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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2016

 

Reseñas

Juan Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825

Mauricio Tenorio Trillo* 

*The University of Chicago. Estados Unidos.

Ortiz Escamilla, Juan. Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825. México: El Colegio de México, Segunda edición, 2014. 327p. ISBN: 978-607-462-704-6.


Guerra y gobierno es la anatomía detallada de la variopinta y larga guerra civil que se inicia en 1810, con variaciones geográficas y cronológicas, en términos de violencia, de organización militar, de opciones de futuro, y que dura hasta fines de 1825, con la capitulación de los últimos soldados y comandantes imperiales en San Juan de Ulúa. Es una historia de la guerra, pero ante todo es un relato de cómo la violencia ganó en un vasto territorio acostumbrado a levantamientos esporádicos y bien delimitados, en una sociedad acostumbrada a la violencia selectiva, con la relativa paz basada en los pueblos, ciudades, ranchos y haciendas, en un ejército -si bien modernizado y relocalizado geográficamente a partir de las reformas borbónicas-, nunca mayor a 10 000 soldados profesionales en activo. Guerra y gobierno fue, en 1997, y sigue siendo, la detallada cartografía, economía, demografía, orografía e incluso epidemiología e historia cultural de la guerra. Cualquier discusión historiográfica ha de remitirse a esta impresionante investigación.

Una saga que al principio y al final nos deja con el Jesús en la boca: ¿cómo es que antes no pasó? Y, una vez desatada la guerra en todo su irrefrenable caos, ¿cómo se volvió a lograr cierta paz? ¿Cómo se para esto? Y hablo de ayer y hablo de hoy. Porque tengo para mí que la guerra es, al fin y al cabo, lo que hay en la historia; entenderla es importante y necesario, pero no es un misterio. Lo misterioso, sigo creyendo, es la paz.

En esta segunda edición, Juan Ortiz añade dos cosas: un importante edificio conceptual que afianza su vastísima investigación, y el tratamiento de más casos, sobre todo del estado de Veracruz.

La nueva estructura conceptuosa está inspirada sobre todo en el trabajo del politólogo griego Stathis Kalyvas (The Logic of War in Civil War, 2006). La aportación de Kalyvas es muy para la ciencia política a la estadounidense, y no es poca: otorga a los modelos formales una base empírico histórica que la political science había perdido desde tiempos de Barrington Moore. Lo de Kalyvas, claro, es indispensable para el historiador, pero no por lo de The Logic. El libro de Juan Ortiz sigue diciendo, en fuerte y para que se entienda, cuán difícil es hablar de una lógica o lógicas claramente delimitadas en las guerras civiles. Kalyvas habla otro idioma que el de la caótica historia. Dice que considerar a la guerra civil como simple e inexplicable locura o barbarie está bien moralmente, da para hablar de derecho humanos y cosas así, pero no es científico. Las guerras civiles tienen lógica, sólo descubrible mediante “simple and clear foundation hypothesis”, escapando del anecdotario y las cronologías de historiadores, de la épica de las historias nacionales, de la obsesión con la heroicidad y las grandes causas. Todo lo cual está muy bien. El problema es que las hipótesis simples y claras, en estos temas, resultan obviedades; su valor no reside en la novedad o en lo reveladoras que sean para un fenómeno histórico, sino precisamente en su formalización, en poder ser “operationalized”. Un logro para una cierta, importante forma de conocimiento, pero, permítanme la caricatura, se trata de un conocimiento de este jaez: amar agota: todos de alguna manera lo sabemos o lo sospechamos, pero sólo el Dr. X levantó 50 000 casos en los que se comprueba que a mayor amor mayor agotamiento. Es importante, queda probado, pero no es del todo revelador.

Se cae pues en una validación empírica más o menos rigurosa, y en una formalización casi matemática, del sentido común, siempre en riesgo de caer en tautologías, a veces voluntarias y a veces inconscientes. Dice Kalyvas que afirmar que la guerra produce violencia es una tautología porque la guerra es “an instance of collective violence”. Cierto. Pero para Kalyvas no tiene valor de tautología sino de eureka la siguiente formulación que, si bien no es tautológica, sí es obvia: “the higher the level of control exercised by a political actor in an area, the higher the level of civilian collaboration with this political actor will be”. Otra: “Political actors are likely to gradually move from indiscriminate to selective violence”.

La gran contribución de Kalyvas para el historiador -el importantísimo papel que juega la información en la guerra civil- pudo haberla derivado el politólogo griego del detallado desglose de Juan Ortiz. “Selective violence”, dice Kalyvas, depende de “reliable information”. Yo diría, depende de dar por “reliable” la información que se obtiene. Los pueblos levantados, las ciudades tomadas o que resistieron, en 1808 o en 1820, no tenían acceso expedito a información, como no lo tuvo la Nueva España, por ejemplo, al momento de la expulsión de los jesuitas -pero el temor de la revuelta generalizada se esfumó gracias a mecanismos culturales que funcionaron para dar por bueno el control y el valor de la poca información recibida-. Pero no sólo el caos, sino que algo más pasó en el tejido social que hizo que la información que llegaba a Guanajuato en 1810 o a la ciudad de México en 1821 no fuera ni suficiente, ni creíble; por tanto, a lo largo de la guerra, distintas facciones sobrerreaccionaron o no reaccionaron a tiempo, porque nunca estaba claro cuántos venían, quiénes eran, qué armas traían.

No estoy criticando ni a Kalyvas ni a Ortiz; por el contrario, estoy diciendo que Kalyvas invita a una nueva historia, la del papel de la información en el devenir de las guerras. Y estoy diciendo, también, que Kalyvas ya estaba en Ortiz antes de The Logic of War… En su nueva edición, le hace bien a Guerra y gobierno contar con Kalyvas, pero eso ya estaba ahí. Eso sí, inspirado en esas prosas “del astuto norte”, Juan Ortiz utiliza la palabra “empoderamiento”, aunque sólo en la conclusión, para decir que los pueblos con la guerra, con la Pepa, con la experiencia caótica y terrible, se “envalentaron” o, como es de uso en el Bajío, “se amacizaron”. Que ya lo había dicho Bulnes sin la malsonante palabra: la guerra de independencia dotó “de virilidad a los que habían tomado parte en ella”, creó una “minoría de enérgicos” que reinaron sobre un país de espantados; fue el “dominio de la heroicidad”.

La violencia no tiene fin. Tampoco lógica. De tener, tiene inercia. Juan Ortiz lo dice, transcribiendo al obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo: la guerra que empezó en 1810 “Reúne todos los caracteres de la iniquidad, de la perfidia y de la infamia. Es esencialmente anárquica, destructiva de los fines que se propone y de todos los lazos sociales”. En efecto, eso fue la guerra, la destrucción de viejos lazos, la construcción de nuevos. Por poner más o menos orden, Juan Ortiz señala cuatro etapas: la primera, de septiembre de 1810 a mayo de 1811 -la explosión inesperada de una revuelta popular en medio de un golpe de estado en la clase política, y el acecho insurgente a algunas villas, ciudades y haciendas en el centro. A partir de esta etapa, aprende uno en Guerra y gobierno, todo lo demás (sea golpe de estado, fuego amigo, alianzas entre facciones o lo que sea) es llamado “pacificación”. Rescatar Guanajuato de manos de los insurgentes es pacificación; forzar a los pueblos armados alrededor de Oaxaca a tomar la ciudad que había sido fiel a la corona, es también pacificación.

La segunda etapa, de 1811 a 1815, es la que Juan Ortiz a veces llama de avance, a ratos de pacificación realista en ciudades y villas autoprotegidas y autoarmadas cual islas en un mar de guerrillas, bandidos, enfermedades. La tercera etapa, de 1816 a 1820, tiene un ritmo novohispano -el fusilamiento de Morelos y la fragmentación y guerra entre insurgentes, y el duro avance realista apoyado por milicias y una nueva organización armada de pueblos y ciudades-. Pero esta etapa también tiene su ritmo peninsular, siempre en comparsa con el ritmo local: la derrota de Napoleón, el desembarco de Fernando VII en Barcelona y el rechazo del experimento constitucional. La última etapa es la que empieza en España con la revuelta de Riego y el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, y en la Nueva España con las alianzas de distintas facciones insurgentes y realistas, el aparente pacto de pacificación, bueno para declarar autonomía e incluso independencia (monárquica o republicana), pero inútil para pacificar. Etapa que en Guerra y gobierno termina en el afortunado relato que Juan Ortiz hace del sitio de San Juan de Ulúa: ahí las últimas tropas españolas en México capitulan a fines de 1825: un contingente imperial agotado, abandonado a su suerte, más que vencido por las balas mexicanas, derrotado por la falta de vitamina C y, peor, por la posibilidad del deshonor.

Juan Ortiz examina cada etapa desde distintos puntos de vista: desde la perspectiva del ejército realista, desde lo que se puede deducir de los diferentes pueblos y regiones, desde el problema económico de mantener ejércitos, guerrillas y milicias, desde los intentos de organizar guerra y gobierno. Los capítulos pasan cual ojo de águila sobre el territorio y el mapa social y cultural de la Nueva España, y aquí y allá el autor hace zoom in y el lector siente la destrucción, comprueba que nada ni nadie tenía camiseta fija; no hay patrones claros que duren mucho; hay pueblos, ciudades que permanecen inmunes por momentos, hay otros que se entregan a los insurgentes o a los realistas dependiendo del momento, porque la geografía y los dineros mandan tanto como las epidemias -como la de tifo en medio de la guerra, que mató más que las balas-. Hay héroes de uno o dos días, y villanos para dar y regalar. Después de la toma de Guanajuato por Hidalgo, se valió de todo y de parte de todos. De esta impresionante cadencia de visión panorámica y recuadros sólo reparo en tres aspectos más o menos distinguibles en tan rico panorama: el Poder con mayúscula y su inevitable vínculo local y global; la violencia y la guerra como un mercado de clientelas cambiantes y exigentes; y las pacificaciones enfrentadas que culminan en una paz pactada que dura un suspiro, pero pare un Estado-nación moderno.

Hacia 1808 gobierno y poder en la Nueva España, muestra Juan Ortiz, tienen un delicado eje de equilibrio; se habían sucedido frecuentes enfrentamientos entre la clase política local con los mandatos de la metrópoli, con violencia constante pero contenida y esporádica, y con una frontera norte siempre armada en presidios, en alianzas, desalianzas y guerras con distintos grupos indígenas. Todo aquello era lucha por privilegios y fueros, por favores y honores, por dinero bien y mal ganado, también por principios y valores religiosos y políticos. Como en Portugal o en España, o en Rusia o en Lima, el ordenado desorden local que había mantenido a Nueva España, a pesar del torbellino que significaron las reformas borbónicas, se aloca con los pactos, pleitos y desatinos imperiales europeos entre Napoleón, Godoy, Carlos IV y Fernando VII. Frente a lo que significó Napoleón, ni Egipto ni Nueva España fueron inmunes.

Antes de la masiva participación de todos los estamentos de la sociedad, la noticia de la abdicación de Carlos IV y Fernando VII, y el anuncio de la nueva dinastía Bonaparte en España, se dirime en la clase política novohispana más o menos en un “llegó la hora” de poner a prueba todo pleito y reivindicación local. Se siguen golpe al virrey, gobiernos y desgobiernos. Una historia conocida pero que en Guerra y gobierno virtuosamente aparece sólo como una parte de la historia que muy pronto pierde protagonismo ante la violencia desatada. Pero en su caldo, el pleito por el gobierno y el poder entre principales de la Nueva España -muestra Juan Ortiz con riqueza empírica-, aparece sin otro centro que aguante que Dios y un mítico estado de orden y estabilidad de alguna manera igualado a la monarquía católica como Estado conocido. De ahí que le toque ser héroe a Fernando VII, un mediocre rey español que para cuando se vuelve el deseado ha gobernado nada, y peor salió el caldo que las albóndigas cuando gobernó. Fuera de ese eje, todo se va encontrando e improvisando en el camino. Así, en el relato de Juan Ortiz, ni las ideas ni las ideologías, ni la fidelidad a Fernando VII ni a la Constitución de Cádiz, ni el odio al francés ni la posible independencia, son motor de nada; se van levantando por el camino, así, como se apañan las armas al enemigo o se imponen tributos a ciudades y pueblos, como quien mata y luego averigua, todo se recoge por las impredecibles veredas de la guerra: los héroes, los contagios ideológicos y epidemiológicos.

En los bifurcados caminos del poder y el gobierno novohispano, Juan Ortiz muestra que el mínimo posible fue casi siempre, incluso entre muchos insurgentes, incluso en el Plan de Iguala, salvar el Estado y la estabilidad, o lo que quedara de lo que se entendía por eso: Estado y estabilidad, religión, fueros, monarquía. Claro, Juan Ortiz pone las cartas de las posibilidades de Estado sobre la mesa, inestable y caótica, que les corresponde. Por ejemplo, el republicanismo federal estadounidense -cita Ortiz al Conde de Toreno-, es modelo, pero de qué no hacer para no lanzarse a la guerra eterna y hacer de la Nueva España un reburujo entre Suiza y la inestable y violenta temprana primera república estadounidense. Ir componiendo, asimilando, rechazando e inventando al calor de la batalla: he aquí el verdadero modelo estadounidense. El propio Benjamín Franklin, como ha mostrado Eric Nelson (The Royalist Revolution, Monarchy and the American Founding, 2014), era en 1776 cual criollo insurgente en 1810 o 1815, un autonomista temeroso de tocar los principios de orden y estabilidad conocidos. “America” era “absolutely free from any obedience to the power of the British Legislature,” pero no “to the Power of the Crown”. Pero como los criollos insurgentes en Nueva España, los rebeldes estadounidenses en el camino de la guerra fueron levantando de todo, incluso la idea de inventar de cero un Estado republicano. El experimento fue tan drástico que una parte importante de la América inglesa (Canadá) siguió la vía autonomista y luchó contra la republicana hasta la guerra de 1812, obteniendo en la década de 1860 el estatus que el Plan de Iguala había inventado para México (aunque otorgando libertades de culto que el Plan de Iguala nunca hubiera podido conceder). Así fue en Nueva España, como muestra Juan Ortiz: los debates ideológicos, la Constitución de Cádiz sí o no, los símbolos religiosos, todo se fue tomando por el camino y se usa y abusa según toque, así, como cuenta Lucas Alamán que Hidalgo tomó, según se encaminaba a la revuelta, el estandarte de la virgen de Guadalupe que se le puso muy al paso.

Queda claro que antes que el liberalismo sí o no, hay temas más recurrentes e importantes entre la clase política y los poderes de ciudades y villas: qué pasará con los peninsulares -evitar matanzas-, con la propiedad -saqueos-, los símbolos religiosos, los impuestos, el control de alcabalas y de puertos y aduanas y el papel del clero -que, muestra con clarividencia Juan Ortiz, jugó un papel importante en las primeras etapas y fue perdiendo protagonismo-. Menos importante o menos posible para todos fue mantener los estamentos raciales de la sociedad novohispana. Pronto los indios estaban armados, por insurgentes y realistas, y aunque Juan Ortiz sostiene que esclavos y mulatos seguían excluidos de acuerdos y tropas, el lector no puede más que concluir que acabaron metidos, envalentonados, como todos -como pasó en Nueva Granada donde, desde las reformas borbónicas, negros y mulatos formaron las milicias, las mismas que después derrotaron a Bolívar en su primer intento; esos esclavos, decía Bolívar, que pelearon por sus amos.

Juan Ortiz en algún momento avanza un cuadro de ciudades que a las claras muestra los pleitos de la clase política, la importancia de la geografía y la tradición política de las distintas localidades. En ciudades como Celaya y Valladolid la élite se hace insurgente ante la huida de las autoridades; hay también poblaciones en que criollos y autoridades enfrentan a insurgentes con gravísimas consecuencias y con un desdén terrible de la suerte que correrían las plebes urbanas, como escribió Lucas Alamán sobre Guanajuato; ciudades que forman gobiernos autónomos antes de unirse a la insurgencia (Guadalajara, Zacatecas); ciudades que intentaron la rebelión pero no pudieron (Querétaro, San Luis Potosí); y ciudades de distinta conformación social y cultural pero fieles al viejo orden (México y Puebla como Lima; como Cuzco, Tlaxcala y Oaxaca).

Otra cosa que muestra Juan Ortiz en el ámbito de la clase política es el manejo de símbolos y rituales, a pesar del caos. Nadie, ni los líderes guerrilleros, ni los generales, ni virreyes ni autoridades locales, desdeñaron en ningún momento el lado simbólico de la violencia y la paz. Sonaron campanas, se oficiaron misas, se fusilaba y empalaba a unos cuantos de un bando, se perdonaba a grandes poblaciones, insurgentes y realistas; se aventaban monedas, se sacaba a la virgen de Guadalupe o a la imagen de Fernando VII, todo con gran sentido de ritual.

La violencia y la guerra no sólo destruyeron -caminos, pueblos, viejos vínculos y viejas morales- sino que también construyeron: la inercia, la economía, el propio control y descontrol de la guerra y la violencia. Juan Ortiz pinta al detalle la formación de un mercado -político, económico, cultural- de clientelas cambiantes y exigentes. Para cuando la guerra se generaliza, ganar adeptos, hacerse adepto, resistir o seguir, es inevitable y necesario. En el relato de Juan Ortiz no aparece El Pueblo, aparecen los pueblos a sus órdenes y a sus desórdenes, esos que, dice Luis Fernando Granados (La sombra de Santo Domingo), constituyeron “una movilización autónoma con causas y objetivos que no pueden derivarse de los procesos ideológicos y de alta política que sacudieron al mundo occidental a partir del último tercio del siglo XVIII”.

Juan Ortiz no da nada por establecido. A ratos los pueblos parecen víctimas entre el fuego cruzado, a veces aparecen vendiendo sus favores y apoyo al mejor precio. Pero las víctimas de este fuego cruzado son los victimarios de ese otro fuego cruzado, de ese otro pueblo o ciudad. Por eso para cualquier bando ganar adeptos es pacificar -todos son violentos- y es prometer apoyos y garantizar privilegios y seguridad a cambio de hombres, apoyo, contribuciones. Las compañías armadas de ambos lados, muestra Ortiz, a ratos son haciendas o ranchos armados, donde el jefe es el de siempre; los peones, soldados. Es la cuestión fiscal, por llamarla de alguna forma, y la autonomía política local, la clave de los encuentros y desencuentros; nadie permanece en el mismo bando mucho tiempo. Los indios soldados, explica Ortiz, ya no querían tributar y las compañías de patriotas necesitaban de cuanto indio estuviera disponible. Oaxaca o Tlaxcala no se sumaron a la insurgencia, pero cuando fue inevitable, se unieron a quien parecía garantizar orden y estabilidad.

Y también aquí y allá Juan Ortiz desentierra documentos que hablarían a las claras del plan secreto de los padres de la patria, aunque no hubo plan, secreto o no, que no fuera estrategia de guerra. Por ejemplo, Ortiz cita una carta de Allende a Hidalgo: hay que azuzar a las masas, que son de suyo reaccionarias, “encubriendo cuidadosamente nuestras miras”, porque son “indígenas indiferentes al verbo libertad”; hay que hacerles creer que el levantamiento es para favorecer al rey Fernando VII. Pero la virtud del descarnado relato de Juan Ortiz es que crea en el lector la certeza de que, si no descubierta, debe existir la carta de, no sé, Hidalgo a algún subalterno de tropa diciendo “no se asincere Usted ante Allende, que anda muy calientito, diga que vamos por la revolución pero guarde a buen recaudo el estandarte de don Fernando, que se ocupa para la entrada triunfal”.

Los insurgentes y los realistas, pretendiéndolo o no, hicieron el desmadre que llamamos patria. Como dice Juan Ortiz: “Tanto la guerra como la Constitución dieron lugar al surgimiento de una nueva escena pública […] una nueva conciencia, una nueva forma de hacer política, un nuevo vocabulario, un nuevo discurso, un nuevo sistema de referencias y una nueva legitimidad”.

Las pacificaciones se encontraron y una pacificación por otra no fue paz sino guerra. Pero, agotados los ejércitos y las guerrillas, destruida la economía, restablecida la Constitución de Cádiz en la impredecible y nada fiable política española, muestra Juan Ortiz, resurge una añeja y sólida tradición de la monarquía católica: el pacto. Entre el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y el Plan de Casa Mata se intentó la pacificación vía el pacto, entre insurgentes encontrados, entre alianzas de insurgentes y autoridades españolas. La situación de desmembramiento de la nueva y vieja España era tal que se pactó aún sin tener la información correcta de estar pactando con la contraparte adecuada -Guerrero, Iturbide, O’Donojú o Santa Anna en sí mismos no pesaban tanto como para entender el pacto, pero llegan a ser lo que fueron por pactar-. Los pactos produjeron el efecto inmediato inevitable -la independencia, el imperio mexicano, o la república- pero no el objetivo último, la paz y el Estado. México nació como imperio -un pacto-, con los pueblos armados y envalentonados, negociando el “a ver cómo nos toca” a cada día, sin estructuras de Estado pero con gran confianza en los símbolos y la retórica para hacer las de nación y las de Estado que difícilmente existían. La parafernalia del ejército trigarante, la inversión en símbolos del primer imperio, la rápida invención de héroes, todo simuló una paz aún inalcanzable. Me quedo con esa última imagen en Guerra y gobierno: más de 300 soldados españoles agonizando en San Juan de Ulúa, rindiéndose sólo a cambio de mantener las formas: saludo a la bandera española por las tropas rebeldes que al conceder el honor se revestían de bandera ellas mismas. Se apersonaban como el Estado que todavía no eran, firmes y saludando al que había sido.

Gracias a Juan Ortiz contamos con la anatomía certera de esa guerra, esa que extendió sus tentáculos a lo largo del siglo XIX; esa que también alargó la heroicidad, el poder de los símbolos de aquella epidemia de valentía. Porque infancia es destino y, decía Bulnes, “Un país donde los valientes dominan es un semicementerio social”.

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