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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2016

 

Reseñas

James E. Sanders, The Vanguard of the Atlantic World. Creating Modernity, Nation, and Democracy in Nineteenth-Century Latin America

José María Portillo* 

*Universidad del País Vasco. España.

Sanders, James E.. The Vanguard of the Atlantic World. Creating Modernity, Nation, and Democracy in Nineteenth-Century Latin America. Durham: Londres: Duke University Press, 2014. ISBN: 978-082-235-780-3.


Es este un típico producto de la factoría de Duke University Press: un libro que desde la perspectiva de la historia de la cultura y la antropología políticas, en un sentido amplio, ensaya una explicación innovadora sobre una cuestión historiográfica de fondo. Cuando se trata de América Latina, suele ser marca de la casa que, además, se sitúe en una posición muy crítica con los planteamientos más habituales sobre la modernidad y la concepción de la historia occidental. En esa línea, el libro de Sanders tiene la vocación de cuestionar radicalmente las propuestas más usuales acerca de la modernidad occidental. Lo hace proponiendo una tesis que podría resumirse así: frente a lo que suele darse por sentado, hubo un momento en el siglo XIX, entre la década de los cuarenta y la de los setenta aproximadamente, en el que el centro más dinámico de generación de modernidad radicaba en América Latina. Lo que Sanders denomina “republican modernity” -con todo su corolario de discursos de igualdad, universalidad, libertad y fraternidad- tuvo su foco de desarrollo principal en países como Colombia y México (u otros latinoamericanos, como Uruguay). Al contrario de lo que suele narrarse, no fue en la Europa burguesa ni entre los eurófilos americanos -incluidos, claro está, los del norte- donde se generó la modernidad atlántica de mediados de la centuria, sino que fue un fenómeno primordialmente latinoamericano.

Ello lleva a plantear una crítica a toda la bibliografía sobre la modernidad que, tanto desde el conservadurismo como desde el progresismo, ha tendido a ignorar este momento de la vanguardia latinoamericana de la modernidad. Esta ignorancia se habría debido a una inercia provocada ya en el mismo momento histórico, con autores tan influyentes como Sarmiento, y al hecho de que tal visión cuestionaría integralmente la teoría de la modernidad. Para asentar este planteamiento, desde el primer capítulo de su libro Sanders establece una diferencia entre los modern republicans latinoamericanos (el chileno Francisco Bilbao, que tiene un capítulo propio, es el prototipo) y los “letrados” (denominados así, en español), que serían quienes se mostraron más proclives a asentar una idea canónica de la modernidad eurófila. Estos letrados serían, según Sanders, quienes a partir de los años ochenta, en el México de los científicos porfiristas, o en la órbita de los Caro y Cuervo en Colombia, asentarían una lectura hegemónica desde entonces de la modernidad que comenzó por hacer como si no hubiera existido una modernidad republicana en las décadas previas, las que vieron nacer el constitucionalismo mexicano de 1857 y el colombiano de 1863.

El libro se organiza alrededor de un capítulo central, el cuarto, que ya había sido adelantado en Latin American Research Review (46: 2, 2011) con el título que ahora se usa para el libro, aludiendo a la idea de una vanguardia occidental de la modernidad en América Latina. Escoltan a este capítulo, por un lado, lo que podríamos llamar “aperitivos” en forma de catas sobre la relevancia de Garibaldi como personaje republicano en América o la multiculturalidad vista a través del batallón de San Patricio en la batalla de Churubusco. Por otro lado, incorpora tres textos de mayor espesor, a mi juicio: uno sobre Francisco Bilbao como paradigma de la modernidad republicana, otro sobre David Peña y el “liberalismo negro”, y otros dos sobre la idea de modernidad en América Latina, tanto en el momento posterior a la independencia como en el momento de la crisis de la modernidad republicana a finales del siglo XIX.

Es, como se acaba de indicar, en el capítulo 4 donde se encuentra el meollo de este libro. Es ahí donde desarrolla su tesis de la modernidad republicana como una versión alternativa y más avanzada que la europea. Situándose en los años que vieron triunfar a los liberales en las guerras civiles colombianas y a los liberales mexicanos imponer el Plan de Ayutla y vencer a los imperiales, Sanders argumenta que, vista desde América Latina, la modernidad estaba allí y en Europa restos del Antiguo Régimen -como la monarquía o la dominación imperialista-. Los valores de esa modernidad latinoamericana estarían cifrados en el universalismo sobre el racialismo, la fraternidad e igualdad sobre la exclusión de clase, y la democracia sobre la aristocratización de la política. Todo ello, a su vez, proveyó a los grupos subalternos de aquellas sociedades (menestrales, campesinos desposeídos, comunidades indígenas y de negros libres) de herramientas para reclamar su inserción dentro de esa modernidad a través de su pertenencia al pueblo.

Este planteamiento, a mi juicio, presenta algunas ventajas y no pocos inconvenientes. La ventaja principal es que permite reconsiderar la relevancia del discurso republicano latinoamericano de las décadas centrales del siglo analizándolo en el escenario de un debate atlántico sobre la modernidad. Es algo, sin embargo, sobre lo que ya venía insistiendo la historiografía en español -la que en la academia estadounidense resulta a veces tan invisible- producida en América Latina. Que el pensamiento republicano tenía en mente esos valores y que precisamente fueron los que le sirvieron para marcar las distancias con el pensamiento de un liberalismo conservador y eurófilo es algo sobre lo que han insistido, entre otros, Rafael Rojas y José Antonio Aguilar. En un texto breve de este último autor, puede verse un capítulo dedicado precisamente a la confrontación entre lo que Ignacio Ramírez y otros coetáneos llamaron puros y moderados, que viene a casar con lo que Sanders identifica como pensamiento republicano y letrado.1

El problema mayor que presenta la versión que despliega Sanders de este pensamiento latinoamericano de las décadas centrales del siglo XIX es, a mi entender, que asume un tanto acríticamente su novedad y su argumento. Al lector de este libro le queda la sensación de que no solamente los intelectuales, sino las sociedades latinoamericanas -en especial en los grupos sociales donde la colonialidad era más persistente-, no sólo predicaron sino que buscaron con ahínco poner en pie aquellos principios. También es probable que el lector concluya que ese tipo de lenguajes y discursos se generaron en el escenario de las pugnas entre dos formas de entender la modernidad en esas décadas centrales de la centuria. En un libro que debería haber estado en el centro de la discusión que plantea este capítulo (tanto como el de Rebecca Earle), Tomás Pérez Vejo hizo dos observaciones muy pertinentes a este respecto.2 La primera tiene que ver con el rastreo de los lenguajes que Sanders fija en las décadas centrales del siglo XIX, pues las referencias a una nación inclusiva de toda la sociedad novohispana están ya presentes en el movimiento insurgente y el constitucionalismo temprano, territorios que este libro no explora en ningún momento. Frases como que “la nación toda” tenía que reaccionar ante la invasión francesa, o apelaciones al pueblo que, qua communitas, debe liberarse a sí mismo del despotismo y la tiranía pueden encontrarse abundantemente en la literatura -tanto de barricada como de salón- del México de las primeras décadas de la centuria, refiriéndose tanto a la nación mexicana como a la española. Por señalar únicamente un rasgo donde es visible esta continuidad: Sanders afirma (p. 103) que en contraste con el pensamiento letrado, el del republicanismo sostuvo que México no estaba compuesto de indios, mestizos y mulatos sino simplemente de ciudadanos… que es, literalmente, lo que había sostenido en 1824 el discurso preliminar del Acta Constitutiva redactado por Miguel Ramos Arizpe y también lo que se puede encontrar referido en numerosos discursos de los años previos, incluso no pocos que aludían a una nación española también agredida injustamente por un poder imperial en 1808. Se trata, por lo tanto, de un lenguaje político que no constituye en sí una novedad; al contrario, y esto creo que es relevante, el lenguaje republicano de los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX forma parte de una tradición discursiva que (al igual que los lenguajes conservadores) tiene raíces bien detectables que se hunden en el momento de la crisis de la Monarquía española. Como un estudio conjunto, dirigido por Manuel Pérez Ledesma, puso de manifiesto, es algo que también se constata para España.3

La segunda observación, que ya realizara Pérez Vejo y que podría haber dado mucho juego al argumento de Sanders, sobre todo para modularlo, consiste en la constatación de que el hecho colonial, lejos de desaparecer con la independencia, se prolonga en la historia social mexicana (y latinoamericana). Esto significó que en aquellas sociedades posimperiales pero no poscoloniales, como la mexicana, la clase y la raza, conjuntamente pues se equivalían, determinaban también la actitud cultural. Un reciente libro de Josep M. Fradera, que obviamente Sanders no ha podido considerar pero cuyo argumento central es de enorme relevancia para su asunto, profundiza desde una perspectiva comparativa en la diferencia que a este respecto separó a la república norteamericana de las latinoamericanas. Como argumenta Sanders, en efecto, el republicanismo latinoamericano careció (por variadas razones, no todas ellas filantrópicas) de un componente imperial, lo que varió de manera muy sustancial el modo en que se trató la complejidad étnico-social interna.4

Conviene recordar este hecho para valorar críticamente el discurso republicano de la fraternidad, el universalismo, la igualdad y la libertad, puesto que no ha de extrañar que reprodujera en él buena parte de esa colonialidad transmitida al siglo de las naciones independientes. El ejemplo que Sanders usa al hablar de la construcción del universalismo republicano, el uruguayo, es elocuente de lo que digo. La abolición de la esclavitud en la joven república sumida en una guerra civil en 1842 puede, en efecto, a primera vista, interpretarse como el intento de crear una nación basada en la idea de fraternidad universal y la ciudadanía popular (p. 33). Sin embargo, la ley 242 de 1842 (la que abolió la esclavitud) tiene mucha más similitud con el artículo 22 de la Constitución de Cádiz (1812) que con la idea abolicionista basada en el derecho y la fraternidad. Si ese artículo de 1812 abría la puerta de la ciudadanía a los afrodescendientes por la vía no del derecho propio sino de la “virtud y el merecimiento”, la ley uruguaya hacía lo propio por medio del servicio de armas, tanto que quienes no pudieran prestarlo “y las mujeres” debían quedar aún sometidos a la autoridad de sus amos (art. 3). Ambos procesos, a su vez, siguen conectando con el supuesto manejado en la época colonial de las gracias que permitían “blanquear” a cambio también de un servicio, pecuniario en este caso. Servicio del rey, servicio de la nación, pero no derecho propio e incuestionable, como el de los amos, por ejemplo. He ahí la colonialidad colándose en el discurso republicano en una cuestión tan sensible como la esclavitud y su tratamiento, como demuestra Alex Borucki en sus trabajos acerca de la abolición uruguaya.5 Es, por otro lado, una política que ya se había seguido antes y se verá replicada en conflictos como la guerra civil estadounidense o las guerras coloniales españolas de la segunda mitad del siglo. Sin referencia ya obviamente a la superación de la condición de cosa vendible, la adquisición de la ciudadanía por la vía del servicio militar llega hasta nuestros días, como muestra la composición actual del ejército español, por ejemplo.

Sanders es consciente de los límites que presentaba todo este despliegue de discurso republicano latinoamericano, tanto que le dedica un epígrafe. En el mismo recuerda oportunamente que el discurso de la integración nacional de los grupos subalternos implicaba necesariamente la pérdida de identidad. Hace tiempo que la historiografía en castellano viene señalando esta aporía del republicanismo latinoamericano: que la integración del mundo indígena era de suyo imposible porque la nación imponía unos parámetros culturales que implicaban necesariamente no sólo la pérdida de identidad, sino la asunción obligada de otra, la de quienes definían ese republicanismo y esa modernidad. Dicho de otro modo, en el discurso republicano no existía el “indio ciudadano” sino solamente el ciudadano, al que se le suponía una cultura euroamericana. Ahí están, entre otros, los trabajos de Bartolomé Clavero recordando este cortocircuito entre cultura y derechos.6

Insiste el autor en este punto en imputar la responsabilidad de esta contradicción al discurso de los letrados que logró imponer su visión paternalista y tutelar sobre la más propiamente republicana de la fraternidad y el universalismo. La primera reserva es respecto de las etiquetas: diferenciar un discurso público republicano de otro “letrado” puede resultar enormemente confuso, tanto si se toma en su acepción de instruido y que maneja el lenguaje escrito como, más aún, en la de jurista. La contraposición, en todo caso, debería hacerse entre un discurso letrado y otro que no utiliza o no prioriza los códigos de la escritura, lo que acomunaría a republicanos y conservadores frente a algunas prácticas políticas subalternas. La segunda prevención, y más de fondo, tiene que ver con el discurso mismo que analiza el libro. En mi opinión, no debería resolverse esta evidencia de los límites del discurso apelando a la responsabilidad que tuvieron las élites en optar por una versión eurófila y conservadora de la modernidad (p. 130), sino indagando hasta qué punto el mismo discurso republicano estaba llegando a sus límites y asumiendo que la igualdad republicana podía llegar a admitir la desigualdad en tanto no hubiera asimilación o incluso con ella, dependiendo de otros factores. Dicho de otro modo, que la fraternidad, el universalismo, la igualdad y la democracia republicanas podían conducir sin quebranto moral alguno (al contrario) a la Ley Lerdo o al artículo 78 de la Constitución colombiana de 1863. La colonialidad no estaba en el otro, estaba también, me temo, en el discurso republicano latinoamericano y en su modernidad.

Es un acierto de este libro ofrecer reflexiones que pueden complementar otras que viene haciendo la historiografía latinoamericana en el sentido de enfatizar la distancia que existía entre retórica y política en el discurso y la acción del republicanismo decimonónico. Si, como insiste justamente el autor en el capítulo que dedica al liberalismo subalterno, la retórica republicana ofrecía nuevas oportunidades para procurar la inclusión en el ámbito público de los tradicionalmente excluidos, no por ello debe darse por hecho que esa retórica se elaborara con tal fin. Con ella podía practicarse -como de hecho se hizo- la “subordinación racial” que se criticaba en la civilización eurocéntrica. Frente a ello la actitud de esas clases no invitadas al festín republicano fue, en no pocos casos, apropiarse del lenguaje republicano para elaborar discursos políticos propios. No necesariamente tenían que hacerse desde un horizonte forzado de liberalismo, sino que podían muy bien encontrar más conveniente la defensa de formas tradicionales de organización y de relación con el Estado. No era tampoco una novedad que las comunidades indígenas y afrodescendientes utilizaran mecanismos culturales de las élites para la defensa de sus intereses, pues lo llevaban haciendo desde el siglo XVI y lo mismo hicieron, como queda bien probado en numerosos estudios, con los argumentos del republicanismo y del constitucionalismo.

1José Antonio Aguilar, La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.

2Tomás Pérez Vejo, España en el debate público mexicano, 1836-1867. Aportaciones para una historia de la nación, México, El Colegio de México, 2008.

3Manuel Pérez Ledesma (ed.), Lenguajes de modernidad en la Península Ibérica, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 2012.

4Josep M. Fradera, La nación imperial (1750-1918), Barcelona, Edhasa, 2015.

5Alex Borucki, Abolicionismo y tráfico de esclavos en Montevideo tras la fundación republicana (1829-1853), Montevideo, Biblioteca Nacional, 2009.

6Bartolomé Clavero, “ ‘Multitud de ayuntamientos’: ciudadanía indígena entre la Nueva España y México, 1812 y 1824”, en Miguel León-Portilla (ed.), Los indígenas en la Independencia y en la Revolución mexicana, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010; “Constitución de Cádiz y ciudadanía de México”, en Carlos Garriga (ed.), Historia y Constitución: trayectos del constitucionalismo hispano, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2009.

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