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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2016

 

Reseñas

Celeste González de Bustamante, “Muy buenas noches”. México, la televisión y la Guerra Fría

Laura Camila Ramírez Bonilla* 

* El Colegio de México.

González de Bustamante, Celeste. “Muy buenas noches”. México, la televisión y la Guerra Fría. Kanarski, Jan Roth. México: Fondo de Cultura Económica, 2015. 314p. ISBN: 978-607-162-411-6.


Abordar la historia de la televisión en México es entrar de lleno en las trayectorias del poder político, la empresa privada, los referentes culturales, el orden internacional y la vida cotidiana de la segunda mitad del siglo XX. El ejercicio implica tener una lupa en el pasado y otra en el presente. El libro “Muy buenas noches”. México, la televisión y la Guerra Fría ofrece dicha aproximación mediante una mirada novedosa y documentada del modo como los realizadores de noticieros y ejecutivos de Telesistema Mexicano, entre 1950 y 1970, operaron como autoridades culturales capaces de reforzar los mensajes y la ideología del sistema priista y la Guerra Fría. Este libro evidencia que el medio de comunicación que hizo su arribo oficial el 1o de septiembre de 1950, durante el gobierno de Miguel Alemán Valdés, no sólo fungió como narrador de la vida política, cultural y socioeconómica del país, sino como actor de muchos de sus acontecimientos. En otras palabras, fue testigo y parte, correlato de la historia reciente del país. El trabajo de Celeste González de Bustamante permite reconocer, como particular e indiscutible, la capacidad de la televisión mexicana de intervenir en el régimen político y penetrar en los cánones culturales de la audiencia. Distinguir al medio como agente activo y no como neutral observador es la oportunidad de reflexión más valiosa que brinda esta investigación.

“Muy buenas noches” propone un seguimiento de la cobertura telenoticiosa a partir de tres principales fuentes documentales: los guiones originales de los noticieros, elemento en el que recae la contribución más sobresaliente de González al trabajo de archivo sobre el tema; el material audiovisual de los informativos disponibles en la Filmoteca y la Videoteca de Noticieros Televisa; y finalmente, un cuerpo amplio de entrevistas a periodistas, ejecutivos y activistas involucrados con el medio y la época. Como instrumento de análisis, la autora acudió a la categoría de hegemonía cultural para identificar el papel que desempeñó la televisión en el periodo y su interacción con la cultura y el poder político y económico. Para efectos metodológicos, la investigación de González, producto de su tesis doctoral en la Universidad de Arizona, eligió cinco estudios de caso: el contraste entre la revolución cubana y las protestas laborales en el gobierno de López Mateos; las giras internacionales de presidentes mexicanos y la presencia oficial de mandatarios extranjeros en México; la carrera espacial, la competencia tecnológica y la crisis de los misiles en Cuba en 1962; el paralelo entre la cubertura noticiosa del movimiento estudiantil y la de los Juegos Olímpicos de 1968; y finalmente, la elección presidencial de Echeverría y la Copa Mundial de Futbol en 1970.

Contrario a las historias más cronológicas y tradicionales que se han hecho sobre el medio, en mayor medida anecdóticas o conmemorativas, este libro se inscribe en una nueva perspectiva historiográfica que asume a la televisión mexicana como un objeto de estudio autónomo. Una historia que se reconstruye en virtud del entorno local, nacional e internacional que le antecede y acompaña. Bajo esta pauta, el medio de comunicación no se define como un agente aislado que se autorreferencia, sino como un actor social en interlocución con su contexto. Ya no es suficiente con identificar cuándo aparece un género televisivo, cómo cambia la programación, qué novedad tecnológica se integra o cómo se estanca o se proyecta la industria. El oficio del historiador es descifrar los códigos, los lenguajes y el carácter de las conexiones y rupturas de esa interlocución del medio con el momento histórico.

¿Por qué desde la perspectiva histórica resulta innovador el trabajo de González? De la trayectoria de los noticieros mexicanos durante los primeros años de la Guerra Fría es preciso subrayar cuatro grandes aportes de la revisión realizada por González, que sirven como ejes de análisis y tema de futuras investigaciones: en un primer momento, destaca el fuerte, y de alguna manera dependiente, vínculo de los noticieros con los periódicos impresos. El enlace que se rompió con la creación de la división de noticias, en 1969, llevó en ocasiones a trasladar casi sin alteraciones el reporte de prensa a la imagen en movimiento y el sonido de la televisión (p. 75). Aun con diferencias como la de Excelsior, dirigido por Julio Scherer, y los telediarios de Zabludovsky y Alemán, a finales de los sesenta, los contratos establecidos entre los dos medios limitaron la autonomía y la capacidad de acción a los noticieros televisados. Los detalles de esta relación, la confrontación de los contenidos y los términos del rompimiento pueden ser próximos temas de análisis para comprender la formación de la agenda informativa en el México de la Guerra Fría.

En segundo lugar, la “autopromoción” alude a las referencias constantes, mostradas como noticia, de las actividades empresariales, sociales y culturales de los dueños de la industria televisiva, así como la exaltación de avances tecnológicos y comerciales de las empresas patrocinadoras de los informativos, como General Motors, Nescafé o Pemex (pp. 73, 121, 124). La “autopromoción” fue un ejemplo del vínculo entre los telediarios y los intereses de la empresa privada, lo que impedía el equilibrio y la objetividad en algunos de los reportes llevados al público. Ligado al tema, la autora incluso asegura que la planta de periodistas no fue ajena a la recepción de estímulos económicos adicionales por impulsar determinados intereses comerciales en el guión informativo. Desde el plano político, Zabludovsky se desempeñó como asesor de la Oficina de Prensa de la Presidencia, en alternancia con su labor en Telesistema, durante los gobiernos de López Mateos y Díaz Ordaz (pp. 95 y 121).

Un tercer aporte remite a la formación de “teletradiciones”, entendidas como “costumbres inventadas y promovidas desde el medio televisivo”, que incorporan fiestas populares, religiosas y cívicas, así como actos deportivos y de gobierno, a la cobertura noticiosa (pp. 32 y 67). Estas transmisiones, realizadas desde los primeros años del medio en la década de los cincuenta, no sólo imprimían una nueva connotación de patriotismo a celebraciones como el grito de independencia, sino que exaltaban la imagen de un país moderno, pacífico, en franca ruta de progreso. Es inevitable no conectar el tema con una versión propia de la identidad nacional que los noticieros se propusieron difundir. González afirma que se trataba de una visión de la “mexicanidad” diseñada por las élites políticas y económicas, acorde con la visión oficial.

Y cuarto, la aparición de un fenómeno nuevo para el manejo de la política exterior de los estados: la “telediplomacia” (pp. 117-144). Esta tendencia permite hacer conexiones entre el orden global de la posguerra, los intereses de México en materia internacional y la agenda informativa. Los hechos sugieren dos puntos de análisis: por un lado, el interés de los telediarios en los actos diplomáticos y el afán de mostrar la participación del gobierno mexicano en el concierto internacional. El hecho de que “los mexicanos” presenciaran, en vivo y en directo, dicha participación cobró un importante poder simbólico, de nuevo atado al espíritu nacionalista de la época. Y por otro lado, el tipo de cobertura realizada por Telesistema asumía una mirada aprobatoria del manejo que se le daba a las relaciones exteriores. La cobertura desistía de temas como la ilegalidad de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos o los diferendos comerciales, para privilegiar una imagen de amistad no del todo coherente con la complejidad de una agenda bilateral. En esa pauta, por supuesto, los temas de América Latina quedaban en un segundo plano.

El término “telediplomacia” resulta sugerente en el estudio de González, no obstante, el tratamiento desaprovecha algunas facetas. La alusión pareciera limitarse a la transmisión televisiva de actos diplomáticos. En el camino queda el surgimiento de la televisión como nuevo “canal diplomático”, informal y voluble, que en ocasiones admite la transmisión de mensajes de autoridades públicas a otros actores de la política exterior. Por otro lado, el potencial del medio como lector de asuntos globales, que puede intervenir en las percepciones que los ciudadanos construyen de los hechos y los actores de las relaciones internacionales, es un tema que a futuro también puede aportar nuevos elementos a la investigación.

“Muy buenas noches” era la frase con la que Jaboco Zabludovsky iniciaba la emisión de su noticiero en la XEWTV-Canal 2. Dicho saludo fue un símbolo, un sello personal impuesto a una etapa del medio (p. 32). La persistencia de este tipo de enunciados en los recuerdos de los espectadores y la memoria televisiva habla de la contundencia de los mensajes y su capacidad de penetración. González se aproxima a este impacto por medio de la categoría de hegemonía cultural, entendida como: “el proceso por el cual los diferentes grupos sociales aceptan y asimilan las ideas y creencias de la clase dominante, en este caso las que detentaban quienes controlaban el espacio televisivo” (p. 23). No hay duda: durante la Guerra Fría el medio en su conjunto ejerció una hegemonía cultural única y determinante. Sin embargo, como la misma autora lo reseña citando a T. J. Jackson, el proceso supone consentimientos y resistencias constantes a la imposición de ese poder. La categoría no es incorrecta para caracterizar el fenómeno, pero la definición propuesta por González resulta limitada, más aún si la investigación tiene un trasfondo histórico. Centrar el estudio en los intereses de clase no es suficiente para dar cuenta del impacto del medio en la sociedad y la forma como se acepta o se rechaza su presencia. Las contradicciones y matices del análisis se pierden bajo el supuesto de una imposición unilateral, de “arriba” “abajo”, de referentes culturales, donde el televidente pasivo sólo parece recibir y asimilar. Los episodios de resistencia u oposición al modelo televisivo y sus noticieros se identifican, en su orden de importancia, en dos hechos: el movimiento estudiantil de 1968 y las omisiones de Telesistema en materia informativa, y la huelga ferrocarrilera de 1958 y la centralidad que los noticieros le dieron a la versión oficial, en detrimento de la postura sindical. Si bien estos sucesos son identificados como puntos de contraste con la imagen de modernidad, paz y progreso que buscaban proyectar el pri y Telesistema entre el público, en el análisis de la autora pierden potencia y las controversias suscitadas por los sesgos informativos no tienen un seguimiento sistemático. La confrontación con otros medios de comunicación -prensa, radio, cine-, memorias, fotografías o imágenes audiovisuales, y la identificación de posibles reacciones y comportamientos de la audiencia frente al tema hubieran podido complementar la propuesta analítica.

Los matices que permiten hablar de reacciones adversas a los productos televisivos, de cómo se resignifican los contenidos en virtud de las representaciones que los espectadores hacen de ellos, así como los claroscuros de las transacciones culturales, que controvierten la hipótesis de una imposición tajante del dominante al dominado y complejizan el panorama en un sistema de intercambios e influencias, quedan en un segundo plano en los estudios de caso propuestos por la autora. El ejercicio está más intere sado en la coyuntura particular y las líneas del guión noticioso que en el análisis de antecedentes, el momento histórico y el sustento estructural de los acontecimientos y sus actores. Posiblemente estos detalles y contradicciones hubieran sido mejor detectados si las fuentes documentales se complementaran con cuatro elementos: primero, el registro de la recepción televisiva. La perspectiva de los públicos está omitida del estudio propuesto por González. Si bien es la parte más difícil de rastrear del proceso comunicativo, es posible que por medio de encuestas, entrevistas a televidentes de la época, registros de rating, revisión de editoriales, columnas de opinión, revistas o secciones especializadas en televisión, la respuesta de algunos sectores del público a los contenidos noticiosos hubiera quedado evidenciada. Un seguimiento a la Encuesta Nacional de Medios de 1971 ampliaría el panorama y las variables a tener en cuenta en el impacto y penetración de la televisión en la sociedad mexicana. Como futuro tema de investigación quedaría el rastreo histórico de las prácticas cotidianas de los espectadores respecto a los noticieros, los usos del tiempo y el espacio, las rutinas y predilecciones asociadas a estos programas.

En segundo término, y en complemento con lo anterior, la revisión de fuentes distintas al material de Telesistema y los documentos oficiales enriquecerían la investigación para contrastar posiciones frente a la cobertura informativa, el orden internacional y el papel mismo de la televisión, entre otros sectores sociales, políticos y de las comunicaciones. El ejercicio histórico se nutriría más si la autora apelara a las transformaciones culturales que en México coinciden con la bipolaridad capitalista-comunista: el proceso de urbanización acelerado, el crecimiento poblacional, la modernización tecnológica y de comunicaciones, la ampliación de la clase media y el activismo de grupos laicos católicos, movimientos sociales, disidencias políticas y sindicalismo. La televisión no es ajena a este complejo panorama, al contrario, es parte y producto de él. La Guerra Fría como marco de análisis principal es oportuna y por demás novedosa, pero la centralidad de su presencia no puede invisibilizar otras realidades del contexto nacional y global. En esa misma medida, retomar antecedentes de la primera mitad del siglo XX, prensa, cine y, sobre todo, radio, daría más elementos a la autora para comprender fenómenos de los años cincuenta y sesenta. De hecho, si de hegemonías culturales se trata, la televisión no es una empresa inédita, pues el siglo XX mexicano ya había visto el poder comunicativo de la imagen con la experiencia del muralismo y la industria cinematográfica.

Tercero, la dimensión cultural de las relaciones internacionales es un tema aún reciente para la historiografía. Latinoamérica fue parte de la proyección y los contrastes culturales de la segunda posguerra. “Muy buenas noches” se inscribe en este plano. Sin embargo, la discusión sobre la institucionalidad creada a su alrededor y el papel de los medios de comunicación resulta relegada y sustituida por la categoría de hegemonía cultural, sin que las conexiones con proyectos culturales de alcance global queden al menos mencionadas. En este campo han surgido conceptos como “Guerra Fría cultural” para explicar el despliegue, en diferentes partes del mundo, de todo un andamiaje institucional para la circulación y asimilación de ideologías, valores, aspiraciones y modos de vida propios de la experiencia estadounidense y las convicciones anticomunistas. Sistemas simbólicos que no se implantan sin resistencias, sino que entran en intercambio, confrontación y convenio con multiplicidad de voces, afirman Bendetta y Franco.1 Desde las relaciones internacionales, el tema se puede analizar a partir del concepto de “poder blando” de Joseph Nye (2004) y las estrategias de política exterior estadounidenses.

La visión de hegemonía cultural defendida por González se vería complementada si abordara la penetración cultural que tuvo Estados Unidos en Latinoamérica durante la Guerra Fría y las posibles conexiones que dicha incursión tuvo con la televisión. Para el caso mexicano el asunto es relevante por dos razones: por un lado, la histórica relación de acercamiento/ distanciamiento de México con Estados Unidos, que en la posguerra logra una armonización certera y estratégica para los intereses de los dos países, y por otro, la penetración de la cultura estadounidense en las prácticas cotidianas y tradiciones inventadas de algunos sectores y regiones mexicanas. Más allá de sus propias pretensiones, la sociedad no puede evitar encontrarse de frente con los influjos culturales de su vecino del norte.

Y finalmente, las delimitaciones del objeto de estudio propuesto por González son claras y justificadas en términos metodológicos. La centralidad en los noticieros es, quizá, el recurso más plausible para rastrear los afanes de la Guerra Fría y los vínculos de la política y el pri con los informativos. No obstante, la observación del medio no puede perder de vista la actividad y la influencia que otros géneros televisivos tuvieron para la industria y la audiencia. No le corresponde a la autora rastrear la trayectoria de esos otros géneros, pero sí dar cuenta de su presencia y su capacidad de penetración, en ocasiones mayor que los mismos programas de noticias. Alguna referencia al teleteatro de los años cincuenta, el surgimiento y expansión de la telenovela o la preferencia por ciertos programas de concurso y variedad permite dimensionar la plataforma con la cual operó el medio para llegar a los hogares mexicanos y permanecer hasta varias horas del día en interacción con la dinámica familiar, laboral o social. Con el propósito de dar un marco más general del surgimiento de la televisión, la autora presenta en el primer capítulo del libro un recorrido histórico en conexión con el contexto político. De este ejercicio, las prácticas televisivas de la audiencia vuelven a quedar ausentes y se identifican pequeños errores en las fechas de fundación de los canales 2 y 5 (sin descartar que sea una falta en la digitación) (pp. 40 y 41).

La llegada e irrupción masiva de la televisión coincide y se refleja en la Guerra Fría. De ahí que su estudio histórico, más que pertinente, sea ineludible. Aunque el camino de “Muy buenas noches” no es única y exclusivamente el de la historia, su documentación, metodología y reflexión, sí se dan pasos muy importantes en esta dirección. Este tipo de trabajos permite ir superando tesis ya desgastadas sobre el tema, ligadas al extremo de la apología o a las teorías del complot, apasionadas y anecdóticas, pero carentes de análisis de contexto y contraste de fuentes. El estudio de González es más que oportuno: admite acercarse a la historia del medio y sus géneros por medio del desarrollo de otras historias nacionales e internacionales.

Originalmente publicado en inglés por la Universidad de Nebraska (2013), este libro tiene la virtud de poderse leer en clave histórica y en clave de actualidad, gracias a la versatilidad del tema y el enfoque adoptado por la autora. El reciente fallecimiento del periodista Jacobo Zabludovsky y el restablecimiento paulatino de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba son sólo dos ejemplos de la vigencia que cobra la investigación. Estudios como el de González evidencian los potenciales de la televisión como objeto de estudio para los historiadores, la posibilidad de ampliar fuentes y estrategias metodológicas y la pertinencia de continuar las reflexiones en contraste con ramas tan diversas como la industria, las ciudades, la publicidad, las emociones, el arte, la cultura material, la familia o la moral, entre muchos otros campos. Sin duda, la televisión tiene un lugar central en la incursión de nuevos debates y temas en la historia de los medios de comunicación en América Latina y su correlato en la vida cultural, política y económica de las sociedades.

1Calandra Benedetta y Marina Franco, La Guerra Fría cultural en América Latina, Buenos Aires, Biblos, 2012, p. 11.

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