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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 n.2 Ciudad de México Oct./Dec. 2016

 

Reseñas

Georgina López González, La organización para la administración de la justicia ordinaria en el Segundo Imperio. Modernidad institucional y continuidad jurídica en México

Brian Connaughton1 

1Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México

López González, Georgina. La organización para la administración de la justicia ordinaria en el Segundo Imperio. Modernidad institucional y continuidad jurídica en México. México: El Colegio de México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2014. 387p. ISBN: 978-607-462-643-8.


Este es un libro cuya claridad de exposición se agradece desde la introducción hasta las conclusiones. El subtítulo ya expresa nítidamente la tesis principal en torno al tema de la administración imperial de la justicia bajo el gobierno de Maximiliano de Austria: el cambio institucional fue incapaz de superar las continuidades. La introducción ubica la obra dentro de las coordenadas de la historiografía pertinente actual. Marca los alcances de lo que otros han realizado, su importancia para este libro, así como las lagunas que han dejado, que también abren espacios -algunos de los cuales va a ocupar la autora para resolver incógnitas relevantes-. La introducción nos aclara cómo Georgina López González va a contribuir al conocimiento acumulado -pero todavía incompleto desde luego- sobre la justicia en el México decimonónico y coloca sus hallazgos dentro de la creciente tendencia de ver el Segundo imperio como una proyección de tendencias ya firmemente establecidas en el país, y no como una anomalía exótica. La nitidez es apreciable y ayuda a establecer un enfoque claro desde un principio, y deslindar en seguida cuatro capítulos para la investigación. En el primero, nos ofrece un abordaje amplio del arribo del liberalismo y el positivismo jurídico al mundo hispánico y México desde la Constitución de Cádiz y hasta los años sesenta, enarbolando la ley escrita, la codificación específica y la igualdad jurídica como emblemas y metas obligadas en la vida pública. La temporalidad abordada ofrece los antecedentes cruciales dentro de la elaboración argumentativa de la obra, porque nos da una primera base para comprender la persistente antítesis anunciada en el subtítulo entre novedad modernizante y continuidad del Antiguo Régimen. Los capítulos II y III abordan en profundidad la vinculación entre la política conservadora del segundo lustro de los años cincuenta, y la propuesta jurídica específica del gobierno imperial de Maximiliano. El capítulo IV brinda al lector un estudio cuantitativo de los juristas que han sido perfilados en los primeros capítulos, revelando la continuidad jurídica por medio de la permanencia y omnipresencia de sus personeros. Quedan entretejidas paulatinamente las directrices mayores del impulso de modernización jurídica, los diversos aspectos de una cultura jurídica en transición, incluidas sus reiteradas recaídas o la perpetuación inevitable de prácticas antiguas, condicionantes políticos y administrativos de peso relevante, y algunas estadísticas de jueces y magistrados -todo en el tiempo largo, pero con atención a inflexiones y diferencias además de a continuidades.

El capítulo I sostiene que desde las Cortes de Cádiz quedaron puestos los cimientos de una nueva cultura jurídica: la declaración de igualdad ante la ley y el planteamiento de la necesidad de codificar el derecho, con base en principios claros y racionales, y con la pretensión de anticiparse a los sucesos, sin responder reactivamente a ellos con leyes ad hoc, de modo casuista. El arbitrio legal a partir de una multiplicidad de fuentes de derecho es criticado como arbitrario y por ende injusto. Pero al heredar tales principios el México independiente, va a toparse con numerosos obstáculos para implementarlos: insuficiente número de abogados, estudios de derecho desactualizados, recursos económicos limitados, prácticas habituales basadas en la costumbre heredada más que en las normativas nuevas. Sin embargo, Georgina López González muestra los esfuerzos de gobiernos federalistas y centralistas de elaborar y afinar un sistema jurídico basado en las nociones del derecho moderno. Más allá de la política, comparten una visión jurídica. Con diferencias relativamente menores, crean las diferentes instancias de la justicia mediante un sistema escalonado de juzgados, procuran la profesionalización mediante juristas letrados, y para 1841 exigen la fundamentación de las sentencias en leyes explícitas. Hacia la época de la Reforma el anhelo de códigos modernos está ya dando un paso adelante en firme, y pareciera que tanto liberales como conservadores han reconocido la necesidad de una centralización en el régimen jurídico más allá de centralismos o federalismos en la organización política. Georgina López González destaca como saldo de este largo periodo el triunfo del liberalismo jurídico y un marco de referencia correspondiente: "legalismo sistemático, igualdad ante la ley, codificación, secularización del Estado, modernidad jurídica, amparo para los solicitantes de justicia, profesionalización de jueces y empleados judiciales" (p. 98). No obstante, dentro del general acuerdo, afirma que aún "se enfrentaron dos visiones aparentemente irreconciliables: la notabiliar, que consideraba al pueblo en general incapacitado para participar en asuntos del ámbito judicial, y la democrática, que propugnaba dicha participación en beneficio de la administración de justicia" (p. 103), pues la Constitución de 1857 introducía la idea de la elección de jueces (p. 78).

El capítulo II muestra a la nueva administración bajo la intervención francesa recurriendo a una ley del gobierno conservador durante la guerra de Reforma. El 15 de julio de 1863 devolvió la vida a la ley de la Administración de Justicia en los Tribunales y Juzgados del Fuero Común, que tuvo su origen el 29 de noviembre de 1858. Casi un año después, el 28 de julio de 1864, llegaría Maximiliano a México, pero la ley de 1858 continuó rigiendo la justicia hasta diciembre de 1865. Para el 3 de marzo de ese año, el territorio de México fue dividido en 50 departamentos donde debía seguir aplicándose la ley de 1858.

Llama la atención el hallazgo de Georgina López González en el sentido de la permanencia notable de la dinámica institucional, el personal y la importancia central de los juzgados de primera instancia. Es decir, la justicia más inmediata a las municipalidades es la que sufre menos cambios. La revisión de informes jurídicos, así como la correspondencia entre autoridades a distintos niveles, revela la persistencia del principio de que los asuntos judiciales concluyeran localmente, pese a la preferencia por la centralización que venía de arriba. La ausencia o escasez de informes e información de los diversos departamentos comienza a introducir la duda de los alcances reales del control del gobierno imperial. Si bien hay una relativa abundancia de datos respecto a la práctica de la justicia en los departamentos más céntricos, mientras más nos alejamos hacia el norte, el sur o el sureste, se desvanecen los registros de actividades o se reducen al mínimo. Sorprende que incluso Veracruz y Tabasco sean entidades problemáticas para el imperio y por ende con una carencia de datos que debían haber remitido los prefectos políticos. Los cambios político territoriales introducían confusión, cambio de lugar de juzgados o la multiplicación de éstos. Pese a referencias en otras obras a la preferencia por la carrera de leyes a partir de la independencia, y el exceso de abogados en desmedro de la formación de profesionales en otras disciplinas, en este estudio vemos que para surtir de letrados la administración de justicia más allá del nivel municipal; en realidad era mucho más común la insuficiencia de gente preparada, ocasionando que hubiera juzgados de primera instancia con jueces legos -sin estudios formales de leyes- o bien simplemente que los juzgados no pudieran echarse a andar. A partir de los informes y correspondencia, Georgina López González elabora un cuadro de juzgados sin archivos, por haberse extraviado, o con archivos incompletos, sin una colección de leyes vigentes, careciendo de medios para comunicarse ágilmente con sus superiores en el ramo de la justicia. Mientras desde Cádiz la meta compartida era imponer la ley en exclusión del arbitrio judicial, que era criticado como arbitrario y confuso, López González halla constantes indicaciones de que el arbitrio sigue en uso en los juzgados de primera instancia. Más abajo de este nivel, la justicia dentro de la municipalidad estaba orientada a la reconciliación de las partes en conflicto, con jueces menores o de paz legos, sin sueldo, y que debían prestar sus servicios a partir de un alto sentido de entrega ciudadana, aspiración que a menudo rebasaba lo posible.

El nombramiento de jueces letrados de primera instancia debía ser el primer renglón en que incidieran claramente las autoridades políticas imperiales, pero Georgina López González señala a prefectos políticos y jefes militares interviniendo para llenar estos puestos expeditamente, recurriendo a menudo al argumento de su carácter provisional. Una y otra vez, las autoridades superiores simplemente avalan los hechos consumados. Los prefectos políticos incluso recurrieron al nombramiento de jueces legos de paz para llenar los juzgados de primera instancia cuando la situación los rebasó. Y es que las circunstancias a menudo eran críticas: ante los reclamos de la administración de justicia, los jueces letrados renunciaban o no aceptaban el cargo porque los sueldos eran bajos o incluso habían dejado de pagarse, o bien carecían de lealtad hacia el nuevo gobierno. Una y otra vez se ve que en el fondo de muchas de las problemáticas estaba la profunda crisis fiscal que el imperio afrontó desde un principio, y a semejanza de los gobiernos centrales de otras épocas, fue incapaz de resolverlas de manera atinada.

Encima de los juzgados de primera instancia, debían velar por la justicia los Tribunales Superiores. Aquí debía lucir con toda su fuerza la autoridad imperial, nombrando los jueces y garantizando la instalación y funcionamiento de los mismos. Sorprendentemente, no pudieron hacerlo por entero. El territorio mexicano estaba en disputa entre republicanos e imperialistas, y de nuevo la fuerza imperial era mayor hacia el centro, desvaneciéndose hacia el norte, el sur, sureste y oriente del territorio nacional. Esto daba pie una vez más a un papel protagónico de prefectos políticos y comandantes militares, y las noticias de las actividades judiciales de estos tribunales escasean ante las incertidumbres de su entorno.

El Supremo Tribunal de Justicia del imperio, instalado en la Ciudad de México el 22 de julio de 1863, debía ser el punto culminante del sistema, salvo la persona misma del emperador. Y el elenco de miembros revelaba su alcurnia en materia de conocimientos y práctica del derecho. Pero no pudieron superar fácilmente el rezago jurídico que heredaron; fueron criticados en la prensa por ineficientes, y a principios de 1864 tuvo que ser reorganizado el tribunal por la insubordinación de jueces opuestos a actuar en el caso de las leyes de desamortización republicanas que el emperador había decidido validar.

De tal manera, la efectiva verticalidad de la justicia imperial es fuertemente cuestionada en esta obra. Pero si esto pone en duda la puesta en operación desde arriba de los planes de modernización jurídica, el reparo no termina allí. Porque López González hace hincapié en que la mayor eficacia jurídica estuvo en los tribunales de primera instancia, mostrando que éstos se escapaban de una clara subordinación a las autoridades superiores. Pues, como ya fue comentado, señala su frecuente nombramiento por prefectos políticos y comandantes militares. A la vez pone en duda el efectivo ejercicio de autoridad jurídica de los tribunales de primera instancia sobre las municipalidades y los jueces de paz, porque en repetidas ocasiones refiere conflictos entre estas dos instancias más inmediatas de la justicia para la población, y la tendencia de las autoridades políticas a apoyar a una u otra según intereses locales extrajurídicos, y sin un claro apego a una jerarquía de rango en el sistema jurídico.

Por si esta dinámica no fuera suficientemente compleja, el 3 de marzo de 1865 fue introducida la nueva división territorial del país en 50 departamentos. Los distritos y municipalidades debían asignarse a uno u otro de ellos, pero fracasó el intento de hacerse de manera inmediata. Mientras los meses pasaban, surgían las confusiones jurisdiccionales, y en algunos casos ni siquiera fueron creados los nuevos departamentos que habían sido planeados. El 6 de septiembre de 1865, el emperador decidió que mientras no se resolvieran estos problemas, seguirían rigiendo los tribunales superiores sobre sus antiguas jurisdicciones. O sea, de nuevo, la realidad vencía a la innovación.

En el capítulo III se aprecia que finalmente el gobierno de Maximiliano aprobaría el Estatuto Provisional del imperio el 10 abril de 1865, y el 18 de diciembre de 1865 logró promulgar su propia ley de organización judicial: la ley para la organización de los Tribunales y Juzgados del imperio. Si podían entenderse algunas de las adaptaciones anteriores y repetidos frenos a su plan de justicia por lo recién llegado del imperio y la necesidad de retomar la ley de 1858, ahora debía marchar adelante la reorganización plena acorde con las mejores luces imperiales. Explica Georgina López González que algunos de los elementos novedosos se inspiraban en la experiencia y legislación francesas y por ende en su prestigiado sistema judicial. Ahora, el sistema pretendía un control pleno por el emperador, quien además de nombrar los jueces designaría los prefectos políticos. El emperador por derecho propio, y los prefectos por delegación, retenían derechos de vigilancia sobre los tribunales.

La realidad subvirtió los planes mejor elaborados. Los jueces municipales servían sin cobrar, a menudo tenían que desembolsar sus propios recursos en el ejercicio de la justicia, y eran propensos por ende a renunciar a sus nombramientos. Mientras la ley propugnaba por introducir tribunales de justicia de primera instancia colegiados, para lograr una mejor administración de justicia, prácticamente tal intención fue vencida y siguieron con escasas excepciones los tribunales unitarios. El alojamiento disponible era inadecuado para tales tribunales colegiados, muchos departamentos alegaban una carencia de abogados para cumplir con tan ambicioso plan, y pese a que la idea era tener jueces de tiempo completo y dedicación exclusiva, bien asalariados, el fisco se demostró demasiado débil para cumplir su parte; las renuncias de jueces abundaban y las disputas con los republicanos hacían muy peligroso asumir y mantener tales cargos. Cuando los tribunales habitualmente unitarios lograron establecerse, solían perpetuar en sus cargos a los mismos jueces de anteriores administraciones de justicia, poniendo así en duda el grado de innovación real. Algo similar pasaría con los tribunales superiores de justicia, complicándose aún más en este caso por los enredos jurisdiccionales causados por la reorganización territorial de la nación. Resumiendo las conclusiones derivadas de numerosos casos particulares, Georgina López González afirma que "las disposiciones imperiales tenían que adaptarse a la realidad de cada departamento, pero siempre respetando la autoridad imperial y notificando de las adaptaciones realizadas en cada caso" (p. 256).

Es irónico que aun en los casos en que llegaron a establecerse correctamente los tribunales de primera justicia y los tribunales superiores, estuvieran impedidos de sobreponerse por lo regular a los grandes rezagos en el manejo de expedientes que heredaron de las administraciones anteriores. Asimismo, el esfuerzo de agilizar el sistema y llenar vacantes obligaba a realizar promociones de sujetos idóneos a niveles superiores, lo cual de inmediato ocasionaba nuevos problemas en los niveles inferiores en medio de la escasez habitual de abogados capacitados y dispuestos a asumir los cargos vacantes. En el ámbito local, el debilitamiento de los tribunales de primera justicia imposibilitó cuidar de manera adecuada las cárceles, y hubo fugas, propiciadas a veces por las fuerzas republicanas adversas al imperio. En cuanto a los tribunales superiores, muchos de los 20 planeados no pudieron hacerlo según la nueva división territorial y jurídica y hubo que dejar funcionando los que habían logrado establecerse bajo la ley de 1858. Debe notarse que la creación de tales tribunales debía realizarse en medio de la retirada de tropas francesas de México a lo largo de 1866. Si el dominio territorial del imperio había mostrado debilidad más allá del centro del país desde antes, ahora la situación iría agravándose a la vez que los republicanos avanzaron ante las flaquezas militares de los imperialistas. No debe sorprender en este contexto que hubiera atraso en la instalación de los tribunales superiores; algunos funcionaran por muy corto tiempo, y otros ni siquiera lograran establecerse. La improvisación de nuevo levantó la cabeza como modalidad para rescatar de la situación lo que pareciera viable, obviando la letra de la flamante ley de justicia. Cuando logró instalarse un tribunal superior bajo la nueva ley, los jueces solían ser los mismos que sentenciaban anteriormente. Cuando no, seguían los tribunales anteriores, aun cuando estuvieran radicados en ciudades distintas de los nuevos sitios designados en la ley vigente de división territorial. Concluye Georgina López González: "la viabilidad de esta nueva organización de tribunales superiores fue muy deficiente" (p. 297). Eran arrastrados los problemas de antes, de falta de letrados, insuficiencia o retraso de sueldos, y de la renuncia de los jueces a sus cargos por este último motivo o por lealtad o miedo a los republicanos que ya avanzaban inconteniblemente.

Ni siquiera el Tribunal Supremo de Justicia que debía culminar este proyecto de modernización jurídica pudo operar efectivamente en la capital del imperio. Tardó en establecer sus reglamentos y apenas funcionó año y medio. Georgina López González tampoco logró hallar evidencias claras de sus actividades, quizá porque nunca pudieron realizarse adecuadamente más allá de la elaboración de sus reglamentos y definición de su organización interna.

Poco a poco, a lo largo de 1866 y la mitad de 1867, los alcances imperiales fueron reducidos por el avance de sus contrarios, al cortarse las comunicaciones entre la Ciudad de México y los tribunales del interior; aumentó la renuncia de jueces, o su repliegue a la Ciudad de México, la clausura de oficinas jurídicas y el resguardo de los archivos. El magno plan de modernización jurídica de México, finalmente establecido en diciembre de 1865, afrontando luego todos los obstáculos que Georgina López González ha venido detallando, vio eclipsada su pretensión de centralización y verticalidad en un sistema jurídico positivo, sujeto a leyes en las manos de letrados bien capacitados y dedicados plenamente, y de manera asalariada, a velar por la justicia en el país. ¿Qué había pasado? En lo político se había querido que el emperador estuviera por encima de los partidos políticos, como ha argumentado Erika Pani, y en lo jurídico, que quedara impuesta la normativa moderna de códigos, leyes de invariable aplicación, letrados preparados, e instancias legales jerarquizadas. Las realidades de conflicto político, desorganización, fiscalidad deficiente, carencia de letrados y una abundante capacidad de adaptación vencieron. Las localidades lograron afirmar mayor peso que el centro. Pero a lo largo de todo el periodo estudiado, los diferentes proyectos de justicia mostraron que la meta de modernización jurídica trascendía partidos y proyectos políticos, siendo básicamente la misma con diferencias relativamente menores. Y los jueces mexicanos evidenciaron una reiterada entrega sobrepuesta a muchos obstáculos. Las autoridades políticas de una orientación y otra manifestaron por sus actos que entendían que su legitimidad estaba inexorablemente atada a la eficacia del sistema jurídico. Deprime, un poco, pensar que sus esfuerzos y convicciones no lograron imponerse, y dejaron un saldo pendiente tanto en materia de justicia como en la legitimidad de la política, los gobiernos, y en última instancia del Estado mismo. La aportación de Georgina López González ha sido detallar de manera documentada y diáfana esta problemática fundamental, en su gran complejidad.

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