visceral: la posibilidad de vivir, imaginariamente por supuesto, varias vidas. Si a ello agregamos que la historia es, en palabras del propio autor, “una de las herramientas más poderosas para desvelar los procesos que modelan el mundo” (p. 21) y, en esa medida añadiría yo, de su posible transformación, a nadie puede sorprender el hecho de que, pese a sus diversos y crecientes bemoles profesionales, la historia siga ejerciendo tanta atracción sobre un número considerable de jóvenes; en Francia, en México y en otras partes del mundo.

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