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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.66 no.1 Ciudad de México Jul./Set. 2016

 

Historiografías

Musicología e historia cultural: a propósito de los papeles para Euterpe

Musicology and Cultural History: On the Euterpe Papers

Ricardo Miranda* 

* Universidad Veracruzana.


I

Los papeles para Euterpe, la música en la Ciudad de México desde la historia cultural1 es un volumen recientemente escrito por un grupo de especialistas en temas culturales e históricos dedicado a indagar diversos aspectos de la música y la sociedad mexicanas del siglo XIX. Su lectura despierta, en lo personal, una muy larga lista de reflexiones que van desde los temas mismos tratados en cada ensayo, sus aportaciones y ramificaciones hasta cuestiones de historiografía y de indagación disciplinaria. Ya su largo subtítulo desata toda suerte de preguntas y cavilaciones: ¿cuál será esa “historia cultural” que su carátula nos anuncia y, sobre todo, en qué se diferencia de la musicología? Encontraré cualquier pretexto, en el curso de las siguientes líneas, para volver a esta pregunta más de una vez.

Los papeles para Euterpe son resultado de 11 trabajos dedicados al entorno en el que floreció la música mexicana del siglo de la independencia. El libro, desde mi particular perspectiva académica, se ocupa de varios fenómenos económicos y socio culturales generados por la práctica musical de la sociedad mexicana del siglo XIX y, en su primera parte, del fascinante asunto del consumo de partituras e impresos. Por ser la música mexicana de aquella centuria un asunto tan mal estudiado, generoso en prejuicios, errores historiográficos y datos carentes de toda narrativa o relevancia no tengo suficiente tinta para agradecer las contribuciones que la mayoría de estos ensayos abonan al terreno del estudio de la música en el siglo XIX. Recuérdese que aun el más superficial de los recuentos historiográficos demostrará cómo el tema en cuestión ha sido contado y recontado por infinidad de autores: desde los pioneros trabajos de Rubén M. Campos y Alba Herrera hasta la “última” de las historias musicales mexicanas, parece que casi nadie ha resistido el esprit charmant de la época, aunque algunos, como Otto Mayer-Serra y Yolanda Moreno Rivas, fueron particularmente críticos respecto a los alcances musicales de aquella etapa y más bien parecen haberla estudiado para demostrar cuán mejor fue la música posterior.2 Trabajos más recientes, sin embargo, han generado nuevas perspectivas como Los papeles para Euterpe claramente demuestran.

A quienes crean que la historia musical de México en el siglo XIX está más que escrita, todo esto puede parecer poco, pero no es así. Tales perspectivas no han sido ensayadas previamente y es por ello que muchos de los trabajos que este libro incluye abren puertas que habían estado cerradas bien por falta de llaves, bien por la prisa que algunos hemos tenido para abrir otras que nos parecen más llamativas. Ya que traigo esa imagen a cuento, seguiré con ella. Cuando en 2007 pude trabajar sin cortapisas burocráticos en el Fondo Reservado de la Biblioteca del Conservatorio Nacional de Música me sentí como en aquel famoso pasaje de la Alicia de Carroll. ¿Dónde están las llaves? Sólo asomándose por el ojo de la cerradura, los acervos de partituras decimonónicas ya dejan entrever maravillosos jardines, pensiles de ensueño, y uno se siente como niño en juguetería: ¿por cuál puerta entrar? Los musicólogos, claro está, nos dejamos atraer por las pautas y sus secretos; así que agradezco que quienes participan en esta publicación hayan encontrado las llaves de tantas otras puertas. Entre todos, estoy seguro, iremos dando cuenta de aquel edén musical que fue el siglo XIX mexicano para que deje de ser, como en los trabajos que nos precedieron, un simple recuento de fichas extraídas del Olavarría o, peor aún, el objeto de enormes prejuicios estéticos que Mayer-Serra, Moreno Rivas o Carlos Chávez alentaron con furor digno de mejor causa.3

Cansados de tantas narrativas que se limitan a repetir prejuicios y a hilvanar en forma cronológica las cuentas más dispares, o que se ocupan de temas cuya importancia histórica o estética nunca queda suficientemente clara, los musicólogos y estudiantes de musicología leerán el libro con particular deleite. Gracias a los ensayos en cuestión no sólo dejamos de especular acerca del arcano que las iniciales de A. Wagner, M. Murguía o J. Rivera esconden, sino que por primera vez contamos con trabajos que dan un panorama general de la actividad de estos impresores. Además, el ensayo de Laura Suárez de la Torre, “Los libretos: un negocio para las imprentas. 1830-1860” lejos de detenerse en las labores de Manuel Murguía, uno de los más importantes empresarios en este ramo y que publicó partituras y revistas de índole musical que fueron muy importantes, llega a ese famoso taller de imprenta siguiendo la pista de los libretos de ópera y sus impresores, un terreno al que, hasta donde entiendo, nadie se había metido antes con asiduidad y del que salimos con una mucho mejor idea del modus operandi de las temporadas de ópera que inundaron aquel siglo. Esta incursión permite conocer toda suerte de informaciones relativas a las óperas escenificadas, detalles de precios y abonos, nómina de los artistas involucrados y muchos otros datos relativos a cómo las imprentas produjeron un imprescindible sustrato editorial que alimentó la educación musical y la vida de los teatros. Por ejemplo, este trabajo corrobora una de las diferencias importantes entre nuestra visión actual de la ópera y la que tuvieron nuestros antepasados, toda vez que el conjunto de libretos que documenta sirve para sustentar lo que hoy nos parece inverosímil: tales publicaciones fueron leídas y apreciadas por su mero contenido dramático pues el público de entonces vivió con igual intensidad los contenidos musicales y dramáticos de las óperas. Como es bien conocido, sobraban razones para darle a la ópera todo el crédito teatral necesario y grandes dramaturgos -Schil ler, Shakespeare, Hugo, Dumas- proveyeron el sustrato de tragedia que tanto cautivó a los decimonónicos afectos a la ópera. Hoy en día, sin embargo, nuestra relación con la ópera se ha transformado y, como bien apunta Bryan Magee en su estudio sobre Wagner, “decir que la ópera debería ser una síntesis de las artes […] no es lo mismo que decir que en esa síntesis todas las artes deberían o incluso podrían tener la misma importancia”.4 Para nosotros, desde luego, el importe dramático de las óperas ha pasado a un segundo plano, aún en los casos más espectaculares como pudieran ser un Don Carlos o un Macbeth. Después de todo, bien podemos leer a Schiller o a Shakespeare sin necesidad de los libretistas empleados por Verdi. Como además hemos adoptado la curiosa costumbre, favorecida por la tecnología, de “escuchar” la ópera más que verla o leerla, es fácil concluir que nuestra fascinación contemporánea con la ópera es musical y, en todo caso, sensual, pues al respetable de nuestro tiempo suelen importarle más las voces que los propios autores.

Pero vayamos al comienzo. El estudio de Ana Cecilia Montiel se ocupa del fascinante “Abalúo de la testamentaria de Fernández Jáuregui” para reconstruir el modus operandi de la venta o alquiler de instrumentos y partituras que se ofrecía en dicha librería.5 Es un acierto que este ensayo sea la obertura del libro pues muestra, de manera práctica y específica, cómo algunos de los esquemas más importantes que definieron la música del siglo XIX mexicano ya estaban en funcionamiento en el ocaso virreinal: el salón y la venta de partituras para consumo de la burguesía fueron fenómenos que surgieron en la Nueva España en emulación de prácticas semejantes ya instaladas en las metrópolis europeas y que se consolidaron mientras las guerras de independencia seguían su caprichoso periplo. Los historiadores que han iniciado sus recuentos de la vida musical en México como si la gesta de independencia y la música de salón fueran resultado de un mismo vendaval, han cometido el error de creer que la música y su historia reflejan inexorablemente los movimientos políticos y sociales. Es evidente que algunos de los elementos esenciales que dieron origen a las prácticas sociomusicales del siglo XIX -el alquiler, venta y suscripciones de partituras e instrumentos; en particular los de teclado; la adopción de la música como patrimonio cultural e identitario de la burguesía y la enseñanza de la música como elemento indispensable de la educación femenina- ya estaban establecidos antes de 1810 y son de clara raigambre virreinal. Cuando en páginas posteriores encontramos bienvenidos ensayos dedicados a los repertorios y actividades de Jesús Rivera, de quien se ocupa minuciosamente Luisa del Rosario Aguilar junto con Heinrich Nagel y otros impresores, o de August Wagner y Wilhem Levien, creadores de la más importante casa musical del México independiente y que Olivia Moreno estudia con detalle, ya sabemos que no se trata de Fitzcarraldos que vinieron a traer la música de salón a los aborígenes, ni a cambiar pianos por piedras preciosas, sino que ya existía un entorno social más que propicio para la comercialización musical.

De ello es testimonio, por ejemplo, la útil información consignada en el apéndice que Luisa del Rosario Aguilar nos entrega en su texto sobre Rivera y que bien leída es una guía de lo que llamaré desde ahora, el “elefante en la habitación”, la música que reposa en los anaqueles del fondo Reservado del Conservatorio, del Archivo General de la Nación, y de algunas otras bibliotecas, pero de la que apenas tenemos una idea. Me refiero, en particular, a las obras del periodo que envuelven al Segundo Imperio y a la República Restaurada pues al menos varios de los más importantes compositores del porfiriato -Villanueva, Elorduy, Rosas, Castro- ya han sido estudiados. Pero el problema que conlleva estudiar ese repertorio, más allá de la dificultad de acceder a las partituras, estriba en que se trata de un conjunto prolijo pero un tanto ingrato donde, salvo las famosas excepciones del álbum de la Peralta o de las interesantes piezas de Hahn que reprodujimos en forma facsimilar desde el Conservatorio Nacional,6 apenas encontraremos música particularmente interesante. En todo caso, los estudios emprendidos sobre los impresores Rivera y Murguía así como el detalle de las primeras empresas musicales establecidas por Heinrich Nagel, August Wagner y Wilhelm Levien permiten forjarse una idea mucho más nítida de qué clase de música se cultivó en aquellas décadas. De hecho, esperemos que Olivia Moreno siga inventariando e investigando el fabuloso acervo de la casa Wagner, en especial el de los autores menos conocidos que son el grueso del elefante y el gran reto para futuros musicólogos que quieran incursionar a estos lares. Por cierto, del elefante en la habitación también se ocupa con minuciosa labor María Esther Pérez Salas en su amplio y revelador recorrido por toda suerte de carátulas, mismas que ha leído con ojo experto para regalarnos información y conclusiones que en mucho ayudarán a comprender mejor el repertorio publicado entre 1840 y 1880. Con evidente olfato historiográfico, ya el sólo ocuparse de tal periodo constituye una sensible aportación puesto que se trata del repertorio menos consentido entre los musicólogos y, sin duda, su ensayo nos ayudará en mucho a reconsiderar nuestras aproximaciones a este corpus. Como la mayoría de las partituras mexicanas decimonónicas no están fechadas, gracias al recorrido técnico descrito por Pérez Salas ahora será fácil aproximarnos a la década o periodo al que pudiera pertenecer alguna partitura en atención a los detalles de diseño y manufactura de su carátula. El trabajo emprendido a propósito de las técnicas de impresión litográficas es complementado por Verónica Zárate Toscano con su recorri do por un conjunto de piezas en cuyas carátulas se aprecian elementos nacionales extra musicales: héroes, lábaros tricolores, paisajes nacionales, chinas poblanas y un patriótico etcétera. En tanto los elementos localizados por Zárate en las partituras constituyen obvios ingredientes de lo nacional, la lectura de este ensayo entrega una mirada parcial sobre un asunto rancio y favorito: la relación entre la música mexicana del XIX y el nacionalismo. Parcial porque el repaso por las carátulas no vuelve la página para adentrarse a las partituras, como claramente advierte y reconoce su autora. No por ello el recuento deja de ser interesante y es cierto, desde luego, que “la música aglutina a las personas y difunde un sentido de pertenencia”, como apunta Zárate,7 aunque sigo pensando que detenerse en la evidencia gráfica de las carátulas no hace verdadera justicia a este asunto. Precisamente porque es la música, y no su edición, lo que desata tal fenómeno, este artículo se habría beneficiado con un simple listado complementario de aquellas famosas partituras que, en efecto, contribuyeron a forjar un sentido de pertenencia y en cuya ilustre nómina se localizan conocidos ejemplos como los Ecos de México de Ituarte o los Aires Nacionales Mexicanos de Ricardo Castro. Por lo demás, es claro que este ensayo deberá ser complementado con otro estudio que más allá de las carátulas se detenga en los elementos musicales que también fueron empleados como símbolos de lo patriótico y lo nacional y que jugaron un papel determinante en la construcción de la identidad.

De qué matices nos perdemos cuando la música se queda guardada pudiera ilustrarlo el caso de una curiosa polca escrita en 1884 por Indalecio Hernández, un compositor prácticamente desconocido para los estudiosos del tema. Recordemos que muchas piezas compuestas en el siglo XIX contienen referencias o citas del Himno Nacional cuyo evidente designio era la invocación de un sentido patrio.8 En algunas ocasiones, incluso, la cita musical del himno adquirió claros tintes políticos como lo demuestra el singular caso de la música que nos ocupa, escrita a raíz de la votación de la denominada “deuda inglesa”. En noviembre de aquel año, una multitud de estudiantes tomó las galerías del Congreso al momento en que se sometía para su aprobación una iniciativa que habría de endeudar enormemente al país. Los estudiantes presionaron con gritos, silbidos y alharacas, y en buena medida dieron bríos a dubitativos legisladores que, al finalizar la sesión, desecharon la gravosa propuesta.9 A esta votación se le llamó “El triunfo de los estudiantes” y, ni tardos ni perezosos, dos compositores de moda -José M. Careaga e Indalecio E. Hernández- lanzaron al mercado dos piezas semejantes: Polka de los estudiantes que Careaga dedicó “a la entusiasta juventud estudiosa por sus heroicos esfuerzos en bien de la Patria” y El triunfo de los estudiantes, polka heroica e himno cuya carátula, por cierto, Hernández hizo ilustrar con un soneto de Félix Trilles Gil y dibujos que muestran no los símbolos patrios estudiados por Zárate Toscano sino gendarmes que sueltan macanazos. Pero si la viñeta es interesante por documentar la represión, es en las pautas donde surge lo extraordinario pues la pieza termina con una invocación del Himno Nacional, a tiempo de polca, que habrá despertado síntomas de pertenencia y exaltación patria en más de uno (véanse Imágenes 1 y 2).

Indalecio E. Hernández, El triunfo de los estudiantes, carátula e Himno. Colección R. Miranda.

Imagen 1 

J. F. de Jáuregui de Ochoa, Adiós, nocturno para piano. Colección R. Miranda.

Imagen 2 

No obstante, la lectura de los ensayos de Pérez Salas y de Zárate resulta muy útil pues gracias a la documentación expuesta por sus autoras pueden fijarse detalles de los procesos de impresión, criterios de diseño aplicados a las partituras, obras o autores que no figuran en nuestras historias, filones historiográficos por explorar y un sinfín de detalles particulares y reveladores como, por citar uno, saber que el Adiós a México de Jaime Nunó fue editado por Wagner y no es entonces el vals inédito que un manuscrito del Conservatorio sugiere. En realidad, ambos ensayos dejan en claro que las partituras decimonónicas pueden estudiarse desde muchas perspectivas, y nos ofrecen ejemplos evidentes y bienvenidos de ello.

Al mismo tiempo, cuando Zárate Toscano o Pérez Salas dejan de ser historiadoras de lo cultural y sintetizan o repiten cuestiones musicológicas, terminan por escribir acerca de conceptos con los que los musicólogos vivimos cotidianamente -romanticismo y nacionalismo sólo son los dos más relevantes entre ellos- y repiten, sin duda involuntariamente, ideas y prejuicios que el uso incorrecto de estos términos han esparcido, como plaga, en la historiografía musical. Para quedarnos con un ejemplo, es evidente que el romanticismo musical ha sido plenamente malentendido a propósito de la música mexicana.10 Se trata, en realidad, de un término complejo que es, al mismo tiempo, un estilo y una ideología, como ha explicado brillantemente Isaiah Berlin.11 Si queremos estudiar el romanticismo musical mexicano -pero ello es por ahora un simple deseo, una tarea del todo pendiente desde el punto de vista musicológico- habremos primero de reunir un corpus de obras musicales que nos permitan seguir, en términos cronológicos, el cultivo de ciertos géneros: nocturnos, romanzas sin palabras, impromptus, ensoñaciones, piezas de carácter. No sabemos, para decirlo pronto, de qué estamos hablando porque la tarea de precisar el simple inventario de este repertorio no ha sido realizada. Si acaso es evidente que la referida colección de piezas características de Luis Hahn es, en efecto, uno de los más importantes puntos de partida para estudiar este fenómeno que fue nutrido por plumas tan ilustres como las de Aniceto Ortega, Melesio Morales, Guadalupe Olmedo y Julio Ituarte, antes de aflorar con fuerza en las páginas de salón y de concierto de los notables compositores porfirianos. Pero, sólo por dar una idea del asunto, tomemos como simple muestra el asunto de los nocturnos, género favorito de Schumann y Chopin y uno de los más entrañablemente románticos. Uno de los nocturnos mexicanos más interesantes que conozco es la composición de J. F. de Jáuregui de Ochoa, intitulado Adiós, partitura escrita en 1875 en honor de la famosa actriz Adelaida Ristori (véase la Imagen 3). Se trata de una pieza donde apreciamos, como en Chopin, una bella melodía de largo aliento que se sobrepone a un acompañamiento regular. Pero es en el contraste de su sección segunda donde nos damos cuenta que su autora entendió perfectamente el carácter del género al ofrecernos una sección intermedia de contraste y fuerza; fueron esos gestos inesperados, esas transiciones abruptas, como las explica Berlin, lo que hizo que el nocturno fuera un género emblemático entre los compositores románticos y lo que esta rara partitura mexicana claramente entiende. Desde luego, los comentarios anteriores no son sino una observación preliminar que busca, simplemente, explicar por qué el romanticismo en el repertorio mexicano del siglo XIX ha sido objeto de malentendidos y es un tema, en realidad, no estudiado en absoluto. De modo que cuando leemos, como afirma Pérez Salas, que “durante el siglo XIX la sociedad mexicana adoptó el estilo romántico, entendiendo este como una visión del mundo y una sensibilidad específicas…” se impone una denominación que es flagrantemente contraria a la mayoría de las partituras que dicha autora explora en su ensayo.

Imagen 3 

Por cierto, esa misma confusión se traslada al artículo de Zárate Toscano donde la evidencia de símbolos patrios es leída como “la intención por resaltar los valores nacionales, por lo que resultan ser algunos antecedentes de la época dorada del «nacionalismo artístico»”.12 Esa visión de la historia de la música mexicana, teñida de evolucionismo, donde el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX es considerado el punto máximo de nuestra música hace tiempo que cayó en desuso. Pero, de nueva cuenta, hay el error de confundir esos elementos patrios como agentes de identidad con lo que los románticos llamaban “música característica”. En muchos de los casos estudiados por Zárate -particularmente en las danzas de Jordá, de Preza, de Basarte y en las piezas de Nunó, Ríos Toledano y Lerdo de Tejada que ilustran el texto- esas partituras no se relacionan con la construcción de identidad alguna, o si acaso, lo hacen de manera tangencial, sino con el afán de ofrecer música característica mexicana, en un cometido del todo similar -por dar un ejemplo famoso- al de las danzas húngaras de Brahms, obras a las que nadie señalaría como un antecedente del nacio nalismo de Béla Bartók o como agentes de la construcción de la identidad húngara.13

No señalo las discrepancias anteriores con un afán olímpico ni polémico. Simplemente deseo que no se sigan aplicando a las partituras mexicanas conceptos que ya han sido usados con infortunio en tantos trabajos anteriores. Desde luego, el origen de tales errores radica en que hablamos y escribimos acerca de una música que casi no escuchamos y que apenas comienza a ser estudiada; también se debe a que las nociones historiográficas más importantes respecto a la música europea del siglo XIX no acaban de ser conocidas ni estudiadas con detalle en nuestro ámbito académico. La musicología mexicana ha sido increíblemente lenta y morosa en entregar estudios más completos e informados de todo aquel repertorio y esto explica -al menos en parte- porque el enorme y atractivo acervo documental de partituras decimonónicas se ha vuelto un corpus del que otros colegas, particularmente historiadores y antropólogos, se han ocupado. Pero creer que el estudio de la música mexicana del periodo independiente puede hacerse ajeno a lo que la musicología ha encontrado en la música occidental de ese mismo periodo es un error metodológico del que habrá que resguardarse. Por ello, comparto el aventón de guante que lanza Verónica Zárate cuando afirma exasperada: “ojalá se pudieran recuperar tantas y tan variadas composiciones musicales del siglo XIX, se ejecutaran y se registraran en cd para auxiliar a los estudiosos no especializados”, sólo que yo añadiría: tales grabaciones en mucho ayudarían también a los estudiosos que van por la vida dándoselas de especializados, a ciertos colegas -ya pianistas, ya musicólogos selfies, es decir, músicos o historiadores que sólo estudiaron música o musicología superficialmente y que se autodenominan “investigadores”- quienes pasan a diario frente al elefante en la habitación, a la música misma, para seguir de largo por su sordo camino. En esa urgencia por escuchar toda esta música para estudiarla mejor habremos de encontrar el fuego de futuros proyectos que un libro como éste, -y aquí uno más entre sus méritos- nos hace alentar desde cada una de sus páginas.

II

Una de las cuestiones que el conjunto de Los papeles para Euterpe permite es la realización de una tarea que todos los estudiosos de la música decimonónica nos debíamos hace tiempo: la construcción de un panorama cronológico donde impresores, impresos, partituras y autores, puedan ser observados con mayor precisión. Dicha empresa se vuelve posible gracias al acucioso trabajo documental que muchos de los ensayos denotan y suman pues en el transcurso de ellos se habla en forma inédita de los más importantes. Al trazar dicho panorama juegan un papel decisivo la implementación de suscripciones y periódicos así como la solvencia técnica que la impresión de música fue alcanzando en nuestro país.

Una primera etapa se advierte desde 1801, año de la testamentaria de Fernández Jáuregui hasta 1826. En esta época la impresión de música en México fue poco lograda como lo deja ver la defectuosa impresión de una piececita entregada en las páginas de El Iris en 1826. Según nos dejan ver los cuadernos de música que de esa época han emergido en fechas recientes, lo más común era copiar a mano las partituras.14 Sin embargo, en este periodo a caballo entre el virreinato y la independencia proliferaron las suscripciones. Manuel Corral y Francisco Delgado, dos de los más prominentes compositores de la época anunciaron varias suscripciones de partituras desde las páginas del Diario de México. Y cuando hacia 1826 Mariano Elízaga estableció la primera imprenta de música del México independiente, lo hizo precisamente con el anuncio de una suscripción. Aquí empieza, sin embargo, una nueva época. No sólo Elízaga consiguió imprimir partituras de factura local sino que lo hizo con mucha mayor solvencia técnica de lo alcanzado hasta entonces. Como puede observarse (véase la Imagen 4) los procesos seguidos por Elízaga no difieren mucho de los vigentes en Europa décadas anteriores: la música se imprime a partir de un proceso de tres planchas: primero las pautas, luego la música y, por último, una tercera impresión donde se fijan texto y notas pequeñas. Es un proceso complejo y no exento de problemas, pero que superó con mucho lo alcanzado hasta entonces y que constituye, efectivamente, el cimiento de la impresión musical en México.

Mariano Elízaga, carátula de las Últimas variaciones. Colección R. Miranda

Imagen 4 

Un segundo periodo es el que va desde 1826 hasta 1844 cuando Jesús Rivera y Fierro estableció su importante imprenta. De esta época, que sigue siendo la menos estudiada de todo el siglo XIX, poseemos algunos ejemplos sueltos, por ejemplo las obras de José Antonio Gómez que han sido investigadas por John Lazos. Tales partituras denotan una impresión más precisa que la alcanzada por Elízaga, pero no dejan de ser un tanto burdas y en ocasiones, defectuosas.15 Varias de ellas aparecieron en publicaciones periódicas como El semanario de las señoritas mexicanas (1841), el Mosaico mexicano (1838) o en el Calendario de las señoritas mexicanas (1839) que hizo famoso a Manuel Galván. Si el caso de José Antonio Gómez es emblemático en tanto fue uno de los compositores más prominentes de la época, es claro que por aquéllas décadas la impresión de partituras mexicanas tenía todavía un largo camino por delante. Sin embargo, la tarea de Gómez como autor de tratados para aprender música y de colecciones de partituras no se vio obstaculizado por estas dificultades técnicas y tanto sus libros pedagógicos como la música impresa para acompañar su famoso Instructor filarmónico publicado desde 1842 así lo demuestran.

A partir de 1844 inicia un tercer periodo gracias a los pasos gigantescos dados con las ediciones de Rivera y Fierro y, sobre todo por las del taller de J. Rivera e Hijo y Compañía, empresas estudiadas por Luisa del Rosario Aguilar. Estos talleres cubren con su prolija producción varias décadas, desde el referido 1844 quizá hasta 1875 cuando la reedición del Álbum musical de Ángela Peralta señala el final de las impresiones musicales de J. Rivera e Hijo y Compañía o tal vez hasta la década de 1880 cuando el hijo de Jesús Rivera, Manuel Cirilo Rivera y Río imprime las últimas parti turas de factura local para la casa Wagner. Con la edición de los Recuerdos de México, de Luis Hahn, ca. 1869 la dinastía de los Rivera alcanzará el cénit de las partituras impresas en México: no volverán a circular partituras de impresión mexicana de tal solvencia técnica y que añaden una corrección tipográfica y litografías a color nunca más vueltas a ver.16 Pero hacia 1888 se da un golpe de timón que resultó definitivo para la posterior suerte de las partituras mexicanas: tanto el almacén de instrumentos y partituras establecido por August Wagner y Wilhelm Levien como el rival de Heinrich Nagel comenzaron a encargar la impresión de partituras a las famosas prensas alemanas de Leipzig.17 Comienza entonces un cuarto periodo en el que las partituras mexicanas nunca podrán competir contra la precisión y elegancia de las prensas musicales europeas. Y aunque no dejaremos de ver partituras de factura local no sólo en el porfiriato sino hasta en los años posteriores a la Revolución, lo cierto es que durante los muchos años gobernados por Díaz dominarán las partituras impresas en Leipzig, par ticu lar mente aquellas editadas por los sucesores de Wagner y Levien y por los de Heinrich Nagel, el otro de los repertorios que dominó el mercado musical en la segunda mitad del siglo XIX.

Del anterior esbozo de imprentas e impresores se desprende con claridad una serie de tareas futuras. La primera, sin duda, es el estudio de cómo las suscripciones de partituras se transformaron con el paso de los años y los cambios que tuvieron lugar en el mercado musical. En tal sentido la recuperación de las partituras que conformaron las más famosas suscripciones es una tarea pendiente aunque tal vez imposible de lograr a cabalidad. Me refiero a reunir la música que alimentó series emblemáticas como fueron la de Mariano Elizaga,18 el Instructor Filarmónico de Gómez,19El Museo filarmónico que Rivera y Fierro lanzó hacia 1844 y que en 1851 alcanzaba su tercer tomo, El repertorio, periódico musical publicado por Manuel Murguía,20 la colección de partituras que Rivera imprimió para la Sociedad Filarmónica Mexicana (véase la Imagen 5) y El ramo de flores, la prolija entrega de partituras que lanzó Jesús Rivera y Río (J. Rivera e Hijo y Compañía) que alcanzó ocho tomos. Hubo también, en la época menos estudiada hasta ahora, suscripciones musicales interesantes de las que no parece haber mayores pistas: véase por ejemplo la interesante carátula de la partitura denominada Autores mexicanos, una curiosa imagen donde se promueve La lira de oro, periódico musical auspiciado por F. Murguía (véase la Imagen 6). Aparecen ahí, en cada hoja de una planta imposible, los nombres de los más importantes compositores del momento: José Antonio Gómez, Agustín Caballero, Antonio Valle, Felipe Larios, Luis Pérez de León, Sabas Contla, Jesús Valadéz, José María Bustamante, Cenobio Paniagua, Agustín Mendoza, Joaquín Beristáin, Juan N. Loretto, Baltazar Gómez, Melesio Morales, Octaviano Valle, Luis Baca y Mariano Elízaga. No son las anteriores listas completas ni de colecciones ni de autores, pero tenerlas estudiadas, catalogadas y, en la medida de lo posible, reunidas e inventariadas supondría un avance mayor. Si concedemos, pese a toda suerte de reservas musicológicas, que la obra de los compositores porfirianos ha sido mucho más estudiada, es en el amplio conjunto que estos periódicos y suscripciones musicales lanzaron donde se encontrará el grueso del elefante en la habitación, el conjunto aun inexplorado de partituras que habrán de nutrir una visión más informada y documentada del trayecto histórico de la música mexicana del siglo XIX. Lo que las esporádicas incursiones a este mare magnum revelan es hasta ahora contradictorio: de un lado se advierten piezas par ticu larmente interesantes -las multicitadas piezas de Hahn o algunas de las que contiene el Álbum musical de la Peralta, al que me referiré más adelante- que, sin embargo, parecen ser excepcionales entre un conjunto lleno de piezas que no denotan mayor interés musical. Desde luego, la música para piano de los compositores como Aniceto Ortega, Tomás León, Melesio Morales o Guadalupe Olmedo aguarda un estudio que les haga justicia. Pero se trata de compositores situados al final de la época que nos ocupa o quienes francamente, como Morales, siguieron activos hasta el siglo XX. En todo caso, las pocas piezas para piano de estos autores que sí se conocen, en particular los nocturnos de León, algunas espléndidas piezas como la Invocación a Beethoven de Ortega, la Segunda Reverie de Olmedo o la muy interesante Ayes del alma, una “poesía musical” de Morales publicada por Wagner en 1877 (véase la Imagen 7) son obras que se alzan muy por encima de la enorme cantidad de música de baile y de piezas de salón que nutrieron aquellos periódicos y que ya incluso exasperaba al mismo Altamirano:

Da tristeza el número fabuloso de danzas insignificantes, de valses monótonos, de polcas ridículas, de salves, de alabados, de romanzas lloronas que componen todos los días nuestros artistas y que ni enriquecen el arte musical mexicano, ni tienen larga vida porque son flores de un día, música de actualidad, que pasa con la moda y que los pianos mismos, y los bandolones y las flautas, se aburren de repetir al cabo de cierto tiempo […]. Da tristeza, lo repetimos, ver los talentos de México consagrados, con pocas excepciones, a frivolidades semejantes que son al arte verdadero, lo que los acrósticos y las charadas en verso son a la poesía […]Si no es una dancita, es un vals: se llama La desdeñosa, o La Ingrata, o La Hechicera, que son nombres de vaca, o tiene algún anagrama por título: Marimba, etcétera; y porque cuatro pollitas insulsas aunque muy emperifolladas, dijeron que la dancita o el vals eran de todo su gusto, y porque el señor de la casa que es un animal, felicitó al maestro, éste se cree desde luego un Strauss o un Lamotte y desdeña las composiciones verdaderamente útiles.21

J. Francisco Contreras, Fraternidad, nocturno para piano. Colección Fondo Reservado, Conservatorio Nacional de Música

Imagen 5 

Anónimo, carátula de Autores mexicanos. Colección R. Miranda

Imagen 6 

Melesio Morales, Ayes del alma, edición de A. Wagner y levien, 1877. Colección R. Miranda

Imagen 7 

En efecto, Altamirano avisa desde 1870 que toda aquella música no puede valer la pena y que circula por los atriles de aquellos días más pobre que otra cosa. Pero como la distinción entre la música que vale la pena y la que haremos bien en olvidar es un asunto musicológico y no materia de los estudios culturales, volveré a hilvanar este hilo párrafos más adelante.

III

La segunda parte de Los papeles para Euterpe sale de los talleres de imprenta y almacenes de música para meterse a la arena pública. Javier Rodríguez Piña describe con muy sabrosa narrativa los primeros ocho años del Teatro Nacional y reconstruye en forma pormenorizada y muy bien tejida la comedia de artistas, empresarios, compañías, gobernantes, administradores y demás dislates que nutrió la vida de aquel famoso escenario. Por su parte, Áurea Maya ha recuperado en su ensayo, nutrido de nuevos documentos y perspectivas, el camino de la ópera entre la Independencia y el fin del Segundo Imperio. Lo primero que debemos celebrar de estos dos ensayos es que han enterrado, esperemos que para siempre, los antiguos recuentos de fechas y datos sin mayor sentido que una supuesta cronología pegaba en libros y trabajos de autores pasados, de cuyo nombre no quiero acordarme. Hay una narrativa, hay un argumento acerca de cómo la música construyó la nación, hay un mejor y más profundo conocimiento de la historia. Cuando Rodríguez Piña desmenuza con envidiable y ejemplar acuciosidad la densa trama social, política y cultural que rodeó el establecimiento y primeros años del Teatro Nacional, cuando Maya simplemente deja de lado las viejas etiquetas aplicadas a Morales o a Paniagua para explicar su música como parte de un proceso histórico que camina en paralelo a la construcción del México independiente, cuando ambos autores incursionan a los inéditos senderos de los datos económicos o de una historiografía mucho más reciente e informada, es claro que hay avances y propuestas renovadas.

La historiografía sobre la ópera mexicana del siglo XIX ha sido particularmente reacia a moverse. Que a Enrique Olavarría y Ferrari le haya parecido prudente acumular historias, crónicas y anécdotas en estricto sentido cronológico, vaya y pase. Que Reyes de la Maza nos haya entregado la misma receta habrá de justificarse porque la revisión hemerográfica siempre puede aportar testimonios antes soslayados. Pero que el resto de quienes se ocuparon de la ópera mexicana hayan ofrecido el recuento de las mismas historias de siempre -las cantantes y sus desplantes, las compañías extranjeras y sus lances, el público y sus desatinos- o hayan dispensado miradas apuradas y sordas sobre un repertorio que no ha sido escuchado cabalmente supone prolongar un tipo de escritura que hace mucho dejó de tener sentido. Cuando Los papeles para Euterpe encuentran nuevos filones historiográficos -como el estudio de los libretos o la disección de la construcción de la nación desde los teatros y las pautas- se respira un aire fresco dentro de un tema que ha quedado encerrado en los mismos aspectos de siempre. Cuando los sabiondos de antaño que como Jesús C. Romero o Castillo Ledón hablaban de lo que no habían oído, cualquier aficionado al Bel canto podía experimentar estertores y espasmos: ahora, cuando al menos ciertas obras han podido escucharse de nuevo -Ildegonda y Anita de Morales, Zulema de Elorduy, Atzimba de Castro- hay posibilidades de emprender una revisión, histórica y crítica, de todo aquello.22

Ese mismo asunto de la nación en obra negra es el fascinante tema del trabajo de María Eugenia Chaoul quien, contra toda lógica, sensatez y consejo, se metió a las escuelas públicas de la ciudad de México para sentarse en las infumables clases de canto que ahí se impartieron durante el medio siglo que terminó en la Revolución. Al ocuparse de la educación y del aprendizaje de la música como una de las aspiraciones morales de la sociedad mexicana del siglo XIX, este ensayo se ocupa de un aspecto esencial para entender la música de aquella época. Sin duda, el gran auge de la música por aquel entonces se debe a la adopción entusiasta de un modelo de educación burguesa que hizo del aprendizaje de la música uno de los aspectos centrales de su identidad y el papel de la música en la educación es un excelente y sui generis termómetro de este asunto. No hemos incorporado a la historiografía de la música mexicana el muy importante matiz de la educación musical y no sólo para contar sus vaivenes, sino para entender mejor las aspiraciones y hasta las características técnicas y estéticas del repertorio que las partituras de antaño guardan. El elefante en la habitación tiene una relación directa y casi teleológica con la educación musical que entonces se impartía y es probable que debamos explicar tanta de aquella música de acuerdo con los difíciles avances que la sociedad mexicana tuvo en cuestiones de educación musical. Vamos a ver si ahora que estamos a diez minutos de celebrar un siglo y medio de la fundación del Conservatorio Nacional de Música -establecido por la Sociedad Filarmónica Mexicana en 1866- queremos revisar nuestros criterios historiográficos a la luz de la educación musical entendida como parte no sólo integral, sino definitoria de la vida musical que tanto nos fascina. Por lo demás, no podría dejar de recomendar la lectura de este ensayo a los sordos adeptos de las esperanzas aztecas, las orquestas juveniles y demás engaños sociomusicales que se han puesto de moda. Al respecto, resulta espeluznante leer la conclusión que nos entrega la autora cuando cita que ya en 1916 había quedado en claro que la enseñanza musical en las escuelas públicas “había sido un rotundo fracaso […]. Los maestros carecen de toda orientación pedagógica, eran músicos instrumentistas pero no cantaban con su voz «ni el más insignificante coro»”.23 Es triste constatar que ya desde hace un siglo la educación musical en las escuelas no funcionaba; es absolutamente devastador observar que hoy en día nada ha mejorado y si acaso, sigue empeorando. El asunto central ha eludido a las autoridades culturales y educativas y es aquí donde un poco de historia no les vendría nada mal: cuando se quiso impartir educación musical en las escuelas públicas se buscaba subsanar aquello que en los hogares de mayores recursos era cotidiano: una mínima educación musical, un mínimo aprendizaje de los rudimentos necesarios para leer una partitura. Si el proyecto fracasó es por la triste calidad de los maestros pero también porque la música no puede -nunca podrá- aprenderse sin un entorno familiar y social que sustente y aliente dicha educación. Cuando María Eugenia Chaoul nos regala aquello de “no se trata de que los niños canten arias” parece que estoy sentado escuchando a reconocidos funcionarios culturales o gubernamentales que piensan que la música puede subsanar la pobreza o resolver la corrupción de las policías o que no entienden qué clase de rigurosa educación se requiere para que la música forme parte de la formación cotidiana de nuestros jóvenes. No la entienden porque la desconocen, no la entienden porque no han leído este capítulo, no la entienden porque, como dice Gutiérrez Nájera exasperado: “Si, sé que hay sordos”.

Y esa frase archifavorita nos recuerda que el siglo XIX fue, en tanto un siglo educado musicalmente, un siglo de fantástica crítica musical. Sin duda, debemos a Robert Schumann y a Ernst Theodor Amadeus Hoffmann esa prolija unión de la literatura con la apreciación de la música que tanto contribuyó a definir la cultura del siglo XIX. En México este ha sido un asunto prácticamente ignorado y por ello son más que bienvenidas las aportaciones que sobre Victoria González Abeja y El Duque Job nos cuentan Ana María Romero y Miguel Ángel Castro en el ensayo final del libro. Me parece que este texto traza muy bien las personalidades que como cronistas o críticos tuvieron estas dos figuras. Como se trata de un asunto que ya he calado en algún ensayo, me extraña que no se hayan detenido con mayor holgura en el punto de quiebre marcado por las primeras representaciones de Wagner que la compañía de Emma Juch hizo en 1891 y que, desde la perspectiva de la historia de la música, resultan cruciales para entender los verdaderos alcances estéticos del público porfiriano.24 Es más, son aquellas representaciones -en definitiva- parte del estudio pendiente del romanticismo musical en México al que aludimos anteriormente. Abeja y el Duque asistieron y reportaron algunas de aquellas funciones donde, por cierto, también se escucharon Fidelio y El Cazador furtivo, emblemáticas óperas románticas. En todo caso, Romero y Castro exploran el terreno de la crítica en forma rigurosamente contrapuntística, dejando que Abeja y el de Jalatlaco vayan tomando, a turnos, la voz cantante y en ese tejido nos entregan una imagen cándida y muy entretenida de qué se tocaba y cómo se escuchaba la vida musical de entonces. Seguiré pensando, sin embargo, que aún debemos a Gutiérrez Nájera un ensayo que le haga justicia como el feroz crítico musical que fue. ¿De dónde sacaba el Duque Job ese infalible tino estético? En ocasiones, como acontece con el que llamé “el extraño caso del Capitán Voyer” uno creería que Gutiérrez Nájera no las tenía todas consigo en asuntos musicales. No lo sabremos en tanto no sepamos más de aquel incidente. Pero cuando se leen sus juicios olímpicos sobre ópera y zarzuela se tiene la clara impresión de que sabía más música que muchos, de entonces y de ahora, aunque también ha de ser cierto que era de aquellos que Thackeray pronunciaba indispensables: “los Snobs deben ser estudiados como los demás objetos de las ciencias naturales y forman parte de lo Bello (con B mayúscula). Ellos inundan todas las clases”.

IV

Dije anteriormente que la curiosa denominación de “historia cultural” me da vueltas en la cabeza. Aunque varios de los autores reunidos en Los papeles para Euterpe son claridosos al plantear su alejamiento de cuestiones críticas o estéticas, hay ensayos como los de Áurea Maya o Ingrid Bivián donde prácticamente no puede trazarse una separación semejante. Por ejemplo, Bivián no tarda muchas líneas en invocar a Alcaraz y Meierovich a propósito de la necesidad de sacar de la mitología a Ángela Peralta, pero lo cierto es que ese camino no ha sido cabalmente emprendido. Conozco para ello dos rutas: recuperar las escasas y nada halagadoras reseñas que el periplo europeo de la Peralta salpicó en algunos periódicos para derribar de una vez por todas aquello de la Angelica di nome e di voce o detener la mirada con más cuidado en el elefante en la habitación. Sobre la primera ruta ya nuestra autora avanzó el camino al resquebrajar el bronce de la diva cuando le receta ácidos irreversibles al ocuparse de las reseñas de Don X y la más tardía de Altamirano. Antes que ella, Áurea Maya en su rescate de la hemerografía de Morales ya había puesto el dedo en la llaga, recordando con la publicación del texto de Morales que la fama de la cantante no tenía otro sustento que las dudosas gacetillas periodísticas.25 Ojalá quieran seguir en este sendero para, de una buena vez, dejar de manosear la hueca imagen de bronce de una cantante cuyo legado histórico no me queda del todo claro y de quien, hasta donde alcanzo a entender, tuvo más de buena comerciante y de engañabobos que de angelica voce… Pero, como en este país se aplaude todo…

Hay además una segunda posibilidad para decir algo nuevo sobre la Peralta: sus partituras. Esa Fantasía para piano intitulada Nostalgia, un recuerdo a mi patria es una de las más singulares piezas no sólo entre las escritas por la cantante, sino del repertorio mexicano de entonces. Se trata de una increíble y larga receta: un poco de romanticismo, evidente en el género y su tratamiento formal, un mucho de bel canto y sus melodie lunghe, algo de trapecios en el teclado y dos o tres momentos de impromptu, verdaderamente sorprendentes, donde la armonía es tratada con imaginación; hay además varios pasajes “huecos”, propios de quien no sabe tocar el piano con soltura. La mezcla de aciertos y errores deja un regusto de perplejidad: ¿compuso la Peralta aquella pieza? Hay compases donde los acordes escritos implican una mano grande y flexible, que se antojan muy ajenos a la veleidosa cantante (de cuyas virtudes pianísticas, por cierto, ninguna de sus exégetas nos dice nada); hay, asimismo, interesantes rasgos estructurales que merecerían más que las descripciones tautológicas esbozadas por Chapa Bezanilla.26 Pero, si en efecto la compuso, entonces postularé un lamento: qué lástima que se dedicó a sacar dinero con sus apariciones operáticas y que no hizo más por escribir algunas otras piezas.27 Y desde la tesis temeraria salto a formular una pregunta retórica: en el caso que nos ocupa, ¿importa la Música (con mayúsculas) o la imagen mítica de la cantante (con minúsculas)? Supongo que los historiadores culturales querrán contestar de una forma y los musicólogos de otra. A los de nuestro gremio, el estudio histórico de los intérpretes pasados no nos dice gran cosa si no podemos oírlos, ya en vivo, ya en la huella que plasmaron en el repertorio. Eufra sia Amat, Antonia Ochoa de Miranda o Soledad Goyzueta son otras tantas cantantes mexicanas del siglo XIX que fueron muy importantes y cuya biografía promete ser una interesante veta para futuras exploraciones, pero como la música sólo existe en el presente, nos importarán los detalles biográficos de aquellas divas en la medida en que puedan incidir en nuestra apreciación crítica de alguna obra escrita entonces y que ellas cantaron o estrenaron. Es muy difícil encontrar intérpretes que hayan dejado una impronta histórica; desde luego los hay, pero son muy escasos y la Peralta no es de la estirpe.28 Entonces, uno se pregunta, ¿qué sentido puede tener repasar la biografía de una cantante del pasado? ¿Haber sido un agente de identidad? ¿Ser testimonio de la existencia de un pertinaz y dudoso público que -hoy como ayer- todo lo aplaude?

El caso anterior ilustra la paradoja y la dificultad de estudiar la música desde una perspectiva cultural: ¿en verdad pueden abordarse por separado el importe artístico de la música de sus implicaciones y nexos históricos y sociales? De hecho, la división entre historia cultural y musicología plantea hondos desafíos. Si nos atenemos a lo explicado por Carl Dahlhaus, uno de los teóricos de la musicología más importantes y uno de los autores fundamentales para entender la música del siglo XIX, aceptaremos que o se hace historia de la música o se hace historia de la música.29 En el primer caso se favorece una narrativa amplia, de implicaciones socio-culturales que explica la música en función de su tiempo y circunstancia y que, por esa misma razón, traiciona lo musical al no detener su mirada en los detalles técnicos y estéticos individuales que dan a la música su sentido artístico. En el segundo caso, la reconstrucción del entorno cultural se sacrifica en aras de comprender una serie selecta de partituras y de ponderar sus detalles técnicos para obtener así una valoración crítica; para traer esa música al presente y dotarla de sentido. Leído desde una perspectiva musicológica, Los papeles para Euterpe aporta numerosos elementos que permiten una reconstrucción más detallada e informada del entorno cultural que vio nacer una enorme cantidad de partituras y lanza una serie de miradas a diversos temas sobre crítica y educación que invitan a la reflexión. La razón fundamental del trabajo, “considerar la difusión de la música como una propuesta para modernizar a México en tanto factor para la civilización y el progreso”30 queda explorada con amplitud y múltiples aciertos. Por todo esto, aunque la disyuntiva planteada por Dahlhaus cobra visos de ser un postulado muy difícil de evadir y por más que como principio metodológico uno quisiera no apartar las notas de las partituras; no separar lo musical de lo cultural, la lectura de este volumen deja en claro que al trazar una línea que divida la musicología de la historia cultural se favorecen ciertas perspectivas más que se distinguen terrenos. Pero tarde que temprano los historiadores cruzan la línea cuando hablan de estilos, de intérpretes, de críticos y los musicólogos, ni qué decirlo, estamos obligados a conocer a profundidad el entorno cultural e histórico de la música que nos ocupa. Pero más allá de la imposibilidad de mantenerse en uno u otro margen, la revisión de este libro demuestra que hay un amplio espacio de convergencia donde las aportaciones de todos los colegas participantes servirán como punto de partida para renovadas pesquisas culturales o musicológicas, para corregir las visiones equivocadas que hemos postulado sobre este complejo mundo musical del siglo XIX mexicano y para enriquecer nuestro estudio con mejores propuestas y temáticas. De ahí que quiera darse, en estas líneas, una ponderada bienvenida a esta publicación y al empeño de todas y todos sus autores. Sin duda, leer este libro ha resultado ser un vendaval de aire fresco de cara a la apolillada musicología que, sobre el siglo XIX han intentado en tiempos recientes algunos otros colegas -musicólogos, historiadores, o pescados, como dirían los jarochos de Alvarado-. Por ello revisaré de nuevo lo que han escrito, me apropiaré de todas las buenas ideas plasmadas en sus ensayos y me pelearé con algunos pasajes donde -como no me canso de advertir a mis alumnos- el diablo que trabaja de musicólogo encontrará motivos para la polémica y el desacuerdo. Porque, más allá del propósito de volver a sus páginas y de sacar de ellas futuras tareas de investigación y reflexión, debo decir que la lectura de este libro inspira el anhelo de ofrecerle mi brazo a la simpática Abeja, “para ir del salón al teatro, indagando, preguntando, fijándome en todas las nimiedades que pueden divertir para esperarlas, pluma en ristre, para dar mi opinión con toda gravedad sobre ellas”.31 Enhorabuena.

Referencias

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2Mayer-Serra, Panorama de la música mexicana; Moreno Rivas, Rostros del nacionalismo.

3Si Mayer-Serra acuñó el término salonesco para desechar a vuelapluma un repertorio que no le merecía pena alguna, a Carlos Chávez le parecía que algunos de los más famosos compositores porfirianos —Gustavo E. Campa, Ricardo Castro y Felipe Villanueva— eran poca cosa, prejuicio del que harán eco trabajos posteriores. “Puede decirse en general, de los tres compañeros, que no fueron dueños de gran fuerza creadora […] Se resiente en ellos la paz porfiriana, traducida en cierta quietud y molicie”, en Chávez, “La música”, p. 532.

4Magee, “Wagner como música”, p. 88.

5Ana Cecilia Montiel, “Música en venta al doblar el siglo: el repertorio musical de la oficina de Jáuregui (1801)”, en Los papeles de Euterpe, pp. 29 y ss.

6Hahn, Recuerdos de México.

7Verónica Zárate Toscano, “La sinfonía de la identidad mexicana en la música a fines del siglo XIX”, en Los papeles para Euterpe, pp. 281-282.

8Por dar algunos ejemplos famosos, véase el Canto de gloria de Julio Ituarte, la emotiva Cineraria que Alberto Cuyás dedicó a la memoria de Benito Juárez y, desde luego, la “transcripción de concierto” del Himno Nacional que Ricardo Castro dedicó al presidente Porfirio Díaz.

9Véase “Una sesión memorable”, El Monitor Republicano (18 nov. 1884), p. 8: “Esa sesión será memorable en nuestros anales, al llegar el momento de la votación era indescriptible la agitación que reinaba en las galerías de la Cámara. Los 200 gendarmes que cuidaban el orden apenas podían acallar los silbidos y las burlas con que eran recibidos, el sí nefando de los diputados que votaban en pro y los aplausos y los vivas no de los que escuchaban a su consciencia en este grave asunto”.

10Galí Boadella, Historias del Bello sexo, p. 20, escribe: “es en la música donde el Romanticismo encuentra su campo privilegiado de expresión […] La música era para el Romanticismo la máxima expresión del espíritu.” El planteamiento es exacto pero carece de una necesaria diferenciación: no toda la música del siglo XIX fue romántica y aquella que fue considerada como “máxima expresión del espíritu” —la de Beethoven y, posteriormente las de los románticos alemanes, Schumann, Schubert, Wagner et al. fue apenas conocida en México. Aplicar el término romántico a los compositores más citados en su trabajo —Rossini, Bellini, Donizetti—, es del todo incorrecto, y no escuchar la diferencia respecto a Mendelssohn, Schumann o Chopin (compositores a los que Galí no hace ninguna referencia) es tanto como no entender qué es el estilo romántico en la música. La imperativa necesidad de distinguir dos grandes estilos en la música occidental del siglo XIX fue expuesta por Dahlhaus, Ninetheenth-Century Music, pp. 8 y ss.

11Berlin, Las raíces del romanticismo.

12Verónica Zárate Toscano, “La sinfonía de la identidad mexicana en la música a fines del siglo XIX”, en Los papeles para Euterpe, p. 223.

13Sobre el aspecto “característico” en la música romántica del siglo XIX puede consultarse a Brown, “Characteristic piece”, pp. 493-94. Una brillante explicación de la importancia del concepto de “carácter” en la música romántica, en particular la de Robert Schumann, es hecha por Lippmann, “Theory and Practice in Schumann’s Aesthetics”, pp. 310-345.

14Me refiero en particular a los cuadernos de Guadalupe Mayner y Mariana Vasques estudiados por Jesús Herrera y al Cuaderno de Merced Acebal recientemente estudiado por Enrique Salmerón, “El Cuaderno Merced Acebal”, tesis de maestría en Musicología, Universidad Veracruzana, 2015 [en proceso]. De Herrera, “El Quaderno Mayner”, pp. 51 y ss. y “El manuscrito de Mariana Vasques”, pp. 9 y ss.

15Uno de los principales criterios para fijar los alcances técnicos de una partitura impresa radica en las cabezas de las notas: su nitidez, su precisa fijación en líneas y espacios así como la claridad general de lectura que un formato limpio provee.

16Véase la nota 4.

17Queda pendiente, en el estudio de Olivia Gamboa sobre la Casa Wagner, precisar la fecha en la que comienzan a encargarse las impresiones a Leipzig. Brenner, en su acucioso estudio Juventino Rosas, p. 96, sugiere que esto tuvo lugar después de abril de 1888, fecha en la cual la Casa Wagner lanzó las primeras ediciones de Carmen y Sobre las olas realizadas localmente en los talleres de M[anuel]. Rivera y Río, hijo y sucesor de Jesús Rivera y Fierro. Aguilar tampoco nos ofrece precisión respecto al inicio de las impresiones alemanas de Nagel, figura a quien dedica una amplia y reveladora nota, Los papeles para Euterpe, n. 49, p. 76.

18Lanzada en 1826 y de la que sólo hemos encontrado las Últimas variaciones. Véase Elízaga, Últimas variaciones.

19De ambos volúmenes Gabriel Saldívar afirma poseer ejemplares empastados cuya consulta, sin embargo, no es factible. Véase Saldívar, Bibliografía Mexicana de Musicología y Musicógrafa, pp. 156 y ss.

20Sobre Murguía, otro de los importantes impresores de la época, Laura Suárez de la Torre entrega muy valiosa información en “Los libretos: un negocio para las imprentas. 1830-1860”, en Los papeles para Euterpe, pp. 120-128.

21Ignacio Manuel Altamirano, “Revista de la semana”, El Siglo Diez y Nueve (20 sep. 1870).

22Sobre Atzimba véase el artículo de Saavedra “El nuevo pasado mexicano”, pp. 79-100. De Zulema puede leerse mi ensayo Miranda, “De Estambul a Tuxtepec”, pp. 155 y ss.

23María Eugenia Chaoul, “¡Canten niños! Porque es sano”, en Los papeles para Euterpe, p. 420.

24Véase Miranda, “«Sí, sé que hay sordos”, pp. 137y ss.

25Morales, “La estatua a la Peralta”, pp. 139-141.

26Véanse las exégesis de Meierovich, “Ángela Peralta esbozo de una redención herida”; y la de Chapa Bezanilla, “Ángela Peralta en la creación musical mexicana del siglo XIX”.

27Según cuenta Ángeles Chapa, el Álbum musical fue publicado por Julián Montiel, quien se casó in artículo mortis con la cantante. Una carta supuestamente escrita y firmada por la cantante, fechada el 15 de agosto de 1883, deja las piezas en cuestión a su “amigo” y segundo esposo. La carta, por cierto, acusa una caligrafía impecable que no se explica del todo en alguien “casi ciega [que] pasó los últimos años de su existencia manipulada por su apoderado, quien para no pagarle le hacía creer que el público la había olvidado”. Chapa Bezanilla, “Ángela Peralta en la creación musical mexicana del siglo XIX”, p. 26.

28Me refiero en particular a quienes han contribuido, mediante una renovación técnica e interpretativa, a generar nuevas posibilidades idiomáticas que han tenido un efecto en la historia de la música: piénsese en un Corelli, en un Chopin, en un Paganini o en un Manuel García, por citar ejemplos famosos.

29Véanse en particular, dos títulos imprescindibles: Grundlagen der Musikgesichte (1977) y su Die Musik des 19 Jahrhunderts (1980). De ambos hay excelentes traducciones al inglés de J. Bradford Robinson, Dahlhaus, Ninetheenth-Century Music, y Foundations of Music History, Cambridge University Press, 1983.

30Laura Suárez de la Torre, “Estudio Introductorio”, en Los papeles para Euterpe, p. 10.

31Palabras de Victoria González, citadas por Miguel Ángel Castro y Ana María Romero, en “Abeja y El Duque Job: música y ciudad, 1891-1883”, en Los papeles para Euterpe, p. 435.

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